SABER ANTES DE SABER
La transmisión al cerebro consciente de todos estos agregados ad hoc a la información evita que uno se quede irremediablemente fuera de la realidad. Pero el cerebro tiene una manera incluso más eficaz de salvarle a uno de la fatal lentitud de la conciencia. Cuando urgen reacciones rápidas, deja íntegramente de lado la conciencia y pasa a depender de los reflejos, la conducta automática y lo que se llama «procesamiento preatencional». El procesamiento preatencional es un tipo de percepción, toma de decisión e iniciación de movimientos que se produce sin consulta alguna con el cerebro consciente e incluso antes de que éste se aperciba de lo que está sucediendo.
Ese procesamiento, y su importancia para la supervivencia, ha sido descrito de manera incomparable en Sin novedad en el frente, el extraordinario libro de Erich Maria Remarque, que fue soldado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Remarque explica que, para sobrevivir en el frente, los soldados tenían que aprender muy rápidamente a distinguir, en medio del estruendo general, el «pérfido murmullo de estos proyectiles […] que apenas hacen ruido» y que eran los que mataban a la infantería. Los soldados experimentados desarrollaban reacciones que los mantenían vivos incluso en un bombardeo de la artillería: «Una parte de nuestro ser», nos dice Remarque, «retrocede miles de años en cuanto estallan los primeros obuses. Es el instinto de la bestia el que despierta en nosotros, el que nos guía y nos protege. No es consciente, es mucho más rápido, más seguro, más infalible que la conciencia clara. No puede explicarse. Vas andando sin pensar en nada y, de pronto, te arrojas al suelo mientras, por encima de tu cabeza, vuelan los pedazos de un obús; no te acuerdas, sin embargo, de haber oído silbar la bomba ni de haber pensado en esconderte. Si hubieras de fiarte de ti mismo, no hay duda de que tu cuerpo no sería más que un montón de carne esparcida por todas partes. Es este otro elemento, este instinto perspicaz, el que nos ha movilizado y salvado sin saber cómo.»[46]
Hace mucho tiempo que los neurocientíficos saben que la mayor parte de lo que transcurre en el cerebro es preconsciente. Pruebas convincentes de esto pueden hallarse en el trabajo de científicos que calcularon la amplitud de banda de la conciencia humana. Los investigadores de la Universidad de Pensilvania, por ejemplo, descubrieron que la retina humana transmite al cerebro aproximadamente 10 millones de bits de información por segundo, más o menos la capacidad de una conexión de Ethernet;[47] y el fisiólogo alemán Manfred Zimmermann calculó que los otros sentidos humanos registran un millón más de bits de información por segundo. Eso da a nuestros sentidos un total de una amplitud de banda de 11 millones de bits por segundo; pese a este inmenso flujo de información, a la conciencia no llegan en realidad más de unos 40 bits por segundo.[48] En otras palabras, sólo somos conscientes de una franja insignificante de la información que llega al cerebro para ser procesada.
Un ejemplo fascinante de este procesamiento preconsciente lo proporciona un fenómeno conocido como visión ciega. Fue primero objeto de curiosidad y luego tema de interés para la medicina durante la Primera Guerra Mundial, cuando los médicos se dieron cuenta de que ciertos soldados que habían quedado ciegos por una herida de bala o de obús en el córtex visual (pero que conservaban intactos los ojos) bajaban la cabeza cuando se les arrojaba contra ella un objeto, por ejemplo, una pelota. ¿Cómo podían «ver» estos soldados ciegos? Veían, como se descubrió más tarde, con una parte más primitiva del cerebro. Cuando la luz entra en el ojo, su señal sigue la vía ya descrita hasta el córtex visual, que es una región relativamente nueva del cerebro. Sin embargo, parte de la señal también pasa por una zona llamada colículo superior, situada debajo del córtex, en el mesencéfalo (véase la figura 5). El colículo superior es un antiguo núcleo (colección de células) que primitivamente se usó para seguir objetos, como insectos o presas veloces, de modo que nuestros antepasados reptilianos pudieran, digamos, eliminarlos con la lengua. No obstante estar hoy ampliamente cubierto por sistemas evolutivamente más avanzados, todavía funciona. El colículo no es sofisticado: no distingue el color, no discierne formas ni reconoce objetos; al colículo superior el mundo se le presenta como si lo viera a través de un vidrio con hielo. Pero es capaz de seguir el movimiento, captar la atención y orientar la cabeza hacia el objeto en movimiento. Y es rápido. Lo suficientemente rápido, según algunos científicos, para explicar el veloz seguimiento de una pelota de críquet por un bateador o un defensa. Finalmente, la visión ciega opera independientemente de nosotros, aun cuando seamos conscientes de ella.[49]
Figura 5. El sistema visual. Las imágenes visuales viajan debido a impulsos eléctricos que las proyectan desde la retina hasta el córtex visual, en la parte posterior del cerebro. De ahí son enviadas hacia delante por la corriente del «qué», que identifica el objeto, y la del «dónde», que identifica su localización y movimiento. Una vía más antigua y más rápida de las señales visuales viaja al colículo superior, donde se puede seguir las huellas de los objetos de movimiento rápido.
