9

Estoy de pie frente al espejo mientras Jenny da los últimos retoques a mi melena, que ha peinado formando unas ondas alborotadas. Cuando me doy cuenta de que me estoy mordiendo el labio inferior, me reprendo. Estoy nerviosa, y me da rabia estarlo, pero es que este es mi primer compromiso oficial, es la primera vez que estaré representando a mi país en calidad de reina.

—Madre mía —murmuro, frotándome el vientre revuelto con una mano sudorosa.

—¿Va todo bien? —me pregunta Jenny.

Kim levanta la mirada del móvil desde donde está sentada, junto a la ventana. Olive, la pobre, permanece quieta, esperando a que Jenny le dé una nueva orden. Se está tomando su nuevo trabajo muy en serio.

—Sí, sí. —Le quito importancia al tema, sacudiendo la mano en el aire—. ¿Voy bien? —pregunto.

Las tres mujeres reaccionan frunciendo el ceño. Es la primera vez que lo pregunto y eso es una señal inequívoca de inseguridad. Moviendo ligeramente la cabeza, Kim vuelve a revisar el móvil y yo no puedo disimular una sonrisa. Se ha puesto un vestido y ella nunca lleva vestidos.

—Tú estás especialmente guapa hoy —le digo mientras Jenny alisa la parte trasera de mi vestido de raso negro, sin tirantes y largo hasta el suelo.

Me mira con los ojos cansados y pregunta:

—¿Y…?

Yo me encojo de hombros.

—Que estás preciosa.

Jenny me recoloca la gargantilla de diamantes y me pone los pendientes.

—¿Puede caminar bien? —me pregunta, señalando la falda que me ciñe el talle y la parte alta de las piernas; a medio muslo se ensancha y cae hasta el suelo.

—Bueno, he venido desde el baño hasta aquí sin tropezar. ¡Ay, madre! ¿Te imaginas que me caigo delante de toda esa gente?

Mis nervios van en aumento y Jenny me da unos toquecitos de maquillaje en las mejillas, probablemente para ocultar el sudor que acaba de brotarme en el rostro. Los tacones me han aguantado durante toda mi vida adulta; no van a fallarme hoy.

—Está actuando de un modo muy raro. —Jenny se acerca a la maleta de maquillaje y saca una bandeja—. ¿Qué ha pasado?

—¿Que qué ha pasado? —Me echo a reír—. ¿Me lo preguntas en serio, Jenny? Pues que hace unas semanas yo era la princesa Adeline de Inglaterra; desafiante, atrevida y a años luz del trono. Hoy estoy en la suite del Saint Regis preparándome para asistir a mi primera cena de Estado en la Casa Blanca como la jodida reina de Inglaterra, con los ojos de millones de personas puestos en mí.

En silencio, me muestra dos pintalabios. Uno rojo, mi color distintivo, y el otro de un sutil tono nude. Mis ojos saltan del uno al otro, indecisa. Normalmente no me costaría nada elegir. Rojo, siempre rojo. Pero hoy, por alguna razón que se me escapa, me siento atraída por el nude, un color bonito y nada escandaloso. ¿Por qué?

Nude. No, rojo.

Asiento, y Jenny destapa el pintalabios y hace subir la barra.

—No, nude —suelto—. Por Dios, pero ¿qué me pasa?

Me dirijo a la cama y me siento en el borde, acariciándome la gargantilla que me decora el cuello.

—No, rojo. —Me levanto—. No voy a cambiar de color para contentar a una institución sosa y conservadora. Este vestido pide rojo a gritos y lo tendrá.

Vuelvo a colocarme ante el espejo.

—Rojo —afirmo.

—El rojo pues —dice Jenny, que se pone manos a la obra.

Cuando ha acabado de pintarme los labios, da un paso atrás y examina el resultado.

—Lady Danger. Perfecto.

—¿Perdón?

Ella me muestra la barra de labios, de la marca MAC.

—Se llama así, señora. Lady Danger.

—Lady Peligrosa, menuda ironía —murmuro, frunciendo los labios.

Jenny tiene razón. El tono de rojo es perfecto. Y nadie pondría en duda que soy una dama peligrosa.

—Y ahora esto. —Jenny se me acerca con la elegante tiara de mi abuela en las manos y una sonrisa en la cara—. Le gusta ir a contracorriente, ¿eh?

—Si se lo permito, me harán ponerme ropa espantosa. ¿Te lo imaginas?

Apuesto a que sir Don está ya al otro lado de la puerta, esperando para darme o no su aprobación. Me río por dentro y me alegro de haber elegido el color rojo.

Jenny se echa a reír, me pone la tiara en la cabeza y me coloca bien el pelo, enmarcándome el rostro. Asiente, aprobando lo que ve y se echa hacia atrás, para que me vea en el espejo.

—La verdad es que es impresionante —comenta.

Me miro de arriba abajo.

—Pues sí, la verdad es que sí —murmuro.

