ESTRÉS CRÓNICO Y AVERSIÓN AL RIESGO

Para comprender la maligna influencia del estrés en el mundo financiero, tenemos que apreciar la diferencia entre una exposición aguda a las hormonas del estrés, esto es, niveles moderados durante breves períodos, y una exposición crónica, es decir, niveles elevados durante períodos prolongados, pues estos dos tipos de exposición tienen efectos muy diferentes y, en muchos casos, diametralmente opuestos. El cortisol despliega la misma curva en forma de ∩ que presenta la relación dosis-respuesta y a la que ya hemos hecho referencia, lo que significa que niveles moderados tienen efectos beneficiosos sobre el rendimiento cognitivo y físico, mientras que los niveles elevados los deterioran.

La exposición moderada al cortisol antes de los anuncios de los analistas realza la vigilancia de los operadores, la detección de señales, la preparación metabólica y el rendimiento motor y mejora el estado de ánimo casi al punto de la euforia. Una reacción aguda como ésta los dotó de una bienvenida efectividad. Pero la exposición crónica a la que han estado sometidos el último mes y medio los envenena lentamente, causando estragos en sus sistemas cardiovascular e inmune y, con toda probabilidad, deteriorando su capacidad para evaluar el riesgo. La razón de esta diferencia en los efectos reside en que la respuesta de estrés evoluciona como una represalia rápida, fugaz y muscular; fue diseñada para entrar en funcionamiento rápidamente y apagarse tras un breve lapso. Si no ocurre así, surgirán problemas médicos de gran alcance, en buena parte debido a que la respuesta de estrés es muy costosa desde el punto de vista metabólico. El agudo estado de preparación para la acción que esta respuesta produce sólo puede mantenerse un tiempo prolongado al precio de la ruptura de muchos tejidos del cuerpo, lo que equivale a mantener caliente una casa a costa de quemar el mobiliario.

Desgraciadamente, en los mercados financieros y en general en la sociedad, el estrés puede persistir mucho tiempo, porque las antiguas regiones del cerebro que controlan la respuesta de estrés —la amígdala, el hipotálamo y el tronco cerebral— son incapaces de distinguir con claridad entre una amenaza física, que (de una u otra manera) es normalmente breve, y una amenaza psicológica o relacionada con el trabajo, que puede durar meses o incluso años.

Esta última es la situación en la que ahora se encuentra Scott. La exposición prolongada al cortisol ha comenzado a dañar su capacidad para pensar y asumir riesgos casi al punto de anularlo como operador. Parte del problema proviene de un cambio importante en el funcionamiento de la memoria. El cortisol afecta a la memoria porque actúa sobre densos campos receptores en la amígdala y en una región cercana del cerebro llamada hipocampo.[226] Estas dos regiones funcionan en el recuerdo de acontecimientos estresantes como un tag team de lucha libre. Pero codifican distintos aspectos de la memoria: la amígdala codifica el significado emocional de un acontecimiento; el hipocampo, los detalles fácticos.

Esta división neural del trabajo puede ilustrarse con el ejemplo de una niña que aprende a montar en bicicleta. Tras muchas salidas fallidas, finalmente la niña arranca y, quién lo habría dicho, avanza por la calle sin ayuda: una sensación maravillosa. Sin embargo, en su excitación, cruza una bocacalle sin mirar y escapa por los pelos a que la atropelle un coche. La niña disecciona la experiencia y almacena sus distintas partes en zonas ampliamente dispersas de su cerebro, desde la corteza hasta el tronco cerebral. El control motor que subyace a la proeza de montar puede quedar bloqueada, y a salvo de futuros daños del tiempo, en el cerebelo, región del cerebro que sigue funcionando aun cuando un paciente sufra de amnesia total. «Es como montar en bicicleta» es una expresión que se usa comúnmente para hacer referencia a algo prácticamente imposible de olvidar. El aspecto conceptual de la experiencia de aprendizaje, tal vez el punto en el que la niña comprende que cuanto más rápido vaya, más fácil le resultará mantenerse sobre las dos ruedas, puede almacenarse en el cerebro racional, el neocórtex. Los hechos que rodean su primer viaje en bicicleta —la hora del día, el lugar, las condiciones meteorológicas, con quién estaba, etc., en resumen, su memoria autobiográfica— se almacenan en el hipocampo (aunque después de un tiempo se desplazan a archivos de almacenamiento más profundos del neocórtex). Y el miedo provocado por la inminencia del accidente puede estar almacenado en la amígdala. Si esa niña volviera a la misma bocacalle dos años después, pero con el hipocampo dañado, no podría recordar la inminencia del accidente, pero su amígdala la llenaría de miedo, provocando una reacción sin más capacidad de discernimiento que «Tengo miedo, esto no me gusta». Si, en cambio, la niña volviera con el hipocampo intacto, pero la amígdala dañada, recordaría todos los detalles de la inminencia del accidente, pero sin reacción emocional al acontecimiento recordado, pues la actitud del hipocampo es: «Sólo los hechos, señorita».

