¿HAY UNA MOLÉCULA DE LA EXUBERANCIA IRRACIONAL?
Pienso que la conducta de exceso de autoconfianza que he descrito es una conducta que la mayoría de las personas del mundo de las finanzas reconocerá y habrá experimentado en algún momento de su carrera. Quisiera agregar ahora, sin embargo, que además del cambio de conducta de estas personas, otro hecho notable que me llamó la atención durante los años de auge del puntocom fue que las mujeres eran relativamente inmunes al frenesí que rodeaba a internet y las acciones de las empresas de alta tecnología. En realidad, la mayoría de las mujeres que conocí, tanto en Wall Street como fuera, eran bastante ajenas a esa excitación, como resultado de lo cual fueron a menudo despreciadas porque «no se enteraban» o, peor aún, porque se las consideraba eternas aguafiestas.
Tengo una razón especial para presentar estos relatos del exceso de Wall Street. No lo hago como si se tratara de primicias, sino más bien como elementos de datos científicos a los que no se presta atención. La investigación científica comienza a menudo con el trabajo de campo. El trabajo de campo desvela fenómenos curiosos u observaciones que resultan anómalos para la teoría en vigor. La conducta que describo en estas páginas constituye precisamente ese tipo de datos de campo para la economía, aunque raramente se la reconozca como tal. En efecto, en toda la investigación dedicada a explicar la inestabilidad de los mercados financieros, muy escaso es el espacio que se ha dedicado a observar qué pasa con los operadores desde el punto de vista fisiológico cuando se ven atrapados en una burbuja o en un crac. Es una omisión llamativa, comparable a lo que sería el estudio de la conducta animal sin observar ni un ejemplar en la vida salvaje, o practicar la medicina sin ver jamás a un paciente. Estoy convencido, sin embargo, de que deberíamos observar la biología de los financieros. Pienso que deberíamos tomar en serio la posibilidad de que la extremada autoconfianza y la asunción de riesgos que muestran esas personas durante una burbuja puede ser una conducta patológica que reclame estudio biológico, e incluso clínico.
La década de 1990 fue idónea para esa investigación, pues nos depararon la locura de la burbuja del puntocom y al mismo tiempo la frase que mejor la describe: «exuberancia irracional». Esta expresión, que utilizó por primera vez Alan Greenspan en un discurso que pronunció en Washington en 1996 y que luego divulgó Robert Shiller,[7] economista de Yale, significa casi lo mismo que otra más antigua, «espíritu animal», acuñada en la década de 1930 por Keynes para señalar cierta fuerza mal definida e irracional que animaba la toma de riesgos empresariales y de inversión. Pero ¿qué es el espíritu animal? ¿Qué es la exuberancia?
En los años noventa, una o dos personas sugirieron que la exuberancia irracional podía estar provocada por una sustancia química. En 1999, Randolph Nesse, psiquiatra de la Universidad de Michigan, formuló la valiente conjetura de que la burbuja del puntocom se diferenciaba de las anteriores en que el cerebro de muchos operadores financieros había cambiado, que éstos se hallaban bajo la influencia de drogas antidepresivas que por entonces se prescribían en abundancia, como el Prozac. «La naturaleza humana siempre ha dado alas a booms y burbujas seguidos de cracs y depresiones», sostenía. «Pero si la prudencia del inversor es inhibida por drogas psicotrópicas, las burbujas pueden crecer más de lo habitual antes de reventar, con consecuencias económicas y políticas potencialmente catastróficas.»[8] Otros observadores de Wall Street, en una línea similar de pensamiento, señalan con el dedo a otro culpable: el uso creciente de cocaína entre el personal de la banca.
Estos rumores de abuso en el consumo de cocaína, al menos entre los operadores de bolsa y los gestores de activos, eran en su mayor parte exagerados. (Distinto podría haber sido quizá el caso de los miembros del equipo de ventas, en especial el de los vendedores responsables de llevar a los clientes a bares de lap dance hasta altas horas de la madrugada). En cuanto a Nesse, sus comentarios fueron recibidos con cierto humor en los medios de comunicación, y cuando, un año más tarde, habló en un congreso organizado por la Academia de Ciencias de Nueva York, pareció lamentar haberlos hecho. Pero yo pensé que iban en la dirección correcta, y para mí su sugerencia señalaba otra posibilidad, la de que el organismo de los operadores financieros estuviera produciendo una sustancia química, aparentemente de naturaleza narcótica, que fuera la causa de su comportamiento maníaco. ¿Qué era esa molécula del mercado alcista?