¿A qué características del mundo se dirige nuestra preatención? Cuando un jugador de críquet en posición de defensa está agachado en espera del lanzamiento, rígido como una estatua, los ojos fijos e incapaces de examinar nada, ¿qué cosas de su campo visual captan el interés de su procesador inconsciente? Todavía no tenemos una respuesta completa a esta pregunta, pero sabemos algunas cosas. Prestamos atención preconsciente, como en la visión ciega, a objetos móviles, en especial si son animados. Prestamos atención a imágenes de ciertas amenazas primitivas, como serpientes y arañas. Y tenemos una fuerte inclinación a prestar atención auditiva a las voces humanas y atención visual a los rostros, en particular cuando expresan emociones negativas como miedo o cólera. Todos estos objetos pueden ser registrados con tal rapidez, sólo 15 milisegundos (lo que, por supuesto, no incluye respuesta motora), que pueden afectar a nuestro pensamiento y estado de ánimo sin que nos demos cuenta siquiera. A menudo sabemos si algo o alguien nos gusta o nos disgusta antes de saber qué o quién es.[50] La velocidad y el poder de las imágenes preconscientes, sobre todo de las sexuales, se utilizaron en su momento en la publicidad subliminal como medio de inclinar nuestras posteriores decisiones en materia de gastos. Desde un punto de vista más útil, este procesamiento preconsciente puede afectar a las órdenes motoras para producir acciones reflejas y conductas automáticas.
Uno de estos reflejos es nuestra respuesta de sobresalto, esa rápida e involuntaria contracción de los músculos diseñada para apartarnos de una súbita amenaza, como un pulpo en fuga. Pueden desencadenarla tanto imágenes como sonidos. Un potente estallido disparará el sobresalto, tal como lo haría un objeto que se aproximara a toda velocidad en nuestro campo visual. Nuestra manera de detectar un objeto a punto de chocar con nosotros es sutil: lo que da curso al sobresalto es la expansión simétrica de una sombra en nuestro campo visual.[51] La sombra en expansión indica que se aproxima un objeto y su simetría indica que se nos viene directamente encima. En apariencia, este seguimiento preconsciente del objeto está tan bien calibrado que si la sombra se expande asimétricamente, el cerebro puede calcular, dentro de un margen de cinco grados, que el objeto no dará contra nosotros, en cuyo caso la respuesta de sobresalto no se dispara. El sobresalto, desde el estímulo sensorial a la contracción muscular, es excepcionalmente rápido pues la reacción de la cabeza se produce en tan sólo 70 milisegundos y la del torso, puesto que está más lejos del cerebro, en alrededor de 100 milisegundos.[52] Éste es, casualmente, el tiempo aproximado que necesita un defensa en silly point para coger una pelota que acaba de ser bateada. Es perfectamente posible que los defensas próximos confíen en la respuesta de sobresalto para lograr los tiempos de respuesta casi inhumanos de que dan muestra. Si es así, tal vez el defensa pueda coger una pelota en el brevísimo tiempo con que cuenta para ello si ésta se dirige directamente a la cabeza.
