19

 

 

Yo:

Tres cosas: (1) Me duele la cabeza. (2) La habitación me da vueltas. (3) No voy a volver a beber nunca más.

 

Alguien:

(1) pretendo pasarme el resto del día jugando a la Xbox, con algún descanso de vez en cuando para comer pizza, preferiblemente con berenjena, cosa por la que siempre se meten conmigo, pero no me importa. que les den. no me gustan los pepperoni. nunca me han gustado y nunca me gustarán. (2) hoy me he levantado temprano y me he pasado toda la mañana escuchando a Flume. (3) mi madre sigue durmiendo como si fuera la adolescente de la casa.

 

Yo:

Eres americano, ¿verdad?

 

Alguien:

sí, por?

 

Yo:

¡PEPPERONI! Que no te guste el pepperoni es un sacrilegio, es como si no te gustara la tarta de manzana.

 

Alguien:

saldrá esa analogía en los finales preuniversitarios?

 

Yo:

¿O sea que vas a tercero como yo?

 

Alguien:

tranquilízate, superdetective.

 

Yo:

Hoy estoy haciendo deberes. Álgebra es como un grano en el culo.

 

Alguien:

un culo precioso, por cierto.

 

Yo:

Cállate.

 

Alguien:

ha sido un comentario grosero? perdona.

 

Yo:

¿Te he dicho últimamente que eres muy rarito?

 

Alguien:

recuerdo haberte leído decir algo parecido.

 

Yo:

Luego tengo que ir a trabajar. ¿Tú trabajas?

 

Alguien:

no. mis padres no me dejan. prefieren darme una paga y que me concentre en estudiar.

 

Yo:

Qué típico de Wood Valley... Me alegro de que te estén sufragando tu adicción a la Xbox.

 

Alguien:

ya sé que para ti todos somos unos pijos ridículos, y no podría estar más de acuerdo. dónde trabajas?

 

Yo:

No estoy segura de querer decírtelo.

 

Alguien:

??

 

Yo:

Podrías venir a espiarme.

 

Alguien:

ayer me suplicabas para que nos conociéramos en persona y hoy no quieres decirme dónde trabajas por miedo a que vaya a espiarte?

 

Yo:

No te estaba suplicando...

 

Alguien:

perdona. me he equivocado de término. me lo pedías.

 

Yo:

Adivina.

 

Alguien:

dónde trabajas?

 

Yo:

Sí.

 

Alguien:

vale, pero deja que te haga unas preguntas primero. (1) te gusta? (2) vuelves a casa muy sudada?

 

Yo:

(1) Pues la verdad es que sí, me gusta mucho. (2) ¡NO!

 

Alguien:

una cafetería?

 

Yo:

No.

 

Alguien:

En Gap.

 

Yo:

¿Te estás burlando de mí?

 

Alguien:

no! por?

 

Yo:

No importa.

 

Alguien:

ya está. por poco se me olvida que eres una friki de los libros. en Barnes and Noble. a que sí??? seguro que sí.

 

Yo:

Casi. En ¡Abrapalabra! En la calle Ventura. Deberías hacerme una visita.

 

Alguien:

eres como una veleta, cambias de opinión a cada instante. ahora quieres que vaya a hacerte una visita?

 

Yo:

Puede que sí. O puede que no.

 

* * *

 

Yo:

¿Y...?

 

Scarlett:

Si tanto te interesa saberlo...

 

Yo:

TENGO QUE SABERLO.

 

Scarlett:

Mi himen está intacto.

 

Yo:

¿No podías decírmelo de una forma menos gráfica?

 

Scarlett:

Sí, ya lo sé, pero no habría tenido tanta gracia.

 

Yo:

Tengo resaca.

 

Scarlett:

Yo también. Y tengo toda la cara irritada por culpa de la barba de Adam. Me parece que ha practicado bastante desde la última vez que te babeó.

 

Yo:

¿Por qué lo dices?

 

Scarlett:

Cielo, ESE CHICO SÍ SABE BESAR A UNA CHICA.

 

 

Cuando bajo las escaleras, mi padre está en la cocina con un delantal que dice CHEF PELIGROSO y que imagino que debe de ser de Rachel, aunque también podría ser de Theo. Suena música de fondo, una oda country exageradamente sentimental a las camionetas rancheras y a los shorts vaqueros. Lo que Scarlett llama MPB: música para blancos.