Levanto una mano y palpo la tiara, que ya empieza a molestarme. La última vez que me la puse, Josh estaba…

Cierro los ojos y dejo que los recuerdos me asalten, ya que son demasiado intensos para resistirme. Su mano en el culo, el dolor, la sensación de dejarme ir, el sonido de su voz, su presencia, dándome paz. Y sus palabras finales:

«Puedes ser la reina de tu país, nena, o puedes ser mi reina. Pero no puedes ser ambas».

Se me forma un nudo en el pecho y noto que la rabia me recorre. Sus dudas, su falta de fe en mí para hacer este trabajo… y hacerlo bien. Es igual que el resto de los cabrones que me han amargado la vida, que han puesto en duda mi valor.

El problema es que la opinión de Josh me duele más.

Pero no puedo permitírselo. Abro los ojos y vuelvo a contemplar mi reflejo. Tengo un aspecto formidable. Debo creerme que lo soy.

—Estoy lista.

—Va a deslumbrar al mundo. —La voz de Damon hace que mire hacia la puerta, desde donde mi querido guardaespaldas me está contemplando con cariño—. Decir que está preciosa es quedarse corto, señora.

—¡Oh, para! —lo regaño con ternura—, vas a hacer que me ruborice.

—¿Podemos hablar un momento en privado?

—Oh.

Ladeo la cabeza y Damon señala hacia la puerta de una habitación que hay junto al dormitorio. Intrigada, me dirijo hacia allí. Desde el otro extremo de la suite, sir Don nos sigue con la vista. Se está preguntando adónde vamos. Se está preguntando qué tiene que decirme Damon que los demás no puedan oír. Y a mí me encanta saber que se muere de curiosidad.

Alzando la barbilla, entro en la habitación y espero a que Damon cierre la puerta.

—¿Qué pasa, Damon?

—Es la princesa Helen, señora.

Me tenso, preocupada.

—¿De qué se trata?

—Espero que le parezca bien, pero me tomé la molestia de investigar un poco.

Vaya. Interesante. ¿Cómo me va a molestar eso?

—¿Y qué has descubierto?

—Gerry Rush, señora.

Los ojos están a punto de salírseme de las órbitas.

—¿Qué?

Él asiente.

—Creo que cometieron una indiscreción hace unos meses durante una gala de beneficencia en honor a los héroes de guerra. El señor Rush hizo una donación muy generosa a la fundación.

No me lo puedo creer.

—Y luego le hizo otra donación generosa a la princesa Helen —comento.

—Eso parece, señora.

—Vaya, qué interesante —murmuro, caminando de un lado a otro, sin saber si sentir asco o echarme a reír—. Ese hombre no sabe tener la bragueta cerrada.

—Eso parece. Sospecho que esa era la razón por la que trataba de ponerse en contacto con usted. Para avisarla antes de que se enterara por otra vía.

Frunzo el ceño y le indico a Damon que siga hablando.

—Creo recordar que usted lo había dejado hechizado.

Me pongo a reír.

—Sin duda. ¿Así que crees que quería darme explicaciones? ¿Qué se pensaba, que caería rendida en sus brazos y le declararía mi amor eterno después de que me aclarara que aquello no había significado nada para él?

Damon me dirige una sonrisa discreta.

—¿Quiere que haga un control de daños?

—¿Estaba con su esposa en aquella época?

—Acudieron juntos al evento, señora.

Me echo a reír.

—Todo queda en casa.

Ese hombre es un auténtico mujeriego. Un conquistador de pacotilla. ¿Cómo pude caer en su trampa en la ópera? Dios, ¿se acostó con mi cuñada antes que conmigo? Se me encoge el estómago del asco.

Me llevo una mano a la frente y respiro hondo.

—Gracias, Damon. —Me dirijo hacia la puerta—. Estoy segura de que Rush mantendrá la boca cerrada si se lo pedimos educadamente.

Recuerdo que le daba pánico la posibilidad de ver manchada su reputación. Lo comentó cuando, como una idiota, caí en sus redes. Dudo mucho que hable con la prensa, pero unas palabras discretas al oído tampoco harán ningún daño.

—Y si no se muestra dispuesto a colaborar, sería el momento de recordarle que tenemos unas fotografías en las que aparece con cierta ramera.

Vaya, vaya. Ya empiezo a sonar como mi padre.

Vuelvo a inspirar hondo.

Abro la puerta, hago rodar los hombros y me trago el miedo mientras Olive se acerca para darle el toque final a mi modelo. Tomo la banda decorada con el emblema de la familia de mi padre.

—No pega demasiado con lo que llevo puesto, ¿no? —bromeo, dejando que Olive me la ponga por encima de la cabeza y por debajo del brazo.

—Debe llevarla —comenta sir Don.

Nada que no sepa.

Kim se acerca y me entrega el bolso de mano.

—Vamos a concretar las señales para esta noche. Si quiere librarse de alguien o ir al baño, ¿qué debe hacer?

