Epílogo
JOSH

¡Joder! No había estado tan nervioso en toda mi vida. He dado cientos de ruedas de prensa, miles de entrevistas, he aceptado premios y dado discursos, pero nada puede compararse con los nervios que estoy sintiendo ahora mismo. Estoy sentado en la punta de un banco de la primera fila, echado hacia delante, con las manos entrelazadas y sudorosas y la rodilla dando botes. Suelto el aire lentamente. «¡Cálmate, Josh!»

Una ligera palmada en el hombro me rescata cuando estoy al borde del colapso nervioso. Es mi padre, que me dirige una sonrisa afectuosa.

—Déjame —le advierto—. Estoy intentando calmarme.

Se pone a reír y se sienta a mi lado. Se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta y saca una petaca.

—Una ayudita nunca viene mal.

La acepto y le doy un trago más largo de lo que debería.

—No necesito ayuditas; lo que necesito es tranquilizarme de una vez, joder.

—Estás en la casa de Dios, chico. Un poco de respeto.

—Lo siento —murmuro, y le devuelvo la petaca—. ¿Dónde está Eddie?

El hermano de Adeline está de lo más misterioso. A veces aparece, pero otras desaparece durante días enteros. No duró mucho en rehabilitación. Me temo que ha recaído.

—En el baño.

Eso significa que él también está dándole a la petaca. Estupendo. Lo que nos faltaba. Miro hacia atrás. Las hileras de bancos se están llenando. Todo el que entra parece acalorado, como si hubieran venido corriendo. No me extraña, lo de ahí fuera es un puto caos. La boda del siglo, la llaman. Parte de mí está enfadada, pero otra disfruta de la patada en la boca que esta boda les va a dar a los capullos monárquicos.

—¿Qué hora es? —le pregunto a mi padre, volviendo a mirar hacia el altar.

—Dos minutos más tarde que la última vez que me lo has preguntado. —Se guarda la petaca—. Por Dios, chico, ¿qué te pasa?

—No lo sé —admito.

Llevo días rogando para que este momento llegue cuanto antes y ahora que al fin ha llegado estoy nervioso como un idiota. Me paso una mano por el pelo y probablemente me lo dejo hecho un desastre. Me da igual. ¿Qué más da llevar el pelo alborotado cuando estoy sudando como un caballo de carreras?

Mi padre me palmea la pierna, que no para de botar, y se levanta.

—Voy a saludar a la gente.

Con una sonrisilla burlona en la cara, me deja solo y se va a saludar a algunos de los cientos de invitados. ¿Y yo qué hago? Me quedo donde estoy, paralizado por los nervios. «Respira, respira, respira». Mierda. No he dormido ni un día sin ella desde que abdicó…, hasta anoche. Y ha sido terrible, he estado muy inquieto. Le he pedido a Tammy que la llame cada hora. Yo mismo he llamado a su madre más de una vez. Está bien, por supuesto que está bien…, pero yo no. Esos monárquicos son capaces de cosas terribles y han convocado a Adeline más de una vez. Yo rompí una de las citaciones. Adeline quemó otra. ¿Por qué demonios tienen que inmiscuirse en nuestra boda esos capullos?

—En serio, Josh. —Eddie aparece abrochándose la cremallera.

Este tío se ha dejado los modales en palacio, al lado del título.

—Te veo aterrorizado.

—Lo estoy.

Parte de mi oficio consiste en almacenar frases en la cabeza. Se me da muy bien, pero hoy soy incapaz de recordar ni una jodida palabra. Me vuelvo hacia el que pronto será mi cuñado y me llega el olor a alcohol. No soy quien para juzgarlo, ya que mi padre me acaba de dar bebercio del bueno, pero estoy seguro de que Eddie me lleva mucha ventaja.

—Basta por hoy —le advierto.

Lo último que necesito es tener a Adeline preocupada en nuestro día. Y le prometí que lo vigilaría.

El muy capullo pone los ojos en blanco.

—Estamos de celebración.

—Tú llevas casi un año de celebración.

—Y que lo digas. Tenía que recuperar el tiempo perdido.

Suspiro, pero no insisto. Sé que le queda mucho para poder decir que se ha repuesto de las bombas que le cayeron encima. Y no me refiero al ejército.

—Compórtate, anda.

—Vale, colega.

