4

Esta ha sido la semana más larga de mi vida. He estado tan perdida y desorientada en medio de tantas formalidades, procedimientos y no sé cuántas cosas más que no he podido ni pasar por las caballerizas. Estoy dando mis primeros pasos como reina y tengo miles de cosas por aprender. Lo que sí he hecho ha sido llamar cada día a Sabina, que me ha mantenido al corriente del estado de Stan. Se encuentra mejor. Bebe mucho y está tomando esteroides, recetados por el veterinario real, para no sé qué virus.

Estoy paseando distraída por el pasillo de los retratos con sir Don, que no para de hablar. Cuando llegamos al despacho de mi padre, noto dos cosas. La primera, que el olor a puro ha desaparecido por completo. La habitación parece tan vacía sin él… Es como si el olor fuera lo último que me conectaba con él… y lo echo de menos. La segunda, que el enorme retrato de mi padre que colgaba sobre la chimenea también ha desaparecido. Y en su lugar…

—¿Se puede saber qué es eso? —pregunto, clavada en el umbral, observando la monstruosidad que ha reemplazado el antiguo retrato.

Sir Don sigue la dirección de mi mirada horrorizada y endereza la espalda.

—Eso, señora, es la nueva reina de Inglaterra —responde secamente.

Lo miro con odio, porque en estos momentos lo odio. No solo por el sarcasmo que detecto en su voz, sino porque tengo la sensación de que su único objetivo en la vida es hacer desgraciada la mía.

Señalando hacia la… cosa que ha sustituido el retrato de mi padre, aprieto los dientes y le digo:

—Eso no es la nueva reina de Inglaterra. Eso es horroroso.

Le echo otro vistazo al óleo sobre lienzo y me encojo. Aparento al menos treinta años más de los que ya tengo. La ropa es espantosa: llevo un civilizado traje de falda y chaqueta que me obligaron a ponerme para recibir al primer ministro de la India cuando tenía veinte años. Al parecer ese día me sentía inusitadamente obediente. De todas las fotos que me han sacado a lo largo de estos años, ¿han tenido que elegir esta?

—Deshágase de él —ordeno, con ganas de sacarlo de ahí yo misma—. Inmediatamente.

—Señora, es tradición que en este lugar cuelgue un retrato del monarca actual.

—Yo no soy una monarca tradicional —le suelto con desprecio.

Me acerco a la pared y levanto los brazos hacia el retrato, entornando los ojos para dejar de ver esa monstruosidad.

—Quiero que vuelvan a colgar el retrato de mi padre ahora mismo.

Me peleo con el cuadro tratando de descolgar el enorme marco, pero no puedo. ¿Acaso lo clavan a la pared? Rindiéndome, me vuelvo hacia sir Don.

—Que lo quiten. Y, en adelante, quiero que me lo consulte todo.

Dios mío. Me fastidia imaginármelos revisando todas mis fotos buscando una que se ajustara a la tradición. Me los imagino desesperados hasta que dieron con este horror y ordenaron que lo pintaran al óleo. ¡Y el pintor se ha dado prisa! El cuadro aún está fresco. Me da igual. Nunca voy a ser como la mujer de este lienzo.

—Como desee, señora —replica sir Don sin expresión, y chasquea los dedos para que un criado se ocupe del tema—. Concertaré una cita con el pintor real para que hable con usted y pinte algo a su gusto.

—Muy bien.

Sin mirar el espacio que ocupa el cuadro, me dirijo a la mesa de mi padre, dándole vueltas en la cabeza a la ropa que me pondré para el retrato. Lo que tengo claro es que no será un traje de chaqueta sin gracia.

—¿Qué es todo eso? —le pregunto mientras me siento, al ver las montañas de sobres que llenan la mesa, todos ordenados y atados con cordel.

—Eso, señora, es la correspondencia aprobada que ha llegado desde todos los rincones del mundo y que ya ha pasado el control de seguridad.

—¿Ha llegado alguna que no haya sido aprobada? —Le señalo una silla a sir Don, y él se sienta, solo porque yo se lo he indicado.

—Muchas.

