33
Aunque está muy alterado, Josh me deja un poco de espacio cuando se lo pido. La cabeza me da vueltas mientras desmonto mentalmente todo lo que conocía hasta ahora y lo vuelvo a montar, con la nueva información de la que dispongo. Ahora lo veo todo más claro… y más feo. Rebobino a través del tiempo y las pistas me aparecen ante los ojos, espantosamente claras.
Me levanto y vuelvo a recorrer la habitación de punta a punta. Me siento y me sostengo la cabeza con las manos cuando la realidad que se abre camino resulta demasiado abrumadora para soportarla.
—Solo dime que todo va a salir bien —me ruega Josh, en voz baja, desde el sofá, sacándome de mis pensamientos.
Cuando alzo la vista, odio ver su expresión desvalida. Quiero tranquilizarlo, pero alguien llama a la puerta y ambos nos volvemos hacia ella.
—Adelante —digo.
El corazón me va tan deprisa que me cuesta hablar.
Davenport entra y me mira de arriba abajo mientras anuncia la llegada de mi médico personal.
—El doctor Goodridge, señora.
El hombre bajito y rechoncho que lleva décadas sirviendo a la corona entra. El traje le queda tan apretado como siempre. Los botones de la chaqueta parecen estar a punto de salir disparados de su prominente panza. Miro de reojo a Josh cuando lo oigo contener el aliento. Su mente acaba de hacer clic. Lo ha reconocido.
—Majestad.
El doctor Goodridge se acerca y deja el maletín en el escritorio antes de venir a examinarme.
—Siéntese, doctor —le digo, sin hacer caso de su expresión ceñuda, y me dirijo a Davenport, que está a punto de retirarse—. Debería quedarse, mayor.
Él se hace el remolón, inseguro, pero acaba cerrando la puerta.
—Como desee.
En vez de sentarse junto al doctor, en una de las sillas, se acerca a Josh y se acomoda en el sofá, donde ambos cruzan una mirada cautelosa.
—¿En qué puedo ayudarla, señora? —pregunta el doctor Goodridge, desabrochándose los botones de la chaqueta para evitar que salgan volando.
—Dígame, doctor, ¿a qué se dedicaba antes de entrar a trabajar como médico personal del soberano?
Él sonríe, frunciendo el ceño al mismo tiempo.
—Estuve sirviendo en la RAF, señora.
—¿Fue médico en la Real Fuerza Aérea?
—Exacto. —Sonríe como si estuviera recordando buenos momentos.
—Entonces, debe de saber mucho de helicópteros, ¿no?
—Sí, me apasionan casi tanto como la medicina. —Se revuelve en la silla—. ¿Me ha llamado para hablar de mi carrera militar, señora?
Le dirijo una sonrisa azucarada.
—Por supuesto que no. Era curiosidad.
—Pues me alegro de haber satisfecho su curiosidad. Y ahora, ¿en qué la puedo ayudar?
«Uy, doctor, me ha ayudado más de lo que se imagina».
—No me encuentro demasiado bien.
—¿Qué síntomas tiene?
Abre el maletín y saca un termómetro.
—Sobre todo, náuseas.
—¿Le tomo la temperatura?
—No creo que sea necesario, pero tal vez un análisis pueda determinar cuál es mi problema.
Aunque lo disimula enseguida, no me ha pasado por alto el temblor en sus manos mientras tapaba el termómetro. Su risa nerviosa confirma mis sospechas.
—Tal vez no haga falta llegar a tanto, señora.
—Mmm.
Me levanto y rodeo el escritorio. Me siento en el borde y le ofrezco el brazo.
—Mejor asegurarse, ¿no?
Él alza los ojos hacia los míos, muy lentamente.
—Me temo que no dispongo aquí del material necesario.
—Doctor Goodridge, lleva décadas siendo el médico real y ambos sabemos que en ese maletín siempre lleva lo necesario para hacer análisis.
Su reticencia no hace más que colocar con más fuerza las piezas en este horrible puzle.
—Adeline, ¿qué haces? —me pregunta Josh, más preocupado de lo que debería.
—Le estoy pidiendo a mi médico que me haga unos análisis de sangre, aunque esta vez me gustaría que me diera los resultados correctos.
Ladeo la cabeza mientras los ojos del doctor se abren mucho. Y ahí está: culpabilidad. Casi me quedo sin aliento al comprobar que mis sospechas son fundadas, que no me estoy volviendo loca.
Davenport se levanta del sofá.
—¿Cómo?
—¿Puede hacer lo que le pido? —me dirijo al doctor—. ¿Puede compartir con nosotros los resultados de mis análisis, los de verdad?
—No sé a qué se refiere, señora.