Miro hacia atrás cuando oigo exclamaciones de admiración. Ha llegado la madre de Adeline. No lleva un traje de dos piezas como los que suelen elegir las madres de las novias; ha escogido un vestido color azul perla y está impresionante. Armándome de valor, me levanto y voy a su encuentro a medio camino del altar. Mis piernas me sorprenden; están más estables de lo que pensaba. Y sé que es porque Catherine ha llegado. Si Adeline no estuviera bien o hubiera surgido algún problema, Catherine no estaría aquí, dirigiéndome una sonrisa tranquilizadora.

Cuando me acerco, abre los brazos.

—Mírate, ¡qué guapo estás!

—Tú sí que estás impresionante, Catherine. —Dejo que me abrace, agradeciendo su espontánea muestra de cariño—. ¿Cómo está Adeline?

—¿Tienes miedo de que te deje plantado en el altar?

Hago un ruido burlón.

—No.

Ella se ríe y me da unas palmaditas en la mejilla.

—Se encuentra estupendamente. Eres un chico afortunado, Josh Jameson.

Me mira el pelo, que acabo de alborotarme, y trata de colocármelo en su sitio. Está perdiendo el tiempo.

—Lo sé. —Soy un tipo muy afortunado.

—¡Oh, Edward! —exclama Catherine, al verlo por encima de mi hombro.

Parece tan feliz… Sé que últimamente no se ven demasiado y que su relación sigue tocada. Va hacia él y lo envuelve en un abrazo. Edward acepta la muestra de cariño; incluso la abraza, pero la prevención y el resentimiento siguen vivos.

Cuando algo me llama la atención con el rabillo del ojo, miro hacia la balconada que hay encima del altar con el ceño fruncido. Pero ¿qué coño…?

—¡Eh! —grito cuando un flash me ciega—. ¡Bates!

Él ya se ha puesto a perseguir al paparazzi. ¡Será cabrón! ¿Cómo coño ha entrado aquí? Pero ¡si esto parece Fort Knox, joder!

Sigo a Bates escalera arriba y lo encuentro inmovilizando al tipo, con la cámara hecha añicos en el suelo.

—¿Una tienda de campaña?

Esto es un jodido campamento. Veo botellas de agua vacías, latas de… ¿atún?

—Sí, creo que llevaba tiempo montando guardia.

Le dirijo al paparazzi una mirada que podría reducirlo a polvo.

—Sácalo de aquí antes de que le dé una paliza.

Bates se lo lleva entre gritos de protesta. El tipo quiere recuperar la cámara. Me agacho y rebusco entre las piezas machacadas hasta encontrar la tarjeta de memoria, que me guardo en el bolsillo.

—Josh, ha llegado la hora.

Me levanto y me vuelvo hacia Catherine, que está mirando cómo Bates desaparece con el fotógrafo sin escrúpulos.

—¿La hora?

La madre de Adeline se acerca a mí, divertida. Me toma las manos y las aprieta con delicadeza. Sus manos son tan suaves como su sonrisa. Todo en esta mujer es suave y delicado.

—Vas a casarte hoy, ¿verdad?

—Verdad.

El pulso se me acelera.

—Ya está aquí.

—¿Ya?

—No ha querido hacerse de rogar, por mucho que sea tradición.

Le suelto las manos y doy un paso atrás, revolviéndome el pelo otra vez sin darme que pensar.

—Joder… —susurro, y al darme cuenta de con quién estoy, me disculpo—. Lo siento.

Catherine suspira, se acerca a mí y vuelve a tratar de ponerme el pelo en su sitio.

—¿Vas a hacerla esperar?

Miro hacia la puerta que lleva al altar, pero mis malditas piernas han elegido este momento para paralizarse.

—No puedo moverme —admito.

Es la hora de la verdad. Ella está aquí. Al fin ha llegado el momento que tanto he estado esperando y no puedo moverme. ¿Qué me pasa? ¿Nervios? ¿Emoción?

—Josh.

Catherine me agarra y me sacude con fuerza, para sacarme del trance. La miro, embobado, mientras mi mente me ordena a gritos que mueva el culo.

—Camina.

—Vale.

Catherine tiene que arrastrarme y luego ayudarme a bajar los escalones. Solo cuando he cruzado la puerta de la iglesia y veo la congregación de invitados que han ocupado todos los bancos disponibles, recupero la movilidad. Hay también mucha gente de pie. Reconozco a algunos de los presentes. Hay realeza española, de Hollywood, amigos, familia y líderes mundiales. No falta ni el presidente de Estados Unidos. Yo había propuesto una boda íntima, pero Adeline me dijo: «Ni de coña». Y entiendo por qué. Ya no tenemos que escondernos de nadie.

