30

Cuando la representación termina, salgo con Damon hacia el coche, seguida por Davenport. Cuando me he acomodado, mi guardaespaldas se vuelve hacia mí.

—¿Está bien, señora?

—Pronto lo estaré.

Él asiente y mira por la ventana.

—Creo que el poder se le ha subido a la cabeza.

Contengo la risa.

—Y que lo digas.

Davenport abre la puerta y se inclina para quedar a mi altura.

—¿Debo suponer que tendremos reunión del consejo mañana por la mañana?

—No —respondo, mirando a Haydon, que baja la escalera con Kim—. No habrá reunión del consejo para este tema.

—¿Señora?

Miro a Davenport.

—Avisarlos de lo que voy a hacer solo serviría para darles la oportunidad de detenerme, así que no.

No voy a cometer el mismo error.

—Por favor, redacte un comunicado anunciando la cancelación de mi compromiso. Que esté listo por la mañana.

—¿Y sobre su relación con el señor Jameson?

Inspiro hondo.

—Que el mundo se entere.

—Muy bien.

Davenport cierra la puerta, rodea el coche y abre la otra puerta para que entre Haydon.

Él se sienta sin darle las gracias y se vuelve hacia mí, furioso.

—Espero que hayas disfrutado humillándome.

—Te has humillado solo —replico secamente—. Vamos, Damon.

Vuelvo la cara para no verlo, decepcionada por haber creído en este hombre que nos ha engañado a todos.

El ambiente durante el trayecto es insoportable. Damon no me quita ojo por el espejo retrovisor. Cuando Haydon me apoya una mano en la rodilla, la observo en silencio y no me cabe ninguna duda de que tratará de meterse en mi cama esta noche. Querrá reclamarme.

Por desgracia para él, ya me han reclamado. Le cojo la mano con dos dedos y se la devuelvo.

—No me toques.

Arrimándome a la puerta, me encojo tanto como puedo.

Cuando llegamos a Claringdon, no espero a que me abran la puerta del coche. Salgo y le ordeno a Damon:

—Por favor, lleva al señor Sampson a su residencia.

—Me quedo aquí —declara Haydon mientras sale por su lado.

Me vuelvo hacia Damon, alarmada.

—Pulgares hacia abajo —murmuro, aunque Damon ya está saliendo del vehículo.

Intercepta a Haydon frente a la parte delantera del coche. Los dos hombres quedan frente a frente.

—Creo que no —dice Damon en tono amenazador—. Dé media vuelta y métase en el coche.

—Fuera de mi camino.

Haydon hincha el pecho y echa los hombros hacia atrás, pero sus intentos de parecer más grande y amenazador fracasan estrepitosamente. Damon le saca bastantes centímetros y su actitud es amenazadora, podría calificarse de homicida.

—¡Entre en el coche!

—¿Con quién se cree que está hablando?

—Con usted.

—¡Adeline! —grita Haydon, dirigiéndome una mirada impaciente—. Llama a tu perro.

—Entra en el coche, Haydon —le ordeno, calmada—. No montes una escena.

Soy consciente de que hay miembros del servicio a mi espalda, y que Davenport, Kim, Olive y Jenny, que viajaban en otro vehículo, han bajado también y son testigos silenciosos del incómodo momento.

Haydon se ríe de mis palabras y empuja a Damon, que no se mueve ni un centímetro.

—Que te apartes de mi camino. Voy a quedarme aquí con mi prometida.

Esa palabra me revuelve el estómago.

—No soy tu prometida —le suelto con desprecio—. No soy nada tuyo.

Me levanto el bajo del vestido y subo la escalera, pero a mitad de camino me detengo cuando oigo un golpe seco. Al volverme, veo a Haydon luchando con Damon, soltando puñetazos como un loco.

—¡Haydon!

Damon se agacha y luego lanza un derechazo que alcanza a Haydon en la mandíbula. El ruido que hace es ensordecedor y el impacto lo lanza sobre el capó del vehículo.

—Se lo advertí —dice Damon con los dientes apretados, sacudiendo la mano—. Lo único que tenía que hacer era entrar en el maldito coche.