Suspiro.
—Parece que esa pregunta se le resiste, así que probemos con otra. Usted estuvo presente en mi nacimiento, ¿no es cierto?
—Por supuesto. He estado presente en todos los nacimientos reales durante mi servicio.
—Claro. Y, dígame, doctor. ¿Le hicieron análisis de sangre a mi hermano Josh cuando nació?
—No, señora.
—¿Y a Eddie?
Él carraspea antes de responder.
—Sí.
—Por supuesto.
Mi padre había puesto fin a la relación entre Davenport y mi madre el año anterior.
—Y me imagino que le llevaría los resultados directamente a mi padre, ¿no? —pregunto.
Él asiente. Davenport suelta el aire con brusquedad. Entiendo que esto no deba de ser fácil para él, pero me temo que va a tener que aguantar un poco más.
—Y cuando yo nací, ¿me hicieron análisis?
El doctor traga saliva.
—Sí.
Normal.
—Pero esa vez no le llevó los resultados directamente a mi padre, ¿me equivoco?
No me responde, así que continúo exponiendo lo que creo que pasó el día en que llegué al mundo.
—Se los llevó a alguien antes que al rey. Alguien que le pidió que le dijera al rey que yo era hija suya y no de otro hombre.
—¿Qué demonios…? —Josh también se levanta, pero ahora es Davenport quien se deja caer de nuevo en el sofá.
Él sabe quién es ese alguien, igual que lo sé yo. Tras el escándalo de la ilegitimidad de Eddie, el rey exigió un análisis que demostrara que yo era su hija. No lo era, pero alguien se encargó de que no se enterara.
—Le mintió al rey. —Expongo los hechos, ya que son ciertos—. ¿Por qué lo hizo?
El doctor Goodridge deja caer la cabeza.
—La amaba.
—¿A quién, doctor Goodridge?
—A Sabina Sampson —admite, suspirando.
Su respuesta lo confirma todo.
—Fue ella la que le pidió que le dijera al rey que yo era hija suya.
Él asiente, en un gesto cargado de vergüenza.
Me aparto de la mesa y recorro el despacho.
—Por lo tanto, cuando el consejo solicitó un análisis de sangre con motivo de mi sucesión, no le quedó más remedio que volver a mentir, para que no se descubriera su secreto.
Ni siquiera logro enfadarme. No siento lo que sintió Eddie al descubrir quién era; no me siento perdida ni traicionada, solo siento alivio.
Davenport se levanta, asombrado.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco lo entendía —admito, pero las fotografías me lo han mostrado todo con claridad. Me acerco a la puerta y la abro. Los tres miembros de la familia Sampson, David, Sabina y Haydon, están sentados en un sofá cercano. Sir Don está con ellos. Forzando una sonrisa, los invito a entrar—. Por favor —les digo, antes de volver a mi escritorio.
Ellos entran y se sientan, no muy convencidos. La tensión aumenta por momentos.
—¿Qué pasa? —pregunta Sabina, sorprendiéndose al ver al doctor Goodridge.
—Lo sé todo, Sabina. —No me ando por las ramas. Ya he gastado demasiada parte de mi vida entre mentiras—. ¿Por qué?
Ella se vuelve hacia mí.
—No sé de qué me habla.
Dejo una de las fotos en la mesa, ante ella, que la examina.
—Cada foto cuenta una historia, Sabina. El doctor Goodridge estaba enamorado de ti, pero tú estabas enamorada de mi abuelo.
No disfruto viendo su mueca de miedo al oír mis palabras, pero es necesario. La historia que cuentan las imágenes es innegable. Tal vez ver las de Josh bailando conmigo en la Casa Blanca me haya hecho darme cuenta del poder revelador de las fotografías. Es difícil ocultarle nada a una cámara. Recuerdo también haberla encontrado en el laberinto el día del funeral de mi padre, contemplando la estatua de mi abuelo, aunque ahora sé que no miraba la estatua del rey, sino la del hombre al que amaba. Me vuelvo hacia David.
—Y usted no es quien cree ser, David. —Él no dice nada, me contempla en silencio—. Es el primogénito de mi abuelo, el auténtico heredero al trono. Todo lo que ha pasado ha sido por el rencor de su madre. Ella se ha encargado de mover los hilos de la familia hasta llegar a mí. Se ha librado de los que le molestaban, pero no de mí, ¿verdad, Sabina? Porque yo soy tu última oportunidad de conseguir el trono que crees que tu familia merece. Y lo habrías logrado si me hubiera casado con tu nieto.
Ha sido tan manipuladora… Todo lo que ha ocurrido lo ha orquestado Sabina.