Por pura casualidad me topé con una prometedora sospecha. Durante los últimos años de la era del auge del puntocom tuve la suerte de observar una fascinante investigación dirigida por un laboratorio de neurociencia en la Rockefeller University, institución de investigación oculta en el Upper East Side de Manhattan, donde una amiga, Linda Wilbrecht, cursaba a la sazón un doctorado. Yo no tenía ninguna relación formal de ningún tipo con la Rockefeller, pero cuando los mercados se mostraban perezosos me metía en un taxi y subía al laboratorio a observar los experimentos que allí se realizaban o a oír las clases de la tarde en el Caspary Auditorium, una cúpula geodésica instalada en medio del campus victoriano cubierto de viñedos. Los científicos del laboratorio de Linda trabajaban en lo que se llama «neurogénesis», esto es, el desarrollo de nuevas neuronas. La comprensión de la neurogénesis es en cierto sentido el Santo Grial de las ciencias del cerebro, pues si los neurólogos pudieran imaginar cómo regenerar neuronas, tal vez podrían curar o revertir el daño producido por enfermedades degenerativas como el Alzheimer o el Parkinson. Muchos de los progresos en el estudio de la neurogénesis tenían lugar en la Rockefeller University.
Había otra área de las neurociencias en la que esta universidad había realizado una contribución histórica: la investigación de hormonas y específicamente sus efectos sobre el cerebro. Muchos de los descubrimientos realizados en este campo eran obra de científicos que se dedicaban a problemas muy específicos de la neurociencia, pero hoy sus resultados pueden ayudarnos a comprender la exuberancia irracional, pues es posible que la molécula del mercado alcista sea efectivamente una hormona. Y si éste es el caso, en ese mismo momento de finales de la última década del siglo XX, cuando Wall Street se preguntaba «¿Qué es la exuberancia irracional?», se daba la feliz coincidencia de que en la parte alta de la ciudad, en la Rockefeller University, los científicos trabajaban precisamente en la respuesta a esa pregunta.
Entonces, ¿qué son las hormonas, exactamente? Las hormonas son mensajeros químicos que la sangre transporta de un tejido del cuerpo a otro. Tenemos docenas de hormonas. Tenemos hormonas que estimulan el apetito y otras que nos comunican que estamos saciados; hormonas que estimulan la sed y otras que nos comunican que se ha aplacado. Hormonas que desempeñan un papel central en lo que se llama homeostasis corporal, que es el mantenimiento de las constantes vitales, como presión arterial, temperatura corporal, niveles de glucosa, etc., dentro de los estrechos márgenes necesarios para el bienestar y la salud. La mayoría de los sistemas fisiológicos que mantienen nuestro equilibrio químico interno operan de manera preconsciente o, en otras palabras, sin que nos demos cuenta de su existencia. Por ejemplo, todos somos felizmente inconscientes del funcionamiento digno de reloj suizo del sistema que controla los niveles de potasio en sangre.
Pero no siempre podemos mantener el equilibrio interior mediante estas silenciosas reacciones puramente químicas; a veces tenemos que actuar; a veces tenemos que comprometernos en alguna clase de actividad física a fin de restablecer la homeostasis. Cuando los niveles de glucosa en sangre caen, por ejemplo, nuestro organismo libera silenciosamente la glucosa almacenada en el hígado. Pero pronto las reservas de glucosa se acaban y el bajo índice de azúcar en la sangre es comunicado a la conciencia a través del hambre, que es una señal hormonal que nos urge a buscar alimento y luego a comer. Se ha acordado en llamar «sensaciones homeostáticas» a, por ejemplo, el hambre, la sed, el dolor, la necesidad de oxígeno, la apetencia de sal y las sensaciones de calor y de frío. Se las llama sensaciones porque son señales procedentes del cuerpo que transmiten más que simple información, pues llevan también una motivación para hacer algo.
Esto resulta esclarecedor para concebir nuestra conducta como un elaborado mecanismo diseñado para mantener la homeostasis. Sin embargo, antes de avanzar demasiado por la senda del reduccionismo biológico, tengo que puntualizar que las hormonas no son la causa de nuestra conducta. Actúan más bien como lobistas que recomiendan y nos presionan para que adoptemos cierto tipo de actividades. Tomemos el ejemplo de la ghrelina, una de las hormonas reguladoras del hambre y la alimentación. Producida por células epiteliales del estómago, las moléculas de ghrelina transportan un mensaje al cerebro que dice: «En nombre de tu estómago, te instamos a comer». Pero el cerebro no está obligado a obedecer. Si uno está a dieta, en tiempo de ayuno religioso o en huelga de hambre, puede decidir ignorar el mensaje. En otras palabras, puede escoger otras acciones y, en última instancia, hacerse responsable de ellas. No obstante, con el paso del tiempo, el mensaje, que en un primer momento es un susurro, se convierte en un bramido, y puede resultar muy difícil resistirse. Por eso, cuando contemplamos los efectos de las hormonas sobre el comportamiento y sobre la toma de riesgos, en particular la asunción de riesgos financieros, no hemos de ver en ello nada semejante a un determinismo biológico. Más bien nos enzarzamos en una discusión abierta con las presiones, a veces muy poderosas, que esas sustancias químicas ejercen sobre nosotros en situaciones extremas de la vida.
