EL CONTROL DE NUESTRO ESTADO INTERIOR

Para estar unidos de esta manera, el cuerpo y el cerebro deben mantener un diálogo permanente, proceso que, tal como dijimos más arriba, se conoce como homeostasis. Los niveles de oxígeno en sangre deben mantenerse dentro de bandas estrechas, lo que ocurre gracias a la modulación en gran medida inconsciente de nuestra respiración, y lo mismo pasa con la frecuencia cardíaca y la presión arterial. La temperatura corporal también debe mantenerse dentro de un margen de uno o dos grados por arriba o por debajo de los 37 °C. Si desciende por debajo de ese margen, el cerebro da instrucciones a los músculos para que se pongan a tiritar y a las glándulas suprarrenales para que eleven la temperatura corporal. También es preciso informar sobre los niveles de azúcar en sangre y mantenerlos dentro de márgenes estrictos, y, si llegan a caer, dando síntomas de hipoglucemia, el cerebro responde de inmediato con la consiguiente cantidad de hormonas, incluidas la adrenalina y el glucagón, que libera la glucosa almacenada para que sea repartida por el cuerpo. Es grandísima la cantidad de señales corporales que procesa el cerebro y que llegan de prácticamente cada tejido, cada músculo y cada órgano.

Gran parte de esta regulación corporal es una tarea asignada a la zona más antigua del cerebro, acertadamente conocida como cerebro reptiliano, y en particular a una zona de éste llamada tallo o tronco cerebral (véase la figura 3). Asentado sobre la parte superior de la columna vertebral y con aspecto de un puño pequeño y nudoso, el tallo cerebral controla un considerable número de reflejos automáticos del cuerpo —respiración, presión arterial, frecuencia cardíaca, sudor, parpadeo, sobresalto—, además de los generadores de pautas que producen los movimientos repetitivos irreflexivos, como los de masticar, tragar, caminar, etc. El tallo cerebral actúa a modo de sistema de soporte de la vida del cuerpo; puede ocurrir que tengamos dañadas otras zonas más desarrolladas del cerebro, las responsables de la conciencia, por ejemplo, hasta el punto de hallarnos en estado de «muerte cerebral», como suele decirse, y sin embargo podemos seguir viviendo en coma todo el tiempo que el tronco cerebral continúe operativo. No obstante, a medida que los animales evolucionaron, el sistema de circuitos nerviosos que unen al cerebro órganos viscerales tales como los intestinos y el corazón se fue haciendo cada vez más complejo. De los anfibios y los reptiles a los mamíferos, primates y humanos, el cerebro creció en complejidad y con ello se produjo una mayor capacidad de regulación del cuerpo.

Un anfibio como la rana, por ejemplo, no puede impedir la evaporación incontrolada de agua de su piel, de modo que debe estar constantemente dentro del agua o cerca de ella. Los reptiles pueden retener agua y, por tanto, vivir lo mismo en el agua que en el desierto. Pero éstos, al igual que los anfibios, son animales de sangre fría, lo que significa que para calentarse dependen del sol y del calor de las rocas y jamás están inmóviles en el agua fría. Puesto que no pueden hacerse cargo de controlar su temperatura corporal, los anfibios y los reptiles tienen cerebros relativamente simples.

Los mamíferos, por otro lado, ejercieron un control mucho mayor de sus cuerpos y, en consecuencia, necesitaron mayor capacidad cerebral. Lo más notable es que comenzaron a controlar su temperatura interna, proceso llamado termorregulación. La termorregulación tiene un elevado coste metabólico, pues requiere la quema de un gran volumen de combustible para generar calor corporal, para tiritar cuando hace frío o sudar cuando hace calor, así como para producir pelaje en otoño y mudarlo en primavera. Un mamífero poco activo quema entre cinco y diez veces más energía que un reptil poco activo,[26] de modo que necesita almacenar mucho combustible. De resultas de esto, los mamíferos tuvieron que desarrollar reservas metabólicas enormemente incrementadas, pero, una vez equipados con ellas, tuvieron libertad para cazar por doquier. La aparición de los mamíferos revolucionó la vida salvaje y se la podría comparar con la terrorífica invención de la guerra mecanizada. Los mamíferos, como los tanques, podían llegar mucho más lejos y mucho más rápido que sus enemigos más primitivos, así que resultaron imparables. Pero su movilidad requería una administración más cuidadosa de las líneas de aprovisionamiento, tarea de la que se encargaron los circuitos homeostáticos más avanzados.