Interesada, alzo una ceja.

—¿Como cuáles?

—No creo que su majestad desee conocer esa información.

La verdad es que sí me interesa, pero me doy cuenta de que no va a compartirla conmigo.

—Y entonces ¿qué tenemos aquí?

Tiro del cordel para desatar un paquete de cartas.

—Invitaciones de muchos países. Le sugiero que elijamos con prudencia.

Asiento débilmente mientras examino los papeles. Hay una invitación del primer ministro australiano, del presidente chino, del Premier de las islas Vírgenes Británicas…

—Ah, ¿la Casa Blanca? —murmuro, leyendo la invitación a una cena de gala en mi honor.

—Sí, señora. Sugiero que tengamos la gentileza de aceptar esa invitación.

—¿Y las otras?

—Usted es la líder de la Commonwealth, señora. Nuestras relaciones con muchos de esos dirigentes son estables y seguras. Con Estados Unidos, sin embargo, debemos trabajar con más diligencia para mantener unas relaciones cordiales. Son unos aliados importantes.

Empujo las invitaciones en dirección a sir Don.

—En ese caso, sugiero que las divida en tres montones: los síes, los noes y los tal vez.

Le dirijo una sonrisa dulce.

—Muy bien.

Consulta su dietario.

—El conde Marshall ha solicitado audiencia para hablar de su coronación.

Inspiro hondo, y el corazón me empieza a latir con tanta fuerza que estoy segura de que sir Don lo ve tratando de salir de mi pecho.

—¿Ya?

—Será uno de los momentos más importantes y esperados de la historia reciente, señora. Hemos de empezar con los preparativos cuanto antes. Por supuesto, debemos dejar pasar un período de tiempo satisfactorio para que el mundo pueda llorar la pérdida del rey difunto.

—¿Cuánto es un período de tiempo satisfactorio? —le pregunto, aunque sé que da igual lo que responda.

En mi familia no vamos a superarlo por mucho tiempo que pase.

—No han pasado ni tres semanas —insisto.

Y ya tengo la sensación de que lo están olvidando.

—Un mes, tal vez dos.

—Muy generoso.

—El espectáculo debe continuar, señora.

Me echo hacia atrás y me quedo pensativa, mientras mi memoria me bombardea con imágenes del helicóptero hecho pedazos.

—¿Puedo hacerle una pregunta, sir Don?

Él levanta la vista y deja la pluma sobre el dietario.

—Por supuesto, señora.

—¿Por qué iba John en el helicóptero con mi padre? Va contra el protocolo que el rey tanto defendía. Y usted y yo sabemos lo tradicional que era.

Sir Don suspira y asiente despacio.

—David y yo estábamos ayudando al doctor Goodridge, que había sufrido una aparatosa caída, cuando oímos el ruido del helicóptero. No llegamos a tiempo de detenerlo. Y no supimos que John iba a bordo hasta que él mismo me envió un mensaje. Me dijo que el rey no había querido esperar a que llegara el piloto. Pensaba volar solo. —Sir Don niega con la cabeza y suelta el aire lentamente.

Lo sabía. Sabía que John había tratado de detenerlo. El remordimiento vuelve a instalarse en mi garganta y hace que me cueste tragar. Mi padre actuó de un modo imprudente y precipitado, algo muy raro en él. Pero ¿por qué? Sé que yo soy la causante de su reacción, pero ¿por qué no usó sus recursos para localizarme? Creo que al final le hice perder el juicio. Se volvió loco por mi culpa. Lo maté y maté a mi hermano al mismo tiempo. No puedo evitar pensar que John debe de odiarme más ahora muerto de lo que me odiaba en vida.

Sir Don se aclara la garganta y me hace volver al presente.

—Creo que están redactando un comunicado oficial para recoger las conclusiones de la investigación. La gente quiere saber qué pasó.

Siento que el pánico intenta apoderarse de mí. ¿Se mencionará en el informe por qué el rey tenía tanta prisa? No, claro que no.

—¿Y qué dirá el comunicado?

—Creo que dirá que el rey se saltó el protocolo a causa de la preocupación que le provocó enterarse de que la reina había perdido el conocimiento, por el estrés que le generó el incidente del príncipe Edward.