De estas regiones cerebrales y de los distintos tipos de memoria que almacenan, la amígdala y el hipocampo son las que más afectadas resultan por las hormonas del estrés. Mediante un hecho extraordinario de la ingeniera química, las mismas hormonas del estrés que nos preparan el cuerpo para afrontar físicamente un reto de estrés, también instruyen a la amígdala y el hipocampo para que lo recuerden, de modo que la próxima vez podamos evitar este riesgo u otro similar. Un atraco, un accidente de coche, un encuentro con una serpiente, noticias sobre el 11-S, etiquetados por el cortisol para un almacenamiento especial, son acontecimientos captados para la vida como «flashes de la memoria». Años después, incluso en la vejez, parecemos recordar todos los detalles que los rodean. La adrenalina, actuando a través del nervio vago, asiste al cortisol en la fijación de estos recuerdos, y se ha sugerido que la administración de betabloqueantes, que inhiben los efectos de la adrenalina inmediatamente después de un acontecimiento traumático, puede contribuir a prevenir la creación de flashes de la memoria[227] y disminuir el riesgo de posteriores ataques de pánico y de perturbaciones de estrés postraumático.[228] En todo caso, esta semana, cuanto el mercado hipotecario se derrumbó sobre Scott arrebatándole el año de ganancias, los acontecimientos quedaron grabados en su memoria.

Así como los elevados niveles de cortisol nos ayudan a conservar recuerdos traumáticos, así también nos ayudan más tarde a recuperar esos recuerdos. A medida que los niveles de cortisol aumentan y nuestra exposición a la hormona se hace crónica, recordamos cada vez más los acontecimientos que fueron almacenados bajo su influencia.[229] Scott comprueba ahora que evoca recuerdos predominantemente perturbadores. Tiende a demorarse en acontecimientos desagradables —el fracaso en cálculo infinitesimal en la escuela secundaria, una pelea en el vestuario, pérdidas durante el crac del puntocom—, con preferencia a otros placenteros, como el encuentro con su novia, las vacaciones en Verbier o los negocios con buenos resultados. Lo importante es que, cuando evalúa un negocio, Scott se inspira ahora cada vez más en precedentes negativos para determinar los riesgos, y un recuerdo tan selectivo de las cosas que han ido mal puede promover una aversión irracional al riesgo.

Los niveles crónicamente elevados de cortisol, además de los efectos que producen en la memoria, tienen también consecuencias muy importantes y perturbadoras para el pensamiento, pues alteran la forma y el tamaño de diversas regiones cerebrales. Una vez más, la amígdala y el hipocampo se ven especialmente afectados, puesto que contienen más receptores de cortisol que otras áreas del cerebro.[230] Si elevados niveles de cortisol persisten el tiempo suficiente, pueden matar neuronas del hipocampo[231] y reducir su volumen hasta un 15%,[232] como ocurre en los pacientes con síndrome de Cushing, enfermedad en la cual los tumores de las suprarrenales o la pituitaria mantienen una superproducción crónica de hormonas del estrés. Afortunadamente, el hipocampo es una de las pocas zonas cerebrales capaces de recrear neuronas, de modo que, una vez finalizado el estrés, puede regenerarse. Algunos neurocientíficos, en particular Bruce McEwen, creen que esta pérdida temporal del volumen del hipocampo sirve para amortiguar el impacto del estrés en el cerebro.[233] Efectivamente, en tiempos difíciles, el hipocampo hiberna.