Hay un grupo de hormonas que tiene efectos particularmente poderosos sobre nuestra conducta: las hormonas esteroides. Este grupo incluye la testosterona, el estrógeno y el cortisol, la principal hormona de la respuesta al estrés. La particular amplitud de los efectos que ejercen los esteroides se debe a que tienen receptores en casi todas las células del cuerpo y el cerebro. Sin embargo, sólo en la década de 1990 los científicos comenzaron a comprender la influencia de estas hormonas en el pensamiento y la conducta. Gran parte del trabajo que llevó a esta comprensión fue realizado en el laboratorio de Bruce McEwen, famoso profesor en la Rockefeller University.[9] Él y sus colegas, incluidos Donald Pfaff y Jay Weiss, se cuentan entre los primeros científicos que no sólo trazaron el mapa de los receptores esteroides en el cerebro, sino que también estudiaron de qué manera los esteroides afectan a la estructura del cerebro y al modo en que éste funciona.
Antes de que McEwen comenzara su investigación, los científicos creían en general que las hormonas y el cerebro funcionaban de la siguiente manera: el hipotálamo, región del cerebro que controla las hormonas, envía una señal a través de la sangre a las glándulas que producen las hormonas esteroides, ya se trate de los testículos, los ovarios o las glándulas suprarrenales, para que incrementen la producción de hormonas. Luego las hormonas, inyectadas en la sangre y repartidas por todo el cuerpo, ejercen el efecto esperado sobre tejidos tales como el corazón, los riñones, los pulmones, los músculos, etc. También rehacen el camino de vuelta hasta el hipotálamo, que registra los niveles más altos de hormonas y, en respuesta, encarga a las glándulas que detengan la producción de la hormona. La retroalimentación entre el hipotálamo y las glándulas productoras de hormonas opera de modo muy parecido al de un termostato en una casa, que registra el frío y pone en marcha la calefacción y luego registra el calor y la detiene.
McEwen y su laboratorio descubrieron algo mucho más intrigante. La retroalimentación entre las glándulas y el hipotálamo existe, sin duda, y es uno de los mecanismos más importantes de la homeostasis, pero McEwen descubrió que hay esteroides receptores en regiones del cerebro distintas del hipotálamo. El modelo de McEwen para el funcionamiento de las hormonas y el cerebro es el siguiente: el hipotálamo envía un mensaje a una glándula con la orden de que produzca una hormona; la hormona se expande por todo el cuerpo y produce sus efectos físicos, pero también vuelve al cerebro y transforma nuestra manera de pensar y de comportarnos. Por tanto, es una poderosa sustancia química. La investigación posterior de McEwen y otros mostró que una hormona esteroide, debido a la dispersión de sus receptores, puede alterar prácticamente cualquier función del cuerpo —el desarrollo, la forma, el metabolismo, la función inmune—, del cerebro —el humor y la memoria— y del comportamiento.
La investigación de McEwen fue un logro que marcó un hito, pues mostró de qué modo una señal de nuestro organismo puede transformar nuestros pensamientos mismos, y plantea además una serie de cuestiones que son hoy el corazón mismo de nuestra comprensión del cuerpo y el cerebro. ¿Por qué envía el cerebro una señal al cuerpo pidiéndole que produzca una sustancia química que a su vez cambia el funcionamiento del propio cerebro? Es algo realmente extraño. Si el cerebro desea cambiar su modo de pensar, ¿por qué no guardar en su interior todas las señales? ¿Por qué dar ese rodeo a través del cuerpo?
¿Y por qué se confiaría a una única molécula, como un esteroide, una orden tan amplia que altera al mismo tiempo el cuerpo y el cerebro? Pienso que la respuesta a estas preguntas es más o menos la siguiente: las hormonas esteroides evolucionan para coordinar el organismo, el cerebro y la conducta en situaciones arquetípicas, como una pelea, una fuga, la caza, el apareamiento o la lucha por el estatus. En momentos importantes como éstos, necesitamos que todos los tejidos cooperen en la tarea que tenemos entre manos; no sería deseable tener que realizar diversas tareas al mismo tiempo. Tendría poco sentido disponer, digamos, de un sistema cardiovascular preparado para una pelea, un sistema digestivo organizado para ingerir un pavo, y un cerebro con ánimo para pasear por un campo de narcisos. Los esteroides, como un sargento instructor, aseguran que el cuerpo y el cerebro actúen de consuno como una única unidad de funcionamiento.