Me lo quedo mirando en silencio, sorprendida. Más humo. Más espejos. Más mentiras para protegernos.

—Me encargaré de que se lo pasen luego para su aprobación, señora.

Siento que me devora una gran vergüenza.

—Creo que el comunicado no necesitará mi aprobación, sir Don —murmuro.

Asintiendo brevemente, vuelve a fijar la atención en su dietario, como si no supiera quién es la responsable de la muerte de mi padre. Como si ocultar este tipo de escándalos fuera lo normal. Claro que, para él, lo es.

—Y, ahora, sobre el tema del personal…

¿El tema del personal? No me gusta cómo suena eso.

—¿Qué pasa con el…?

Me interrumpe mi teléfono, que empieza a sonar. Lo cojo rápidamente de la mesa cuando veo quién me está llamando y rezo para que sir Don no haya leído el nombre.

¡Ay, Dios! Si sir Don sospechara que me he visto con Josh, yo no sé qué sería capaz de hacer para mantenerlo apartado de mí.

Rechazo la llamada y vuelvo a mirar a sir Don, luchando por mantener la compostura. No sé si me está mirando con interés o si me estoy volviendo paranoica.

—¿Qué me decía del personal?

Él me responde sin apartar la vista del teléfono, que está en mi mano.

—Obviamente heredará el del difunto rey…

Esta vez es sir Don quien se queda a media frase cuando mi teléfono vuelve a sonar. Lo aprieto con más fuerza, como si quisiera silenciarlo presionándolo.

—¿Su majestad necesita responder al teléfono? —me pregunta en tono inquisitivo.

—Su majestad está reunida.

Con fuerza, aprieto el botón de rechazar la llamada, preguntándome por qué tiene que llamarme justo ahora que estoy con sir Don. Sé que hoy volvía a Londres, me envió un mensaje para comentármelo. De hecho, me ha enviado mensajes cada día. Y cada vez me he dicho que no debo responderle, que no debo mantener el contacto con él, pero cada vez he fracasado. La tentación de perderme en el mundo de evasión que crea para mí es demasiado fuerte para resistirla. No hacer caso de mis sentimientos es aún más difícil.

—Continúe —digo, y para curarme en salud, desconecto el móvil y vuelvo a dejarlo sobre el escritorio.

—Por supuesto.

Sir Don se concentra, recupera su cara inexpresiva y vuelve a leer el dietario para recordar por dónde iba.

—Su personal será reasignado a otras casas reales, aunque algunos permanecerán en Kellington. Lo confirmaremos cuando sepamos si su alteza el príncipe Edward seguirá residiendo en Kellington. —Da la vuelta a la página y continúa hablando, mientras yo lo miro fijamente desde el otro lado del escritorio—: La suite real la están limpiando a fondo y luego la pintarán. Estará lista para cuando se instale en Claringdon. Se ha convocado una reunión del servicio para que…

—No residiré en Claringdon —interrumpo a sir Don sin disculparme y él alza la vista, muy sorprendido—. Conservaré a mi personal de siempre y mi madre se instalará en la suite real de manera indefinida. Respecto a Edward, él permanecerá en Kellington y seguirá compartiendo el personal conmigo.

Sir Don se echa hacia delante y me mira con preocupación.

—Pero, señora, el palacio de Claringdon es la residencia del monarca británico.

—Lo era, ahora lo es el palacio de Kellington. —Como se atreva a discutírmelo…

—Su personal…

—Es mi personal y seguirá siéndolo.

—Señora, discúlpeme, pero la plantilla de Claringdon está preparada y tiene experiencia en servir al soberano.

—Seguirán sirviendo a mi madre, ya que ella continuará viviendo aquí.

—Kellington no está equipado para acoger a la plantilla extra que necesitará para desempeñar sus nuevas funciones como reina, señora. Va a tener que conservar a algunos miembros de la plantilla. Si no lo hace, sentirán que han sido degradados y eso afectará mucho a su moral.

