1

El ambiente es escalofriante. El mar de gente se extiende hasta donde alcanza la vista. Aunque están todos en silencio, los oigo respirar. Puedo oír hasta el batir de las alas de los pájaros sobre nuestras cabezas. En mi nebulosa de dolor, dirijo la mirada al cielo. Hay un ave dando vueltas, el espectador con mejores vistas. Una urraca. Una única urraca.

Como dice la canción de cuna, una sola urraca anuncia dolor. Sé que es absurdo, porque yo nunca he creído en supersticiones, pero busco otra ya que la canción sigue diciendo que dos urracas anuncian felicidad.

No la encuentro.

No habrá felicidad.

Vuelvo a bajar la mirada al suelo y me centro en el sonido de mis pasos sobre el hormigón. Tengo la sensación de que retumban ruidosamente por las calles de Londres. El mundo nos contempla. Hay ojos mirándonos desde todos los rincones del planeta. El cuerpo del rey de Inglaterra se desplaza en una carroza fúnebre real, tirada por dos sementales ricamente engalanados. Mi familia y yo la seguimos a pie. En silencio, muy serios, para que todo el mundo pueda ser testigo de nuestro dolor.

Han pasado nueve días, pero sigo sintiéndome entumecida, como si estuviera viviendo en una pesadilla que nunca acaba. Sé que estoy despierta porque no dejan de recordarme que esto es real. Todos me lo recuerdan: la multitud silenciosa, los constantes reportajes en la prensa y la televisión. El palacio de Claringdon repleto de autoridades, enviados especiales de medios de comunicación de todo el mundo, venidos para empaparse de nuestro dolor y transmitir desde Londres las últimas novedades sobre la muerte del rey y de su heredero natural. Y sobre una esposa y madre destrozada. Y un hijo y hermano resentido. Sobre un país en duelo.

Miro a mi izquierda y me encuentro a Eddie con la vista fija en el recargado ataúd de nuestro padre y el rostro inexpresivo, aunque se le marca alguna arruga de resentimiento. Hasta aquí me llega el olor a alcohol que lo envuelve. El enfado le adorna el pecho como un escudo de armas. Lleva el traje arrugado, el pelo revuelto, tiene la cara cetrina.

Es el príncipe caído.

El hombre que nunca será rey.

Las lágrimas vuelven a asomárseme a los ojos y rápidamente clavo la vista en el suelo, obligándome a contenerlas. No sé por qué estoy llorando. ¿Por lo que esta pérdida le supone a la familia? ¿Por lo que le supone al mundo? ¿Por lo que me supone a mí?

Una imagen de Josh me cruza la mente y se instala allí, nublándome aún más la visión. Una lágrima solitaria se me desliza por la mejilla y cae al suelo. Me seco la cara bruscamente para impedir que otras sigan su ejemplo. Mi obligación es permanecer serena mientras el mundo nos contempla; no demostrar ninguna emoción, mantener la compostura.

Ya falta menos de un kilómetro. Pronto estaremos a salvo entre los muros de la catedral de St. Paul. ¿A salvo? No, en ninguna parte estaré a salvo. No hay ningún sitio donde pueda estar a solas, en la intimidad. Toda la vida me he sentido agobiada, pero ese agobio resulta insignificante comparado con el de los últimos días. No puedo respirar y, por si eso fuera poco, la única persona que lograba que mi vida fuera tolerable se ha ido.

Si ya tenía las piernas pesadas, de pronto se vuelven como de plomo. Poner un pie delante del otro se convierte en un gran esfuerzo. Nunca había sentido una necesidad tan grande de que me abrazaran y me dijeran que todo va a salir bien. Nunca había deseado tanto que un hombre me acogiera entre sus brazos y me protegiera de la crueldad de este mundo. Pero solo me sirven los brazos de un hombre en concreto.

Y no puedo tenerlos.

Levanto la cabeza, como si pudiera encontrarlo entre la densa multitud. Evidentemente no lo veo, y el corazón me duele un poco más. La procesión se detiene y se oyen disparos. Me sobresalto y busco a Damon con la mirada. Está tranquilo. Señala hacia las puertas de St. Paul, donde veo dos hileras de soldados, con los cañones de las armas apuntando al cielo. Me calmo y espero a que mi madre se ponga en marcha para seguirla, al lado de Eddie.

Por fin llegamos al edificio sagrado. Aunque no debería extrañarme, la visión de las cámaras de televisión hace que me tambalee camino del altar. Mientras me siento, rodeada de líderes mundiales, ricos, famosos e influyentes, por unos instantes mi dolor queda enmascarado por otra cosa.