Los humanos, por su parte, ejercieron aún más control de su cuerpo que los mamíferos inferiores. Este desarrollo se refleja en un sistema nervioso más desarrollado y en un diálogo más extendido y animado entre el cuerpo y el cerebro. Cierta evidencia de este proceso nos la proporcionan los estudios comparativos de las estructuras cerebrales en los animales y en los humanos. En un notable estudio de anatomía cerebral comparada, un grupo de científicos observó las diferencias de tamaño de diversas regiones cerebrales (medidas porcentualmente sobre el peso total del cerebro) en primates actuales para comprobar qué regiones guardan correlación con el arco vital, y consideró esa medida la representación de la supervivencia.[27] Este estudio mostró que, además del neocórtex y el cerebelo, hay otras dos zonas en el cerebro que también tuvieron un desarrollo relativamente mayor en los humanos, y lo más notable es que se trata de dos regiones con funciones en el control homeostático del organismo: el hipotálamo y la amígdala (véase la figura 3).

El hipotálamo, situado en la intersección de las líneas que se proyectan hacia el interior del cerebro partiendo del puente de la nariz y la parte superior de las orejas, regula las hormonas y, a través de ellas, el apetito, el sueño, los niveles de sodio, la retención de agua, la reproducción, la agresión, etc. Funciona como el principal lugar de integración de la conducta emocional; en otras palabras, coordina las hormonas, el tronco cerebral y la conducta emocional en una respuesta corporal coherente. Por ejemplo, cuando un gato enfurecido bufa, arquea el lomo, ahueca el pelaje y segrega adrenalina, lo que ha organizado todas estas expresiones separadas de cólera y las ha orquestado en un acto emocional único y coherente es precisamente el hipotálamo.

Figura 3. Anatomía básica del cerebro. El tronco cerebral, a menudo llamado cerebro reptiliano, controla procesos automáticos tales como la respiración, la frecuencia cardíaca, la presión sanguínea, etc.; el cerebelo almacena habilidades físicas y reacciones conductuales rápidas y contribuye también a la destreza manual, el equilibrio y la coordinación; el hipotálamo controla las hormonas y coordina los elementos eléctricos y químicos de la homeostasis; la amígdala procesa la información de sentido emocional; el neocórtex, la capa cerebral más reciente de la evolución, procesa el pensamiento discursivo, la planificación y el movimiento voluntario; la ínsula (situada en el extremo lateral y cerca del techo del cerebro ilustrado) recoge información procedente del cuerpo y la reúne en un sentido de nuestra existencia encarnada.

La amígdala asigna significado emocional a los acontecimientos. Sin la amígdala veríamos el mundo como una colección de objetos desprovistos de todo interés. Un oso pardo que se lanzara sobre nosotros no nos produciría una impresión de amenaza mayor que la de un gran objeto en movimiento. Introducida la amígdala, el oso pardo se transmuta milagrosamente en un terrible depredador mortal que nos hace trepar al árbol más cercano. La amígdala es la región clave del cerebro para el registro del peligro en el mundo exterior y la que inicia la serie de cambios físicos conocidos como «respuesta de estrés». También registra signos de peligro procedentes del interior del cuerpo, como la agitación de la respiración y de la frecuencia cardíaca, el aumento de la presión arterial, etc., signos que también pueden disparar una reacción emocional.[28] La amígdala percibe el peligro, pone al cuerpo en estado de máxima alerta y es a la vez alertada por la excitación corporal. En ocasiones, esta influencia recíproca del cuerpo y la amígdala, la amígdala y el cuerpo, se autoalimenta para producir angustia extrema y ataques de pánico.