Haydon se lleva una mano a la cara, abriendo y cerrando la boca mientras baja del capó.

—¡Estás despedido! —grita, haciendo reír a Damon.

Se ríe tanto, que temo que vaya a caerse al suelo.

—Cállese ya, idiota. —Damon agarra a Haydon por el cuello de la chaqueta, lo empuja hasta la puerta del coche y lo mete dentro sin miramientos—. Si vuelve a ponerle la mano encima, aunque solo sea un dedo, no se llevará solo un puñetazo. —Cierra la puerta y se alisa el traje con brusquedad antes de volver al asiento del conductor—. Será cabrón el pijo este —refunfuña mientras se sienta.

El ruido del motor y de los neumáticos alejándose me saca de mi estupor.

—¿Señora? —me interpela Olive con suavidad, apoyándome una mano en el brazo.

La miro, y aunque la veo un poco borrosa porque tengo los ojos llenos de lágrimas, veo en los suyos compasión. Me vuelvo y veo a una docena de empleados contemplándome asombrados, esperando a que yo me mueva.

—Creo que me vendría bien una copa —digo a nadie en particular—, llena hasta arriba.

Olive hace una seña a uno de los lacayos, que se apresura a entrar en palacio.

—A mí también me vendría bien una —dice Davenport, frotándose la cara con la mano, en un gesto de cansancio.

—¡Que sean tres! —grita Kim, acercándose a mí—. Estoy en shock.

—Como todos, supongo. —Sigo subiendo la escalera con su ayuda—. ¿A alguien más le apetece una copa? —pregunto al resto de los empleados, que se miran unos a otros con el rabillo del ojo, sin duda preguntándose si es una pregunta trampa—. Copas para todos —respondo por ellos, y le entrego mi bolso a Olive al llegar a la puerta.

—Creo que me uno a vosotros —dice mi madre, que aparece en ese momento con la cara muy seria y sé que es porque ha visto lo que acaba de pasar.

Viene derecha hasta mí y me da un abrazo que me sorprende y me reconforta por igual.

—No sabía qué hacer con el americano que trajeron los hombres de Damon —me dice—, así que lo he hecho pasar al salón Burdeos.

Me río por lo bajo, aunque, francamente, no sé por qué. Nada de esto tiene gracia.

—Esta vez no voy a dejar que se escape.

Mi madre se aparta un poco y me acaricia la mejilla.

—No debiste dejarlo escapar la primera vez; ahora me doy cuenta.

El labio inferior me empieza a temblar. ¡Qué tonta! Pero es que esta noche ha habido tantas revelaciones que no puedo más.

—Necesito verlo.

—Aquí me tienes —dice Josh desde la puerta.

Me vuelvo bruscamente hacia él, sin aliento por la impresión que me causa verlo aquí, en mi palacio, entre mi gente. Mi chico americano. La ventana del salón Burdeos da a la puerta principal. ¿Lo habrá visto? Él asiente con discreción, confirmándomelo.

—Me ha parecido que liarme a puñetazos delante de la reina madre no era buena idea —dice, lo que me hace preguntarme cuánto le habrá costado controlarse para no salir a darle una paliza a Haydon.

Riendo y sollozando al mismo tiempo, sujeto el bajo del vestido y corro hacia Josh. Delante de todo el mundo. Él me abraza y me consuela mientras no paro de llorar.

—¿Estás bien? —susurra, y solo puedo responder con un asentimiento de la cabeza. Sí, ahora sí. Ahora todo está bien—. Eh. —Trata de apartarme, pero me resisto—. Deja que te vea. —Me agarra el pelo con fuerza, obligándome a obedecerlo. Cuando al fin nuestros ojos se encuentran, sonríe levemente—. Te quiero —me dice.

El labio me vuelve a temblar de manera incontrolada.

—¿Cuánto? —Quiero oírlo. Quiero saber si me quiere con la misma desesperación que yo a él—. Dime cuánto.

Él me acaricia la mejilla y sonríe, olvidándose de que no estamos solos.