Algo formidablemente poderoso.

Miro por encima del hombro y me quedo sin aliento cuando nuestras miradas se encuentran. Él parece tan derrotado como yo. Y cuando aparta la vista, sé que no lo hace por miedo a que nos vean y saquen conclusiones. Lo hace porque es incapaz de aceptar que nuestra historia ha terminado. No acepta que mi culpabilidad haya desbancado al resto de mis emociones. La culpabilidad es una emoción espantosa, pero mi padre y mi hermano están muertos por mi culpa y, por eso, no merezco ser feliz. Me merezco todas las pérdidas que vienen con la corona, incluso la mayor de todas: la pérdida de Josh.


Cuando las puertas de Claringdon se cierran a mi espalda, respiro hondo por primera vez en todo el día. Me dirijo al salón Burdeos, cierro los ojos, me apoyo en el aparador y me concentro en el oxígeno que me entra en los pulmones. Estoy agotada.

—¿Alteza?

Una de las doncellas de Claringdon sostiene una bandeja con una única copa de champán. Las burbujas me resultan casi hipnóticas.

La miro y me esfuerzo en devolverle una sonrisa afectuosa. Me ha llamado alteza y no majestad. Por suerte nadie se ha enterado del escándalo. Nadie sabe aún que será mi culo escandaloso el que se siente en el trono. Todo el mundo espera que lo ocupe Eddie y achacan el retraso de la coronación a su dolor y a su estado emocionalmente inestable. Nadie lo achaca a que no sea hijo del rey fallecido.

Acepto la copa y a mi tía Victoria, la hermana de mi padre, le falta tiempo para mirarme como si fuera una cucaracha.

—Cualquiera diría que estás de fiesta. Es el funeral de tu padre, por el amor de Dios, y tú aquí faltándole al respeto con los labios pintados, las medias transparentes y bebiendo champán.

Alguien me apoya una mano en el antebrazo con delicadeza. Es el tío Stephan, que me advierte sin palabras que no responda a su ataque. No la ataco, pero no por falta de ganas. Le dirijo a la doncella una mirada tranquilizadora, ya que ella solo me ha traído lo que sabe que necesito.

—Puedes retirarte —le digo a Victoria en un tono cortante que no deja espacio a la discusión.

—¿Perdón?

Su indignación me haría sonreír si no fuera porque no es buen momento. Por supuesto, ella no sabe que acaba de insultar a su reina.

—Fuera —dice Eddie, dirigiéndole una mirada letal antes de hacer lo mismo con el resto de los allí reunidos.

Solo hace falta una palabra de mi hermano, la persona que todos creen que es el rey, para que Victoria cierre el pico y todo el mundo abandone el salón. Incluso el lacayo, consciente de la tensión que carga el ambiente, sale y cierra la puerta, dejándonos a mi madre, a Eddie y a mí a solas.

Eddie se deja caer en el sofá, saca una petaca del bolsillo interior de la chaqueta y da un buen trago.

—Gracias a Dios que se ha acabado —murmura—. ¿Podemos decirle al mundo de una vez que no soy el rey? ¿Podemos contarle ya que mi madre se tiró a un miembro del servicio a espaldas del rey y que yo soy la consecuencia de su desliz?

—¡Edward! —grito, horrorizada. Me vuelvo hacia mi madre y veo que tiene los ojos empañados—. Un poco de respeto.

—¿Respeto? —Resopla, burlón—. Llevo treinta y tres años viviendo una mentira. Me han obligado a soportar esta vida, he malgastado años siguiendo protocolos… ¿y todo para qué? Para nada. Perdona, pero al fin tengo una vida y me gustaría poder empezar a vivir sin las ataduras de esta dichosa familia. —Da otro largo trago—. Así que ¿cuándo vamos a decirle al mundo que no tienen un rey sino una reina, y que se trata de su querida Adeline? Les va a encantar.

Me dirige una risita irónica y tengo que controlarme para no borrársela de la cara de una bofetada.

No me gusta este Eddie. ¿Dónde está mi querido hermano, el hombre en quien me he apoyado durante años? La amargura no le sienta bien. Reconozco que tiene derecho a estar furioso, pero no debería dirigir su rabia hacia mí.

—Tienes que dejar de beber —digo, y bajo la vista hacia la copa de champán y la dejo en la mesa, ante mí. De pronto, ha dejado de apetecerme.

