LA MENTE Y EL CUERPO EN LOS MERCADOS FINANCIEROS

La investigación sobre la retroalimentación entre el cuerpo y el cerebro, incluso en el marco de la fisiología y la neurociencia, es relativamente reciente y sólo ha hecho limitadas incursiones en la economía. ¿Por qué? ¿Por qué hemos ignorado durante tanto tiempo que tenemos cuerpo y que nuestro cuerpo afecta a nuestra manera de pensar?

La razón más probable es que nuestro pensamiento sobre la mente, el cerebro y la conducta ha sido moldeado por una poderosa idea filosófica que hemos heredado de nuestra cultura: la de una división radical entre mente y cuerpo. Esta antigua idea ha calado profundamente en la tradición occidental, canalizando el cauce por el que ha discurrido toda la discusión sobre la mente y el cuerpo durante casi dos mil quinientos años. Nació con el filósofo Pitágoras, que necesitaba la idea de un alma inmortal para su doctrina de la reencarnación, pero la idea de una división entre la mente y el cuerpo fue acuñada en su forma más perdurable por Platón, quien afirmó que en nuestra carne decadente titila una chispa de divinidad: un alma eterna y racional. Posteriormente, San Pablo recogió la idea y la consagró como dogma del cristianismo. Este mismo edicto también la consagró como el enigma filosófico más tarde conocido como problema de la relación entre la mente y el cuerpo; y después, físicos como René Descartes, hombre de devoción católica y compromiso científico, se debatieron con el problema de cómo esta mente desencarnada podía interactuar con un cuerpo físico, para llegar finalmente a la memorable imagen de la presencia en la máquina de un fantasma que la vigila y le da órdenes.[11]

Hoy, el dualismo platónico, nombre con el que se conoce esta doctrina, es ampliamente discutido en la filosofía y prácticamente ignorado en la neurociencia. Pero hay un raro dominio en el que aún subsiste una visión tan pura de la mente racional como la concibieron Platón o Descartes: la economía.

Muchos economistas, o en todo caso los que se adhieren a un enfoque ampliamente aceptado que se conoce como economía neoclásica, dan por supuesto que nuestra conducta es voluntaria —en otras palabras, que elegimos nuestro comportamiento después de meditarlo— y está orientada por una mente racional. De acuerdo con esta escuela de pensamiento, somos ordenadores andantes que podemos calcular las recompensas que nos ofrece cada curso de acción en cualquier momento dado y sopesarlas en función de la probabilidad de que se hagan reales. Detrás de cada decisión de comer sushi o pasta, trabajar en la aeronáutica o en la banca, invertir en General Electric o en bonos del Tesoro, está el ronroneo de los cálculos de optimización de un gran ordenador.

Los economistas que hacen estas afirmaciones reconocen que, en general, la gente no satisface este ideal, pero justifican su severo supuesto de racionalidad sosteniendo que la gente, generalmente, actúa «como si» hubiera realizado realmente esos cálculos. Estos economistas también sostienen que cualquier irracionalidad que mostremos en nuestra vida personal tiende a desaparecer cuando tenemos que tratar con cosas tan importantes como el dinero, porque entonces desplegamos toda nuestra astucia y nos aproximamos mucho al comportamiento que sus modelos predicen. Además, añaden, si no actuamos racionalmente con nuestro dinero, iremos a la quiebra y dejaremos el mercado en manos de los verdaderamente racionales. Eso significa que los economistas pueden seguir estudiando el mercado con un subyacente supuesto de racionalidad.

Este modelo económico es ingenioso y, por momentos, ciertamente hermoso. No en vano ha ejercido tan enorme influencia en generaciones de economistas, funcionarios de bancos centrales y planificadores económicos. Sin embargo, pese a su elegancia, la economía neoclásica ha sido objeto de la crítica cada vez más amplia de los sociólogos de mentalidad experimental que han catalogado pacientemente la multitud de maneras en que las decisiones y las conductas, tanto de los inversores aficionados como de los profesionales, se apartan de los axiomas de elección racional. Una razón de esta falta de realismo es, a mi juicio, que la economía neoclásica comparte un supuesto fundamental con el platonismo, a saber, que la economía debería centrarse en la mente y los pensamientos de una persona puramente racional. En consecuencia, la economía neoclásica ha ignorado ampliamente el cuerpo. Es una economía de cuello para arriba.

Lo que quiero decir es que en economía todavía subsiste algo muy parecido a la división platónica entre mente y cuerpo y que esta división ha entorpecido la comprensión de los mercados financieros. Si queremos entender cómo adopta la gente sus decisiones financieras, cómo reaccionan los agentes de bolsa y los inversores a los mercados volátiles, incluso cómo tienden los mercados a sobrepasar niveles sensibles, necesitamos reconocer que nuestro cuerpo tiene algo que decir a la hora de asumir riesgos. Muchos economistas pueden repetir que la importancia del dinero asegura que en lo que a él concierne actuemos racionalmente; pero tal vez sea precisamente esa importancia la que garantice una fuerte respuesta corporal. Es posible que el dinero sea lo último ante lo cual podamos mantenernos serenos.