—Más de lo que podré demostrarte durante toda nuestra vida. Pero puedes apostar tu culo real a que lo intentaré, majestad.

Lo observo, aprovechando estos preciados momentos para absorberlo, acariciándole la cara, los labios, mirándolo a los ojos.

—Mi rey… —susurro, y él me besa, transportándome a las nubes.

Un ligero carraspeo.

Nuestras lenguas danzan y se deslizan, ruedan y exploran.

Otro carraspeo, un poco más fuerte.

Suspiro, mientras su pelo se entrelaza, suave y sedoso, con mis dedos.

Una tos escandalosa.

Josh se separa de mí y, por primera vez desde que lo conozco, juraría que se siente incómodo. Sus mejillas tienen un tono rosado inconfundible.

—¿Te has ruborizado?

Se aclara la garganta y me dice al oído:

—Creo que acabo de montármelo con la reina de Inglaterra delante de sus leales súbditos.

Sonriendo, miro por encima del hombro y, efectivamente, tenemos público. Casi todos disimulan sus sonrisas porque alegrarse de esto sería contrario a las normas de la realeza.

—¿Esa copa? —pregunto, y un instante más tarde la tengo debajo de la nariz.

El lacayo no quería interrumpirnos.

—Gracias —le digo, cojo dos y le entrego una a Josh—. Davenport, ¿todo en orden?

—Absolutamente, señora.

—Muy bien. —Doy un trago—. Por favor, avíseme cuando haya acabado. Si me necesita estaré en mis habitaciones. —Cojo a Josh de la mano y tiro de él—. Buenas noches.

Los murmullos nos siguen escalera arriba. Josh no para de mirar por encima del hombro.

—Nos están mirando.

Me vuelvo y veo que Davenport se acerca a ellos, dispuesto a recordarles su voto de silencio. Pero no es que importe mucho, mañana el mundo entero estará al corriente. Y esta vez de verdad.

—Volverán al trabajo en cuanto desaparezcamos de su vista —le aseguro, y echo a correr.

—Frena, mujer. —Josh tropieza en el último escalón, y su copa sale volando y aterriza en la alfombra—. ¡Mierda!

—Déjala —le ordeno, tirando de él otra vez.

—Estás mandona esta noche, ¿eh?

—Ni te lo imaginas. Voy a pasarme la noche dándote órdenes.

Me echo a reír cuando él acelera y me adelanta. Ahora es él quien tira de mí.

—¡Josh! —grito, cuando se me enredan las piernas en el vestido—. Me voy a ca… ¡Oh!

Se me echa encima del hombro como un saco de patatas. Mi copa va a parar a la alfombra, igual que la suya. Recorre el descansillo a toda velocidad y se detiene bruscamente.

—¡Mierda! ¿Hacia dónde es?

—Por allí. —Me río, señalando con el brazo, pero él, por supuesto, no ve hacia dónde señalo.

—¿Hacia dónde? —Da varias vueltas sobre sí mismo en el sitio, y me empiezo a marear.

—¡Por allí! —Casi no puedo respirar de tanto reírme.

—Adeline, estoy a punto de correrme en los pantalones. ¿Por dónde es?

—Sigue los retratos.

—¿Te refieres a los retratos de gente vieja que cuelgan cada dos metros?

Sale disparado sin esperar a que se lo confirme, cargándome sobre el hombro ante la mirada de todos los reyes y las reinas que me han precedido.

¿Qué pensarían de mí? ¿Qué me dirían?

—Más rápido —le digo, azotándole el culo como si estuviera montando a caballo.

Me duele la barriga por la incómoda postura.

Cruzamos las puertas a la velocidad del rayo y un momento después, me lanza sobre el sofá de cualquier manera y se tumba sobre mí. Al apartarme el pelo de la cara, lo veo, perfectamente situado entre mis piernas.

—No podía más. Necesitaba llevarte a la cama —confiesa, antes de unir nuestras bocas en un beso brusco—. Has vuelto a perder la tiara.

—Me da igual.