Puede que el hipocampo de Scott se contraiga bajo la influencia del cortisol, pero la amígdala experimenta el efecto contrario. Las neuronas de la amígdala son fertilizadas por el cortisol y dan lugar a una rica arborización (crecimiento de ramas),[234] lo que hace más emocional y menos fáctico el pensamiento de Scott, a la vez que deteriora su capacidad para embarcarse en análisis racionales. Ciertos estudios han sugerido incluso que en condiciones extremas de estrés, el córtex prefrontal queda realmente desconectado, lo que daña el pensamiento analítico y deja el cerebro funcionando únicamente sobre la base de reacciones almacenadas, en su mayor parte emocionales e impulsivas.[235]

Los operadores que padecen neurosis de guerra, bajo la influencia de una amígdala francamente activa, se convierten en presa de rumores y de patrones imaginarios. En un estudio reciente, dos psicólogos presentaron modelos aleatorios y desprovistos de significado a participantes sanos, que acertadamente no vieron en ellos nada significativo, y luego a personas que habían estado expuestas a un estresor incontrolable, quienes sí hallaron patrones en el ruido.[236] En condiciones de estrés, imaginamos patrones donde no existen. Un impresionante ejemplo extraído de la vida real de este fenómeno nos lo cuenta Paul Fussell en su asombroso libro La Gran Guerra y la memoria moderna. Los soldados que vivían en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial en las condiciones más inimaginables de miedo y de incertidumbre, carecían de información fiable de la guerra, porque el periódico oficial del ejército apenas contenía otra cosa que propaganda inexacta. En ausencia de información de confianza y con desesperada necesidad de ella, los soldados caían presa de los rumores de una manera que no se conocía desde la Edad Media, rumores relativos a espías fantasmales que conversaban con los soldados de vanguardia antes de desaparecer en la niebla; de ángeles en el cielo sobre el Somme; de una fábrica detrás de las líneas enemigas llamada Destructor, donde los cuerpos de los soldados aliados eran fundidos para aprovechar su grasa; de tribus de desertores salvajes que en tierra de nadie se alimentaban de soldados heridos. Los operadores que pasan por una crisis financiera sufren una vulnerabilidad igualmente lamentable al rumor y la sospecha de conspiración. Todo banco, individual o colectivamente, en uno u otro momento, se hunde; los fondos de cobertura, los gigantescos, por supuesto, conspiran para hundir los mercados; los chinos deprimen los bonos del Tesoro; Gran Bretaña declara el default de su deuda soberana; los brokers se suicidan. Todo rumor de catástrofe es objeto de la misma credibilidad y produce en los mercados el mismo efecto que los puros y duros datos de la economía.

Los efectos letales del cortisol sobre el cerebro se combinan con otras sustancias químicas producidas durante el estrés, una de ellas, llamada CRH (abreviatura en inglés de la hormona liberadora de corticotropina), en la amígdala. La CRH en el cerebro instila ansiedad[237] y lo que se conoce como «angustia de anticipación», temor generalizado ante el mundo que conduce a una conducta huraña.[238] Junto con el cortisol, también elimina la producción de testosterona, la hormona vigorizante que tanto fortaleció la confianza de Scott, su conducta exploratoria y la toma de riesgos durante el mercado alcista. Ahora se asusta con facilidad, desarrolla una atención selectiva a hechos tristes y deprimentes, las novedades le llegan cargadas de malos augurios y parece encontrar peligro por doquier, incluso donde no existe.[239] Esta paranoia tiñe cualquier experiencia; y cuando vuelve por la noche a su casa en taxi, a Scott le parece que hasta su amada Nueva York, otrora chispeante de oportunidades y de excitación, ha adoptado últimamente una silueta amenazadora. Como resultado del estrés crónico, Scott, lo mismo que sus colegas, se ha vuelto irracionalmente reacio al riesgo.

A mediados de diciembre, la industria financiera ha soportado un mes y medio de interminable volatilidad y pérdidas ininterrumpidas. Las vísperas de Navidad son normalmente uno de los momentos más optimistas y divertidos del año, con las vacaciones y la temporada de esquí por delante, seguidas de los pagos de las primas de Año Nuevo. Pero la alegría que había sobrevivido al crac ha quedado aplastada por los despidos, despiadadamente anunciados justo antes de Navidad, que afectan al 15% de la plantilla de ventas y de operaciones. Poca gente cobrará alguna prima. Por otro lado, los afortunados que, como Martin y Gwen, recibirán una pequeña prima, albergan un profundo resentimiento porque este año han batido récords de beneficios y han contribuido a mantener el banco a flote, mientras que operadores como Stefan, al que se pagaron más de 25 millones de dólares el año pasado, han contribuido a la voladura del banco y, con ella, a la de las primas de Martin y Gwen. Scott no recibirá absolutamente nada y no sabe cuánto tiempo más conservará su empleo. Los despidos han sido anunciados más o menos por igual en Wall Street y en la City de Londres. Muchas empresas, al verse en quiebra, han cerrado sus puertas. Una por una, las luces se han ido apagando en el mundo financiero.