Eddie se echa a reír y da otro trago, desafiante.

—Aunque ahora seas la reina, querida hermana, no puedes decirme lo que tengo o no tengo que hacer. —Alza la petaca brindando a mi salud—. Majestad.

Reina. Esa palabra me pone la piel de gallina cada vez que la oigo.

—Para. Te lo advierto.

—¿O qué? ¿Vas a ordenar que me decapiten?

—¡Edward! —grito.

—¿Sí, majestad?

Me levanto de la silla y me sacudo la falda para tener las manos ocupadas e impedir así que busquen la cara de mi hermano.

—Madura de una vez.

—Ya basta —dice mi madre, que se levanta bruscamente y nos mira enfadada—. Acabo de enterrar a uno de mis hijos y a mi marido, un poco de respeto.

Eddie y yo cerramos la boca mientras alguien llama a la puerta. Mi madre se arregla la ropa antes de decir a quien sea que entre. Sid, el mayordomo de palacio, asoma la cabeza con cautela y se dirige a Eddie.

—Majestad, sus invitados aguardan.

—Gracias, Sid —responde mi madre en su lugar—. Enseguida iremos.

—Muy bien, señora.

Se marcha y cierra la puerta.

Eddie se apoya en el brazo del Chesterfield para levantarse.

—Estaré en la biblioteca —murmura, y se tambalea en dirección a las puertas que hay en el extremo opuesto del salón.

Mi madre alarga un brazo como si quisiera retenerlo.

—Pero Edward…

—Estaré en la biblioteca —repite, sin volverse a mirarla—. Cuanto antes pongamos fin a este circo, mejor. Divertíos.

Cierra de un portazo, haciendo que mi madre se sobresalte y yo cierre los ojos desesperanzada.

Al igual que Eddie, no me veo con fuerzas para enfrentarme al ejército de personas que quieren darnos el pésame, pero una mirada a mi madre despierta en mí un sentido del deber que no creía tener. No puedo dejar que se enfrente a esto sola. Por eso enlazo mi brazo al suyo y la conduzco hacia la masa de gente ansiosa por colmarnos de compasión.

—¿Cómo vamos a afrontar este lío, madre? —le pregunto en voz baja, porque sé que, en cuanto el funeral haya acabado, vamos a tener que contar la verdad.

—Igual que afrontamos los anteriores —responde, y veo en su mirada una fortaleza que me resulta familiar—, como una familia real.

Estira el cuello y se dirige hacia el gran salón con determinación y con su elegancia habitual.

—Con una buena cortina de humo —añade.

La miro abriendo un poco los ojos, mientras Jenny me asalta para aplicarme rápida y eficazmente un poco más de lápiz de labios y colorete.

—Estoy bien —le digo mientras Mary-Ann, la camarera de mi madre, hace lo mismo con ella—. ¿Una cortina de humo? —repito, cuando volvemos a quedarnos a solas—. ¿No sería hora de abrir las ventanas y airearlo todo?

—Las cortinas de humo no se airean, cariño. Se conservan.

Cómo no. Cierro los ojos y le pregunto algo que llevo días queriendo preguntarle.

—¿Cómo supiste que Helen mentía?

Mi madre endereza la espalda.

—Instinto de madre —se limita a responder, y sé que no va a contarme nada más.

Suspiro y niego con la cabeza mentalmente, pero pronto las puertas del gran salón se abren y me olvido de mi madre cuando el ruido de las conversaciones se apaga de repente como si alguien hubiera apretado el botón de silencio en un mando a distancia. Todo el mundo nos está mirando. Es evidente que echan en falta a Eddie. Hay gente que mueve la cabeza, como si lo buscaran a nuestra espalda. Lógico, buscan a su rey.

Mi madre me aprieta la mano antes de soltarme y dirigirse hacia el primero de la cola que aguarda para saludarla. Se trata del primer ministro, Bernie Abrams, un hombre famoso por su anticuada manera de entender el liderazgo, y que mantiene el poder por los pelos. A mi padre nunca le gustó. Lo notaba por el resentimiento con que siempre hablaba del hombre que lleva dirigiendo el país durante los últimos cuatro años. Disimulo una sonrisa al recordar el fastidio de mi padre por tener que reunirse con él todos los miércoles para discutir las cuestiones políticas. Siempre me hizo gracia que el rey considerara que las ideas de Bernie eran anticuadas, ya que mi padre era un auténtico dinosaurio en todo lo concerniente a la realeza.

