RETORNO A LO QUE UNA VEZ SUPIMOS
No es raro que la ciencia dé miedo. Las novelas y las películas descubren normalmente un futuro que amenaza nuestra individualidad y nos aplasta la dignidad, y es la ciencia, más a menudo que la política o la guerra, la que ha oficiado como partera de esta pesadilla propia de una distopía. Un elocuente ejemplo de ello es el filme Gattaca. Película bellamente rodada y no suficientemente apreciada, Gattaca hurga en nuestros más oscuros temores de una genética que se vuelve contra nosotros. Ambientada en un futuro no demasiado lejano, describe una sociedad en la cual las oportunidades de una persona —su trabajo, sus amigos y su cónyuge— están determinadas por su ADN. El personaje principal, encarnado por Ethan Hawke, quiere el empleo —es astronauta— y a la chica, Uma Thurman, pero no tiene el ADN correcto, circunstancia terrible que, indeleblemente registrada en su carnet de identidad, así como en cada pelo, cada uña y cada célula de la piel, está siempre lista para ser recordada, si es necesario, por los agentes de seguridad que tratan de comprobar su condición. Similares visiones de la ciencia en su papel de heraldo de un futuro no deseado pueden encontrarse en relatos de apocalipsis nuclear, virus creados en laboratorios que escapan de allí para invadir un mundo desprevenido, redes de ordenadores que adquieren conciencia de sí mismos y deciden que los seres humanos no les gustan.
Sin embargo, a veces los descubrimientos científicos no nos asustan. A veces no son heraldos de un nuevo mundo terrorífico, sino que simplemente sacan a la luz el conocimiento tácito que siempre tuvimos y no fuimos capaces de expresar. Este conocimiento tácito se transmite entre el cuerpo y el cerebro. La mayor parte de él, como en el caso de la regulación homeostática, permanece inaccesible a la conciencia; otra parte, como las corazonadas instintivas, puede llegar al borde de la conciencia, y en ciertos casos, como los de la fatiga y el estrés, se puede tener plena conciencia del mismo, pero a menudo sin comprenderlo. Nos hallamos en la extraña situación de criaturas que, por un lado, producen mensajes corporales cuyo objetivo es mantener la salud y la felicidad o prepararnos para el movimiento, pero por otro, a veces no saben —o, mejor dicho, no saben conscientemente— cuál es su significado. Allí donde el cuerpo y el cerebro preconsciente se unen es como si, en nuestra división, fuéramos dos personas que se encuentran en sus fronteras comunes y tratan de comunicarse mediante un lenguaje del cual el otro sólo tiene una muy pobre comprensión. Afortunadamente, hoy en día estamos aprendiendo a descifrar esas señales. Gracias a la biología vamos comprendiendo por qué recibimos esos mensajes y cómo responder a ellos.
Los descubrimientos científicos también pueden tranquilizarnos en otro sentido, pues pueden devolvernos un conocimiento del que una vez fuimos conscientes —y que analizamos verbalmente—, pero hemos olvidado. Efectivamente, hubo un momento en que ingenuamente reconocimos que somos seres biológicos, y reflexionamos larga e intensamente sobre lo que ese simple hecho significaba desde el punto de vista ético, político y económico. Quien hizo esto del modo más notable fue, como ya se ha dicho, Aristóteles. En su obra encontramos un modelo para pensar nuestra vida de tal modo que valoremos plenamente el papel que el cuerpo desempeña en el pensamiento y la responsabilidad que le corresponde tanto en nuestros grandes sufrimientos como en nuestras grandes alegrías, así como el lugar que debe darse a sus demandas en la mesa de negociaciones políticas. Ésta es la razón por la que digo que en la actualidad la fisiología y la neurociencia nos están devolviendo la comprensión que en otra época tuvimos de la condición humana y que perdimos, pues el enfoque propio del pensamiento aristotélico permaneció enterrado por milenios bajo espesas capas de racionalismo platónico y cartesiano.
Aristóteles creó, prácticamente solo, la matriz de la mentalidad occidental y su influencia perdura en todos los ámbitos. Es probable que todos los estudiantes, con independencia de la facultad en la que estudien, lean algo de Aristóteles en su primer año de universidad, aunque sólo sea uno o dos párrafos: los de politología leerán la Política, los de derecho la Ética, los de filosofía la Metafísica, los de lógica los Analíticos y las Categorías, los de biología la Historia de los animales, los de medicina y química una cita o dos de la Física, y los de literatura —así como los aspirantes a guionistas de Hollywood— la Poética, en la que Aristóteles codificó la estructura de la narrativa occidental. Hasta se podría sostener que la propia división de la universidad en facultades debe su existencia a la manera en que Aristóteles cinceló nuestro conocimiento en sus diversas ramas, sobre la base de su tema y de método de estudio.