—Tocarme el pendiente de la oreja derecha si tengo que ir al baño y el de la izquierda si me muero de aburrimiento.

Busco a sir Don con la mirada a través del espejo. Tiene los labios fruncidos. Cómo me gustaría dejarlo en el hotel con el doctor Goodridge, pero, por desgracia, sé que eso no va a ser posible. Es una visita demasiado importante.

—¿Lo ha pillado, sir Don? ¿Las señales?

—Sí, señora.

Le dirijo una sonrisa deslumbrante.

—Muy bien.

Kim mira la hora en su reloj de pulsera, mira a Damon e inspira hondo.

—¿Estamos listos? —pregunta.

Pobrecilla. Sé que para ella esta noche también es una prueba. Es su primer evento como secretaria personal de la reina. Probablemente ella esté tan abrumada como yo por el brusco giro que ha dado su vida. Y seguro que tener a sir Don juzgando cada una de sus decisiones no debe de facilitarle las cosas.

—Listo —responde Damon, y espera a que me acerque para ponerme una mano en el lugar habitual.

Lo cierto es que ese gesto es del todo inadecuado. Ya lo era cuando solo era princesa; mucho más ahora que soy reina. Pero es un gesto que me calma y sé que él lo sabe.

—Fuera esos nervios —susurra, mirando al frente—, no la favorecen.

—No puedo evitarlo —digo.

De repente, esta noche y todo lo que implica me resulta apabullante.

—Le aseguro que ellos estarán más nerviosos que usted. Sea usted misma.

Me echo a reír.

—¿Estás seguro, Damon? Creo que es justo lo que no debo ser. Seguro que sir Don está rezando en silencio para que no la cague.

Durante todo el vuelo ha estado recordándome todo lo que debo saber. Reconozco que no le he escuchado demasiado; tenía la cabeza en otras cosas.

—¿Y a quién le importa eso? —dice Damon, que me guiña un ojo con descaro mientras subimos al ascensor, y ese gesto familiar me tranquiliza un poco.

Damon estará conmigo toda la noche y eso también me calma. Él mira disimuladamente a Kim antes de inclinarse y susurrarme al oído:

—Si necesita un cigarrillo, asienta con la cabeza y yo me encargo. Tengo grageas de menta, gel antibacteriano para las manos y una botellita de su perfume favorito. Estamos preparados.

—Madre mía. —Me echo a reír—. Te estoy desaprovechando como jefe de seguridad.

Él inspira con decisión por la nariz y endereza la espalda.

—Hay que tener contenta a la jefa.

Le doy un codazo y él sonríe.

—Muy gracioso.

—Lo sé. Cuando las puertas del ascensor se abran, camine recto, no demasiado deprisa y no se olvide de sonreír.

Asiento e inspiro hondo.

Mundo, estoy lista para ti.


Cuando nos detenemos a la entrada de la Casa Blanca aún veo puntos negros y pestañeo una y otra vez, tratando de librarme de ellos. La llegada ha sido una locura. En Inglaterra nunca me había encontrado con tantos flashes y gritos; la situación es similar, pero a otro nivel. Fuera del recinto de la Casa Blanca reinaba el caos. Innumerables coches de policía trataban de contener a las masas. Dentro del recinto, el problema es la prensa, aunque al menos son algo más civilizados y no ha hecho falta policía para contenerlos.

—Ostras —murmuro, y de nuevo me pregunto por qué demonios estoy tan nerviosa.

Esta situación no es nueva para mí. Me he enfrentado a eventos como este muchas veces. No como reina, eso es verdad, pero el protocolo no varía demasiado. Lo que pasa es que ahora soy más importante que entonces y eso me genera presión, porque no quiero dar a los que dudan de mí más motivos para hacerlo. Y eso hace que me pregunte: Si en realidad no quería dedicarme a esto, ¿por qué me importa tanto?

La alfombra roja que desciende por la escalinata del pórtico norte de la Casa Blanca está impecable. No tiene ni una arruga. Hay miembros de las Fuerzas Armadas flanqueando las puertas. Uno de ellos me saluda militarmente cuando el coche se detiene despacio frente a la alfombra. Los flashes de la prensa se vuelven locos cuando el presidente de Estados Unidos aparece en lo alto de la escalera, vestido con un traje negro, impecable, y con la primera dama a su lado. Ella, que parece una top model, ha elegido un vestido blanco para la ocasión. Es veinte años menor que el presidente, que se acerca a la cincuentena.

—¿Esto es una cena de Estado o una boda? —pregunto en voz baja, al fijarme en que el vestido tiene una cola que supera la de siete metros que llevó mi madre a su boda.

La primera dama también luce una tiara, guantes de raso blanco hasta los codos y diamantes que le cuelgan de todos los sitios imaginables.

—Melitza Paston empezó a preparar la boda en cuanto Ed Twaine salió favorito para ganar las elecciones, el año pasado —replica Kim—. El país está dividido. Creo que en el último titular que leí sobre ella la llamaban «cazafortunas hambrienta de poder».