Con sus empleos en peligro, los operadores como Scott tienen una desesperada necesidad de ganar dinero, pero se sienten extrañamente inútiles para iniciar un negocio, incluso uno que parezca atractivo, pues es como si un campo de fuerza les impidiera coger los teléfonos. Se han convertido en unos «miedicas». Una reducción de la toma de riesgos entre los operadores sería un cambio positivo en condiciones normales, pero durante un crac constituye una amenaza a la estabilidad del sistema financiero. Los economistas dan por supuesto que los agentes económicos actúan racionalmente y que de este modo responden a señales de precios tales como los tipos de interés, que son el precio del dinero. Así las cosas, piensan que ante un crac del mercado bastaría que los bancos centrales bajaran los tipos de interés para estimular la compra de activos de riesgo, que así ofrecerían retornos atractivos en comparación con las bajas tasas de interés de los bonos del Tesoro. Pero los bancos centrales han tenido muy poco éxito en detener la tendencia a la baja de un mercado que se hunde. Una posible razón de este fracaso podría estar en que los niveles crónicamente altos de cortisol en la comunidad bancaria producen poderosos efectos cognitivos. Los esteroides a niveles fáciles de encontrar en individuos altamente estresados pueden convertir a los operadores en individuos irracionalmente reacios al riesgo[240] e incluso insensibles al precio. En comparación con los fantasmales temores que ahora atormentan con pesadillas a los operadores, el descenso del 1% o 2% en los tipos de interés tiene en ellos un impacto trivial. Cuando los directivos de los bancos centrales y los responsables de marcar una política piensan dar una respuesta a una crisis financiera deben tener en cuenta que durante un mercado bajista severo, la banca y la comunidad inversora pueden convertirse rápidamente en una población clínica.

Una condición particularmente desgraciada que afecta a los operadores es la que se conoce como «indefensión aprendida»,[241] en la cual una persona pierde toda confianza en su capacidad para controlar su propio destino. Se ha comprobado que animales expuestos repetidamente a estresores incontrolables pueden permanecer patéticamente dentro de la jaula en la que se ha realizado el experimento, aun cuando se deje con la puerta abierta.[242] Análogamente, tras semanas y meses de pérdidas y volatilidad, los operadores también pueden abandonarse, desplomados en su asiento, y no responder a las oportunidades de beneficio que muy poco tiempo atrás no habrían dejado escapar. En realidad, hay ciertas evidencias que sugieren que tal vez el tipo de personas al que pertenecen los operadores sea particularmente proclive a esta forma de desplome. Los bancos y los fondos de cobertura normalmente escogen a los operadores por su actitud correosa, su firme voluntad de asumir riesgos y su optimismo. El optimismo es en general un rasgo valioso en una persona, y en especial en un operador financiero, pues impulsa a abrazar el riesgo y a prosperar con él. Pero no siempre. No si han estado expuestos a estresores imprevisibles y de larga duración. La investigación ha sugerido que la gente optimista, la que está acostumbrada a que las cosas le salgan bien, puede no saber gestionar el fracaso repetido y terminar con el sistema inmunológico dañado y más enfermedades.[243] Los financieros, tan bien adaptados al mercado en alza, pueden estar constitucionalmente mal preparados para gestionar mercados bajistas.

Una señal elocuente del comienzo de una indefensión aprendida es la remisión de la cólera en el parqué, pues la cólera es en realidad la señal de que alguien espera tener el total control de la situación. Durante una crisis, cuando las maldiciones amainan, cuando se rompen pocos teléfonos y la rabia da paso a la resignación, la retracción y la depresión, es muy probable que los operadores hayan sucumbido a la indefensión aprendida. Cuando el estrés en el mundo financiero ha llegado al estado patológico, los gobiernos deben dar un paso adelante, como lo hicieron en 2008-2009, y realizar la tarea a la que los operadores ya no pueden hacer frente: comprar activos de riesgo, reducir el riesgo del crédito, sacar de su profundo desánimo a los operadores, reducidos a un estado de neurosis de guerra.