Mientras mi madre se dirige al siguiente de la cola, me preparo para soportar al primer ministro. Dos minutos a su lado son suficientes para necesitar que me reinicien el cerebro. Su tono de voz es tan monótono y su personalidad tan carente de pasión que no puede ser más aburrido. Sería más entretenido observar cómo se seca una pared recién pintada. Pensar que tendré que pasar una hora a la semana en una habitación con él hablando de temas de política es un buen aliciente para luchar contra lo que el destino parece tenerme reservado, y, sin embargo, he perdido las ganas de luchar. El destino está escrito: este es mi castigo.

—Primer ministro —digo, y dejo que él se incline ante mí y me tome la mano.

—Alteza, mis más sinceras condolencias.

Frunzo los labios mientras me preparo para oír esas mismas palabras en boca de todas las personas que abarrotan la sala. «Debería haberme ido con Eddie», pienso al tiempo que siento unas ganas enormes de tomarme una copa y fumarme un cigarrillo. El deber me obliga a saludar a cada uno de los presentes con una sonrisa y unas cuantas palabras, pero mis fuerzas van disminuyendo con mucha rapidez. Las caras empiezan a confundirse unas con otras, igual que las palabras que me dedican. Hay gente importante, miembros de casas reales de varios países, líderes mundiales de una docena de naciones, miembros del gabinete y parientes lejanos. Todos me hablan, pero yo solo oigo una voz; la única que siempre me calma. Su voz, la voz de mi chico americano.


Han pasado varias horas y me siento al borde del colapso. Me da vueltas la cabeza. Todo me parece excesivo y saber que esto va a ser mi vida de aquí en adelante —tener que fingir y poner buena cara en todo momento— hace que me vengan ganas de tirarme al suelo y echarme a llorar. Y luego levantarme y gritar a todo pulmón que quiero huir de aquí.

Me doy la vuelta, dispuesta a reunirme con Eddie para regodearnos juntos en la autocompasión, pero alguien me bloquea el paso. El aroma familiar, masculino y primitivo me alcanza la nariz y noto que me mareo.

No debería estar aquí. Si está aquí es por la amistad de su padre con el rey difunto. Y, tal vez, para poder acorralarme como lo está haciendo ahora.

—Majestad. —Su suave acento sureño hace que mi desesperación aumente, porque me trae recuerdos que llevo semanas tratando de apartar de la mente.

Clavo la mirada en su pecho, porque me da miedo establecer contacto visual con él. Me asusta no poder mantener a raya los sentimientos que despierta en mí.

—No debes llamarme así —susurro, con la vista fija en mis pies.

—¿Por qué? Eres la reina, ¿no?

Aprieto los dientes, enfadada. No pienso gastar saliva explicándole a Josh que el mundo todavía no está al corriente de mi cambio de estatus. Para la gente sigo siendo su alteza y no su majestad. Y no pienso perder el tiempo porque Josh ya lo sabe. Solo lo hace para recordarme lo complicada que es mi vida ahora, como si pudiera olvidarlo.

—Gracias por venir —murmuro, dando un paso al lado, mientras lucho por calmar los latidos de mi corazón.

Josh también da un paso en la misma dirección, impidiéndome la huida.

—Si no te importa —susurro—, tengo que ir al baño.

—Sí que me importa. —Su tono es brusco.

Y está enfadado. No lo culpo. El fatídico día de la muerte de mi padre se lo llevaron de Claringdon, escoltado, y desde ese momento no he respondido a sus llamadas y he borrado todos los mensajes que me ha enviado. No puedo enfrentarme a más pérdidas. No puedo enfrentarme… a nada.

—Ni siquiera eres capaz de mirarme a la cara —me recrimina.

Está tan cerca que siento su respiración en la piel.

—Me temo que tengo que irme.

Doy otro paso al lado, pero él vuelve a bloquearme el camino.

—¿Por qué haces esto?

Su pregunta me sorprende, y se lo demuestro mirándolo con los ojos muy abiertos. En cuanto nuestras miradas se encuentran, un torbellino de emociones se pone en movimiento. Me vienen a la mente instantes de nuestra relación, desde el principio hasta el final, como si alguien me estuviera sometiendo a una tortura refinada, recordándome cómo hemos llegado hasta aquí, hasta el funeral de mi padre. A mi hermano lo enterramos hace unos días y ahora el destino se ha propuesto que yo sea la próxima reina de Inglaterra, una idea que aborrezco.