—Pero a él lo adoran —comento, mientras la primera dama se mueve, nerviosa, en lo alto de la escalinata.

Todavía no he tenido el placer de conocer a ninguno de los dos. La última vez que estuve aquí, el presidente era un hombre rollizo, alegre y con poco pelo, que probablemente bebía demasiado, a juzgar por el rubor permanente de sus mejillas. Ed Twaine, por el contrario, es bastante atractivo, con canas y un brillo amistoso en sus ojos azules.

Los soldados cambian las armas de posición y oigo varios gritos y el ruido de unas botas. Damon baja rápidamente y se abrocha la chaqueta mientras rodea el coche. Mientras el soldado me abre la puerta, permanece en segundo plano. Miro hacia arriba, respiro hondo y busco la sonrisa que necesito. Me recojo el bajo del vestido y salgo del vehículo.

—¿Lista, señora? —me pregunta Kim, señalando hacia el presidente y la primera dama, que me esperan.

Subo la escalera como una profesional, con clase, elegancia y una firmeza sorprendente.

—Majestad. —El presidente me recibe, inclinando mínimamente la cabeza—. Es maravilloso tenerla aquí.

Le ofrezco la mano y él la acepta con elegancia, y su sonrisa hace que le brillen aún más los ojos.

—Señor presidente, gracias por su amable invitación.

—De nada. Permítame que le presente a la primera dama, Melitza —dice, alargando un brazo en dirección a su esposa.

Las cámaras disparan sus flashes a nuestras espaldas mientras la primera dama me ofrece la mano. Noto que el presidente se tensa y me parece oír suspirar a sir Don. Cuando la primera dama se da cuenta de su error, retira la mano con rapidez. Luego hace una reverencia y no puedo evitar quedármela mirando asombrada. Porque no ha hecho el clásico saludo de echar un pie atrás y doblarse ligeramente por la cintura sino que ha realizado una reverencia completa, agarrándose el vestido con las dos manos y levantándolo mientras dobla las rodillas.

Ay…, madre.

Sintiéndome tremendamente incómoda, miro a sir Don, que está tan asombrado como yo. Forzándome a sonreír, tomo a Melitza por el codo y la animo a levantarse, consciente de que las cámaras se están dando un banquete con su metedura de pata. Estoy segura de que mañana el gesto saldrá en todos los periódicos. Ella se sobresalta un poco.

—No hacen falta reverencias —le digo, y ella dirige una mirada confundida al presidente.

Aunque él trata de disimularlo, se nota que está desesperado.

Su esposa se disculpa en voz baja.

Yo sonrío, tratando de aligerar el ambiente.

—Me pasa muy a menudo —le aseguro, y me coloco entre los dos, cuando el presidente me invita a hacerlo.

En segundos, quedo cegada por los flashes de las cámaras que disparan desde todos los ángulos, aunque de un modo bastante controlado y civilizado.

—Espero que haya tenido un viaje agradable, señora —me dice el presidente, señalando hacia las puertas.

—Mucho, gracias, aunque me pregunto qué tendría que hacer para conseguir mi propio Air Force One.

El presidente se echa a reír y su esposa lo imita, pero tarda unos segundos en hacerlo, lo que me indica que no es muy rápida pillando chistes.

—A mí la tradición británica de volar en British Airways me parece magnífica —replica sin dejar de caminar.

—¿Viaja en un vuelo regular? —Melitza me mira como si el mundo se hubiera vuelto loco.

—No creo que el helicóptero real me hubiera podido traer hasta aquí —comento, y al ver que ella parece estarse preguntando por qué, añado—: Queda demasiado lejos.

—Claro. —Melitza sonríe, lo que hace que su belleza sea aún más deslumbrante. Mientras entramos, me observa de arriba abajo—. Su vestido es espectacular.

—Gracias.

Miro por encima del hombro y veo a Damon, sir Don y Kim, que nos siguen de cerca. Los demás miembros de mi séquito se han dispersado, a excepción de Olive, que permanece pendiente de mí, por si necesito algo. Le guiño un ojo cuando se detiene a mi espalda. Mira a su alrededor con los ojos muy abiertos y me recuerda a una niña pequeña.

El presidente invita a la primera dama a cruzar las grandes puertas y aminora un poco el paso para quedarse a mi lado.

—Mis más sinceras condolencias por la trágica muerte de su majestad el rey Alfred y de su alteza real el príncipe John.

Le dirijo una sonrisa contenida, pero le estoy profundamente agradecida por haber incluido a mi hermano en sus condolencias. Cada vez me molesta más la falta de referencias a John durante el luto por el rey.

—Gracias.

Entramos en una sala enorme, que reconozco por las fotografías de la visita oficial que hizo mi padre cinco años atrás. Es la sala Este.

—Es imposible saber qué lleva a Dios a mover los hilos como lo hace —murmuro.