—Nadie podría servirme mejor que mis empleados actuales. Ellos me conocen. Solo por esa razón ya están más que cualificados, pero, si no cumplen con sus expectativas, les enseñaremos lo que haga falta.

Por el amor de Dios, ya que me han otorgado el poder, al menos lo utilizaré para conservar algunas de las cosas que me mantienen cuerda. Y mi personal me ayuda mucho a mantenerme cuerda. Si me descuido, cambiarán a Jenny por alguien que me arreglará como si fuera una mujer de mediana edad, una sombra de lo que fui. Ni hablar. ¿Y Damon? Bueno, Damon no se toca. Nunca. Damon se queda. Y los demás también.

—Que nombren a Damon jefe de seguridad de la reina. A Jenny, mi estilista en jefe y dama de compañía junto con Olive. Kim seguirá siendo mi secretaria personal.

—Con el debido respeto, señora, su secretaria personal no está capacitada para ejercer ese puesto. Por favor, debo insistir.

—Davenport era el secretario personal de mi padre, pero no puedo trabajar con él porque se ha retirado —le hago notar.

Y no le recuerdo que no está porque él lo despidió con amenazas. Sir Don, luchando por controlarse ante mis provocaciones, golpea la libreta con la estilográfica.

—Creo que al mayor Davenport no se le permitió explotar todo su potencial —añado, convencida.

Siempre estaba junto a mi padre, pero, sabiendo lo que sé ahora, sospecho que el plan del rey era simplemente mantener a su enemigo cerca. Todo el mundo sabe que sir Don actuaba como consejero de mi padre, a pesar de que sir Davenport estaba mucho más cualificado para el cargo. Al fin y al cabo, había servido a mi abuelo antes que a mi padre.

—Sí, yo también lo creo, señora.

Ladeo la cabeza, para que sepa que estoy pensando en lo que ambos sabemos pero no mencionamos. Nunca pasé demasiado tiempo con el viejo y estirado mayor, pero hay que reconocer que su compromiso con mi padre fue firme. A pesar de que su trabajo tuvo que suponerle una tortura, se mantuvo siempre al pie del cañón, siguiendo las órdenes que le ladraba el rey. Estuvo infrautilizado e infravalorado. Nunca pensé que sentiría lástima por el hombre que ahora sé que ha estado en el centro de uno de los mayores escándalos reales de la historia, pero la siento. Me da mucha lástima. Fue un servidor real con pretensiones y sospecho que otra de las razones de mi padre para no despojarlo de su cargo fue evitar preguntas incómodas. El rey y el mayor habían sido muy buenos amigos y todo el mundo lo sabía. Mi padre era un hombre muy orgulloso y no habría soportado que nadie se enterara del asunto entre mi madre y Davenport. Sin embargo, al menos una persona tenía que saberlo. La que guardó las cartas de los amantes. Y ese fue sir Don.

—Todos sabemos que el mayor estaba perfectamente capacitado para aconsejar al rey en todos sus asuntos. —Una punzada de rebelión me hace decir algo para lo que no habrá vuelta atrás—: El mayor Davenport volverá a ocupar su cargo y será mi secretario personal al lado de Kim. Creo que ambos trabajarán bien juntos, poniendo siempre mis intereses por delante.

A sir Don parece que está a punto de estallarle la cabeza.

—¿Perdón?

—Creo que su oído funciona a la perfección, sir Don.

Está absolutamente pasmado.

—¿Y yo?

—Usted seguirá siendo el lord chambelán y ejecutará las tareas que ese cargo requiera.

Me levanto. La reunión ha terminado.

—Como desee, majestad.

Sir Don se levanta también y asiente educadamente, aunque sé que por dentro debe de estar rabiando.

—Gracias, sir Don.

Rodeo el escritorio y me dirijo a la puerta. De camino vuelvo a ver el retrato de la extraña que cuelga sobre la chimenea.

—Y, por favor, líbrese de esa cosa.

Cierro la puerta al salir y me apoyo en el marco, agotada tras haber tenido que defender mis ideas. Pero, al mismo tiempo, me siento muy orgullosa de mí.

