POR QUÉ LOS ANIMALES NO PUEDEN HACER DEPORTE

Para liberarnos del lastre filosófico que nos ha impedido la comprensión del cuerpo y el cerebro, deberíamos empezar por hacernos una pregunta básica, tal vez la más básica de todo el campo de las neurociencias: ¿por qué tenemos cerebro? ¿Por qué algunas criaturas vivas, como los animales, tienen cerebro, mientras que otras, como las plantas, no lo tienen?

Daniel Wolpert, ingeniero y neurocientífico de la Universidad de Cambridge, da una enigmática respuesta a esta pregunta cuando nos cuenta la historia de un pariente muy lejano de los humanos, un pequeño animal marino conocido como tunicado. El tunicado nace con un cerebro pequeño, llamado ganglio cerebral, que se completa con una mancha en forma de ojo primitivo para percibir la luz y un otolito, órgano primitivo que percibe la gravedad y permite al tunicado orientarse horizontal o verticalmente. En su estadio de larva, el tunicado nada libremente en el mar en busca de ricos suelos alimenticios. Cuando encuentra un lugar prometedor, se adhiere al fondo del mar, primero con la cabeza. Luego procede a absorber su cerebro, con cuyos nutrientes construye sus sifones y su cuerpo en forma de túnica.[17] Así, el tunicado, meciéndose suavemente en las corrientes oceánicas y filtrando nutrientes del agua que pasa, vive el resto de sus días sin necesidad de cargar con un cerebro.

Figura 2. Clavelina moluccensis

Para Wolpert, lo mismo que para muchos científicos de su misma orientación, el tunicado nos envía desde el pasado de nuestra evolución este importante mensaje: si no tenemos que movernos, no necesitamos un cerebro.[18] El tunicado, dicen, nos informa de que el cerebro es fundamentalmente práctico, que su papel principal no estriba en ocuparse del pensamiento puro, sino en planificar y ejecutar el movimiento físico. ¿Cuál es la finalidad, se preguntan, de nuestras sensaciones, nuestros recuerdos, nuestras habilidades cognitivas, si nada de esto conduce en algún momento a la acción, ya sea caminar, coger algo, nadar o comer, o incluso escribir? Si los seres humanos no necesitáramos movernos, tal vez preferiríamos, también nosotros, absorber nuestro cerebro, que es un órgano de elevado coste metabólico, puesto que consume diariamente un 20% de nuestra energía. Los científicos que creen que el cerebro evoluciona primordialmente para controlar el movimiento —Wolpert usa la expresión «fanáticos de la motricidad» para referirse a sí mismo y a sus colegas— sostienen que el pensamiento se entiende mejor como planificación; incluso formas superiores de pensamiento, como la filosofía, arquetipo de la reflexión desencarnada, procede, según su teoría, secuestrando algoritmos que originariamente se desarrollaron para ayudar a planificar los movimientos. Nuestra vida mental, dicen estos científicos, está inexorablemente encarnada. Andy Clark, filósofo de Edimburgo, expresa acertadamente esta idea cuando afirma que hemos heredado «una mente en la pezuña».[19]

En consecuencia, para comprender el cerebro es preciso comprender el movimiento, lo que ha resultado ser mucho más difícil de lo que nadie hubiese imaginado, más difícil en cierto sentido que comprender los productos del intelecto. Tendemos a creer que el panteón de los logros humanos está formado por los libros que hemos escrito, los teoremas que hemos demostrado y los descubrimientos científicos que hemos realizado, así como que nuestra suprema vocación consiste en apartarnos de la carne, con su corrupción y su tentación, y volvernos hacia una vida de la mente. Pero a menudo esa actitud nos ciega ante la extraordinaria belleza del movimiento humano y ante su desconcertante misterio.

