12

¡Madre mía, qué tensión! El ambiente en el coche se puede cortar con un cuchillo. Me alegro de que sir Don vaya en el coche de atrás, lo que me libra de sus dagas… por ahora. Incluso Olive y Jenny están tensas, aunque no saben por qué. Damon está muy callado y Kim me mira de vez en cuando, como tratando de decidir si estoy loca o solo lo parezco. Luego vuelve a mirar la pantalla de su móvil y sigue tecleando. Probablemente está redactando un email, el de su dimisión al cargo, lo más seguro.

—Bueno —digo, con las manos apoyadas en el bolso que tengo sobre el regazo—, creo que no ha ido del todo mal, ¿no?

Kim me ignora y Damon me mira un instante por el espejo retrovisor, pero en ese instante tiene tiempo de transmitirme que no hace falta que me moleste. Me da igual, no soporto este silencio horrible.

—El presidente y la primera dama son encantadores, tan sencillos y agradables…

—¡Y cómo baila ese hombre! —comenta Jenny—. Ese baile pasará a la historia.

Sonrío y apuesto a que internet ya va lleno de imágenes y comentarios sobre nuestro show en la pista de baile de la Casa Blanca.

—Espero no haber parecido una novata a su lado.

—¡Oh, majestad! —exclama Olive, que sigue tan arrobada como cuando entramos en la mansión—. Y también ha bailado con Josh Jameson.

Pobrecilla, no se da cuenta de que acaba de añadir un montón de espinas al espinoso tema que causa la tensión en el coche. Con todo lo que tengo en la cabeza, me había olvidado de que Olive es fan de Josh Jameson.

—Sí.

Trato de quitarle importancia. Al mirar de reojo a Kim ella me fulmina con sus ojos. Venga, por el amor de Dios, ¿va a castigarme con su silencio? ¿Me enviará al rincón de pensar cuando lleguemos a la suite?

—Creo que deberíamos reunirnos mañana por la mañana —le digo a Kim—. Tempranito, después de desayunar.

—Me parece muy prudente —contesta, y vuelve a sumergirse en el móvil.

Parte de mí quiere preguntarle quién demonios se cree que es para hablarme así, pero otra sabe perfectamente que tiene todo el derecho a estar preocupada.

—Sigue habiendo gente en la puerta —comenta Damon cuando nos acercamos al hotel.

Alargo el cuello, tratando de ver algo.

—Vaya, ¿es que no han tenido bastante?

—Tal vez los paparazzi quieran invitarla a bailar —me suelta Kim, seca, y me muestra su móvil.

Le ha dado al zoom para que vea bien la imagen. Qué amable. Somos el presidente y yo, en pleno giro. Tengo la cabeza echada hacia atrás y me estoy riendo. No veo lo que pone en el pie de foto, pero me imagino que tiene que ser algo bonito, porque la foto es preciosa. Luego Kim desliza la imagen hacia la izquierda y aparece otra foto, en la que estoy bailando con Josh. De manera instintiva, me echo hacia delante en el asiento y veo mi cara. ¡Ay, Dios mío, mi cara! Está llena de dudas. Tengo la mirada baja, el cuerpo en tensión y Josh me apabulla con su gran cuerpo. Necesito ver lo que dice el pie de esta foto, pero, en ese momento, Damon abre la puerta y Kim retira el brazo, llevándose el móvil antes de que pueda leerlo. Ni siquiera puedo preguntárselo. Me tenso de nuevo. Mierda, esto es un desastre. Seguro que sir Don está rebuscando en internet, igual que Kim. Fantástico. Tengo que llegar a mi habitación y esconderme de tanta desaprobación.

Mientras salgo del coche y Damon me conduce al hotel, apenas advierto a la gente y los flashes de las cámaras, porque sigo dándole vueltas a lo que debe de poner en el texto que acompaña a la segunda foto.

—¿Está bien? —me pregunta Damon, cuando entramos en el ascensor, seguidos de cerca por todos los demás.

Lo miro, aturdida.

—Creo que sí —respondo, y miro mi bolso cuando noto vibrar mi teléfono en su interior.

Sé que no debo consultarlo ahora. Esperaré hasta tener un poco de privacidad.

—Parecía una auténtica reina en la pista de baile, señora —me susurra, como si no quisiera que Kim o sir Don lo oyeran—. Ha estado majestuosa.

—Los años te están ablandando —bromeo, pero doy gracias al cielo por mi Damon. ¿Qué haría yo sin él, que siempre me anima cuando estoy decaída? Siempre me da fuerzas para seguir adelante y cuida de mí, no porque le paguen por ello sino porque realmente le importo. Él sonríe de medio lado, sin apartar la mirada de las cabezas de los que van delante de nosotros—. ¿Cómo está Mandy?

—Estupendamente. —Consulta la hora en su reloj—. La llamaré dentro de unas horas. Me echa de menos.

Tiene que ser muy duro para ellos estar separados. Lo sé de primera mano porque estar lejos de Josh me resulta muy doloroso, y eso que hace muy poco tiempo que lo conozco.

Josh.

Al pensar en él, me entran las prisas y tengo que contenerme para no gritar a todo el mundo que salgan corriendo del ascensor cuando se abren las puertas. Recorremos el pasillo y en cuanto entramos en la suite, me dirijo a mi dormitorio y dejo a los demás que se ocupen de lo que tengan que ocuparse. Me imagino que irán a sus habitaciones. Menos Damon y sus hombres, que harán turnos durante la noche. Sé que nadie se relajará hasta que vean que estoy a punto de acostarme y pienso ocuparme de eso enseguida. Al menos, voy a hacer que piensen que ese es mi plan.