¿Quién se iba a imaginar que sus designios me traerían a la Casa Blanca esta noche, donde compartiría cena con toda esta gente que me mira como si pudiera andar sobre las aguas?

Me detengo junto al presidente y la primera dama. En la sala debe de haber unas cien personas, todas impecablemente vestidas, aunque ninguno de ellos eclipsa a la primera dama, ni siquiera yo.

Después de que un hombre intercambie unas palabras con el presidente, se me invita a saludar a la hilera de invitados que se extiende a mi derecha. Todo el mundo me está dirigiendo la mejor de sus sonrisas. Me resulta algo intimidante y, al ver a un fotógrafo oficial en el otro extremo de la fila, me acuerdo de que mi rostro debe de estar mostrando mi estado de ánimo. Por eso me obligo a sonreír y busco a Damon con la mirada. Él alza sutilmente la barbilla, animándome a hacer lo mismo. Le doy las gracias con una sonrisa y me dispongo a saludar a la primera persona de la fila.

El presidente me la presenta, aunque no necesita presentación.

—La vicepresidenta, señora.

Ella aguarda a que le ofrezca la mano y la toma con delicadeza. Desde luego, no hace ninguna reverencia exagerada, demostrando que se ha leído el memorándum sobre etiqueta real; ese que la primera dama se olvidó de leer.

—Majestad.

Durante la siguiente media hora, Kim permanece a mi lado mientras yo recorro la hilera de congresistas, diplomáticos y gobernadores. Si algo he aprendido durante mis años de compromisos reales es a no tratar de recordar todos los nombres, y no voy a cambiar ahora. Me resultaría imposible aunque quisiera, así que si vuelvo a cruzarme con alguna de estas encantadoras personas a lo largo de la velada, serán ellas las que deberán volver a presentarse. Generalmente, todo el mundo lo hace.

El presidente me presenta al fin a la última persona de la fila.

—Y él es el senador Jameson, señora, aunque creo que ya tuvo el gusto de conocerlo.

Se me abre un poco la boca al darme cuenta de quién es y mi cerebro pierde la capacidad de reaccionar.

«La mano. Ofrécele la mano», me recuerdo, pero mi brazo no me obedece.

Creo que el senador se da cuenta de mi conflicto y decide romper el protocolo para ayudarme. Se lo agradezco.

Me toma la mano y se la lleva a los labios un instante antes de cubrirla con su otra mano.

—No podría sentirme más honrado de saludarla como reina. Su padre se sentiría muy orgulloso.

Me acaricia el dorso con afecto y la sinceridad con la que me habla me desarma por completo. Se me forma un nudo en la garganta y tengo que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas que amenazan con salir. Para empeorar las cosas, mi mente me ofrece una película de todos los momentos vividos junto a Josh, que me pasan por encima como una estampida. Trago saliva, me aclaro la garganta y logro mantener las lágrimas a raya, pero sigo sin poder hablar. Las palabras del senador me han afectado demasiado. Es que no es una persona cualquiera, y no me refiero solo a que fuera amigo de mi padre. Como si supiera todo lo que me está pasando por la mente, él asiente y le pide con la mirada a Kim que se ocupe de mí.

—¿Señora? —Kim se acerca, preocupada—. ¿Qué ocu…? —Cuando se hace cargo de la situación, deja la pregunta a medias—. Oh.

Cierro los ojos. Ojalá Kim no supiera lo mío con Josh. Pero lo sabe, y no solo eso, también vio las marcas que me dejó en la piel tras la fatídica fiesta en Kellington, aunque no le confirmé quién había sido el autor.

—Estoy bien —la tranquilizo.

—Espero que su hijo no consiguiera una invitac… —Su susurro queda en el aire y, aunque no estoy mirando en la misma dirección que ella, sé lo que me encontraré cuando lo haga.

—Por favor, dime que no —le ruego.

—No puedo.

Me asalta el pánico; los músculos no me responden, me dejan paralizada. ¿Cómo no se me había ocurrido que esto podía pasar? Su padre es senador y era un buen amigo de mi padre. En todas las visitas de Estado se invita a personas que tienen una relación directa con el país del visitante. Es lógico que el senador Jameson esté aquí.

«No mires», me ordeno una y otra vez mientras lucho por moverme cuando el presidente me invita a avanzar. Cualquier esperanza que tuviera de superar la velada con la fuerza y elegancia de una auténtica reina acaban de desvanecerse. Durante la última semana no hemos mantenido ningún contacto. Durante la última semana he luchado contra mis pensamientos y sentimientos y a lo largo de esos días mi mente ha vuelto a Josh sin cesar, preguntándome dónde estaría y qué estaría haciendo. Suponía que estaría en Estados Unidos, pero ¿en Washington? ¿En la Casa Blanca? ¿Aquí, ahora? No, eso no me lo esperaba.

—Tiene que seguir avanzando, señora —me recuerda Kim, en voz baja—. Sir Don no le quita el ojo de encima.

—Sí, tienes razón.

—Y sonría.