—Sabías que Eddie era ilegítimo —prosigo—. Sabías que John era estéril, pero hiciste cambiar el informe del doctor Goodridge antes de la boda.
Fue Sabina la que le contó a mi madre que el hijo de Helen no era de sangre real.
—Por eso cuando Helen se quedó embarazada, supiste que el hijo no era de mi hermano. —Inspiro hondo y me estremezco ante la enormidad de las mentiras—. Y el incidente de Eddie en el campo no fue un accidente. Fuiste tú quien le disparó mientras cabalgaba.
Sabina abre mucho los ojos. Acaba de comprobar que soy más lista de lo que creía.
—¿Por qué no te limitaste a hacer pública su identidad?
—¿Para qué me hubiera servido un trono salpicado por el escándalo? —El rostro de Sabina, siempre tan amable y comprensivo, está irreconocible, distorsionado por la amargura y el rencor—. Revelar su identidad habría ensuciado el nombre de la monarquía. Tenía que desaparecer.
Miro al doctor Goodridge sin dar crédito. De repente, el viejo parece haberse echado varios años encima. Está gris y se lo ve agotado. Niega con la cabeza y clava la vista en el regazo.
—Yo te amaba —dice—. Habría hecho cualquier cosa que me hubieras pedido con la esperanza de que me correspondieras. Fui un idiota… Aún lo soy. Nunca me quisiste; te aprovechaste de mí. Provocamos un maldito efecto dominó. Una mentirijilla llevó a otra y a otra y a otra. —Alza los brazos con esfuerzo—. Pero ya se acabó. Me alegro de que se haya terminado.
—¿Una mentirijilla? —Miro al doctor Goodridge con los ojos muy abiertos—. He vivido una mentira durante treinta años. El rey y mi hermano están muertos… ¿y habla de mentirijillas?
Él se encoge, incómodo como un pez fuera del agua, mientras me vuelvo hacia Sabina.
—Cuando tu intento de librarte de Eddie fracasó, no te quedó más remedio que hacer públicos los amoríos de mi madre y la identidad de Eddie para que la corona fuera a parar a mi cabeza. Hiciste públicas las cartas. Lo que el rey tanto había luchado por ocultar estaba a punto de ver la luz. Por eso él se desplazó a Escocia, no para evitar que yo estuviera con Josh, sino para impedir que se filtraran las cartas de Davenport y mi madre. Pero tú nunca se las habrías entregado a la prensa, no, ahora lo veo claro. Porque eso habría ensuciado la corona que tan desesperadamente querías. Lo único que querías era que mi padre montara en ese helicóptero.
Llevo semanas culpándome de su muerte. La culpabilidad me ha torturado.
—Pero no podías hacerlo sola. —Me vuelvo hacia el doctor Goodridge una vez más—. Usted estaba en Evernmore. Saboteó el helicóptero real e impidió que sir Don y David alcanzaran a mi padre y a John antes de que despegaran.
—¿Usted? —Sir Don mira incrédulo al doctor—. ¿Nos estaba entreteniendo? ¿No se encontraba mal?
—Dios mío. —Haydon suelta el aire con la vista clavada en el suelo.
David parece estar en shock. No sabía nada de toda esta locura. La razón por la que estaba tan enfadado con Sabina tras la muerte de su padre fue porque se enteró de que su madre estaba al corriente de la relación entre la reina y Davenport y, por lo tanto, de la ilegitimidad de Eddie. Su ego sufrió un revés. Y ahora su deseo de casarme con Haydon ya no tiene importancia porque, en realidad, fue David quien debió ser rey, no mi padre. Su familia debió haber sido parte de la realeza, no criados. David se vuelve lentamente hacia su madre.
—Cuando Adeline huyó, me dijiste que fuera a Evernmore.
—Por supuesto. Era la oportunidad perfecta para librarme del rey.
—Y me pediste que le dijera que las cartas se habían filtrado. Sabías que saldría corriendo. Y el doctor Goodridge se encargó de que sir Don y yo no pudiéramos impedir que el rey subiera al helicóptero boicoteado.
—El rey era muy predecible. —Sabina se encoge de hombros, como si hablara del tiempo—. El doctor también se encargó de que John acompañara a su padre. Ningún piloto a mano, una avería… Ups.
La miro sin creerme lo que estoy oyendo. Esta mujer es un lobo con piel de cordero.
—¿Por qué no me lo contaste? —le pregunta David—. Yo tendría que haberlo sabido.
A Sabina se le escapa la risa.
—¿Contarte que eras el auténtico heredero? ¿En serio, David? Tu ego es enorme, no habrías podido soportarlo y lo habrías estropeado todo. No naciste para ser rey; naciste para ser marioneta. Desde el principio estuvo escrito que serían Adeline y Haydon. La hermosa princesita y mi guapo nieto.