Me acerco a la puerta para cerrarla, pero me encuentro con Kim cara a cara. Viene decidida, así que le paro los pies.

—Mañana en el desayuno —le recuerdo, y ella hace una mueca enfadada—. A las ocho.

—¿Me encargo de que sea un encuentro privado?

—Creo que será lo mejor —respondo, cerrando el tema, por si acaso tiene la tentación de empezar ahora la charla.

Una charla que, por cierto, no pienso mantener ni ahora ni mañana. Pero al menos mañana me habré preparado algo para tranquilizarla. Ahora no puedo pensar en nada, tengo la cabeza hecha puré. No puedo mostrar la firmeza que necesito para calmar a Kim, pero sé que tengo que decirle algo.

—Y si sir Don te presiona antes de que podamos hablar mañana, estoy segura de que le confirmarás que entre el señor Jameson y yo no hay nada. Porque, por supuesto, no hay nada.

Con los labios apretados, da un paso atrás.

—Claro, señora.

—Muy bien. Buenas noches.

—¿Necesita ayuda para desvestirse, señora?

Veo que Olive y Jenny se acercan, dispuestas a ayudarme a quitarme el vestido y la tiara.

—Lo haré yo misma —les respondo con una sonrisa—. Habéis sido de gran ayuda durante todo el día. Os habéis ganado un descanso.

Me apresuro a cerrar la puerta, me doy la vuelta y me quedo contemplando la habitación vacía.

Vacía.

Qué felicidad.

Lejos del desdén.

Suspirando, me relajo contra la puerta, disfrutando del sonido del silencio.

Hasta que el móvil lo rompe. Y me acuerdo…

Me acerco a la cama, me siento y busco el móvil en el bolso. Tengo un mensaje de Josh. En él solo hay un link y sé lo que me voy a encontrar ya antes de abrirlo. En la web aparece la foto que Kim me ha mostrado en el coche. Vista así, más de cerca, es imposible no darse cuenta de lo incómoda que me sentía. Parezco un conejo paralizado ante las luces de un coche. Sí, es una buena comparación, ya que exactamente así es como me sentía. Más abajo hay otra foto, en esta se nos ve desde un ángulo distinto. Estamos de perfil, con las narices casi pegadas. Debe de ser posterior, porque ya se me ve algo más relajada. Me llevo las manos a los labios cuando leo el titular:

 

PENSAMOS QUE HACEN UNA PAREJA PRECIOSA. ¿Y TÚ?

 

—¡Ay, Dios mío!

Sigo mirando la retahíla de fotos en las que salimos solo Josh y yo. En ninguna estoy con el presidente, al menos no en esta web. Cuando llego a la última imagen del álbum que nos han dedicado, sigo leyendo el artículo, en el que se dan detalles de la cena de gala en la Casa Blanca y de mi baile con el presidente antes de que Josh Jameson me hiciera perder la cabeza. Abro los ojos como platos cuando el periodista comenta lo cerca que estaba la mano de Josh de mi trasero. Y luego se me abre la boca cuando menciona que la nueva y misteriosa mujer de Josh no estará muy contenta cuando vea las fotos. No sé si eso es bueno o malo. No tardo mucho en llegar a la conclusión de que es malo. No es bueno que sigan preguntándose por la identidad de la mujer misteriosa a la que Josh hizo entrar en el hotel Dorchester escondida bajo su sudadera hace unas semanas. Y, por si eso fuera poco, ahora además están intrigados por estas nuevas fotos.

Exasperada, suelto el móvil y me dejo caer de espaldas en la cama.

—¡Qué desastre! —exclamo, mirando al techo.

Debería haber rechazado educadamente su invitación y haber salido de la pista de baile. Bueno, al menos puedo decir que lo intenté. Yo no tengo la culpa de que la prensa haya montado todo este circo, pero sé que me culparán igualmente. Sir Don, David Sampson y todos los demás consejeros que, en teoría, deben ayudarme en mi reinado, en realidad están esperando a que meta la pata. Y esta noche, la he metido hasta el fondo.

Me levanto de la cama, me acerco al espejo y me pego la bronca mientras me quito los pendientes. Voy a tener que reprender a Josh también. Él debería haber sabido que esto iba a ocurrir. Alzo los brazos para librarme de la pesada tiara, pero cuando los dedos entran en contacto con los diamantes, me detengo. Josh me ha dicho que se reuniría conmigo aquí. ¿Qué hago? ¿Me desnudo? ¿Me pongo algo más cómodo o me quedo como estoy? ¿Y cómo demonios va a entrar si Damon y sus hombres están montando guardia en la suite? Seguro que Kim también está al acecho…, por no hablar de sir Don.

No sé qué hacer, así que, sujetándome la cola, vuelvo corriendo a la cama y busco el teléfono. No lo llamo por miedo a que alguien me oiga. En vez de eso, le envío un mensaje, preguntándole si me cambio o me quedo como estoy. Su respuesta es rápida y precisa:

No te quites ese alucinante vestido. Ni la tiara.

—Oh —murmuro, y frunzo el ceño—, es que pesa mucho.

Me llevo una mano a la cabeza y flexiono el cuello. Ahora que no estoy distraída con otras cosas, su peso se convierte en una carga.