—Ay, Dios —susurro, con todos los ojos clavados en mí.

Cuando vuelvo a tocarme el pelo sin darme cuenta, a Catherine le toca peinarme de nuevo con los dedos.

—¿Qué pasa? —Mi padre se acerca, preocupado.

—Creo que a Josh le está dando un ataque de nervios.

Catherine me tira de la chaqueta cuando acaba con el pelo.

—No estoy nervioso —les digo. Trago saliva, me aparto de ellos y ahora soy yo el que trata de ajustarse la ropa—. Es la emoción.

Que empiece todo de una vez, por favor. Regreso a mi sitio con decisión, seguido de mi padre, y me coloco junto a Eddie. Está sonriendo y tiene las mejillas coloradas. Apuesto a que se ha tomado unos tragos más de lo que sea que está bebiendo desde que me he ido.

—¿Estás listo? —Me da una fuerte palmada en el hombro.

—Cuando se trata de tu hermana, siempre estoy listo, colega.

Igual que el resto de los congregados en la enorme iglesia, me vuelvo al oír que el organista empieza a tocar.

Dos hombres agarran los pomos de las puertas que parecen llegar hasta el cielo. Inspiro hondo mientras se abren lentamente.

Cientos de personas contienen el aliento, y sospecho que han absorbido todo el oxígeno de la nave porque, de pronto, no puedo respirar.

Y sé que no volveré a hacerlo cuando la veo.

—Dios bendito… —murmuro mientras el mundo se difumina ante mis ojos.

No existe nada excepto ella. Y se ha puesto la tiara, joder.

Permanece en el umbral de la iglesia, con la vista clavada en mí, que estoy al otro extremo del pasillo. No lleva velo cubriéndole la cara; nada obstaculiza la visión de su belleza. Lo ha hecho a propósito, lo sé. Y me alegro mucho de que sea así, de que nada se interponga entre nosotros.

Su vestido es el más sencillo que he visto nunca. Sencillo y deslumbrante. No necesita más. Un vestido de raso, con los hombros al descubierto, que baja recto hasta el suelo. Sin cola, ni volantes ni adornos. Solo el vestido, la tiara española y su preciosa cara.

Se me hace un nudo en la garganta y me arden los ojos cuando la emoción de verla tan hermosa se traduce en lágrimas. Y mientras se acerca al altar lentamente, con Davenport, que la lleva del brazo por un lado, y Damon, por el otro, mi mente decide que es un buen momento para recordar cómo he llegado hasta aquí, a este instante y este lugar, en el que estoy a punto de entregarle mi vida a esta mujer.

Reviso cada segundo, desde que vi por primera vez a Adeline Catherine Luisa Lockhart hasta ayer, cuando me preparó un filete y me lavó el pelo en la bañera.

«¿Quiere meterse en líos conmigo?», le pregunté. Sonrío al recordarlo. Ninguno de los dos era consciente de la cantidad de líos que nos aguardaban. Los que imaginamos en aquel momento eran muy distintos.

«Tal vez me apetezca agenciarme a una princesa», le dije, pero no quería agenciármela. Lo que quería era meterla en una jaula y tenerla siempre cerca de mí. Siento una felicidad muy grande que me calienta el cuerpo al ir recordando las numerosas imágenes de Adeline que he almacenado en mi cabeza. Las más especiales son las de Adeline dormida. Cuando está desnuda, tranquila y no sabe que la estoy mirando. Cada mañana paso unos minutos trazando una línea que va de su cadera a su pecho. Le aparto el pelo de la cara, echándoselo por encima del hombro, para poder contemplar su belleza cegadora. Le resigo los labios y le beso la frente hasta que se mueve y se pega a mí. Las mañanas son mi momento favorito del día. Son momentos tranquilos, íntimos, donde nadie nos molesta. Solo ella y yo. Simplemente… nosotros.

Bajo la cabeza y fijo la mirada en el suelo, inspirando lenta y profundamente mientras una sonrisa se apodera de mi cara. Sé que se está acercando. Noto su energía, que penetra en mí hasta que todas mis terminaciones nerviosas chisporrotean y la sangre en mis venas se inflama como la lava. Alzo la vista y sonrío, mordiéndome el labio. Y cuando ella me devuelve la sonrisa, mi mundo arde y desaparece entre una nube de humo. Se pasa la punta de la lengua por los labios rojos y cuando me clava la mirada en el pecho, los ojos le brillan como locos. Yo me pellizco el pañuelo rosa que llevo en la solapa sin dejar de observarla fijamente. Solo tengo ojos para ella.

—¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre? —pregunta el cura, mientras Damon le da un beso a Adeline en la mejilla y se aparta, dejándola en manos de su padre.

Davenport traga saliva con los ojos empañados por la emoción.

—Yo —responde en voz baja pero cargada con las mil emociones que sé que tiene que estar sintiendo hoy.

Esforzándose en sonreír, suelta el brazo de Adeline, la toma por los hombros y le da un delicado beso en la mejilla. Mierda, como si no tuviera ya las emociones lo bastante alborotadas. Me seco las mejillas en un gesto rápido y brusco mientras Adeline sonríe, con los ojos cerrados, disfrutando de ese momento especial con su padre mientras yo aguardo pacientemente. No me importa esperar. Davenport se lo merece. Nadie sabe la verdadera relación que mantiene con Adeline, pero él sí, y sé que no necesita más. Espero que algún día Eddie sea capaz de aceptarlo igual que ha hecho ella. Tal vez entonces recupere al hermano fuerte y alegre al que tanto quiere.

Me vuelvo hacia Catherine, que se está secando los ojos con discreción con un pañuelo de papel. Y luego contemplo al resto de los invitados; todos están tan emocionados como yo.

—Josh. —Davenport toma la mano de Adeline y me la entrega—. Ahora es tuya.

Me freno para no corregirlo: siempre ha sido mía. Asintiendo, tomo la mano de Adeline mientras Davenport va a sentarse junto a Catherine en el primer banco. Él le da la mano y ella le sonríe. Forman una bonita estampa.

Me acerco a Adeline hasta que nuestros pechos se rozan y la miro a los ojos.

—¿Estás lista para meterte en líos conmigo?

Ella me toma la mano y se la lleva al vientre. Yo bajo la vista y sonrío con disimulo. Apenas se le nota el embarazo, porque solo está de tres meses.

—Ese barco zarpó en el momento en que me incliné ante ti.

Tengo que hacer un gran esfuerzo de contención para no agacharme y besarle el vientre.

—¿Qué tal fuera? ¿Muy loco? —le pregunto, entrelazando nuestros dedos.

—Cualquiera pensaría que sigo siendo la reina de Inglaterra… —responde, susurrando.

Aparto la vista de su vientre y de mi bebé, que crece en su interior, y la miro a los ojos. Le acaricio el labio inferior con el pulgar y murmuro:

—Lo eres.

Me inclino y la beso en la comisura de los labios, acariciándole el cuello con una mano abierta y rozándole la oreja con el pulgar. Le aparto un poco la melena y veo que lleva los pendientes que le regalé.

—Eres mi reina —le recuerdo, sonriendo.

Me vuelvo hacia el cura, que aguarda pacientemente e inspiro hondo por última vez.

—El matrimonio ya es de por sí una bendición —empieza diciendo—, pero es una bendición doble si la pareja llega ante el altar con la aprobación y el amor de sus familias y amigos.

Miro a Adeline, que me devuelve la mirada. Ambos intercambiamos una sonrisa irónica mientras el representante de Dios en la tierra se dirige a la congregación. Ninguno de los dos ha buscado la bendición de nadie, pero hoy sé que contamos con la aprobación del mundo.

—¿De qué te ríes? —me pregunta en voz baja.

—Estoy pensando —susurro— en que me muero de ganas de agenciarme a mi esposa.

Con una sonrisa recatada vuelve a mirar al sacerdote.

—Le aseguro, señor Jameson, que su esposa no necesita que se la agencie nadie.

—¿Ah, no?

—No.

Me mira con el rabillo del ojo.

Le dedico la mayor de mis sonrisas y ella se esfuerza en mantener la suya a raya.

—Solo tengo un vicio, señor Jameson.

Ladeo la cabeza con disimulo.

—¿Los actores americanos tremendamente sexis?

—No. —Me aprieta la mano—. Mi marido.

Mis labios se fruncen en una sonrisa arrogante.

—Dios salve a la reina, joder.

Adeline deja de prestar atención al sacerdote, que está a medio sermón, y, mirándome con el descaro y la rebeldía que me enamoraron, me abraza.

—Ya te encargaste tú de eso, mi precioso chico americano.