—¿Te apetecen tortitas, cielo? —me pregunta, rebosante de una insoportable alegría matutina. No pega nada en aquella cocina. Nunca en su vida ha hecho tortitas, esa era la especialidad de mi madre. El jarabe de arce y la harina se solidifican en las encimeras de mármol reluciente. ¿De verdad se siente como en casa, lo bastante a gusto como para encender los fogones y preparar tortitas descalzo? Yo me siento incómoda hasta cuando uso el microondas. No quiero dejar pegotes propios de una escena del crimen en su interior, ni ninguna otra evidencia de mi existencia.

—Mmm... —¿Voy a poder comerme el desayuno sin vomitar? No tengo elección. Nunca he dicho no a los carbohidratos, y no es el momento de despertar las sospechas de mi padre respecto a mi consumo de alcohol—. Claro —digo. Lo que no digo es: «¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Al final, nos quedamos? ¿De pronto eres feliz de verdad o esto es una pantomima?»—. Así que has hecho el desayuno, ¿eh? Debe de ser la primera vez.

—Es el día libre de Gloria.

—Ah, es verdad.

—Oye, tenemos que hablar —dice. Siento un nudo en el estómago, y el vómito pugna por salir. Está claro que todo este numerito del desayuno en la cocina es un triste regalo de despedida. Mi padre y Rachel han roto y nos vamos de aquí. Están desarticulando lo que nunca deberían haber articulado, para empezar. De eso va toda esta farsa de felicidad: una forma de hacerme la rosca antes de soltarme la noticia bomba. Apoyo la cabeza en la superficie fresca de la encimera. A la mierda. ¿Y qué si mi padre se entera de que ayer bebí más de la cuenta? Él es culpable de otras transgresiones mucho más graves. En realidad, tiene suerte de que yo no haya tenido fuerzas para rebelarme de verdad. Deberían darme la medalla a la Hija del Año. Deberían haberme dado alguna estatuilla dorada o al menos una placa para colgarla en la pared.

Este desayuno debe de ser algo así como la traca final antes de salir de aquí con las maletas a cuestas. Es lógico que mi padre quiera aprovechar su última oportunidad para utilizar el último grito en gadgets de cocina, las sartenes más chupiguays del universo y el aceite de coco ecológico, prensado en frío y perfectamente dosificado en espray. Yo debería subir corriendo y lavarme las manos con ese jabón tan delicado, con su monograma y todo, que lleva todavía la etiqueta del precio colgando. Aprender hasta dónde puedes llegar con cien dólares en el fabuloso mundo de los jabones.

—Ten, esto te ayudará a asentar el estómago. —Mi padre forma una pila de círculos perfectos sobre un plato y me lo coloca delante. Sorprendentemente, huelen bien, huelen tan bien que no parecen reales. Parecen una vela aromática de tortitas—. Pero, por favor, dime que no cogiste el coche para venir a casa.

—No, claro que no. Conducía Dri —contesto.

—¿Dri?

—Tengo amigas, papá. No hace falta que te sorprendas tanto. ¿O es que creías que no iba a volver a hablar con nadie nunca más?

No sé por qué me he puesto tan borde, pero no puedo evitarlo. Por una vez, las palabras van un paso por delante de mi cerebro y no al revés.

—No, es que... Me alegro por ti, eso es todo. Sé que no ha sido fácil.

Me pongo a reír... Bueno, no es una risa exactamente, más bien es un relincho desdeñoso. Pues no, la verdad es que no ha sido fácil. Nada lo ha sido durante mucho, muchísimo tiempo. Incluso lo de anoche, mi primer intento de pasarlo bien desde que llegamos aquí, acabó en desastre en forma de rubia sociópata llamándome mal bicho.

—Supongo que me lo merezco —dice.

—Bueno, y ahora ¿qué? ¿Nos vamos a ir de esta casa?

—¿Qué? No. ¿Por qué dices eso? —pregunta, con un tono de sorpresa que parece auténtico. ¿Es que no se dio cuenta de que la ciudad entera de Los Ángeles oyó su pelea con Rachel? ¿Que la otra noche básicamente admitió que su matrimonio había sido un inmenso error? ¿No sabe que me he pasado toda la semana preparándome psicológicamente para otra despedida?

—Por la pelea que tuviste con ella.

—Solo fue una discusión, Jess. No es el fin del mundo.

—Pero dijo...