¿Y cuánto voy a tener que esperar?

Estoy a punto de enviarlo cuando llaman discretamente a la puerta.

—¿Señora? —Es Damon—. ¿Puedo pasar?

—Claro —respondo, y él asoma la cabeza—. ¿Qué ocurre?

Entra en la habitación.

—La han citado, señora.

—¿Quién? —pregunto indignada, temiéndome que sir Don pretenda someterme al tercer grado.

¿Qué le voy a decir? Me asaltan mil excusas. Puedo decirle que Josh está saliendo con otra persona. En el artículo que acabo de leer se menciona a la mujer misteriosa. ¿Se lo tragaría sir Don? Pues claro que no. Qué ridiculez. Él sabe que la mujer que entró en el Dorchester soy yo. Estaba en Evernmore aquel fatídico día en que me dejé llevar por las emociones y confesé mi relación con él. ¡Ay, Dios! ¿Qué he hecho?

Damon ladea la cabeza y sonríe.

—Creo que en el mundo no hay nadie con autoridad para citarla, majestad —me responde, recordándome quién soy.

Claro. ¿Dónde tengo la cabeza? Ahora soy yo la que hago llamar a la gente.

—Excepto una persona, por supuesto —añade.

Doy un paso atrás, insegura, excitada, sin aliento.

«Josh».

—¿Dónde?

—Creo que esa parte es sorpresa.

—¡Qué absurdo! —Me echo a reír—. Estoy prisionera en este hotel a menos que quiera que el mundo entero se entere de que me he marchado.

—¿Necesita el bolso? —me pregunta Damon, sin hacer caso de mis dudas, entrando en la habitación para recogerlo.

—Dímelo tú, ya que claramente estás en el ajo.

—Tal vez le apetecería retocarse el pintalabios.

—Lo tiene Jenny. —Me reprendo por no haber pensado en pedírselo—. Espera. —Corro hacia el baño—. Creo que tengo uno parecido por aquí. —Como una loca, busco por los distintos neceseres—. Ajá. —Levanto una barra, victoriosa—. Lo encontré.

—Muy bien, señora —dice Damon, brusco—. No es que quiera meterle prisa, pero vamos algo justos de tiempo.

—¿Ah, sí?

Me acerco al espejo y me contemplo con atención. Damon tiene razón, mis labios se han quedado sin color, supongo que me los he mordido por los nervios. Destapo el pintalabios y me inclino hacia el espejo. En cuanto la barra toca mis labios, me salgo de la línea.

—¡Maldita sea! —exclamo, y cojo un trozo de papel higiénico para arreglar el desastre—. No tardo nada —le digo, pero el segundo intento no es mejor que el primero.

Estoy temblando, tal vez de nervios, tal vez de excitación. ¿Qué habrá planeado? Hago lo que puedo con el pintalabios, pero no pierdo demasiado rato asegurándome de que está bien. El tiempo corre.

—Estoy lista —anuncio al salir del baño—. ¿Ahora qué?

—Ahora viene conmigo.

Damon me lleva hasta la puerta y se asoma cautelosamente.

—¿Dónde está Kim? —le pregunto—. ¿Y sir Don?

—En sus habitaciones.

Damon me indica que salga y cruzamos la suite de puntillas. De nuevo en la puerta, la abre con mucha precaución. Estoy muy inquieta; no paro de mirar por encima del hombro, por si alguien descubre nuestra huida.

—¿Dónde están tus hombres? —susurro.

—Cuantas menos personas estén al corriente, mejor, ¿no cree?

—Desde luego.

Salimos al pasillo y Damon ajusta la puerta con el mismo sigilo. Cuando la cierra del todo suelta el aire con tanto alivio que no puedo evitar reírme. Trato de disimular y, al hacerlo, se me escapa un ronquido.

—¡Anda! —Me tapo la boca, sorprendida por el ruido tan poco propio de una dama que acabo de hacer.

—¿Ha roncado? —Damon parece tan sorprendido como yo.

—Pues me temo que sí.

Durante unos instantes permanecemos en silencio, mirándonos fijamente. Y cuando no puede más, se echa a reír. Menudo cuadro. Nunca lo había visto así, rojo como un tomate por el esfuerzo de contener la risa. Verlo en este estado hace que me contagie y los dos reímos como locos mientras recorremos el pasillo a la carrera. Pasamos de largo el ascensor y entramos en una escalera, donde al fin logro calmarme un poco.

—Creo que nunca me había reído tanto —admito, inspirando hondo para recuperar el aliento.

Damon hace lo mismo, pero se le sigue escapando la risa de vez en cuando. Cuando los dos nos hemos calmado, señala la escalera en dirección hacia abajo.

—Hay unos cuantos pisos, pero es el camino más seguro.

—¿Por qué haces esto, Damon?

Está yendo más allá del cumplimiento de su deber.

Él me dirige una sonrisa afectuosa.

—Porque creo, majestad, que necesita experimentar lo que ambos mundos tienen que ofrecerle. Al máximo, con lo bueno y lo malo. Solo entonces podrá decidir cuál prefiere.

Me lo quedo mirando sorprendida y se me empieza a formar un nudo en la garganta. No sé qué decir, así que no digo nada y le doy un abrazo. Espero que mi gesto le transmita lo agradecida que estoy. Él sabe cuál es el mundo que deseo en realidad. Creo que esta es su manera de decirme que no puedo quedarme con los dos. Sé que tiene razón, pero, en este momento, en lo único que puedo pensar es en que el hombre al que quiero me está esperando en alguna parte. Y Damon va a llevarme hasta él.