La economía es una poderosa ciencia teórica con un cuerpo de resultados experimentales en constante crecimiento. Efectivamente, muchos economistas han cuestionado el supuesto de una racionalidad al estilo de Spock, incluso como supuesto simplificador, y un destacado grupo de ellos, empezando por el economista Richard Thaler, de Chicago, y dos psicólogos, Daniel Kahneman y Amos Tversky, han dado origen a una escuela rival conocida como conductual.[12] Los economistas conductuales han conseguido presentar una descripción más realista de nuestra relación con el dinero. Pero su importante obra experimental podría hoy extenderse sin problemas a la fisiología subyacente al comportamiento económico. Prueba de ello es que ya hay algunos economistas que han adoptado ese camino. Daniel Kahneman, por ejemplo, ha dirigido una investigación sobre la fisiología de la atención y la excitación, y recientemente ha señalado que pensamos con el cuerpo.[13]

Tiene razón. Pensamos con el cuerpo. Para comprender cómo el cuerpo afecta a la mente tenemos antes que reconocer que uno y otra evolucionaron conjuntamente para ayudarnos físicamente a aprovechar una oportunidad o a huir de una amenaza. Cuando estamos ante una oportunidad de ganar, como en el caso del alimento, el territorio o un mercado al alza, o ante una amenaza a nuestro bienestar, como puede ser un depredador o un mercado a la baja, el cerebro desata una tormenta de actividad eléctrica en nuestros músculos esqueléticos y órganos viscerales, con lo cual precipita en todo el cuerpo un torrente de hormonas que altera el metabolismo y la función cardiovascular a fin de producir una respuesta física. Estas señales somáticas y viscerales retroalimentan el cerebro e influyen en nuestro pensamiento —la atención, el humor, la memoria— para que se ponga en sincronía con la tarea física que tenemos entre manos. En realidad, sería científicamente más riguroso, aunque semánticamente más difícil, dejar de hablar por completo de cerebro y cuerpo, como si fueran separables, y hablar de la respuesta a los acontecimientos que da una persona en su totalidad.

Si comenzáramos a pensarnos de esta manera, veríamos cómo la economía y las ciencias naturales empiezan a fusionarse.[14] Esta perspectiva puede parecer futurista y hasta dar a alguien la impresión de ser algo temible e incluso deshumanizado. Admitamos que el progreso científico anuncia un horrible mundo nuevo, divorciado de los valores tradicionales, que nos arrastra en una dirección en la que no queremos ir. Pero no siempre es así. Hay ocasiones en que simplemente nos recuerda algo que alguna vez supimos, pero que hemos olvidado, y ése sería el caso en la situación que ahora nos ocupa. En efecto, el tipo de economía que sugieren los recientes avances de la neurociencia y la fisiología se limita a remitirnos a una antigua tradición del pensamiento occidental, tradición de sentido común y tranquilizadora, pero que ha sido enterrada bajo capas arqueológicas de ideas posteriores: el tipo de pensamiento iniciado por Aristóteles, pionero y uno de los más grandes biólogos de la historia, tal vez el que observó más de cerca y de modo más enciclopédico la condición humana y para quien, a diferencia de Platón, no había división entre cuerpo y alma.[15]

En sus obras de ética y de política, Aristóteles trató de bajar el pensamiento a la tierra, ya que la muletilla de los aristotélicos era «Pensad pensamientos mortales», y fundó su pensamiento ético y político en la conducta real de los seres humanos, no en comportamientos idealizados. Antes que amonestarnos con un dedo en alto y de hacer que nos avergoncemos de nuestros deseos y necesidades y del abismo existente entre nuestra conducta real y la vida pura de la razón, aceptaba nuestra manera de ser. Hoy, su enfoque más humano de la comprensión del comportamiento está en proceso de redescubrimiento. En Aristóteles tenemos un ejemplo antiguo de cómo fusionar naturaleza y cultura, de cómo diseñar instituciones que se acomoden a la biología.

Figura 1. Detalle de La escuela de Atenas, de Rafael. Platón, a la izquierda, tiene en una mano un ejemplar de su diálogo Timeo y con la otra señala al cielo, mientras que Aristóteles tiene en una mano un ejemplar de su Ética y con la otra señala el mundo que lo rodea, aunque la palma hacia abajo también parece expresar esta idea: «Platón, amigo mío, mantén los pies sobre la tierra».

La economía en particular podría beneficiarse de este enfoque, pues necesita poner otra vez el cuerpo en ella. Más que dar por supuesta la racionalidad y un mercado eficiente —cuyo resultado ha sido una comunidad financiera salvaje—, deberíamos estudiar la conducta de los operadores y de los inversores reales mucho más al modo en que lo hacen los economistas conductuales, sólo que agregando el estudio de la influencia de su biología. Si resulta ser cierto que su biología exagera los efectos de los mercados al alza y a la baja, tendremos que volver a reflexionar sobre cómo modificar los programas de formación, las prácticas de gestión e incluso las políticas gubernamentales a fin de contrarrestar esta exageración.

Pero me temo que, por el momento, tenemos lo peor de ambos mundos; es decir, una biología inestable asociada a unas prácticas de gestión del riesgo que aumentan los límites del riesgo durante la burbuja y los reducen durante el crac, unida a un programa de premios que recompensa la alta variabilidad de la especulación financiera. La naturaleza y la cultura conspiran hoy conjuntamente para producir desastres recurrentes. Unas políticas más efectivas deberían tener en cuenta las maneras de gestionar la biología del mercado. Una manera de hacerlo podría consistir en alentar en el seno de los bancos un mejor equilibrio entre hombres y mujeres y entre jóvenes y mayores, pues cada uno de estos grupos tiene una biología diferente.