—Mi padre y mi hermano están muertos por mi culpa. El país ha perdido a su soberano por mi culpa. Mi destino está escrito; un destino que no puedo soportar pero que me he ganado a pulso: es mi castigo.

Aprieta tanto la mandíbula que parece que esté a punto de romperse.

—No puedes echarte la culpa.

—Pues ya me dirás a quién se la echo.

Doy un paso atrás, apartándome de él y de su potencia contenida.

—No puedo estar contigo, Josh, porque cada vez que te veo pienso en mi egoísmo y en las consecuencias que ha acarreado.

—No eres la única que sufre esas consecuencias, Adeline.

No, no lo soy. Solo tengo que mirar a mi alrededor para ver todas las vidas que han quedado afectadas. Alzando la barbilla, ignoro sus palabras y levanto las barreras protectoras tras las que tendré que refugiarme el resto de mi vida.

—Puede dirigirse a mí como su majestad, señor Jameson. —La voz me sale firme, aunque algo forzada, y mi culpabilidad aumenta todavía más al ver a Josh frunciendo los labios—. Gracias por venir. Por favor, discúlpeme.

Trato de pasar por su lado e inspiro hondo cuando él me lo impide sujetándome por la muñeca, que mantiene pegada a su lado para disimular el gesto agresivo. No me mira y yo me niego a hacerlo. Mis ojos se encuentran con los de Damon y noto que se está conteniendo para no acercarse. Niego ligeramente con la cabeza para que se mantenga a distancia. No quiero montar una escena; aquí no, ahora no.

—Me da igual si eres Adeline, una princesa o la jodida reina de Inglaterra. No me trates como si fueras superior a mí; no te pega nada. Somos iguales, hombre y mujer. Amantes. Amigos. Tú me amas.

Cierro los ojos para contener las lágrimas. Lo amo. Sí, claro que sí, con todo mi corazón, pero eso da igual. Ya no soy la dueña de mis sentimientos. No debo amarlo, no merezco su amor. Esos pensamientos me enfurecen porque me recuerdan, una vez más, todo lo que he perdido. Suspirando con toda la fuerza de la que soy capaz, me libero de él.

—Que tenga un buen día, señor Jameson.

Huyo inspirando profundamente para no desmayarme por el esfuerzo que me cuesta alejarme de él. Al ver que se me acerca gente desde todas las direcciones para abrumarme con más muestras de condolencia, siento pánico. No puedo hablar, apenas puedo caminar.

—Alteza.

El primer ministro me barra el paso, sonriendo y hablando sin cesar. Reconozco alguna palabra de vez en cuando mientras él habla sobre política y me recuerda lo mucho que echará de menos las reuniones semanales con mi padre. Me dice también que tiene muchas ganas de reunirse con Edward, porque está seguro de que reinará con fuerza y humanidad. Yo sé que no es así, porque mi hermano no reinará. ¿Qué opinión tendrá el primer ministro de mi forma de reinar?

—¿Señora? —La voz de Damon, suave y tranquilizadora, es la única que oigo con claridad.

Alzo el rostro y me encuentro a mi jefe de seguridad mirándome con preocupación. Él sabe el lío en el que me encuentro, conoce las mentiras que se han descubierto a raíz de la muerte de mi padre.

—¿Quiere que la saque de aquí?

—Por favor —respondo con la voz rota.

El labio inferior me tiembla de alivio y agradecimiento; las piernas casi no me sostienen. Él me rodea la cintura con un brazo y prácticamente me saca en volandas, alejándome de la multitud.

La gente se aparta a su paso, porque su lenguaje corporal deja claro que no es buena idea tratar de detenernos. Me lleva hasta el salón Burdeos, pasando por la biblioteca y luego toma un atajo por la cocina para salir al jardín. En cuanto la puerta se cierra a su espalda, se asegura de que me mantengo en pie sola y saca los cigarrillos. Me pone uno en los labios, lo enciende y se echa hacia atrás, dejándome dar una buena calada. Lo necesitaba. Cuando suelto el humo, sale de mi garganta acompañado por un gemido lastimero.

Damon suspira y se enciende un cigarrillo.

—¿Esa desesperación se debe a la presencia de cierto americano o es que el primer ministro la ha matado de aburrimiento?

—No puedo hacerlo, Damon —le suelto, llevándome el cigarrillo a los labios con la mano temblorosa.

Este choca varias veces con mi boca antes de que logre atraparlo y aspirar.

—No puedo ser la reina.

