2. PENSAR CON EL CUERPO
Con frecuencia los biólogos evolucionistas echan una mirada a nuestro pasado con el propósito de reconocer pequeños avances aquí y allá, mínimas diferencias entre nosotros y nuestros parientes animales que pudieran explicar el ascenso de los seres humanos a la cima de la cadena alimentaria. Como era de esperar, han descubierto que muchos de estos avances tuvieron lugar en el cuerpo: el desarrollo de las cuerdas vocales, por ejemplo; o un pulgar oponible, que nos dio la destreza manual para producir y usar herramientas; e incluso la postura erecta y la carencia de pelaje, que juntas nos permitieron —se ha sostenido que la primera por minimizar la superficie del cuerpo expuesta al sol del mediodía y la segunda por facilitar de manera importante el enfriamiento del cuerpo— correr tras presas más veloces, pero cubiertas de pelaje, hasta que éstas caían, agotadas por el calor.[16] En la sabana africana no teníamos necesidad de correr más rápido que nuestras presas ni de vencerlas en lucha, afirma esta teoría, sino que bastaba simplemente con enfriarnos mejor.
Gran parte de los avances que condujeron a nuestro predominio sobre otros animales se produjo realmente en el cuerpo, que con el tiempo se hizo más alto, más erecto, más rápido, más frío, más hábil y mucho más locuaz. Otros avances igualmente importantes tuvieron lugar en el cerebro. De acuerdo con algunas explicaciones evolucionistas, la prehistoria humana fue impulsada por el desarrollo del neocórtex, que es el nivel racional, consciente, más reciente y más externo del cerebro. Cuando esta estructura cerebral llegó a su plenitud, desarrollamos la capacidad de prever el futuro y escoger nuestras acciones y, con ello, liberarnos de los comportamientos automáticos y de la esclavitud animal respecto de las necesidades corporales inmediatas. Este relato de la evolución del cerebro y de la índole cada vez más abstracta del pensamiento humano es correcto en su mayor parte, pero también es la intriga secundaria de la historia de la evolución que más se presta a una mala interpretación. En efecto, de este relato se podría fácilmente deducir la importancia cada vez menor del cuerpo en nuestro éxito como especie. Un ejemplo extremo de este punto de vista puede encontrarse en la ciencia ficción, donde se suele presentar a los seres humanos del futuro como pura cabeza, un bulbo craneano asentado sobre un cuerpo atrofiado. En este género literario, así como en la imaginación popular, el cuerpo es concebido como reliquia de una prehistoria bestial que más vale olvidar.
La existencia misma de ese relato, que persiste en la imaginación popular, es un testimonio más del poder que sigue teniendo la antigua idea de una división entre el cuerpo y la mente, según la cual el cuerpo desempeña un papel secundario y en gran medida engañoso en nuestra vida, al tentarnos a abandonar la senda de la razón. No hace falta decir que se trata de un relato simplista. El cuerpo y el cerebro no evolucionaron por separado, sino conjuntamente. Algunos científicos han comenzado recientemente a estudiar las maneras en que los canales de comunicación entre el cuerpo y el cerebro se hicieron más complejos en los humanos que en otros animales, las maneras en que, con el tiempo, la unión de cerebro y cuerpo se ha hecho más firme, no menos. Apoyados en esta investigación podemos advertir que hay otro relato posible de nuestra historia, más completo y mucho más enigmático: que el auténtico milagro de la evolución humana fue el desarrollo de sistemas avanzados de control destinados a sincronizar el cuerpo y el cerebro.
En los humanos modernos, el cuerpo y el cerebro intercambian un torrente de información y ese intercambio tiene lugar entre iguales. Pensamos con frecuencia que no es así, que la información que procede del cuerpo no es otra cosa que datos que se introducen en el ordenador de la cabeza y que posteriormente, en base a ellos, el cerebro envía órdenes sobre lo que hay que hacer. Cambiando de analogía, tendemos a pensar el cerebro como titiritero y el cuerpo como títere. Es una imagen completamente errónea. La información enviada por el cuerpo es mucho más que meros datos; está cargada de sugerencias, a veces sólo susurradas, a veces transmitidas a gritos, sobre la manera en que el cerebro debiera emplearla. Los más insistentes de estos avisos informativos los experimentamos como deseos y emociones; los más sutiles y difíciles de discernir, como sensaciones instintivas. A lo largo del extenso período de la prehistoria de nuestra evolución, este input corporal del pensamiento ha demostrado ser esencial para el logro de rapidez en las acciones y corrección en el juicio. En realidad, si consideramos más detenidamente el diálogo entre el cuerpo y el cerebro apreciaremos adecuadamente la importancia decisiva de la contribución del cuerpo a la toma de decisiones y, en especial, a la asunción de riesgos, incluso en los mercados financieros.