Ésta es la conclusión a la que llegaron muchos ingenieros que, en su intento de construir un modelo del movimiento humano o de imitarlo con un robot, se encontraron con la aleccionadora comprobación de que hasta el más simple de los movimientos humanos implica una pasmosa complejidad. Steven Pinker, por ejemplo, señala que la mente humana es capaz de comprender la física cuántica, decodificar el genoma y enviar un cohete a la luna, pero que estos logros resultan relativamente simples en comparación con la tarea de aplicar la ingeniería inversa al movimiento humano. Pongamos, por ejemplo, el andar. Un insecto de seis patas, incluso un animal de cuatro patas, siempre puede contar con un trípode de tres de ellas sobre el suelo para mantener el equilibrio mientras se desplaza. Pero ¿cómo se las arreglan para conseguir lo mismo criaturas de dos piernas, como los seres humanos? Hemos de soportar nuestro peso, impulsarnos hacia delante y mantener el centro de gravedad, todo eso sobre un solo pie. Cuando caminamos, explica Pinker, «estamos una y otra vez a punto de caernos y evitamos la caída justo a tiempo». El acto aparentemente simple de dar un paso es en realidad una hazaña técnica que, agrega este autor, «nadie ha logrado explicar hasta ahora».[20] Si quisiéramos observar la verdadera genialidad del sistema nervioso, no deberíamos fijarnos tanto en las obras de Shakespeare, Mozart o Einstein, sino en un niño construyendo un castillo con un mecano o en una persona corriendo por un terreno desigual, pues sus movimientos entrañan la solución de problemas técnicos que, por el momento, trascienden las posibilidades del entendimiento humano.

A una conclusión parecida ha llegado Wolpert, quien señala que hemos sido capaces de programar un ordenador que supera a un gran maestro de ajedrez porque la tarea no es más que un gran problema de computación —elaborar todos los movimientos posibles hasta el final de la partida y escoger el mejor— y puede resolverse con una gran capacidad de cálculo. Pero todavía no hemos sido capaces de construir un robot con la velocidad y la destreza manual de un niño de ocho años.[21]

Nuestras capacidades físicas siguen inspirando admiración incluso cuando se las compara con las de los animales. Tendemos a pensar que a medida que evolucionamos desde el cuerpo hacia cerebros más grandes fuimos dejando proezas físicas por el camino, con las bestias. Podemos tener un córtex prefrontal más grande que el de cualquier animal en relación con el tamaño del cerebro,[22] pero los animales nos superan claramente en cualquier medida de rendimiento físico. No somos tan grandes como un elefante, ni tan fuertes como un gorila, ni tan rápidos como un guepardo. No tenemos una nariz tan sensible como la de un perro, ni ojos como los de un águila. No podemos volar como un ave, ni nadar bajo el agua como una ballena. Nos perdemos fácilmente en el bosque y terminamos caminando en círculos, mientras que los murciélagos tienen radar y las mariposas monarcas tienen GPS. En consecuencia, las medallas de oro por logros físicos corresponden al reino animal en todos los campos.

Pero ¿es esto cierto? Tenemos que enfocar la cuestión desde otro punto de vista. Porque lo que es verdaderamente extraordinario de los seres humanos es su facilidad para aprender movimientos físicos que en cierto sentido no son naturales, como los del baile clásico, o los que se requiere para tocar la guitarra, hacer gimnasia o pilotar un avión en un combate aéreo, y además perfeccionarlos. Piénsese, por ejemplo, en las habilidades que despliega un esquiador que, además de descender por una ladera a más de 140 kilómetros por hora, tiene que practicar el carving, a veces sobre hielo puro, exactamente a tiempo, con apenas unos pocos milisegundos de diferencia entre una actuación ganadora y un accidente mortal. Se trata de un notable logro para una especie que lleva muy poco tiempo de afición a las pendientes. Ningún animal puede hacer nada parecido. No es asombroso que los Juegos Olímpicos atraigan a multitudes tan grandes, pues en ellos somos testigos de una perfección física sin parangón en el mundo animal.

También en la sala de conciertos se pueden ver notables proezas de habilidad física. Los dedos de un gran pianista pueden borrarse en una nube de movimientos cuando aborda una pieza de gran dificultad. Los diez dedos trabajan simultáneamente, percutiendo las teclas con tanta rapidez que el ojo no puede seguirlos; sin embargo, cada uno puede estar tocando una tecla con fuerza y frecuencia distintas, unos demorándose sobre la tecla para sostener una nota, otros saltando de ella casi instantáneamente, todo lo cual da como resultado una actuación organizada para comunicar un tono emocional o evocar determinada imagen. La hazaña física es en sí misma algo extraordinario, pero que esa actividad frenética esté tan estrictamente controlada que pueda producir significado artístico, eso es prácticamente inverosímil. Un concierto de piano es un acontecimiento extraordinario para observar y oír.