Al oír a Kim me doy cuenta de que mi cara está laxa, sin expresión, debido al shock. Me cuesta un esfuerzo enorme recuperarme.

—Claro —susurro, y extiendo los labios en algo parecido a una sonrisa.

—Y deje de temblar. —Kim me mira de reojo, muy preocupada.

Estoy temblando de los pies a la cabeza y la adrenalina y el miedo hacen que no pueda parar.

—Creo que necesito ir al baño.

Necesito un momento a solas para recuperarme antes de seguir enfrentándome a todos los ojos que están clavados en mí.

—Me parece buena idea.

Kim habla con uno de los organizadores del evento, que nos acompaña personalmente a los lavabos.

—Por favor, discúlpenme —le pido al presidente—. Toda el agua que he bebido durante el vuelo está teniendo consecuencias.

Él se echa a reír.

—Tómese el tiempo que necesite, señora.

Asiento con la cabeza y sigo a Kim, con mis damas de compañía pegadas a mis talones para ayudar con lo que pueda necesitar. ¿Serán capaces de devolverme la compostura? ¿De colocarme de nuevo la máscara en su sitio? La multitud se abre para dejarnos paso entre sonrisas. Yo trato de devolverlas, pero cada vez siento una necesidad más grande de esconderme del mundo.

—Es aquí, señora.

Kim abre la puerta y examina los cubículos. Tras asegurarse de que no hay nadie más, me deja pasar. Dentro me apoyo en la puerta, lo que impide que Olive y las demás me sigan.

—Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío —murmuro, apoyando las manos y la frente en la madera.

Solo llevo aquí una hora. Queda mucha noche por delante y durante todo ese tiempo voy a tener que sonreír y concentrarme en la conversación y en mis obligaciones. Ya en circunstancias normales me resulta difícil no pensar en él, pero ¿sabiendo que está aquí, tan cerca? Imposible. Él podría haber declinado la invitación; no sé qué hace aquí. Todo el mundo sabía que yo iba a estar en la Casa Blanca esta noche; es absurdo pensar que no era consciente de eso. Lo sabía. Sabía que yo iba a estar aquí, lo que no acabo de entender es por qué ha venido. Nuestro último encuentro fue perfecto hasta que sobrevino el horror. Me dijo cosas que no eran razonables, totalmente incomprensibles. No sé si fue consciente de lo que hacía, pero me lanzó un ultimátum, y aunque en parte tenía razón, su egoísmo me sacudió. Sonaba tan egocéntrico, tan desconsiderado… Puso en duda mi capacidad. Pensó solo en sí mismo, no en las cosas a las que yo tendría que enfrentarme. No pensó en las consecuencias que sufriría mi familia por mi culpa. Y hoy, al acudir a esta cena sabiendo que yo iba a estar aquí, me está volviendo a demostrar lo egoísta que es. Es como si quisiera burlarse de mí, hacerme ver que no tengo elección y restregárselo por la cara. Nunca habría pensado que fuera capaz de algo así. Me siento muy decepcionada. ¿Qué demonios voy a hacer? No puedo enfrentarme a él, no puedo mirar a la cara a una persona que pensaba que conocía tan bien.

Aparto la frente de la puerta cuando la noto vibrar porque alguien llama.

—¿Necesita ayuda? —me pregunta Kim.

No lo sé. ¿La necesito? Me acerco a los espejos, me miro y llego a la conclusión de que sí, necesito ayuda. Me vendría bien un coche que me sacara de aquí. Ay, cómo me gustaría poder marcharme discretamente, como una persona normal. Pero no lo soy y, como me recuerdan constantemente, el mundo entero tiene los ojos puestos en mí. Como halcones.

—Adelante —digo.

Kim, Olive y Jenny no se hacen de rogar. Mientras Jenny me arregla el maquillaje, Olive se asegura de que la tiara esté recta. ¿Y Kim? Kim guarda silencio. Está preocupada, desaprueba mi actitud. Estoy segura de que está a punto de activar un dispositivo de emergencia del equipo de Relaciones Públicas. Seguro que todos están pendientes del momento en que meta la pata. Y me apuesto algo a que mi padre me está mirando desde el cielo y negando con su real cabeza al ver a su deshonra de hija. Esa idea me da fuerzas para enderezar los hombros y declarar:

—Estoy lista.

Espero que Josh haya visto mi mal disimulado colapso. Y espero que haya disfrutado pensando que él ha sido el causante. Con la barbilla alta y una sonrisa plantada en la cara, me pongo en marcha a pesar de que hay manos todavía tratando de mejorar mi aspecto.

Al abrir la puerta me encuentro con una cola de gente esperando para entrar.

—Lo siento —me disculpo educadamente y me dirijo de vuelta a la sala Este—. ¿Qué toca ahora? —le pregunto a Kim, que camina a mi lado, a buen ritmo.

—La copa de recepción, el discurso del presidente y luego el suyo. ¿Necesita que lo repasemos?

