LO QUE SUBYACE
En realidad, tal es la rapidez de nuestras reacciones que con frecuencia la conciencia queda desconectada. Dado este hecho aleccionador, tenemos que preguntarnos: ¿qué papel le corresponde a la conciencia en nuestra vida? Vivimos nuestra conciencia como algo que tiene su sede en nuestra cabeza y que mira a través de los ojos a la manera en que un conductor mira a través del parabrisas, así que tendemos a creer que nuestro cerebro interactúa con el cuerpo exactamente como una persona interactúa con un coche, escogiendo la dirección y la velocidad y dando órdenes a un aparato pasivo y mecánico. Pero esa creencia no resiste el análisis científico. Como ha señalado George Loewenstein, economista de Yale: «Más allá de la falible introspección, existen escasas pruebas que sostengan el supuesto normal del total control voluntario de la conducta.»[56] Y tiene razón, pues las estadísticas sobre los tiempos de reacción nos dicen otra cosa: que la mayor parte del tiempo funcionamos con el piloto automático.
Las novedades son cada vez menos favorables al platonismo actual. En los últimos años setenta, Benjamin Libet, fisiólogo de la Universidad de California, dirigió una famosa serie de experimentos que fueron motivo de sufrimiento para no pocos científicos y filósofos.[57] Estos experimentos no podían ser más simples. Libet conectó a un grupo de participantes unos electrodos encefalográficos, que son pequeños monitores que se fijan al cuero cabelludo y registran la actividad eléctrica en el cerebro, y luego les pidió que decidieran hacer algo, como levantar un dedo. Lo que comprobó es que, ya 300 milisegundos antes de que los participantes tomaran la decisión de levantar un dedo, su cerebro estaba preparando la acción. En otras palabras, su decisión consciente de realizar un movimiento llegó casi un tercio de segundo después de que el cerebro hubiera iniciado ese movimiento.
La conciencia —es lo que sugieren estos experimentos— es mera observadora de una decisión que ya ha sido tomada, casi como si nos miráramos en un vídeo. Los científicos y los filósofos han propuesto muchas interpretaciones de estos hallazgos,[58] una de las cuales es que el papel de la conciencia podría no ser tanto el de escoger e iniciar acciones como el de observar decisiones ya tomadas y vetarlas, si es necesario, antes de concretarse en los hechos, de modo muy parecido a lo que hacemos cuando practicamos el autocontrol sofocando impulsos emocionales o instintivos inadecuados. (Puede que pasemos la mayor parte del día en posición de piloto automático, pero eso no quiere decir que no seamos capaces de asumir la responsabilidad de nuestros actos). Los experimentos de Libet, con su sugerencia de que la conciencia es en gran parte un mecanismo de anulación o de revocación, llevó a un comentarista particularmente perspicaz, el neurocientífico indio V. S. Ramachandran, a concluir que lo que tenemos en realidad no es libre albedrío o libertad de querer, sino libertad de no querer.[59]
La conciencia, al parecer, es el pequeño pico emergente de un gran iceberg. Pero ¿qué es exactamente lo que hay debajo? ¿Qué es lo que acecha bajo nuestra conciencia racional? Immanuel Kant, el filósofo alemán del siglo XVIII, propuso una respuesta particularmente enigmática a esta pregunta: no sabemos qué es lo que hay allí. Kant creía que nuestra conciencia —esto es, nuestra experiencia de un mundo unificado y comprensible y a la vez de una persona de existencia ininterrumpida que tiene experiencia de ese mundo— sólo es posible porque nuestra mente construye esta experiencia unificada. Si nuestra mente no organizara nuestras sensaciones, el mundo sería un torbellino, una tremenda confusión. Pero la mente proporciona conceptos organizadores, como espacio y tiempo, de manera que tenemos la experiencia de un mundo sin interrupciones, a lo que también contribuye otro concepto, el de causa y efecto, que liga acontecimientos sucesivos en un relato coherente. Kant pensaba que todos estos conceptos unificadores se aplicaban únicamente a la máscara de las sensaciones, pero no a los entes que las producían o se hallaban detrás de ellas. Estos objetos nos son definitivamente incognoscibles. Puesto que son inaccesibles a los análisis racionales, irremisiblemente misteriosos para la ciencia, sólo a través del arte y la religión es posible intentar una incierta exploración de los mismos y distinguirlos de manera sugerente. A este mundo oscuro pertenece el alma, también ella más allá del núcleo de racionalidad y del dominio de la relación causa-efecto. Este argumento fue para Kant el fundamento de su creencia en el libre albedrío.
La filosofía de Kant dejó una profunda impronta en el pensamiento alemán. Freud, que se inspiraba en la visión kantiana, sostuvo que debajo de la fachada de nuestro yo racional, en la profundidad de nuestro subconsciente, bulle la demoníaca caldera de la envidia, la perversión sexual y las tendencias parricidas que nos distorsionan el juicio. También Nietzsche encontró bajo nuestras ilusiones de racionalidad y de moral un oscuro impulso de poder y dominación. Sin embargo, la neurociencia moderna ha levantado la tapa de este cerebro hasta ahora críptico y ha encontrado algo mucho más valioso que los entes que proponía la filosofía alemana del siglo XIX, a saber, un mecanismo de control meticulosamente diseñado.[60] Es más valioso porque ha sido calibrado con precisión a lo largo de milenios para mantenernos vivos en un mundo brutal y en rápido movimiento. Y podemos dar las gracias por ello a nuestra buena suerte, pues de lo contrario ya llevaríamos mucho tiempo extinguidos. Al levantar la tapa de nuestro cerebro no se nos aparece el submundo kantiano imposible de enunciar, ni la volcánica voluntad del superhombre nietzscheano, ni tampoco el infernal refugio subterráneo del inconsciente freudiano. Lo que se ve se parece mucho más al funcionamiento de un BMW.