—Eres un hombre muy especial, Damon. —Sonrío, con la cara pegada a su traje, al notar que él me devuelve el abrazo—. Tu esposa es una mujer muy afortunada.

—Lo sé; siempre se lo digo.

Se me escapa la risa y me aparto porque sé que, aunque me sigue la corriente para hacerme feliz, no se siente muy cómodo con este tipo de demostraciones de afecto.

—Yo no puedo estar con Josh sin hacer daño a las personas que quiero —le digo, aunque él ya lo sabe.

Me responde con una leve sonrisa, que es su manera de decir que me comprende.

—¿Preferiría que no facilitara este tipo de situaciones?

No respondo. No hace falta. No soy capaz de decirle que me niegue lo único que me mantiene en pie; sería como pedirme que prescindiera de mí misma.

—¿Cuántas plantas has dicho? —le pregunto, para cambiar de tema.

No tiene sentido seguir con esta conversación, porque no llegaríamos a ninguna conclusión.

—Unas cuantas. ¿Quiere que la lleve a caballito? —bromea, pero como le diga que sí, se le va a borrar de golpe la sonrisa de la cara.

—Creo que podré sola —contesto, y empiezo a bajar.

Cinco minutos más tarde, no puedo más.

—Me duelen los pies —me quejo, cuando llegamos al último tramo.

—Después de todo lo que ha bailado esta noche, ¿se queja ahora por cuatro escalones?

—Ja, ja.

Lo miro poniendo los ojos en blanco antes de que él se asome a la puerta.

—Vale, ahora. Rapidito.

Salimos al vestíbulo. Damon mira constantemente a su alrededor, aunque no hay ni un alma a la vista. Nadie. Sé que es muy tarde, pero esto es un hotel. Ya me imagino que la mayoría de los huéspedes estarán acostados, pero es fácil encontrarse a alguno por ahí. Por no hablar del personal del turno de noche.

—¿Dónde está todo el mundo?

—Fuera de circulación durante dos minutos más, gracias a la ayuda de la dirección.

Justo cuando acaba de decir esto, descubro a alguien.

—Oh, no —susurro, mientras Damon me esconde detrás de una columna—. ¿Qué hace aquí el doctor Goodridge?

—No tengo ni idea. —Se asoma con cautela—. Está hablando por teléfono.

—¿Con quién? —me pregunto.

El viejo doctor no está casado ni tiene familia. Su vida entera, como la de la mayoría de los sirvientes reales, ha estado dedicada al monarca.

—No lo sé, majestad. No lo oigo. —Damon me indica que me mueva—. Por aquí. —Rodeándome la espalda con un brazo, me hace cruzar una puerta.

Miro a mi alrededor, algo desorientada.

—¿El bar?

Hay un fuego danzando en el otro extremo de la estancia vacía; las llamas enmarcadas por una chimenea de madera noble y reluciente. Oigo que las puertas se cierran tras de mí.

—¿Qué hago aquí, Damon? —pregunto, pero él no responde.

Cuando me vuelvo, veo que se acerca a unas puertas de madera enormes con paneles de cristal y corre unas cortinas tupidas, para darme privacidad.

Con el ceño fruncido, me vuelvo una vez más hacia la estancia silenciosa y solitaria. Lo único que se oye es el crepitar del fuego. Las ventanas están cubiertas por unos cortinajes pesados color burdeos, perfectamente doblados formando unas guirnaldas en la parte superior y rectos por los lados. Esas cortinas nunca se tocan, así que hay visillos que ocultan el mundo que queda del otro lado. Las sillas, de madera noble, están tapizadas en color crema y burdeos, y perfectamente colocadas alrededor de las mesas. Los taburetes que se alinean frente a la prominente barra, en forma de arco, están tapizados a juego. Me he alojado en el Saint Regis muchas veces, pero nunca había estado en el bar. Es cálido y acogedor, a pesar de su gran tamaño. Y, pasada la medianoche, está vacío. Hasta yo sé que a estas horas siempre hay alguien en el bar de un hotel, tomándose la última. ¿Dónde está la gente?

Hago un mohín, preguntándome qué se supone que tengo que hacer. Justo cuando acabo de decidir llamar a Josh, oigo un ruido sordo y me adentro un poco más en el bar, para examinar los rincones más alejados. Me quedo sin respiración cuando lo veo sentado en una de las sillas, con un vaso de whisky en la mano. Me está observando; me lleva observando desde que he entrado. La piel se me eriza y siento unas punzadas constantes de excitación. Viste el mismo traje y sigue estando obscenamente guapo, pero ha añadido un pequeño detalle al conjunto. Algo que reconozco. Me muerdo el labio inferior mientras paseo la mirada entre el pañuelito rosa que guarda en la solapa y sus ojos salvajes. Me dirigiría hacia él si las piernas me respondieran. Hablaría si recordara cómo usar la lengua.

Manteniéndome presa de su fiera mirada, se acaba el whisky y, sin hacer ruido, deja el vaso en la mesa antes de levantarse de la silla. Avanza hacia mí, con las manos en los bolsillos, dando pasos lentos y mesurados y haciendo lo que mejor se le da: convertirme en una mujer impaciente y desesperada. Su sonrisa deslumbrante aumenta su brillo a medida que se acerca a mí, hasta que quedamos cuerpo a cuerpo. Me toma entre los brazos igual que lo ha hecho en la Casa Blanca y permanece quieto unos instantes, hasta que la voz de Fats Waller empieza a sonar.