Los antiguos griegos creían que en momentos arquetípicos de la vida nos visitan los dioses, cuya presencia podemos sentir porque esos momentos —la batalla, el amor, el parto— son especialmente intensos, se los recuerda como decisivos en nuestra vida y durante su transcurso es como si disfrutáramos de poderes especiales. Pero ¡ay!, lo que en esos momentos nos toca no es uno de los dioses del Olimpo, pobres criaturas de una creencia que ya no existe, sino una de nuestras hormonas.
En los momentos de asunción de riesgos, competición y triunfo, momentos de exuberancia, un esteroide en particular hace sentir su presencia y orienta nuestras acciones: la testosterona. En la Rockefeller University me encontré con un modelo de conducta alimentada por testosterona que ofrece una explicación tentadora del comportamiento del operador financiero durante las burbujas del mercado; es un modelo tomado de la conducta animal y que se conoce como «el efecto del ganador».
Según este modelo, dos machos que se traban en una pelea por un territorio o en una confrontación por una hembra experimentan, en anticipación a la competición, una subida de testosterona, estimulante químico que incrementa la capacidad sanguínea para aportar oxígeno y, con el tiempo, aumentar la masa muscular. La testosterona también afecta al cerebro, donde incrementa la confianza y la apetencia de riesgo del animal. Una vez decidida la batalla, el ganador emerge de ella con niveles aún más altos de testosterona; el perdedor, con niveles más bajos. El ganador, si entra en una nueva competición, lo hará con la testosterona ya alta, y esta imprimación androgénica lo pone en una actitud tal que le ayuda a salir nuevamente ganador. Los científicos han reproducido estos experimentos con atletas y creen que el bucle de retroalimentación de la testosterona puede explicar las rachas ganadoras y perdedoras en los deportes. Sin embargo, en algún momento de esta racha ganadora, el elevado nivel de esteroides comienza a ejercer el efecto opuesto en materia de éxito y de supervivencia. Se ha observado que, después de un tiempo, los animales que experimentan esta espiral ascendente de testosterona y victorias se enzarzan en más luchas y pasan más tiempo al aire libre, como consecuencia de lo cual sufren un aumento de la mortalidad. A medida que los niveles de testosterona suben, la confianza en uno mismo y la toma de riesgos va dando paso al exceso de confianza y a la conducta temeraria.
¿Podría darse también en los mercados financieros este subidón de testosterona, engreimiento y conducta imprudente? Este modelo parecía describir a la perfección el comportamiento de los operadores cuando el mercado alcista de los años noventa tomó la forma de burbuja tecnológica. Cuando estos operadores, en su mayoría varones jóvenes, ganan dinero, sus niveles de testosterona se elevan, lo que a su vez aumenta la confianza en sí mismos y la apetencia de riesgos, hasta que la creciente racha ganadora de un mercado en alza los vuelve un tanto delirantes, excesivamente confiados y en busca desmesurada de riesgos, como los mencionados animales que se aventuran al aire libre, ajenos a los peligros. Me pareció que el efecto del ganador era una explicación plausible del impacto químico que recibían los operadores, impacto que exagera el alza del mercado para convertirlo en una burbuja. Este papel de la testosterona también parecía explicar por qué las mujeres se mostraban relativamente poco afectadas por la burbuja, ya que tienen entre un 10 y un 20% del nivel de testosterona de los hombres.
Cuando analizaba esta posibilidad durante la burbuja del puntocom, me hallaba bajo la particular influencia de la descripción de los efectos euforizantes de la testosterona que ofrecían personas a las que les había sido prescrita. A los pacientes que padecen cáncer, por ejemplo, se les suele administrar testosterona porque, como esteroide anabólico —es decir, que fomenta la creación de reservas de energía, como los músculos—, les ayuda a ganar peso. Una descripción brillante y particularmente influyente de sus efectos es la que ha realizado Andrew Sullivan, publicada en la New York Times Magazine en abril de 2000.[10] En ella Sullivan describía con vivacidad la inyección de una sustancia dorada y aceitosa a unos ocho centímetros de profundidad en la cadera cada dos semanas: «En realidad, siento su poder casi diariamente», informó. «En el término de horas, o un día como máximo, experimento una profunda oleada de energía. Provoca menos nervios que un expreso doble, pero es igualmente poderosa. Se me acorta el período atencional. En los dos o tres días posteriores a la aplicación me cuesta más concentrarme en escribir y siento la necesidad de hacer más ejercicio físico. Tengo el ingenio agudizado y la mente más rápida, pero el juicio es más impulsivo. No se diferencia gran cosa de una especie de impaciencia que me entra antes de hablar ante una audiencia, acudir a una primera cita o subir a un avión, pero me envuelve de una manera menos abrupta, más consistente. En resumen, me siento preparado. ¿Para qué? Eso apenas parece importar». Esas palabras de Sullivan perfectamente podrían haber descrito lo que siente un corredor de bolsa en el parqué.