¿PODEMOS CONFIAR EN NUESTRAS CORAZONADAS?

Como hemos visto en el capítulo anterior, gran parte de nuestras sensaciones, pensamientos y reacciones automáticas se producen con rapidez y de modo preconsciente. Algunos de los científicos que estudiaron las diferencias entre pensamiento preconsciente y consciente les han dado nombres que vale la pena recordar. Daniel Kahneman los llama pensamiento rápido y pensamiento lento;[62] Arie Kruglanski y sus colegas, al enfatizar el elemento motor del pensamiento, los llaman locomoción y evaluación;[63] otros los llaman toma de decisión en caliente y en frío. Personalmente, prefiero concebirlos como pensamiento conectado y desconectado. Colin Camerer, George Loewenstein y Drazen Prelec, tres de los fundadores del nuevo campo de la neuroeconomía, han revisado esta investigación y resumido las diferencias entre los dos tipos de procesamiento cerebral con las etiquetas de pensamiento automático y pensamiento controlado.[64]

Pensamiento automático Pensamiento controlado

Involuntario Voluntario

Sin esfuerzo Esforzado

Procede en paralelo, dando muchos pasos a la vez Procede de manera consecutiva, un paso tras otro

En gran parte opaco a la introspección; no podemos seguir la huella de los pasos mentales que hemos dado para llegara una conclusión En gran parte abierto a la inspección; podemos seguir la huella de los pasos mentales que hemos dado para llegar a una conclusión

La mayor parte de nuestro pensamiento, señalan estos autores, tiene lugar de manera automática; es como un zumbido muy suave y eficiente que se produce con rapidez entre bambalinas.

Una buena ilustración del pensamiento automático nos la ofrece un experimento dirigido por Pawel Lewicki y sus colegas, en el que pidieron a los participantes que predijeran en una pantalla de ordenador la localización de una cruz que aparecería en diferentes lugares y luego desaparecería.[65] Aunque los sujetos del experimento no lo sabían, la localización de la cruz seguía una regla, de modo que la predicción era posible. Sin embargo, la regla era tan complicada que ningún sujeto del experimento pudo formularla explícitamente. Sin embargo, a pesar de su incapacidad para descubrir cuál era la regla, la habilidad de la gente para localizar la cruz mejoraba. En otras palabras, aprendían la regla de manera preconsciente. Cuando, ocasionalmente, Lewicki cambiaba la regla, las personas ya duchas en el juego perdían su destreza y tenían que reiniciar el aprendizaje desde el principio. Es un experimento precioso, que demuestra que muchos de los procesos mentales que suponemos conscientes se producen en realidad bajo la superficie de la conciencia.

Las intuiciones de los operadores financieros se apoyan muy probablemente en este tipo de procesamiento preconsciente de correlaciones. Pero para formular un juicio como éste tengo que andar con pies de plomo, pues se trata de un campo minado de problemas. Para empezar, muchos economistas y científicos cognitivos han discutido la supuesta fiabilidad de la intuición y de las sensaciones instintivas.[66] ¿Podemos confiar en los juicios que irrumpen sin más en la cabeza? ¿Son de verdad las sensaciones instintivas esas revelaciones oraculares que tan a menudo se afirma que son? Los economistas conductuales piensan que no. Estos investigadores han mostrado convincentemente y con gran detalle que buena parte de nuestro pensamiento automático viene envuelto de prejuicios que a menudo nos crean problemas.[67] Otros, en particular el psicólogo alemán Gird Gigerenzer, responden que una parte importante de nuestras pautas de pensamiento automático son en realidad adaptaciones eficientes a problemas de la vida real.[68] Pero sigue en pie la pregunta: si las sensaciones instintivas son a veces correctas y a veces erróneas, ¿cómo sabemos cuándo podemos confiar en ellas? Si no podemos saberlo, las intuiciones no nos sirven de mucho, francamente. En cambio, sostienen muchos economistas, psicólogos y filósofos, deberíamos utilizar el pensamiento más controlado e introducir los correctivos de la lógica y el análisis estadístico para superar los inconvenientes de las primeras impresiones.[69]

Para responder a la pregunta sobre si podemos o no confiar en las intuiciones, deberíamos reconocer ante todo que la intuición no es un don oculto, sino una habilidad. Una penetrante respuesta en esta línea surgió de la relación, al principio de enfrentamiento y luego de colaboración, entre Daniel Kahneman y Gary Klein, psicólogo que estudia la toma de decisiones natural, es decir, la propia de los expertos en sus respectivos campos de trabajo.[70] Al comienzo, Kahneman dudaba de la fiabilidad de la intuición, en tanto que Klein creía en ella. Mientras debatían sobre sus desacuerdos se hizo evidente que sus diferentes puntos de vista derivaban del tipo de personas a las que dedicaban sus respectivos estudios. Klein trabajaba con sujetos que habían desarrollado una destreza en la toma de decisiones rápidas —bomberos, personal médico de urgencias, pilotos de caza— y que poseían sin ninguna duda intuiciones fiables. Kahneman, por su parte, trabajaba con personas cuyas predicciones no superaban en acierto la mera probabilidad —científicos sociales, analistas políticos, seleccionadores de títulos— y a las que era imposible escuchar sin una recomendable dosis de incredulidad. Entonces, ¿qué era lo que diferenciaba esos dos grupos? ¿Por qué uno de ellos desarrollaba una intuición cualificada y fiable, mientras que el otro no?