Señalo la puerta por la que acabamos de salir y niego con la cabeza, porque mi nueva realidad se vuelve más real a cada minuto que pasa.

—Estoy segura de que toda la gente de esa sala se opone a que lo sea. Y nunca me he molestado en estar al día de la política. No sabré de qué me hablan.

Damon me dirige una sonrisa irónica.

—Majestad, hace mucho tiempo que el soberano no toma las decisiones que afectan al país.

Suelta el humo y señala el camino para que demos un paseo.

—Para eso están el gabinete y el gobierno. Ellos lo harán todo por usted. Lo único que tendrá que hacer es escuchar al primer ministro, que la pondrá al día de lo que están haciendo, por pura cortesía. También tendrá que firmar alguna ley de vez en cuando.

—Eso no es más que una formalidad —murmuro.

—Así funcionan las monarquías constitucionales, señora. Usted será un símbolo de estatus para el país, una institución histórica.

Me echo a reír.

—Sí, un símbolo de lo estable que es la monarquía británica, la envidia de los demás países, respetada y admirada. Pero todo es un espejismo, Damon, lo sabes perfectamente.

Aunque asiente con la cabeza con discreción, es muy consciente de a qué me refiero.

—¿Cómo está Eddie?

—Borracho —le respondo, y disfruto lanzándole a un querubín de granito la ceniza del cigarro—. Me da mucha envidia.

Él se ríe por lo bajo.

—¿Y su madre?

—Hecha una actriz consumada. —Me detengo al final del camino y vuelvo la vista hacia el palacio antes de añadir—: No quiero volver todavía, Damon. ¿Me acompañas un rato más?

—Por supuesto, señora.

Sigue caminando a paso lento y relajado.

—¿Ha habido algún avance en las investigaciones? —le pregunto, más por costumbre que por curiosidad.

Sé que Damon no está informado, porque no lo han incluido en el equipo que se reúne en la oficina del rey. Todos son jefazos del MI5, y nos dan migajas de información cuando quieren.

—El rey pilotaba el helicóptero.

Me vuelvo hacia él.

—¿Qué?

Damon estaba en Evernmore. ¿Cómo es que no me había puesto al corriente de esto?

—Mi padre llevaba años sin pilotar un helicóptero.

Sé que había volado durante su paso por el ejército, pero hacía mucho de eso. ¿Cómo se le ocurrió?

—Lo sé —responde Damon sin mudar el rostro—. Nadie revisó el aparato antes del vuelo. A medio trayecto se produjo un fallo mecánico. Un piloto experimentado habría podido hacer un aterrizaje de emergencia, pero su padre… —Deja la frase a medias y suspira—. Su padre no escuchó a nadie, era como un soldado con una misión.

Compongo una mueca porque sé que su misión era detenerme.

—¿Dónde estaba el piloto? —pregunto.

—Cenando en la cocina.

—¿Por qué no me lo habías contado?

—Porque no estaba confirmado. Además, ya tenía bastantes cosas en la cabeza.

Trago saliva con la vista clavada en la gravilla a mis pies antes de volver a ponerme en movimiento. Damon no me lo había contado porque sabe lo culpable que me siento. ¿Y ahora? Ahora estoy destrozada.

—John quiso detenerlo, por eso iba en el helicóptero.

La culpabilidad me atenaza el corazón. Damon y yo seguimos paseando en silencio hasta que él vuelve a romperlo:

—Hay algo que querría mostrarle si no le importa.

Se lleva una mano al bolsillo interior de la chaqueta y saca el teléfono. Ladeo la cabeza para animarlo a enseñarme lo que sea.

—El equipo de seguridad de Josh me envió unas imágenes.

Se me hace un nudo en la garganta.

—¿Imágenes de qué?

—De la persona que probablemente saqueó la habitación del señor Jameson la noche del estreno.

Me muestra el móvil y le echo un vistazo a la imagen. Es muy borrosa, solo distingo la silueta de un hombre saliendo del ascensor.

—¿Lo reconoce?

Entorno los ojos y miro con atención, pero, quienquiera que sea, se tomó muchas molestias en ocultarse. Lleva una gorra e inclina la cabeza hacia el suelo.

—No, pero ¿qué más da? —Miro a Damon—. La reputación del señor Jameson ya no corre peligro, ¿no?

Vuelvo a mirar hacia el palacio, preguntándome si Josh seguirá ahí, mientras Damon guarda el teléfono. La gente ya empezaba a marcharse. ¿Se habrá ido él?