Le ataco la boca salvajemente. Todo lo que necesito está ante mí ahora mismo. Trato de quitarle la chaqueta sin soltarle los labios para ver qué estoy haciendo. Él me ayuda, aunque con torpeza. Nos arrancamos la ropa y la tiramos de cualquier manera a nuestro alrededor. Yo me encargo de bajarle los pantalones y los bóxers con el pie. Él se pone de rodillas y se quita los zapatos antes de librarse de la ropa. Luego me rompe las bragas de un tirón.

—El sujetador —me ordena con urgencia.

Cuando arqueo la espalda él se encarga de desabrocharlo y tirarlo al suelo con el resto de nuestras prendas.

—Podemos considerar esto como preliminares —declara, agarrándose la erección y guiándola entre mis piernas—. ¿Mi reina tiene alguna objeción?

—Ninguna.

—Bien. —Se hunde en mí suavemente, soltando el aire de manera entrecortada, hasta que llega al fondo—. Oooh, ¡sí!

Suspiro mientras se acomoda, apoyando las manos en el reposabrazos del sofá, por encima de mi cabeza.

—Voy a quedarme aquí quieto un rato, que lo sepas.

Me besa la mejilla. Cuando lo noto hincharse dentro de mí, mis músculos internos se contraen.

—Para —me advierte Josh.

—No puedo evitarlo.

—Adeline, me voy a correr.

—No estoy haciendo nada.

—Sí, tu coño me está estrujando la polla. Para.

Me mira, apretando los dientes, mientras trata de mantener el control.

Alzo las caderas, espoleada por las oleadas de placer que me recorren el cuerpo.

—No puedo contenerme cuando estoy contigo.

—Maldita sea, mujer.

Me embiste, clavándose aún más profundamente en mí y empieza a bombear, olvidándose del control que ha perdido. Pero, aunque los dos estamos desesperados, nos mantenemos comedidos, perdiéndonos en cada embestida. Le araño la espalda mientras muevo la cabeza despacio a lado y lado. Instantes después, ya lo tenemos encima. El orgasmo se acerca al punto de ebullición. Siento el vientre denso y pesado por la presión del placer que se acerca. Dentro y fuera, lentamente pero con precisión, su piel se humedece, mis músculos se endurecen.

—Joder, cuando estamos juntos todo es perfecto. —Le cuesta hablar.

Resopla con cada acometida, que me empuja hacia arriba en el sofá. Es evidente que ninguno de los dos va a aguantar mucho, pero por primera vez eso no impide que reclame mi clímax. No me preocupa nada hacerlo durar más, ni saber cuándo será la próxima vez que pueda disfrutar de él. Corcoveo bajo su cuerpo, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás. El calor de su boca se apodera de uno de mis pechos mientras yo lo agarro por las nalgas y sigo el ritmo ondulante de sus caderas.

—¿Sí? —me pregunta, volviéndome loca con su voz—. ¿Tanto te gusta, nena?

Aumenta el ritmo, mientras me mordisquea el pezón. Bajo la cabeza y lo miro a los ojos, que me observan mientras pierdo por completo el control.

—¿Vas a correrte para mí?

Asiento, y le araño la espalda de abajo arriba hasta que lo agarro del pelo, sujetándome con fuerza, porque sé que estoy a punto de salir disparada con el ímpetu del orgasmo. Josh se alza sobre mí, clava los puños en el sofá y se hunde en mí con fuerza.

Se me adelanta. El pecho se le hunde mientras se clava en mí con un movimiento largo y rotatorio, y gime entrecortadamente. Pero es la expresión de su cara la que me hace caer. Levanto los brazos por encima de la cabeza y arqueo la espalda mientras el orgasmo me recorre, llevándose con él todo lo que soy, hasta que me desplomo en los cojines, sin aliento.

—Dios salve a la reina, joder —murmura, desplomándose sobre mí—. Estoy bien jodido.

Incapaz de responder, cierro los ojos y dejo que mi mente se abandone igual que mi cuerpo. A ciegas, agarro la manta que hay en el respaldo del sofá y la extiendo sobre nosotros. Y nos dormimos. Juntos. Siempre juntos.