Kahneman y Klein comenzaron por acordar que la intuición es el reconocimiento de pautas.[71] Cuando desarrollamos una habilidad en algún juego o actividad, creamos un banco de memoria de pautas de las que hemos tenido experiencia y cuyas consecuencias hemos conocido. Más tarde, cuando nos encontramos en una situación nueva, examinamos rápidamente nuestros archivos en busca de la pauta almacenada que más se parezcan a la nueva. De los grandes maestros del ajedrez, por ejemplo, se dice que almacenan hasta 10 000 configuraciones del tablero, a las que acuden en busca de pistas sobre el próximo paso que van a dar.[72] Por tanto, la intuición no es en absoluto más misteriosa que el reconocimiento.

A partir de aquí, Kahneman y Klein llegaron a la conclusión de que las intuiciones son fiables únicamente si se cumplen dos condiciones: en primer lugar, sólo es posible desarrollar una destreza si se trabaja en un medio con características lo suficientemente regulares como para que las pautas se repitan; en segundo lugar, hemos de encontrar esas pautas con frecuencia y recibir con rapidez información de su rendimiento, pues sólo así podemos aprender. El hecho de jugar al ajedrez ilustra estas condiciones; los grandes maestros del ajedrez juegan un partido tras otro, las reglas son fijas, y rápidamente se dan cuenta de si sus movimientos han sido correctos o no. Algo muy parecido puede decirse del personal sanitario de urgencias, los bomberos y los pilotos de caza. Por otro lado, los analistas políticos viven en un mundo demasiado fluido y complejo como para producir pautas, e incluso cuando aparece algo semejante a ellas, sucede a intervalos tan prolongados que su aprendizaje resulta excesivamente lento: «Recordad», advierte Kahneman, «esta regla: no es posible confiar en la intuición si el medio no presenta regularidades estables.»[73]

En nuestro caso, la pregunta toma esta forma: ¿presentan regularidades estables los mercados financieros? Sólo si esto ocurre pueden los operadores bursátiles y los inversores confiar en sus corazonadas. En el terreno de la economía, las opiniones acerca de este tema han sido prácticamente unánimes: los mercados no presentan regularidades estables. El juicio más rotundo a este respecto es el de la Hipótesis de los Mercados Eficientes en economía. De acuerdo con los economistas que sostienen esta hipótesis, el mercado se mueve cuando llega nueva información, y puesto que, por su propia naturaleza, las novedades son impredecibles, también lo es el mercado. La leyenda de los heroicos agentes de bolsa e inversores que se inspiran en sus sensaciones instintivas es para ellos pura mitología. Nadie puede predecir el mercado ni superarlo sistemáticamente.

¿Es esto cierto? Robert Shiller, economista de Yale, sospecha que no. No comparte la idea de que nada —ni el trato personal, ni el entrenamiento— pueda mejorar el rendimiento de un operador financiero. Por el contrario, Shiller cree que la inversión es como cualquier otra ocupación y que la inteligencia, la educación, el entrenamiento y el trabajo esforzado pueden mejorar realmente el rendimientio.[74] Creo que tiene razón. Y sospecho además que la Hipótesis de los Mercados Eficientes ha sido una bendición para muchos físicos, ingenieros y criptógrafos empleados por los fondos de cobertura, pues estos científicos han sido capaces de hallar pautas financieras allí donde los teóricos del mercado creían que todo era puro ruido, y construir algoritmos para explicar esas pautas.[75] La teoría de los mercados eficientes, dado que durante décadas ocupó el lugar de la ortodoxia, puede haber limitado la cantidad de competidores en busca de estas pautas.

Mi experiencia con los operadores financieros muestra que pueden aprender pautas, que pueden desarrollar destrezas en la predicción del mercado. Lionel Page, un brillante estadístico y economista conductual colega mío, y yo mismo hemos sometido a prueba esta hipótesis observando con qué continuidad ganaba dinero un grupo de operadores, entendiendo por continuidad lo que en el mundo de las finanzas se conoce como ratio de Sharpe. La idea que subyace a esta medida es simple: mide el riesgo que se ha asumido en la ganancia de un montante dado de dinero. Por ejemplo, si un operador gana 100 millones de dólares y en el lapso en que lo hace nunca gana ni pierde más de 5 millones en un solo día, su rendimiento ha sido estable; su riesgo, bajo, y su ratio de Sharpe, alta. Si otro operador financiero alterna entre ganar 500 millones de dólares un día y perderlos al día siguiente, su beneficio no parece ser más que resultado del azar, del puro y ciego azar incluso, su riesgo es mucho más alto y su ratio de Sharpe es baja.