—¿Crees que vas a poder relajarte ahora que el mundo no nos observa? —me pregunta en voz baja.

Soy tan feliz que tengo ganas de llorar.

—Creo que sí.

Lo sujeto con fuerza, como no he podido hacerlo antes.

—Bien. Así podré agarrar ese culito real que tanto adoro.

Me apoya una mano en el culo por encima de la tela de raso negro de mi vestido. Cuando lo aprieta un poco, le dirijo una mirada de advertencia, en broma, que él ignora por completo.

—Y también podré hacer esto.

Me da un beso profundo, haciendo que me ponga de puntillas mientras las notas de Ain’t Misbehavin’ suenan dulces a nuestro alrededor. El reencuentro no es tan frenético como me había imaginado, teniendo en cuenta lo mucho que lo he echado de menos, pero es tan intenso como siempre. Las lenguas danzan con suavidad, internándose en la boca del otro, explorándola. Me sujeta por la nuca y me mantiene tan pegada a él como puede. Y permanecemos unidos, en un beso sin fin, recuperando el tiempo perdido. Solo en momentos como este siento que me quitan el peso que cargo siempre sobre los hombros. Me siento feliz y despreocupada, libre como un pájaro. Solo soy una mujer con derecho a estar enamorada de un hombre que siente lo mismo por ella. ¿Sería posible? ¿Sería posible tenerlo todo? ¿Podría estar con Josh y mantener la fachada monárquica que con tanto cuidado han construido?

De verdad que no quiero ponerme tensa ni mostrar preocupación, pero no puedo evitarlo cuando yo misma me respondo esas preguntas, y la respuesta es un no rotundo. Mi actitud conformista y obediente es lo único que puede mantener los secretos bien guardados.

—Para —susurra Josh, apartándose de mí lo justo para dejar de besarme, pero manteniendo el contacto de nuestros labios—. No me he tomado todas estas molestias para que te dediques a comerte la cabeza.

Me riño y me recuerdo que debo vivir el momento, como siempre cuando se trata de Josh. No debería estar pensando en el futuro; solo en el presente. Y el presente es perfecto.

—Estamos solos —le digo, apartando la vista de la reconfortante imagen de Josh para volver a mirar a mi alrededor—. ¿Cómo lo has conseguido?

Él también echa un vistazo a su alrededor.

—Un millonario anónimo ha pagado una cantidad de dinero escandalosa para alquilarla durante unas horas.

Anónimo. Qué bien pensado.

—Entonces ¿nadie nos molestará?

—El personal sentirá curiosidad, por supuesto. Pero Damon está montando guardia en la puerta y el director del hotel sabe que hay un bonus muy generoso en juego si garantiza nuestra privacidad.

—Pero ¿no sabe quién está en el bar?

Josh niega con la cabeza y me planta un beso delicado en la mejilla mientras seguimos meciéndonos al ritmo de la música y Fats Waller continúa bendiciéndonos con sus palabras.

—El dinero te da poder. Y, por si no lo sabías, ser reina también.

Me río por dentro.

—Yo no tengo poder.

Si lo tuviera, la vida sería maravillosa.

—Gracias por el link que me enviaste. —Le dirijo otra mirada crítica, que él vuelve a ignorar.

—¿Lo está?

Frunzo el ceño.

—¿Quién? ¿El qué?

—¿La mujer misteriosa de mi vida está celosa de la historia que cuentan las fotos?

Me río y apoyo la mejilla en su hombro y él nos hace girar, muy lentamente, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.

—No deberíamos alimentar su curiosidad, Josh. Hemos dado un espectáculo, ha sido muy arriesgado.

—Adeline, yo no doy espectáculos cuando estoy contigo. Todo lo que pasa entre nosotros es real, tan real como explosivo. No puedo evitar que nuestra química sea tan obvia.

—Pues entonces deberías haberte mantenido lejos de mí.

—Eso es tan imposible como pedirme que controle el deseo que despiertas en mí.

Suspiro, y fijo la mirada en las cortinas que nos esconden del mundo. Estoy cayendo en ese estado de ánimo que tanto odio, ese en el que no puedo huir de la evidencia de que lo nuestro es imposible.

—Le has robado el protagonismo al presidente —comento.

—A Ed no le importará. Nunca ha sido de los que buscan ser el centro de atención.

—¿Y tú sí?

—Solo cuando se trata de tu atención.

Me agarra del cuello y tira de mí, apartándome de mi improvisada almohada.

—Y ya que me he tomado tantas molestias para que podamos vernos, quiero tener toda tu atención puesta en mí.

—Qué exigente —bromeo—. ¿Y qué quieres que haga?

Frunce sus preciosos labios y alza la vista hacia el techo.

—Déjame que lo piense. Pero, antes, debería ofrecerle una copa a mi reina.

Me suelta y me da la mano para conducirme hasta la barra. Una vez allí me ayuda a subir al taburete.

—Pero si no hay barman —le hago notar, mientras Josh rodea la barra y se coloca detrás.

Coge un posavasos y me lo pone delante.

—Bienvenida al Saint Regis, preciosa. ¿Qué te pongo?

Me echo a reír y me acomodo en el asiento.

—¿Eres mi barman?