—Chúpate esa, viejo y miserable cabrón —me digo, recorriendo el descansillo camino de la escalera mientras enciendo el teléfono.

Recibo un montón de avisos de llamadas perdidas, pero no tengo tiempo ni de decidir si las respondo o no porque el móvil vuelve a sonar. Miro a mi alrededor y veo que estoy sola, así que me acerco al ventanal y descuelgo. Y no pienso sentirme demasiado mal por mi falta de control; necesito algo que me levante la moral después de esta semana espantosa y Josh siempre lo consigue.

—Hola —susurro, y estoy a punto de apoyar la cabeza en el cristal, pero me contengo.

—Cuando te llame, contesta el maldito teléfono.

Está molesto, lo que hace que su acento sureño se marque más. No sé si es lo correcto o no, pero sonrío porque el sonido de su voz ha logrado hacerme olvidar los últimos días. Me da igual lo que diga, siempre y cuando oiga su voz.

—Soy una mujer bastante ocupada, ¿lo sabes?

—Oh, sí, lo sé, pero preferiría que estuvieras ocupada conmigo.

Sonrío.

—Josh, eres más exigente que mi reino.

—Quiero verte.

Mi buen humor desaparece de golpe. Lo que me pide es sencillo, pero la logística que implica no lo es.

—¿Y cómo lo hago?

—No lo sé. Eres la reina de Inglaterra, joder. Si alguien puede conseguirlo, eres tú.

—Josh, yo…

—¿Quieres verme?

Qué pregunta más ridícula.

—Claro, pero…

Pero ¿qué? Me río por dentro de mi propia pregunta silenciosa. Pero todo.

—Te han advertido que te mantengas a distancia —le recuerdo.

—Ya te dije por dónde podían meterse sus advertencias. Y, por cierto, ¿de dónde vienen esas advertencias?

Me lo pregunto durante un momento, mirando por encima del hombro cuando oigo que se abre una puerta. Sir Don sale del despacho de mi padre y se aleja en dirección contraria.

—La institución —respondo—. Los dinosaurios que llevan décadas apoyando a la monarquía. Los que viven por y para ella. Y supongo que algún político habrá también detrás.

—Tienes que controlar a tu gente —replica Josh, lo que me hace poner los ojos en blanco.

—¿No lo entiendes? Mi título simboliza estatus, no poder —le digo, usando las palabras que siempre utilizaba mi madre cuando quería convencerme para que hiciera caso a mi padre.

—Bobadas.

Me vuelvo cuando oigo que se aproximan pasos. Es Damon, que cruza el descansillo con el pulgar a mitad de camino entre arriba y abajo. Le muestro el pulgar hacia arriba con una sonrisa y le indico con el índice que estaré con él en un minuto.

—Tengo que irme.

—Estoy en el hotel Café Royal. En la suite real.

Cuelga y me quedo mirando el teléfono boquiabierta. La suite real. Frunciendo los labios, me doy unos golpecitos en la barbilla con el borde del móvil. ¡Será canalla! ¿No pensará que voy a plantarme en la puerta del hotel de Regent Street y a cruzar el vestíbulo como si nada…? ¿Qué se ha creído el muy idiota? Le devuelvo la llamada e inspiro hondo, disponiéndome a decirle eso mismo, pero él se me adelanta:

—La suite real —repite, y vuelve a colgar.

—Vaya —refunfuño, ofendida por su mala educación.

Pero luego sonrío, porque fue justamente eso lo que me atrajo de él. Su completa falta de respeto por lo que soy. O lo que era. Porque ahora soy alguien distinto, alguien todavía más inalcanzable. Pero a él sigue importándole un bledo.

Sonrío con más ganas, pero mi sonrisa desaparece tan rápido como ha aparecido cuando recuerdo que no voy a poder verlo.

—¿Señora? —Damon está a mi lado—. ¿Pregunto o mejor no?

—Mejor no. —Suspiro, dándole vueltas al móvil en la mano—. Por favor, llévame a Kellington. Ya he tenido bastante de este sitio para todo el día.

Bajamos la escalera juntos, pero sir Don nos detiene a medio camino.

—¿Señora?