—Supongo que debería regresar antes de que adviertan mi ausencia.

Damon también contempla el palacio y apaga el cigarrillo en el césped. No puedo evitar sonreír al imaginarme la cara de disgusto del jardinero que mañana se encuentre un objeto tan desagradable en la hierba perfectamente cortada.

—Creo que ya la habrán notado.

Me quita el cigarrillo de los dedos y lo apaga al lado del otro.

—¿Me harías un favor, Damon? —le pregunto, sabiendo que solo puedo contar con él.

Él me dirige una sonrisa cómplice.

—¿Por qué no se toma unos momentos de reposo mientras yo voy a asegurarme de que algunos invitados se van a casa?

Dios, ¿qué haría sin Damon? Le doy las gracias con una inclinación de la cabeza mientras él se aleja para comprobar que Josh se ha ido. Al cabo de unos instantes me dirijo lentamente a la entrada del laberinto y me detengo en el umbral. Sé que adentrarme en él es una tontería, pero es el único lugar donde puedo esconderme por aquí cerca. Y necesito esconderme, escapar. Recorro los pasillos verdes despacio, arrancando una ramita aquí o allí. Podría llegar al centro con rapidez, pero me entretengo, tomando caminos que sé que son incorrectos para alargar el paseo al máximo.

Media hora más tarde llego al espacio central dominado por la estatua de mi abuelo. Pero el homenaje de mármol no es lo único que encuentro.

—¿Sabina? —murmuro.

Está a los pies de mi abuelo, mirando hacia arriba, perdida en sus pensamientos, por lo que le doy unos instantes más antes de molestarla.

—¿Sabina?

Se vuelve hacia mí, sobresaltada. Aunque ya la había visto hace un rato, solo ahora me doy cuenta de lo exhausta que parece.

—¿Estás bien?

—Alteza. —Inclina levemente la cabeza—. Sí, sí, estoy bien. Disfrutaba de un poco de intimidad.

Ay, cómo la entiendo. Me acerco a ella y levanto la mirada.

—Mi abuelo era un hombre amenazador, ¿no crees?

Ella vuelve a la posición en la que la he encontrado.

—Tenía sus momentos.

—En todas las fotografías que he visto de él, su aspecto impresiona. Claro que tú lo conociste durante más tiempo que yo. ¿Siempre fue tan severo?

—Sobre todo a partir de la muerte de su abuela. —Me mira y sonríe—. Antes de eso podía ser encantador cuando quería.

—No sé si creerte.

—Lo entiendo. En este mundo hay cosas que cuestan mucho de creer.

Me ofrece un brazo para que me agarre de él. Yo lo hago y sonrío cuando ella me lo palmea con cariño.

—¿Cómo está, Adeline?

—Aún en shock, supongo.

Ella asiente con la cabeza, comprensiva. Damos la vuelta y nos dirigimos a la salida del laberinto pausadamente.

—¿Y el príncipe Edward? No lo he visto desde que han vuelto de St. Paul.

Trago saliva. Ya empezamos con las mentiras. Cómo odio tener que mentirle a Sabina. Es de las pocas personas con las que siento que puedo ser sincera, y ahora este privilegio queda embarrado entre más secretos y engaños.

—Le está costando hacerse a la idea de todo lo que ha pasado —respondo en voz baja. Al menos no es exactamente una mentira—. No entiendo que mi padre quisiera pilotar el helicóptero. Y aún entiendo menos que permitiera a John volar con él. Acaba de darle la razón a quienquiera que instaurara esa norma.

—David también está muy afectado. Al parecer lo tenían todo a punto para ir de caza; los rifles cargados, las petacas llenas…

Teniendo en cuenta que Sabina acaba de perder a su marido, doy gracias porque, al menos, su hijo no fuera en el helicóptero. La pobre mujer ya ha sufrido bastantes pérdidas, y aunque David no está entre mis personas favoritas, no le deseo ningún mal, aunque solo sea por Sabina.

—Según tengo entendido, su majestad tenía mucha prisa por volver a Londres —comenta en voz baja—, no tengo ni idea de por qué.

—Fue culpa mía —susurro, afligida, sin pensar, porque la culpa amenaza con ahogarme.

Lo estoy viendo en mi mente: mi padre, dirigiéndose al helicóptero ciego de ira; sus consejeros tratando de impedirlo, John tratando de detenerlo. Se enfadó tanto por mi culpa que no escuchó a nadie.

—No debí marcharme de Evernmore.