—Yo soy todo lo que tú quieras que sea.

«¡Quiero que no seas un secreto!», grita mi cabeza, embarrando por un momento mi felicidad. Pero enseguida la hago callar y leo la carta de bebidas que Josh me alcanza. No puedo permitirme ensombrecer este momento.

—A ver qué hay.

—Que no sea un cóctel, por favor. No tengo ni puta idea de preparar cócteles y no quiero perder el tiempo que tengo para estar contigo buscando cómo prepararlos.

No se lo discuto. Yo tampoco quiero perder tiempo. Paso de largo los cócteles y llego a la lista de licores, pero la cierro con decisión y le digo:

—Voy a quedarme con el champán. No necesita preparación y así no perdemos el tiempo.

—Muy buena elección.

Josh va directo al champán, como si hubiera adivinado mi elección y lo hubiera dejado a mano. Retira la funda metálica y el corcho con facilidad y, poco después, se sienta en un taburete a mi lado y me lo sirve en una copa.

—¿Qué tal la noche?

Es una pregunta rara, ya que Josh tiene que saber que me ha supuesto un esfuerzo titánico. En vez de decirle eso, opto por algo distinto.

—Maravillosa, aunque tener que oír en boca de la primera dama que saliste con ella ha sido un poco incómodo.

Él deja de servir el champán de golpe y se me queda mirando.

—Fue algo muy breve; no significó nada. ¿Le habló a la reina de Inglaterra sobre sus relaciones anteriores?

—Yo también me quedé de piedra —respondo, sin mencionar el hecho de que la animé a hacerme confidencias—. Y creo que ella iba en serio contigo.

Él se encoge de hombros.

—Nunca he engañado a una mujer, Adeline. Nunca les he dado falsas esperanzas. —Me ofrece la copa—. Y nunca me había colgado de una; no hasta que te conocí.

Se me escapa una sonrisa irónica.

—¿Colgado?

Él me la devuelve.

—Enamorado. ¿Te gusta más así?

—Mucho más.

—Bien. Y, ahora, cuéntame. ¿Qué tal el vuelo?

Frunzo el ceño mientras bebo. Josh se echa hacia atrás en el taburete, poniéndose cómodo mientras espera mi respuesta. ¿Cómo me ha ido la noche? ¿Cómo me ha ido el vuelo? ¿Qué tipo de preguntas son esas?

—Me gustaría saber lo que se siente siendo una pareja normal.

—Pero es que no lo somos. —Señalo a mi alrededor con la copa—. Como demuestra el hecho de que has tenido que alquilar este bar para que podamos vernos.

Frunce el ceño, juguetón.

—Bonita tiara.

Y con esas dos palabras, mis sentidos se ponen en alerta.

—Bonito pañuelo.

Frunce los labios mientras baja la mirada hacia la tela rosa que le asoma del bolsillo.

—¿Sabes? Había previsto seducirte durante la cena…

—¿Dónde he oído eso antes? —bromeo, haciendo que él me dirija una sonrisa canalla.

Se levanta del taburete y me quita el champán de la mano antes de bajarme al suelo.

—Bailar, besarte y meterte mano.

Me lleva las dos manos al culo y aprieta, clavándome la pelvis. Está duro como una piedra. Palpitante. Boom. La sangre me arde en las venas.

—Iba a ofrecerte tu champán favorito con una hamburguesa bien grasienta y chorreante.

Hace rodar las caderas y su sonrisa se vuelve depravada.

—Pero ahora…

—¿Qué? —pregunto, sin aliento.

Ahora, ¿qué?

—Ahora…

Me besa la mandíbula y va lamiéndola hasta llegar al hueco bajo la oreja. Santo Dios del cielo; me estoy desarmando en sus brazos.

—Ahora solo quiero notar tu preciosa boca alrededor de mi polla.

Me muerde el lóbulo de la oreja y tira de él, juguetón. El gemido que brota de mi garganta es ronco, como el de un animal salvaje. Y así es como me siento. Tengo ganas de arrancarle el traje y devorarlo.

—Y luego me deslizaré en tu dulce coño real.

Una embestida con las caderas me hace gemir.

—Iré acelerando el ritmo muy lentamente.

Otra embestida y otro gemido.

—Hasta que pierda el control y tú, majestad, estés gritando.

—Dios.

Le agarro los pantalones y busco la cremallera, pero él me detiene de golpe. Rabiosa, le busco los ojos ambarinos apretando los dientes. Su expresión es impasible, pero sus ojos ambarinos tienen un brillo travieso. Está disfrutando. Me da igual. Nadie va a impedir que me apodere de lo que quiero, ni siquiera Josh. De nuevo, trato de liberar las manos, pero el resultado es el mismo.

—Suéltame —le digo.

—No.

Da un paso atrás y estira los brazos, quedando fuera de mi alcance. ¿Qué hace? Doy un paso adelante y él da otro paso atrás. Quiere demostrarme algo. Empiezo a sentir que lo necesito para poder respirar; tal vez sea eso lo que quiere demostrarme. Pero ¿y él? ¿No siente lo mismo? ¿No me necesita con la misma desesperación que yo? Doy otro paso hacia delante y, una vez más, Josh se aparta. Entorno los ojos, furiosa, pero su rostro permanece inalterable. Sin embargo, sus ojos lo traicionan, me dicen que está luchando. Tengo que volver las tornas y, en un impulso, me dejo caer de rodillas ante él y le dirijo una mirada sensual y provocativa.