Se puede comparar las diferencias entre estos operadores con el estilo de conducir de dos taxistas. El primero se mantiene en la velocidad límite y lleva a su pasajero al aeropuerto en cuarenta y cinco minutos. El segundo viaja a 160 kilómetros durante quince minutos, se detiene para tomar un café, retrocede 15 kilómetros para coger un periódico y luego pisa a fondo el acelerador hasta alcanzar los 190 kilómetros por hora con coches en sentido contrario, protesta interminablemente por el tráfico y apenas consigue evitar varios choques frontales, pero por milagro llega al aeropuerto en cuarenta y cinco minutos. «¿Lo ve? Le dije que llegaría usted a tiempo», dice mientras extiende la mano para recibir una prima, quiero decir una propina. Ahora bien, ¿a cuál de estos conductores le daría usted una propina? Las ratios de Sharpe permiten a los bancos someter a sus operadores a un test de conducción.

De acuerdo con la hipótesis del mercado eficiente, los operadores e inversores no pueden ganar dinero con mayor continuidad que la del propio mercado de valores. Afirmar esto equivale a decir que no se puede conducir hasta el aeropuerto —respetando el límite de velocidad, se entiende— en menos de cuarenta y cinco minutos. Pero en nuestro estudio hemos comprobado que los operadores sí podían. Eran como hábiles taxistas que no paran de imaginar caminos más cortos hacia el aeropuerto. El S&P 500 (índice de los precios de los 500 grandes valores de Estados Unidos) tiene una ratio de Sharpe a largo plazo de 0,4, mientras que los operadores experimentados de nuestro estudio tenían ratios superiores a 1,0, el mejor nivel entre fondos de cobertura.[76]

¿Tuvieron suerte? ¿O habilidad? El interés de la pregunta trasciende lo meramente académico. Los bancos y los fondos de riesgo tienen que decidir cómo colocar el capital, los límites de riesgo y las primas para los operadores, de modo que es decisivo que sean capaces de distinguir entre buena suerte y habilidad. Durante la crisis crediticia de 2007-2009, los directivos de estas compañías descubrieron, para su consternación y la de todo el mundo, que, al fin y al cabo, la mayoría de sus operadores estrella era como el alocado taxista de marras y perdió en esos dos años más dinero del que había ganado en los cinco anteriores. ¿Podían los bancos distinguir entre buena suerte y habilidad?

Nuestros datos indicaron que sí, que podían. Hemos descubierto que los operadores experimentados que ganaron dinero de manera coherente, incluso en tiempos de crisis de crédito, fueron aquellos cuya ratio de Sharpe había ido subiendo a lo largo de sus respectivas carreras. Cuando cruzamos sus ratios con los años que llevaban en el negocio descubrimos una curva notablemente ascendente, lo que indicaba que habían ido aprendiendo a hacer negocios con menos riesgo. Shiller tenía razón: el entrenamiento y el esfuerzo rinden fruto en los mercados. Este hallazgo nos condujo a sugerir a los bancos y a los fondos de cobertura que podían determinar qué operadores habían desarrollado una habilidad por la que mereciera la pena pagar simplemente con observar la curva de su ratio de Sharpe durante los años en que operaron.[77] Si la curva era ascendente, probablemente el operador había desarrollado una capacidad de reconocer pautas que merecía la pena recompensar.

De este análisis de la intuición, las corazonadas y nuestros datos sobre la ratio de Sharpe se desprenden un par de puntos. En primer lugar, que parece haber algo así como una habilidad para operar. Los mercados financieros parecen cumplir los criterios que Kahneman y Klein proponen para que un entorno justifique la confianza en la intuición. No es sorprendente, por tanto, que con frecuencia las discusiones entre los operadores comparen el mercado actual con alguno en el que hayan trabajado previamente: «Esta crisis de crédito da la impresión de ser exactamente igual al default ruso del 98. Apuesto por la recuperación del yen». La mayor parte del diálogo de un operador, sin embargo, es interior y preconsciente; un buen operador financiero escucha atentamente los susurros del pasado.

En segundo lugar, que la pregunta que a menudo aflora en las discusiones sobre la intuición —a saber, ¿qué es más fiable: la intuición o la racionalidad consciente?— no deja de encerrar una trampa. Usamos ambas, inevitablemente. Si tratáramos de utilizar únicamente la racionalidad consciente, si tratáramos de emular a Spock, descubriríamos haber dado un incontrolable paso atrás en lo concerniente a la mayoría de las decisiones que tomamos en el campo del pensamiento rápido, el que hemos reconocido antes como pensamiento conectado. A la pregunta por la fiabilidad de las decisiones resultantes no se puede responder de una vez por todas: ni «sí, confía siempre en tus corazonadas», ni tampoco «no, elabora un árbol de decisiones». La respuesta dependerá del entrenamiento personal. No deberíamos preguntar si hemos de confiar en nuestras intuiciones; lo que deberíamos preguntar es cómo entrenarnos para poseer una habilidad en la que se pueda confiar.