¿Le habrá contado David los detalles de mi discusión con el rey? ¿Sabrá que estuve jugueteando con Josh Jameson y que por esa razón mi padre estaba en el helicóptero? Y si lo sabe, ¿hará como hicieron los demás cuando Josh y yo llegamos a Claringdon? ¿Fingirá no saber nada? ¿Fingirá que Josh nunca estuvo en Escocia, como si lo nuestro nunca hubiera ocurrido? Las preguntas no cesan de multiplicarse. ¿Estará al corriente de lo de Eddie? ¿Sabrá que ahora la reina soy yo?

—¿Cómo va a ser culpa suya, Adeline? —me pregunta en el mismo tono suave.

Y me quedo igual. No sé si es que no sabe nada o que finge no saberlo. Lleva muchos años en palacio y conoce el protocolo mejor que nadie. Y es muy probable que el protocolo marque que, si sabe algo, no debe hacer comentarios. Pero no es eso lo que yo quiero; lo que quiero es hablar con alguien de mis problemas, alguien que me escuche sin juzgarme y solo se me ocurre ella.

—Sabina…

—No es culpa suya —me interrumpe con una seriedad nada habitual en ella.

Se equivoca. Todo es culpa mía.

—Pero…

Se detiene, se vuelve hacia mí y hace lo impensable: me cubre la boca con una mano.

—En este mundo hay que luchar, señora. El traje de la derrota no le sienta bien.

Sus palabras me calan hondo y me devuelven al momento en que la sorprendí hablando con mi padre en los establos. Recuerdo el resentimiento en su expresión cuando el rey alabó su fortaleza, cuando dijo que siempre había sido una luchadora.

«En este mundo hay que serlo, majestad», había replicado ella. Le tomo la mano y se la aparto, dándole vueltas a la cabeza. Recuerdo también otro momento en que la vi hablando con David. Su hijo estaba muy enfadado y ella le dijo que algunos secretos nunca deben contarse. Inspiro hondo sintiendo que las piezas van encajando lentamente. Mis conclusiones no me aclaran si Sabina sabe lo mío con Josh, pero me dicen algo.

—Sabías lo de mi madre y sir Davenport.

Cuando ella retrocede un poco, sobresaltada, sigo adelante:

—Te vi en los establos con David; le dijiste que hay secretos que nunca deben contarse. —Me muerdo el labio. Todo empieza a cobrar sentido—. David estaba enfadado porque tú sabías lo de mi madre y Davenport y no se lo habías contado. Estaba enfadado porque mi padre era su amigo, pero él no lo sabía. Solo lo sabía sir Don. —Me echo a reír—. Y tú. ¿Sabía mi padre que lo sabías? ¿Y mi madre?

—Dios mío, no. —Cierra los ojos y suelta el aire—. Adeline…

—Sabías que Eddie no era hijo del rey. Igual que sabes que pronto la corona descansará sobre mi cabeza.

Abre los ojos, que están empañados, cargados de dolor.

—Lo siento, majestad.

Majestad. Los ojos de Sabina no dejan de disculparse y, aunque parte de mí está muy enfadada, no puedo culparla por no contármelo. Nunca se lo ha contado a nadie.

—¿Cómo?

—Llevo mucho tiempo junto a su familia, majestad. A veces una ve cosas que no debería ver.

Dejo de mirarla, porque odio ver el remordimiento en su rostro agotado.

—¿Y cómo se enteró David?

—Nos oyó a su padre y a mí hablando de ello poco antes de que su padre muriera. Se enfadó mucho con el rey por no habérselo contado.

Eso explicaría por qué David desapareció tras la muerte de su padre. Estaba enojado.

—Y luego a mi padre no le quedó más remedio que contárselo cuando aparecieron las cartas…

—Exacto.

—¿Acabará alguna vez, Sabina? ¿Acabarán las mentiras, los secretos? ¿Será esa mi misión como reina? ¿Proteger la red de engaños para que nunca salgan a la luz?

—En parte sí, pero eso ya lo sabe. Debe gobernar con la cabeza, no con el corazón, y sé mejor que nadie que eso será lo que más le cueste, Adeline.

Varias lágrimas traidoras asoman y me aparto antes de que pueda verlas. Sabina me está pidiendo que asuma la indiferencia que requiere ser miembro de la familia real, pero no puedo. No quiero ser reina, pero no puedo dejar que nadie vea lo destrozada que estoy…, porque soy la reina y las reinas son fuertes.

Pero ¿de dónde voy a sacar el valor?