—Joder —murmura, mientras pierde la compostura y empieza a temblar por el esfuerzo que le supone mantener la distancia.

Pero lo hará. Conozco a mi chico americano. Conozco sus juegos. Su necesidad de demostrarme que lo necesito tanto como lo deseo hará que no se rinda.

Y por eso pronuncio las palabras que sé que romperán su resistencia en pedazos.

—No me inclino ante nadie —susurro, parpadeando despacio, embriagada por las chispas que saltan entre los dos—, excepto tú.

Su amplio pecho se expande cuando inspira profundamente. Con las manos temblorosas, se deja caer de rodillas frente a mí.

—¿Quiere meterse en líos conmigo? —me pregunta en voz baja.

Su pregunta me devuelve al día de mi trigésimo cumpleaños y me doy cuenta de lo mucho que ha avanzado nuestra relación. Y sé que esa ha sido su intención al preguntármelo.

—Hasta el día en que me muera —le confirmo, porque es la pura verdad.

Es tan fácil amarlo… Lástima que todo lo demás sea tan complicado. Aunque no debería serlo. Amar a alguien y ser correspondido debería significar que todo lo demás es fácil. Porque tienes a esa persona especial a tu lado que te ayuda a resolver todos los problemas del mundo. Pero nuestro mundo es distinto. Nadie tiene los problemas que tenemos nosotros.

—¿Adeline?

Pestañeo y vuelvo a centrarme en el aquí y ahora.

—Lo siento, yo…

—Ven.

Apoya una mano en el suelo y me ofrece la otra. La acepto y avanzo de rodillas hacia él. Josh se sienta sobre los talones y me sienta de lado sobre su regazo, apartándome la melena por encima del hombro. Yo me acurruco en su pecho y al instante siento el calor de su aliento extendiéndose por mi cabeza.

—No te ganarías la vida como seductora, creo.

—A veces, lo que una necesita son mimos.

—Y otras veces una tiene que dejar de distraerse pensando cosas que no vienen a cuento. —Me abraza con más fuerza, lo que, como castigo, deja bastante que desear—. Sobre todo cuando una está a punto de comerle la polla a su novio.

Me echo a reír y me apoyo en su pecho para apartarme de él.

—Perdona, cariño —bromeo, tratando de imitar el acento sureño, pero se me da fatal—. Uf, me ha salido de pena.

Josh se parte de risa y ese sonido es la mejor de las medicinas.

—Eres tan mona…

Le doy un codazo, pero me encojo de dolor de inmediato.

—¿Qué pasa?

Me llevo una mano a la cabeza y compongo una mueca.

—Hace horas que llevo este trasto. Se me va a caer la cabeza.

De pronto dejo de estar en el regazo de Josh y paso a estar tumbada en el suelo. La tiara se cae y él me cubre con su cuerpo, me sujeta la cara y me aplasta los labios en un beso.

—No antes de que te folle la boca.

Contengo el aliento. Él también.

Y todo se vuelve muy serio mientras nos observamos mutuamente. La tensión vuelve a elevarse hasta el punto que había alcanzado antes de que me distrajera con pensamientos tristes.

—De rodillas.

Se incorpora y me ayuda a levantarme hasta que quedo a la altura de su entrepierna. Busca a ciegas por el suelo hasta encontrar la tiara y vuelve a ponérmela con delicadeza. Dedica unos momentos a colocarme bien el pelo y luego empieza a desabrocharse los pantalones. Las manos me cosquillean a los lados, deseando colaborar. Se mete una mano en los bóxers y se detiene mientras yo me paso la lengua por los labios. Y entonces…

Contengo el aliento mientras la contemplo en toda su longitud, maravillándome con su firmeza y grosor. Se me hace la boca agua. Mi cuerpo se contrae al ritmo de mi respiración. Levanto la vista y, a través de las pestañas veo que tiene la cabeza baja, los párpados entrecerrados y los ojos oscurecidos por el deseo.

Sujetándosela con una mano, me agarra por la nuca con la otra y me empuja la cabeza hasta que la punta entra en contacto con el borde de mi boca. Hace que se deslice por mis labios, de lado a lado. Cierro los ojos, le rodeo la mano con la mía, saco la lengua y la alcanzo. Él inspira entre dientes. Sin darle tiempo a recuperarse, abro la boca y me la meto todo lo que me permiten nuestras manos unidas sobre la base. Él gruñe y me clava los dedos en el cuello. Es suave como la seda y yo estoy ansiosa. Él contrae y flexiona la mano para que yo lo suelte. Lo hago y aprovecho para agarrarlo por el culo. Él me sujeta la cara con las dos manos y nos quedamos a solas, mi boca y él. Gimo con los ojos cerrados y voy avanzando lentamente, acogiendo en mi boca tanto como puedo, que es bastante, pero desde luego no todo. Cuando me retiro, lo rozo con los dientes hasta la punta y vuelvo a clavármela con ganas. Él está temblando, lo noto vibrar a mi alrededor. Cuando ya lo he provocado bastante con mi ritmo agónicamente lento, aumento la velocidad y empiezo a bombear a conciencia, con decisión. Cada embate de mi boca es recibido por un gruñido ronco. Empieza a mover las caderas y me sujeta la cabeza con más fuerza. Noto el latido de sus venas en mi lengua. La sangre le corre, veloz. Abro los ojos y al alzar la vista, veo que tiene la cabeza echada hacia atrás, el cuello, tirante; la mandíbula a punto de romperse. Todas las señales me indican que está a punto de llegar al límite. Deja caer la cabeza y me recoloca la tiara. Yo sonrío alrededor de su carne y él me devuelve la sonrisa.