Los humanos hemos soñado siempre con romper los vínculos de la esclavitud terrenal y, tanto en deporte como en música o danza, hemos estado cerca de conseguirlo. Nuestra incomparable habilidad llevó a Shakespeare a cantar al cuerpo humano en estos términos: «En forma y movimiento, ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel!».[*] No podemos evitar preguntarnos cómo hemos desarrollado este genio físico, cómo hemos aprendido a movernos como los dioses. Eso fue posible porque desarrollamos el tamaño del cerebro. Y junto con el cerebro más grande llegaron movimientos físicos cada vez más sutiles y conexiones cada vez más densas con el cuerpo.

La región del cerebro que experimentó el crecimiento más explosivo en los seres humanos fue, naturalmente, el neocórtex, hogar de la elección y la planificación. El neocórtex ampliado condujo al esplendor del pensamiento superior; pero hay que subrayar que la evolución del neocórtex se produjo conjuntamente con la de un tracto corticoespinal, que es el haz de fibras nerviosas que controlan la musculatura del cuerpo. Y el mayor tamaño del neocórtex y de los nervios con él relacionados permitieron un tipo nuevo y revolucionario de movimiento: el control voluntario de los músculos y el aprendizaje de nuevas conductas. El neocórtex nos dio en realidad la lectura, la escritura, la filosofía y las matemáticas, pero antes nos dio la capacidad de aprender movimientos que nunca habíamos realizado, como producir herramientas, arrojar una flecha o montar a caballo.[23]

Sin embargo, también hubo otra región del cerebro que creció en realidad más que el neocórtex y contribuyó a hacer posibles nuestras proezas físicas: el cerebelo (véase la figura 3). El cerebelo ocupa la parte más baja de la protuberancia que sobresale en la parte posterior de la cabeza. Acumula los recuerdos de cómo se hacen cosas tales como andar en bicicleta o tocar la flauta, así como programas para movimientos rápidos y automáticos. Pero el cerebelo es una parte extraña del cerebro, porque parece añadida, casi como si se tratara de otro pequeño cerebro independiente. Y en cierto modo lo es, porque el cerebelo actúa como un sistema operativo para el resto del sistema nervioso. Realiza operaciones neurales con mayor rapidez y mayor eficiencia, de modo que su contribución al cerebro se parece mucho a la de un chip extra de RAM agregado a una computadora. Donde el cerebelo desempeña de modo más notable este papel es en los circuitos motores de nuestro sistema nervioso, pues coordina las acciones físicas, les da precisión e instantaneidad. Cuando el cerebelo no funciona bien, que es lo que ocurre cuando estamos borrachos, por ejemplo, aún podemos movernos, pero nuestras acciones se vuelven más lentas y descoordinadas. Lo curioso es que el cerebelo organice la ejecución del propio neocórtex. De hecho, hay pruebas arqueológicas que indican que los humanos modernos pudieron haber tenido en realidad un neocórtex más pequeño que el de los neandertales con aspecto de troles;[24] pero teníamos en cambio un cerebelo más grande y eso fue lo que nos proveyó de un sistema operativo más eficiente y, en consecuencia, de mayor poder cerebral.[25]

El cerebelo expandido condujo a nuestros logros artísticos y deportivos sin parangón. También contribuyó a la pericia a la que nos entregamos confiados cuando nos ponemos en manos de un cirujano. Hoy, en que cuerpo y cerebro están íntimamente unidos, cuando aplicamos nuestra formidable inteligencia a la acción física producimos movimientos que no se parecen a nada que se haya visto jamás en la Tierra. Se trata de una forma de excelencia exclusivamente humana y merece un reconocimiento tan admirativo como las obras de filosofía, literatura y ciencia que ocupan nuestros panteones.