—¿Qué pasa, sir Don?

—Acabo de hablar con el mayor Davenport. Me temo que ha declinado su oferta.

Me extraña, pero tampoco mucho. Me apuesto algo a que sir Don no se la ha presentado con demasiado entusiasmo.

—Muy bien —digo para que se vaya, y sigo bajando la escalera hacia el vestíbulo.

Damon me sigue de cerca.

—¿Puedo preguntar qué oferta?

—Puedes —respondo con una sonrisa irónica.

—¿Qué oferta?

—La de ser el secretario personal de la reina.

Damon no suele expresar lo que siente, pero esta vez no puede ocultar su sorpresa.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Puedes. —Se me vuelve a escapar la sonrisa irónica.

—¿Por qué?

—Porque aunque me duele darle la razón a sir Don, Kim no está cualificada para el cargo. Davenport nunca llegó a dar el máximo al lado de mi padre, y tú y yo sabemos la causa.

Damon resopla con disimulo y abre la puerta de la calle.

—Lo sabemos. —Se vuelve hacia la escalera—. Y, por cierto, me han recordado cordialmente que debo mantener la boca cerrada.

—¿A ti también? —pregunto, aunque luego me digo por qué me sorprendo.

Todos los que están al corriente de cualquier escándalo relacionado con la casa real reciben este tipo de avisos.

—¿Quién ha sido? —quiero saber.

Sigo la dirección de su mirada, que cae sobre sir Don, que está bajando la escalera.

—Pretendía cambiar a todo mi personal —susurro.

—No me sorprende. Ya sabía que estaba en el corredor de la muerte. ¿Hasta cuándo estaré con usted?

—No me has oído bien. He dicho pretendía. —Me dirijo hacia el coche—. Le he dicho dónde podía meterse su opinión.

Damon se echa a reír y me abre la puerta del vehículo.

—¿O sea que no me queda más remedio que quedarme con usted?

—Eso me temo —contesto con una sonrisa pícara—. Damon, me gustaría ir a un sitio. ¿Me llevas?

Ladea la cabeza, inquieto, mientras sostiene la puerta del coche abierta.

—¿Adónde quiere ir, señora?

En vez de responderle, llamo a alguien que puede darme la dirección que necesito. Felix parece sorprendido al oírme.

—¿Majestad?

—Sí.

Damon cierra la puerta.

—Por favor, pásame la dirección del mayor Davenport inmediatamente.

—Por supuesto, señora.

Sonrío y cuelgo mientras Damon se acomoda tras el volante. Esto está resultando ser más fácil de lo que me imaginaba. Cuando me llega la dirección, le paso el teléfono a Damon.

Él pone los ojos en blanco antes de arrancar el coche y ponerse en marcha.

—Haga el favor de explicármelo —me pide, saludando con la mano al encargado de la garita de seguridad—. ¿De verdad quiere que el mayor Davenport sea su secretario personal?

Me acomodo en el asiento y miro por la ventanilla.

—Algo me dice que es la persona que mejor puede desempeñar el cargo.

Lo cierto es que no puedo explicarlo. Podría elegir a cualquier persona del mundo para que fuera mi mano derecha, pero algo me dice que lo elija a él. Ahora ya solo tengo que convencerlo. Aunque tal vez sea inmoral, siento que la mejor manera de conseguirlo es pedírselo con el corazón, ya que el mayor nunca se ha sentido necesitado y a todos nos gusta sentir que nos necesitan. Además, siempre me queda una última carta en la manga: mi madre. Y si tengo que usarla, la usaré.

Él la ama. Y sé que es recíproco.

Dos personas que se aman deberían estar juntas, aunque sea en secreto para evitar el escarnio público. Bajo la mirada hacia el regazo y lo veo todo claro. Es como si se me hubiera encendido una bombilla en la cabeza.

Secretos, mentiras. La familia real siempre se ha protegido con humo y espejos. ¿Por qué cambiar una tradición tan arraigada? Puedo proteger a mi madre, pero ella seguirá teniendo acceso a Davenport… porque trabajará para mí.

Tal vez esto de ser reina no se me dé mal después de todo.