Entonces succiono despacio hasta llegar a la punta y le doy besos por toda su verga. Él empieza a murmurar incoherencias.

—¿Quieres correrte, Josh? —le pregunto, mientras le recorro una de las protuberantes venas con la lengua.

Tiene la cabeza caída, como si le pesara mucho, y apenas logra mantener los ojos abiertos. Respira entrecortadamente a través de los labios entreabiertos. Está sudando. Nunca había visto nada tan fascinante. Sin decir palabra, se agacha y me levanta. Me da la vuelta y me dobla sobre un taburete. Gimoteo cuando mis manos se clavan en el tejido dorado. Él me las busca y las apoya en el respaldo del taburete.

—Agárrate fuerte, majestad —me susurra con la cara hundida en mi pelo.

Su voz suena tan cerca de mi oído que penetra en mi mente y hace que mis pensamientos se confundan todavía más. Se enreda mi frondosa melena en el puño y tira, haciéndome alzar la cabeza mientras él se inclina buscando el final de mi falda. Lo levanta despacio hasta que tengo una masa de raso negro alrededor de la cintura. No se molesta en quitarme las bragas, las aparta a un lado.

Tengo la vista clavada en la puerta. Sé que Damon está detrás, como el resto del mundo, pero no siento miedo. En ese momento nada importa, solo el placer que estoy a punto de experimentar. Cuando Josh me apoya la punta del dedo en el hombro, cierro los ojos e inspiro hondo. El calor es casi insoportable.

Como si su dedo estuviera cargado de electricidad, tiemblo mientras él lo hace descender por mi espalda. Tengo los ojos cerrados, pero lo veo todo con claridad: cada pequeño movimiento que hace, cada caricia, lo veo casi como si fuera una experiencia sobrenatural, como si estuviera fuera de mi cuerpo, entre las sombras, observando cómo dos personas se pierden la una en la otra.

Mete la mano entre mis muslos y los acaricia con delicadeza. Inspiramos al mismo tiempo, nos contraemos a compás y soltamos el aire en forma de gemidos.

—Si alguna vez te ruego que hagas algo por mí, Adeline, será que recuerdes esto. —Hunde un dedo en mi interior, lo clava profundamente y lo hace girar, provocando que tenga que ponerme de puntillas—. Cuando te notes insegura, recuerda cómo te sientes cuando estás conmigo.

El dedo desaparece y, un segundo más tarde, abro los ojos como platos porque me ha clavado la polla hasta el fondo. Estoy repleta de él.

—¡Josh! —grito, y él reacciona tapándome la boca con una mano.

—Calla —susurra, mientras sigue embistiéndome sin piedad.

Gimo en su mano, apretando los párpados con fuerza y buscando en mí la fuerza necesaria para soportar esto sin que todo el hotel se entere de lo que está pasando en el bar.

—Toma.

Josh deja el pañuelo rosa colgando ante mis ojos y automáticamente abro la boca para que me lo meta dentro.

Una vez que se ha asegurado de que no voy a despertar a todo el mundo, me agarra las caderas con las dos manos. Inspiro hondo, llenando los pulmones de aire. Josh se deja llevar y, un instante después, estoy al borde del precipicio, agarrándome al taburete con todas mis fuerzas. Se clava en mí, embestida tras embestida, sin darme tiempo para recuperarme. Su mente está muy lejos de aquí, su cuerpo es esclavo del placer. Lo oigo en cada uno de sus gruñidos. Lo siento cada vez que su vientre golpea mis nalgas. Veo su deseo desbocado en mi mente, lo noto en la lengua, donde aún tengo el rastro de su esencia. Lo huelo en el aire, cargado de sexo. Josh está sobrecargando todos mis sentidos con tanta intensidad que estoy al borde del colapso. Los músculos de los brazos se me solidifican, pegándome al taburete. Las piernas se me bloquean, el torso se contrae. El clímax está abriéndose camino y no puedo hacer nada por detenerlo. En uno de los gritos sordos, escupo el pañuelo y alzo la cabeza bruscamente cuando Josh me tira del pelo. Noto mi epicentro hincharse de sangre y calor; el pináculo de mi placer asoma por el horizonte.

—¡Santo Dios! —exclama Josh, doblando el cuerpo sobre el mío.

Sus últimas embestidas son un poco incontroladas. Veo estrellas ante los ojos cuando el orgasmo se apodera de mí sin piedad, manteniéndome rehén en sus garras. Con un último empujón, me alcanza muy adentro y noto cómo su esencia se derrama y me llena, mientras se corre maldiciendo. Sin aliento, incapaz de mantenerme en pie, me desplomo en el taburete y Josh se desploma sobre mí.

Aturdida, contemplo el bar y la vista se me va hacia las llamas que danzan en la chimenea. Permanezco embobada, sintiéndome plena. Josh desliza un brazo bajo mi cintura y se pega a mí, con la cara enterrada en mi pelo. No puedo moverme, no puedo hablar; ni siquiera puedo pensar. No sirvo para nada. Así que dejo que el fuego me hipnotice mientras en mi mente revivo cada segundo del polvo brutal y perfecto que acabamos de echar. Estoy en el cielo. Estoy en casa.