—Lo he leído cien veces durante el vuelo. Podría recitarlo dormida.

—Bien. Ponga énfasis en el final, pronuncie con pasión. Los británicos debemos soltarnos un poco cuando estamos con americanos.

Compongo una mueca.

—¿Me estás diciendo que, además de estar aquí, celebrando los lazos diplomáticos que nos unen, tiene que parecer que estoy disfrutando? —No logro contener la ironía—. Es eso, ¿verdad?

—No vendría mal —responde ella, algo brusca.

Bueno, yo estaba disfrutando de estar aquí hasta que he descubierto la presencia de cierto invitado. Y ahora ya no estoy disfrutando. En absoluto. Solo estoy preocupada… y acalorada.

—Tras los discursos, vendrá la cena y las conversaciones —acaba de informarme Kim.

—¿Dónde está sir Don? —pregunto.

Sé que nunca está lejos. Siempre acechando en la cercanía, esperando a que meta la pata.

—Está charlando con el alcalde de Nueva York. Creo que se conocen de su paso por las Fuerzas Armadas. Les están mostrando el despacho oval.

Suelto el aire, aliviada.

—Bien.

Cuando entramos en la sala Este, no busco a Josh sino que me concentro en el presidente, que estaba esperando mi llegada.

—Creo que es un buen momento para ofrecerle una copa —me dice.

Sí. Es un momento perfecto.

—Veo que pensamos lo mismo —contesto, y lo tomo del brazo cuando él me lo ofrece.

Me gusta Ed. A diferencia del último presidente, este me parece más auténtico y eso me gusta. Es maduro, distinguido y encantador.

—Dígame, ¿qué tal lleva las exigencias del liderazgo? —le pregunto.

—Bien —dice él, y sonríe.

Va saludando a la gente con la que nos cruzamos. Al vernos pasar, todos nos siguen hacia el extremo opuesto de la amplia sala. Nos detenemos y un camarero se nos acerca. El presidente toma una copa de champán y la pone en mi mano.

—Es exigente, como cabía esperar. Agotador, pero gratificante. Aunque no puedo quejarme. Al fin y al cabo, me presenté voluntario para el cargo. —Hace chocar su copa con la mía—. ¿Y usted? Nuestras vidas no deben de ser muy distintas, pero me imagino que sus obligaciones deben de ser más exigentes.

—Y yo no me presenté voluntaria para el cargo —digo, sin pensar, y me arrepiento al instante—. Lo que quería decir es que fue algo inesperado y uno necesita un poco de tiempo para hacerse a la idea de estas cosas.

—Pues en mi humilde opinión, creo que está haciendo un trabajo excelente.

Me echo a reír.

—Eso es muy amable por su parte, pero no del todo cierto.

—¿Por qué lo dice?

Ay, madre. ¿Qué mosca me ha picado? ¿Por qué estoy mostrándole mis debilidades de esta manera? Pero es que Ed tiene un aura amigable que no es habitual encontrar en mi mundo.

—Para serle sincera, Ed —me inclino un poco hacia él, para que nadie nos oiga—, todo esto de ser reina me queda un poco grande.

—No estoy de acuerdo. —Su sonrisa hace que todavía parezca más sincero, más de verdad—. El mundo la adora.

—Es posible, pero eso no significa que sepa lo que estoy haciendo, así que sea agradable conmigo.

Me río un poco y él se contagia.

—Es fácil ser agradable con gente que también lo es.

Sonrío con más ganas y, por primera vez desde que soy reina, siento que he hecho un amigo; que he encontrado a alguien que me comprende.

—¿Significa eso que puedo seguir considerándolo un aliado de mi país?

—Creo que sí.

—Fantástico. El primer ministro estará satisfecho cuando le dé el parte del viaje. No es un hombre fácil de contentar.

—Majestad, es usted única —dice el presidente, que da un trago y sonríe por encima de la copa.

—Vaya, gracias, a mí también me gusta usted.

Nos reímos juntos y al fin me atrevo a dar un vistazo general a la sala. Distingo a Damon en un extremo. Es visible porque es muy grande, pero su presencia también es sutil. Me muestra los pulgares hacia arriba con disimulo y yo respondo con la misma sutileza antes de volver a prestarle atención al encantador presidente. Y me muero por dentro cuando lo veo a su lado.

—Majestad, permítame que le presente a Josh Jameson.

La visión que tengo ante mis ojos está a punto de hacerme caer de rodillas al suelo. El hombre más guapo del mundo —elegido ganador en rankings de todo el mundo— me está mirando fijamente. Vestido de forma impecable con un traje negro, tiene un vaso de whisky en la mano. Va un poco más peinado de lo habitual y está ligeramente bronceado. ¿Habrá estado de viaje en algún país cálido? ¿De vacaciones?

