GESTIÓN DE LA BIOLOGÍA DEL MERCADO

En nuestros días, las crisis financieras se producen con alarmante frecuencia y con mayor severidad que en cualquier otro momento posterior al crac de 1929. Esta inestabilidad ha sido principalmente el resultado de cambios fundamentales en los mercados: tipos de interés real históricamente bajos, desregulación financiera, bajo margen de exigencias y elevado apalancamiento, apertura de vastos mercados nuevos en Asia y las economías emergentes y, por último, aunque fundamental, el declive de las entidades financieras de Wall Street, la City de Londres y otros lugares, con la concomitante sustitución de la prioridad de los beneficios a largo plazo por la de los rendimientos a corto plazo. Pero tanto el mercado alcista como el bajista que derivan de esos cambios han sido burdamente exagerados por la exuberancia y el pesimismo irracionales de los tomadores de riesgos. Y éstas, como he sostenido, son reacciones biológicas a condiciones de oportunidad y amenaza extraordinarias. Las hormonas —y la cascada de otras señales moleculares que las hormonas emiten— pueden ejercer tal influencia en el organismo de operadores e inversores, ya sea durante los mercados en alza, ya sea en los bajistas, que llegan a alterar las preferencias de riesgo y a ampliar las apuestas.

No hay duda de que, bajo la influencia de hormonas patológicamente elevadas, la comunidad financiera, ya sea en la culminación de la burbuja, ya sea en el abismo de un crac, puede convertirse efectivamente en una población clínica y, en esas condiciones, tornarse insensible a precios y tipos de interés y contribuir enormemente a la violencia y la intratabilidad de mercados desenfrenados, hasta hacer de ellos lo que Nasim Taleb ha denominado «cisnes negros».[304] Esto quizá explique por qué los bancos centrales tuvieron tan poco éxito a la hora de detener el mercado o de colocar una red de seguridad bajo un mercado que se hundía. Por tanto, cuando se construyen modelos de los riesgos a los que se enfrentan un banco o una economía, los gestores de riesgos y los responsables políticos no deberían perder de vista el probable estado clínico de la comunidad financiera en situaciones extremas. Si el mercado de valores cayera un 50% el año siguiente, por ejemplo, sería razonable suponer que la comunidad financiera estará traumatizada y no podrá responder a una reducción de los tipos de interés.

Un economista que comprendió plenamente los desafíos que la toma de decisiones irracionales presenta para la política fue Keynes. Este autor describió con gran lucidez cómo los «espíritus animales» impulsan la inversión y el sentimiento del mercado, pero carecía por completo de formación biológica, de modo que nunca intentó especificar qué eran exactamente esos espíritus animales. Sin embargo, cuanto mayor era el lugar que los espíritus animales ocupaban en su pensamiento, menor era su confianza en los tipos de interés como herramientas para gestionar los mercados. Ésta es una de las razones por las que creyó en la política fiscal, es decir en la asunción por el Estado de la función de estabilizar una economía que ya no puede hacerlo por sí misma. Keynes albergaba dudas acerca del ideal de que la vida estuviera guiada por una elección racional, así como acerca de que dicha elección orientara la política pública.[305] Una vez, rememorando una conversación que había mantenido con su amigo Bertrand Russell, filósofo superracionalista, aludió a estas dudas. Russell, recordaba Keynes, afirmaba que el problema de la política era su dirección irracional y que la solución consistía en comenzar a dirigirla racionalmente. Keynes comentaba con ironía que las conversaciones que se desarrollaban según esas líneas eran realmente muy aburridas. Y lo siguen siendo hoy.

Por tanto, ¿cómo podemos tratar la exuberancia y el pesimismo irracionales? ¿Pueden los directivos de un banco o de un fondo, y los bancos centrales, gestionar la biología de los tomadores de riesgos?[306] Estamos aquí al margen de cualquier descripción que se desprenda de la teoría de la elección racional. Vivimos en una cultura dominada por los ideales platónicos y cartesianos según los cuales la razón es árbitro final de nuestras decisiones y de nuestra conducta. Si ésta es nuestra condición, para remediar la conducta irracional los gestores del riesgo y los responsables de política económica —en este caso, operadores e inversores— deberían proporcionar más información al público o ayudarle a extraer conclusiones correctas de la información que ya poseen. La cura propuesta aquí para la toma irracional de riesgos es, pues, una cura por la palabra. Alternativamente, los gobiernos y los bancos centrales podrían cambiar algunos precios en el mercado, como los tipos de interés, y dejar que los agentes económicos racionales, de acuerdo con esos cambios, reasignaran los dólares que gastan y que invierten. Desgraciadamente, el ideal de elección racional, así como las políticas que de él derivan, nos han impedido por completo dotarnos de alguna habilidad para tratar una biología humana desenfrenada tanto en el plano individual como en el de la dirección política.

Y este desafío no se circunscribe a los mercados financieros, pues se da por doquier. David Owen, el ya mencionado político y neurólogo británico, ha estudiado este problema en el mundo político. Durante su larga carrera en la Cámara de los Comunes y luego en la de los Lores, que va de los años sesenta hasta nuestros días, Owen ha observado que muchos líderes políticos sucumben a algo muy parecido a la exuberancia irracional; después, la hybris consiguiente suele sembrar el país de confusión. Owen reconoce que este síndrome, que se contrae en el ejercicio del poder, representa todo un enigma para la teoría política: ¿cómo proteger el país de líderes que desarrollan en el desempeño de su cargo el equivalente a una enfermedad mental?[307] La preocupación de Owen es un eco de la de los directivos de los bancos centrales que, en una situación muy semejante, afrontan el problema de gestionar y contener el daño que una biología desequilibrada produce en los mercados. Una vez más, no encontramos en nuestro canon de teoría económica y política gran cosa que nos ayude a resolver estos problemas.

Sin embargo, la investigación reciente en el campo de la neurociencia y la fisiología ha sugerido que es mucho lo que podemos hacer. En el capítulo anterior hemos expuesto algunas investigaciones que mostraban de qué manera podían los individuos reconocer el estrés y los desequilibrios hormonales, controlarlos y aumentar la resistencia a ellos. Y vimos también de qué manera la gestión podía contribuir a suavizar la respuesta de estrés en el lugar de trabajo. Los gestores financieros se dan cuenta así de que la formación y la dirección de los tomadores de riesgos requieren mucho más que el hecho de transmitirles una vastísima información, pues es imprescindible entrenar sus habilidades. Los gestores de riesgos deberían asignar también la misma importancia a la observación conductual de los tomadores de riesgos —preferiblemente, sobre la base de un adecuado conocimiento de la fisiología— que a las mediciones cuantitativas. La dependencia exclusiva de las mediciones ha demostrado ser espectacularmente inútil a la hora de predecir y gestionar la crisis de crédito.

Quizá haya otra manera de desactivar la explosiva combinación de hormonas y asunción de riesgos en el mercado: cambiar su biología.