—¿Por eso le pediste al doctor Goodridge que mintiera sobre mis análisis de sangre cuando nací? —le pregunto, pensando en lo indignada que debió sentirse al descubrir que yo también era ilegítima.
—Era mi última esperanza. Después de usted, la dinastía muere y con usted muere también la posibilidad de que mi familia acceda al trono. No importa que no tenga sangre real británica, porque mi nieto sí la tiene.
No logro comprender su obsesión con el trono. Una obsesión tan enorme que la ha llevado a hacer cosas absolutamente increíbles.
—Me hiciste creer que eras mi amiga —le echo en cara—, pero me manipulaste desde el primer día.
—No la manipulé. No necesité empujarla a los brazos de Haydon; de eso ya se encargó mi hijo. Lo único que yo tenía que hacer era asegurarme de que nadie se interpusiera en su camino. —Sabina se vuelve hacia Josh con odio en la mirada—. No podía mantenerse alejado, ¿verdad? —Se levanta—. Es mi Haydon el que debería estar con ella. —Me señala—. Debería rogarle a mi nieto que se casara con usted y no al revés. Pero, en lugar de eso, he tenido que hacer de todo para que mi familia recuperase lo que debería haber sido suyo desde el principio.
Décadas de frustración acumulada salen al fin disparadas hacia mí.
—Estás loca —murmuro, asombrada—. Lo has destrozado todo tú sola.
—No, Adeline. Fue su abuelo quien lo destrozó todo cuando me abandonó a los diecisiete años, embarazada y sin recursos. —Se ríe sin ganas—. Me entregó a uno de sus amigos de sangre azul para que se casara conmigo. Me dio un techo y trabajo en las caballerizas… ¡Como si fuera suficiente! Vi a su padre llegar al trono, a su madre darle dos hijos ilegítimos, todo era una farsa.
—En eso estamos de acuerdo —la interrumpo—. Todo en esta familia y en esta monarquía es una farsa. —Me levanto y miro brevemente a todos los presentes—. Todos estos secretos morirán con mi abdicación.
Rodeo el escritorio y me alejo en medio de un concierto de exclamaciones de sorpresa. Mis piernas caminan solas, alejándome del veneno que ha moldeado mi vida. Abro la puerta y me encuentro a mi madre al otro lado. Damon está a su espalda, junto a Kim. Sus caras de asombro me dicen que me han oído. Mi madre da un paso hacia mí y rezo para que no trate de hacerme cambiar de idea.
—Adeline…
—¿Fue Sabina la que te dijo que el hijo de Helen no era de John?
Ella asiente.
—Pensé que actuaba con integridad.
¿Integridad? No. Solo quería quitarse obstáculos del medio.
—¿Y creías que yo era hija del rey?
—No tenía motivos para no hacerlo.
Supongo que no, si no contamos el hecho de que, obviamente, había seguido acostándose con Davenport. Pero es lógico que se creyera el resultado de los análisis.
Me duele la cabeza. El modo en que el rey se comportaba con Eddie y conmigo me tortura. ¿Era más amable con Eddie que conmigo solo para molestar a Davenport? ¿Era más implacable conmigo porque tenía miedo de que la identidad de Eddie saliera a la luz y eso me dejara un peldaño más cerca del trono? Me reprendo por dentro. ¿Qué más da? Me he pasado la vida prisionera de una telaraña de mentiras reales. Las cortinas de humo y los secretos me han tenido tan engañada como al resto. ¿Qué importa ya?
Sigo andando, con la cabeza alta y el paso decidido. Hay mucho por hacer, he de ocuparme de muchas cosas…, pero todo puede esperar. Este momento es para mí. Necesito unos instantes a solas para poder asimilar lo que está pasando.
Cuando llego a mis habitaciones, me dirijo a la cama y me dejo caer. Me ovillo y contemplo el paisaje que se ve por el enorme ventanal. No siento dolor, no me duele el corazón; tal vez me haya vuelto inmune a las toxinas a las que llevo expuesta toda la vida. O tal vez ya no me queden fuerzas para sentir dolor.
Cuando oigo que la puerta se abre, sé que es Josh, pero permanezco quieta, hecha un ovillo. La cama se hunde y él se acerca a mí por la espalda. Me rodea con su cuerpo y esconde la cara en mi pelo. Josh es lo único auténtico que hay en mi vida. Él no lleva máscara, no vive entre mentiras y yo he estado a punto de arrastrarlo conmigo a una vida de dolor y engaño. Me busca la mano, la entrelaza con la mía y la aprieta.
Mi chico americano.