Algunas de las investigaciones más importantes que muestran que las conexiones entre el cerebro y el cuerpo se hicieron más complejas en los seres humanos son las que ha dirigido Bud Craig, fisiólogo de la Universidad de Arizona. Este investigador ha trazado el mapa de los circuitos nerviosos responsables de un fenómeno notable conocido como interocepción, que es la percepción del mundo físico interior.[29] Tenemos sentidos dirigidos hacia fuera, como la vista, el oído y el olfato, pero también tenemos algo muy parecido a órganos sensoriales dirigidos hacia dentro y que perciben los órganos internos, como el corazón, los pulmones, el hígado y otros. El cerebro, curioso irremediable, tiene estos aparatos de escucha —receptores que perciben el dolor, la temperatura, los gradientes químicos, el estiramiento de los tejidos, la activación del sistema inmune— en todo el cuerpo y, como si se tratara de agentes en el campo de operaciones, informan de todos los detalles a nuestros órganos internos. Estas sensaciones internas pueden llegar a hacerse conscientes, como ocurre con el hambre, el dolor, la distensión estomacal o intestinal, pero muchas de ellas, como los niveles de sodio o la activación del sistema inmune, se mantienen en gran parte inconscientes, o se alojan en los márgenes de nuestra conciencia. Sin embargo, esta información difusa que fluye desde todas las regiones del cuerpo es la que nos proporciona la sensación de bienestar o de malestar.[30]

La información interoceptiva es recogida por un bosque de nervios que retornan al cerebro desde todos los tejidos del cuerpo y viaja por los nervios que alimentan la espina dorsal o por la gran autopista de un nervio, llamado vago, que va del abdomen al cerebro reuniendo información del intestino, el páncreas, el corazón y los pulmones. Toda esta información se canaliza luego a través de diversos centros de integración, es decir, de regiones cerebrales que reúnen sensaciones individuales aisladas y las integran en una experiencia unificada, para terminar en una región del córtex llamada ínsula, donde se forma algo así como una imagen del estado del cuerpo en su totalidad. Craig estudió los nervios que conectan el cuerpo con el cerebro en diferentes animales y concluyó, primero, que las vías que conducen a la ínsula sólo están presentes en los primates y, después, que la conciencia del estado general del cuerpo sólo se encuentra en los seres humanos.[31]

Finalmente, y es lo más controvertido, Craig, junto con otros científicos como Antonio Damasio y Antoine Bechara, ha sugerido que las sensaciones instintivas y las emociones, la racionalidad e incluso la conciencia de uno mismo, deberían considerarse las herramientas más avanzadas que surgieron en el curso de la evolución para ayudarnos a regular el cuerpo.[32]

Con el progreso de la evolución, el cuerpo y el cerebro se fueron entrelazando en un abrazo cada vez más estrecho. El cerebro enviaba fibras que entraron en contacto con todos los tejidos del cuerpo, asegurando así el control del corazón, los pulmones, los intestinos, las arterias y las glándulas, refrescándonos cuando hacía calor y calentándonos cuando hacía frío; y el cuerpo, a su vez, devolvía mensaje tras mensaje al cerebro para darle a conocer sus deseos y necesidades y para sugerirle cómo debía comportarse. De esta manera, la retroalimentación entre el cuerpo y el cerebro se fue haciendo cada vez más compleja y extensa, nunca menos. No hemos desarrollado el cerebro para adaptarlo a un cuerpo atrofiado como el que vemos en las películas de ciencia ficción. El cerebro creció para controlar un cuerpo más complejo, un cuerpo capaz de usar una espada como Alejandro, tocar el piano como Glenn Gould, dominar una raqueta de tenis como John McEnroe o realizar intervenciones quirúrgicas cerebrales como Wilder Penfield.

En virtud de la investigación que aquí hemos esbozado, procedente de la fisiología, la neurociencia y la anatomía, hoy consideramos el cuerpo una eminencia gris que, detrás del cerebro, ejerce presión en los puntos y los momentos exactos, a fin de ayudarnos a preparar los movimientos. Pasito a pasito, por tanto, los científicos están restañando la antigua herida abierta entre la mente y el cuerpo. Y al hacerlo nos han ayudado a comprender de qué manera cooperan el cuerpo y el cerebro en momentos decisivos de la vida, como la asunción de riesgos, incluidos, con mayor razón aún, los riesgos financieros.