Además de esta respuesta, ¿cómo podemos reaccionar con suficiente rapidez para salir bien parados de los desafíos que los deportes y la vida diaria nos imponen? Como hemos visto en el capítulo anterior, los seres humanos han adoptado un amplio abanico de movimientos, como los que se hallan en los deportes, la danza, la guerra moderna e incluso las operaciones bursátiles, para los que la naturaleza no nos ha preparado. ¿Cómo es posible que estos movimientos aprendidos lleguen a hacerse tan habituales que su velocidad se acerque a la que se necesita para lograr éxitos deportivos o para sobrevivir en la vida salvaje? Para responder a esta pregunta deberíamos reconocer un principio básico presente en nuestros reflejos y conductas automáticas: cuanto más nos elevamos en el sistema nervioso, pasando de la espina dorsal al tronco cerebral y al córtex (donde se procesa el movimiento voluntario), más neuronas intervienen, más largas son las distancias que cubren las señales nerviosas y más lenta es la respuesta. Por tanto, para aumentar la velocidad de las reacciones, el cerebro trata de delegar el control del movimiento, una vez aprendido, a las regiones inferiores del cerebro, donde se almacenan los programas de acciones irreflexivas, automáticas y habituales. Muchas de estas conductas aprendidas y ahora automáticas pueden ser activadas en sólo 120 milisegundos.[53]
Un estudio cerebral de personas que aprenden el juego informático del Tetris nos ofrece una visión de este proceso.[54] Al comienzo del estudio, se iluminaban grandes franjas del cerebro, lo que delataba la presencia de un complejo proceso de aprendizaje y de movimientos voluntarios; pero, una vez que los sujetos llegaban a dominar el juego, sus movimientos se convertían en hábitos y la actividad cerebral del córtex decaía. El cerebro de estos sujetos producía entonces mucho menos glucosa y oxígeno, y la velocidad de sus reacciones se había incrementado notablemente. Una vez que los jugadores habían cogido el tranquillo al juego, ya no pensaban para jugar. Este estudio, y otros semejantes, apoyan la antigua idea según la cual cuando el aprendizaje está en sus comienzos somos inconscientes de nuestra incompetencia, para pasar a una fase en la que tomamos conciencia de ella; luego, cuando comienza el entrenamiento, pasamos a la competencia consciente, y cuando dominamos nuestra nueva habilidad llegamos al punto final del entrenamiento, que es el de la competencia inconsciente. Pensar, podríamos decir, es algo que hacemos cuando no somos suficientemente hábiles en una actividad.
Una última puntualización. Por rápidas que sean, estas reacciones automáticas no parecen lo suficientemente rápidas como para afrontar los retos de gran velocidad a los que hemos de hacer frente, y por tanto es posible que lleguemos ligeramente tarde a la bola, por así decir. El problema de estas reacciones es precisamente que son reacciones. Pero los buenos atletas no acostumbran esperar que una pelota o un puño hagan su aparición, o que los adversarios realicen sus movimientos. Los buenos atletas se anticipan. Una bateador de béisbol estudia a un lanzador y acota el margen probable de sus lanzamientos; un defensa de críquet habrá registrado un centenar de pequeños detalles de la actitud, la mirada y la manera de coger el bate de un bateador incluso antes de que la pelota haya salido de la mano del lanzador; y un boxeador, mientras baila y esquiva jabs, explorará inconscientemente el juego de pies y los movimientos de cabeza de su rival y buscará la reveladora posición de sus músculos estabilizadores cuando se planta para lanzar un golpe noqueador. Semejante información permite al atleta receptor poner en juego programas motores bien ensayados y preparar los grupos de grandes músculos, de tal modo que cuando la pelota o el puño estén en el aire haya poco que hacer fuera de sutiles ajustes sobre la base de su trayectoria. La anticipación cualificada es decisiva para disminuir los tiempos de reacción en nuestra fisiología.
Permítaseme finalizar con una cita de Ken Dryden, un legendario portero de hockey sobre hielo y uno de los atletas más elocuentes de la historia, sobre la importancia de la anticipación y la conducta de respuesta automática: «Cuando el juego se me acerca o amenaza acercárseme, mi conciencia se queda en blanco. No siento nada, los ojos miran el disco, el cuerpo se mueve como se mueve un portero, como me muevo yo; me refiero a que no le digo que se mueva ni cómo o dónde moverse, no sé que se está moviendo, no lo siento moverse, pero se mueve. Y cuando los ojos miran el disco, veo cosas que no sé que estoy mirando […] Veo algo en la manera en que el shooter sostiene el palo, en los ángulos que forma su cuerpo y los giros que practica, en el modo en que es controlado, en lo que ha hecho antes, que me dice qué va a hacer, y entonces mi cuerpo se mueve. Yo lo dejo que se mueva. Confío en él y en la mente inconsciente que lo mueve.»[55]
Para resumir, durante nuestro largo período de formación evolutiva los seres humanos hemos sido equipados con un gran bagaje de trucos diseñados para incrementar la velocidad de nuestras reacciones. En la exposición precedente he hurgado en ese bagaje y he extraído sólo algunos de sus asombrosos recursos. Pero espero que la demostración de cómo funcionan baste para hacer ver en qué medida dependemos de estas respuestas rápidas para sobrevivir en la vida salvaje y en la guerra, para tener éxito en los deportes y para recomprar un gran paquete de bonos que vendimos a DuPont.