Le ofrezco la mano sin pensar, porque mi cerebro se ha transformado en puré. Él sigue mirándome a los ojos y no me toma la mano. Me vuelvo hacia el presidente para ver si ha sido testigo del momento. La primera dama está hablando con él así que, por suerte, no lo ha visto. Mi mano sigue en el aire entre los dos. Cuando lo miro de nuevo a los ojos, él parece hacer acopio de todas sus fuerzas y me la coge. Desafiando el protocolo, agacha la cabeza para plantar un beso en ella. No sé qué mosca me pica —tal vez la necesidad de mantener el control—, pero le aprieto la boca con la mano mientras murmuro:

—Menuda ironía. Ahora eres tú quien se inclina ante mí.

Él disimula una sonrisa, sin despegar los labios de mi mano, que aprieta con fuerza mientras endereza la espalda. Las chispas que saltan entre los dos podrían iluminar la Casa Blanca entera.

—Tal vez lleves una corona en la cabeza, majestad —susurra, acariciándome el dorso de la mano con el pulgar—, pero no olvides quién es tu rey.

Inspiro hondo y retiro la mano, recordando al fin dónde estoy.

—Me alegro de volver a verlo —digo, tranquila.

—Ah, ¿ya se conocían? —pregunta el presidente, que se ha unido a nosotros y parece encantado al enterarse.

—Sí, tuve ese placer —murmura Josh, y la mirada que me dirige es tan ardiente que temo quedar reducida a cenizas en cualquier momento—. Asistí con mi padre a la fiesta de cumpleaños de su majestad, en los jardines de palacio.

—Claro, fantástico. —El presidente mira por encima de mi hombro cuando un hombre se acerca a nosotros y le recuerda que es la hora de los discursos—. Ah, sí. ¿Vamos?

Sonriendo, aparto los ojos de Josh, con ganas de alejarme de aquí, pero el organizador está hablando en privado con el presidente y mi huida se retrasa. Josh aprovecha la oportunidad para barrarme el camino.

—Te has puesto esa tiara expresamente.

—No sé de qué me hablas —contesto, ya sin mirarlo.

—Oh, claro que lo sabes.

Sé que no lo engaño, pero nunca lo admitiría ante él. Mi idea era que lo viera mañana, en la prensa o por la tele. No se me pasó por la cabeza tener que enfrentarme a él cara a cara.

Armándome de valor, me vuelvo hacia él y le sonrío, diciéndoselo todo sin palabras. Su actitud cambia por completo. Pierde la petulancia e inspira hondo, haciendo que el pecho se le expanda bajo el traje.

—Tienes una habilidad pasmosa para volverme idiota, majestad.

No puedo evitar ladear la cabeza.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Una sonrisa lenta y provocativa juguetea en mis labios. Debería pararla, pero no me apetece. Nunca había disfrutado tanto de volver idiota a un hombre como lo hago con Josh. Saber que a él le afecta tanto como a mí la química que arde entre nosotros consigue llenar un poco el vacío que me dejó su ausencia. Y me da confianza, que es muy bienvenida.

—Qué inoportuno —comento.

—Creo que tenemos que hablar.

—Pues yo creo que ya lo dejaste todo claro la última vez que hablamos.

—Y yo creo que estás siendo muy obstinada.

Aprieta los dientes y eso le da un aire peligroso muy sexy. Le sienta bien estar enfadado. Y me gusta. Porque soy yo la que provoca ese efecto en él. Bien. Tal vez así entienda cómo me sentí cuando me marché de su habitación de hotel la semana pasada.

—No es obstinación, Josh —contesto con calma—. Estoy siendo fuerte. Hay que serlo en mi posición.

—¿Estás diciendo que yo te debilito?

—Sí.

—Y una mierda. Yo saco a la luz a la auténtica Adeline.

Sus palabras me duelen y me alteran al recordarme que, de todas las personas del mundo, Josh es la única que me conoce de verdad. Aunque si me conociera tan bien, se daría cuenta de que su presencia aquí, en un día tan importante, me desestabiliza. Seguro que es consciente de ello. Tal vez ese sea su plan; tal vez quiera demostrarme algo. Pero, por desgracia para Josh, yo también quiero demostrar algo, y lo mío es más trascendente. Al parecer, voy a tener que empezar por demostrárselo a él.

Miro a derecha y a izquierda hasta que localizo a Kim y a Damon, que nos miran con recelo y precaución. Ambos están listos para acudir al rescate.

—Creo que sería buena idea que nos evitáramos durante el resto de la velada.

—¿Y después?

—No hay después —respondo, tranquila, y me alejo, pasando por su lado, cuando el presidente me hace una señal.

No sé cómo he salido airosa de esta confrontación. Lo he logrado, pero siento un dolor casi insoportable en el pecho. Todos los motivos que me hacen amar a Josh Jameson se abren camino en mi mente: su pasión, su fuerza, su manera de encarar la vida sin disculparse por nada. Y, sobre todo, que le importe una mierda mi estatus. Eso siempre me ha gustado, aunque reconozco que, esta noche, esa falta de deferencia me ha resultado muy incómoda y no me ha atraído en absoluto.