Pese a la amplitud de su influencia, hay una cuestión acerca de la cual los puntos de vista de Aristóteles se perdieron para la posteridad: la cuestión de la mente y el cuerpo. Cuando leemos en Platón que en nuestro cuerpo decadente arde la chispa de la razón pura, nos encontramos con algo que nos resulta tan familiar que apenas tomamos nota de ello. Pero cuando leemos en Aristóteles la afirmación de que «si el ojo fuera un animal, su alma sería la vista»,[315] nos preguntamos, naturalmente, ¿qué diablos significa eso? Nuestra sorpresa es prueba de la gran deriva que se ha producido durante los siglos transcurridos desde la visión que Aristóteles tenía de la mente y el cuerpo. Porque, para Aristóteles, estas dos cosas no podían separarse.
A este respecto, el pensamiento de Aristóteles está al mismo tiempo más cerca de nuestra experiencia cotidiana del modo en que el cuerpo afecta a nuestros pensamientos y de la investigación de vanguardia en el campo de la neurociencia. Este filósofo creía que la mente está necesariamente encarnada, que si no tuviéramos un cuerpo no tendríamos, lisa y llanamente, nada en que pensar. Sin embargo, fue el ideal platónico del pensamiento libre de la interferencia física lo que sobrevivió durante siglos como lo único que merecía la pena seguir, como faro de una racionalidad tan pura como las descoloridas columnas blancas de un templo griego. Y, en cierto sentido, la invocación a Platón no es sorprendente. Sus ideas son limpias, ordenadas, cristalinas. En Aristóteles no encontramos nada de este orden celestial. En realidad, cuando pasamos de Platón a Aristóteles suele chocarnos el realismo del estagirita. Pasamos de las protectoras alturas del Olimpo a una plaza que rezuma actividad, sudor y emoción. Poseedor de la capacidad de observación de un biólogo, Aristóteles comienza por estudiar todos los detalles complejos de nuestra existencia encarnada, las demandas que nos presentan el deseo, la codicia, la ambición, la ira, el odio, así como el impulso a las formas más nobles de pensamiento y de conducta, como la valentía, el altruismo, el amor y el ejercicio de la razón. En Aristóteles encontramos una ingenua y amorosa apreciación de la madera torcida de la humanidad. Podemos emocionarnos con la etérea belleza de la visión de Platón, pero con Aristóteles nos sentimos en casa.
Pero esta oposición idealismo-realismo entre Platón y Aristóteles también tiene otra manifestación, la de su pensamiento político. La República de Platón inspiró a incontables filósofos y líderes políticos durante siglos, pero sus ideas de la vida buena tendían a obligar a la gente a adoptar roles para los que no estaba preparada. A un precio muy elevado hemos aprendido que los ideales sobrenaturales conducen con demasiada facilidad a desastres políticos y sociales. De la misma manera, los ideales sobrenaturales de racionalidad económica también pueden conducir fácilmente al diseño de un mercado fatalmente proclive a la crisis financiera.
El realismo de Aristóteles, por otro lado, llevó a este pensador a recomendar instituciones políticas que se adaptaran a los seres humanos reales, no idealizados. Aristóteles prestaba atención a nuestra constitución, a nuestras singularidades biológicas, y luego juzgaba las políticas y las instituciones políticas en función de lo bien que se acomodaban a nuestra naturaleza, la efectividad con que sacaban a la luz lo mejor de nosotros y canalizaban lo peligroso por vías inocuas. En la actualidad, gracias a los avances en neurociencia y en fisiología, estamos redescubriendo la unidad de cerebro y cuerpo que Aristóteles ya había comprendido. Creo que deberíamos dar el próximo paso y seguir con este modelo en la concepción de la ciencia social. Con el desarrollo actual de nuestra comprensión de la biología humana estamos en condiciones de crear una ciencia política unificada, de la molécula al mercado.[316] Si hiciéramos tal cosa nos encontraríamos, como le ocurrió a Aristóteles, con que la biología puede proveernos de las intuiciones conductuales que necesitamos.
Pero nos encontraríamos con algo más. Encontraríamos que la economía comenzaría a mezclarse con otras disciplinas, como la medicina, el estudio de las patologías corporales y psiquiátricas, así como con la epidemiología,[317] el estudio de las tendencias a la enfermedad del conjunto de la población. En el siglo XIX, el fisiólogo alemán Rudolf Virchow observó en cierta ocasión que la política es medicina en toda su amplitud y hoy podríamos extender esa afirmación a la economía. Una vez derribados los muros que separan cerebro y cuerpo, también caen muchas barreras entre diversas disciplinas. Con ayuda de la biología humana podríamos tender incluso un puente sobre el abismo de incomprensión que ha mantenido separadas lo que el científico y novelistas C. P. Snow ha llamado las «dos culturas» de la ciencia y las humanidades.[318]
En el plano personal, la introducción de la biología en la comprensión de nosotros mismos trascendería los meros momentos de reconocimiento de Aristóteles, pues contribuiría al desarrollo de una habilidad muy necesaria para la interpretación y el control del entusiasmo, la fatiga, la ansiedad y el estrés que nos embargan. En el templo de Delfos estaba inscrita la máxima «Conócete a ti mismo», lo que en nuestros días significa cada vez más «conoce tu bioquímica». Este conocimiento no resulta ser una experiencia deshumanizada. En absoluto. Es una experiencia liberadora.