—A veces se me olvida que solo eres una adolescente, y que cuando uno es adolescente todo parece mucho más grave o más serio o no sé...

—No te atrevas, precisamente tú, a ponerte en plan condescendiente —digo. Un tono afilado asoma a mi voz, y naturalmente soy bastante injusta al acusarle de ponerse paternalista cuando yo me estoy comportando como la típica adolescente de manual. Poniéndome de morros y haciendo pucheros.

Pero que se joda.

En serio.

Que-se-jo-da.

Mi padre suspira, dejándome por imposible, como si fuera yo la que hace cosas que no tienen ningún sentido.

—Te dijo: «Vete y no vuelvas», literalmente. La oí.

—Tiene un nombre. Rachel. Se llama Rachel. Y la gente dice barbaridades cuando se enfada.

—Y la gente hace barbaridades cuando se le muere un ser querido, como casarse e irse a vivir a la otra punta del país, y de pronto sus hijos le importan una mierda.

—No...

—Que no ¡¿qué?!

Ahora estoy chillando. No sé cuándo he perdido el control. Porque está aquí: la furia, íntegra y sólida. Caliente y pegajosa. Placentaria.

—¿Quieres irte? ¿Es eso lo que estás diciendo? —pregunta.

Pienso en Alguien, en Dri y Agnes, en Ethan, con su guitarra eléctrica azul y sus «eh» apáticos. No, no quiero irme, pero tampoco quiero sentir esto que siento, como si fuera una intrusa en una casa ajena. Si al final hoy acabo vomitando, cosa más que probable ahora mismo, no quiero tener que preocuparme por si mancho el suelo del baño de Rachel. No quiero sentirme en peligro constante de desahucio.

No, nada de eso es importante. ¿Qué es lo que quiero en realidad? Quiero darle un puñetazo en la cara a mi padre: un golpe directo en la nariz, partírsela, romperle el tabique, hacerle sangrar. Darle duro y ver cómo se dobla por el estómago y chilla y suelta «Lo siento» a voz en grito.

Es una sensación nueva. Esta ira. Siempre he conseguido ir esquivando el dolor, nunca me he arrojado de cabeza en su interior como ahora.

Mi padre no me parece frágil ahora mismo, no como la otra noche, no como la mayor parte de estos últimos años. ¿Por qué era yo la que llevaba guantes de seda todo este tiempo?

—No estoy diciendo nada. Olvídalo, papá. ¿De qué querías hablar?

Tengo los puños cerrados. Puedo confiar en que no voy a darle un puñetazo, ¿verdad?

—Solo quería saber cómo te va. Qué tal todo en el instituto... Solo quería interesarme por tu vida. Sé que he estado ocupado, y la otra noche ni siquiera te pregunté cómo te había ido el día. Me sentí fatal por eso.

—¿Ocupado? Puedo contar con los dedos de una mano el número de conversaciones que hemos tenido desde que nos mudamos aquí.

La rabia sigue intacta, pura y roja, como las copas que me tomé anoche. ¿Tiene alguna idea de cómo ha sido mi vida últimamente? Tiene gracia que me lo pregunte justo ahora, cuando por fin empiezo a levantar cabeza.

Tarde y mal.

—Es que yo no... Vaya. No sabía...

—¿No sabías qué, papá? ¿Que mudarnos aquí ha sido muy duro para mí? ¿Me lo dices en serio?

—¿Por qué no...?

—¿Por qué no qué? ¿Hablamos de esto luego? Sí, claro, una idea genial.

Aparto el plato y resisto el impulso de tirárselo a la cara antes de salir hecha una furia de la habitación.

—¿Problemas en el paraíso? —pregunta Theo, porque naturalmente, justo en ese momento está bajando por las escaleras, mientras yo las subo furiosa de dos en dos. Estoy temblando de ira, sintiendo cómo sus convulsiones me reverberan por todo el cuerpo. Tengo un regusto amargo en la boca, llena de bilis. Me imagino cambiando de objetivo, dando un puñetazo a mi hermanastro en la mandíbula y destrozándole esa preciosa cara que tiene.

—Vete a la mierda —le digo.

Se encoge de hombros, alucinado.

—Estás increíble cuando te enfadas.

 

 

Más tarde, en ¡Abrapalabra!, estoy tomándome una infusión y jugando al Candy Crush con el móvil. De momento, solo ha habido dos compradores, y un capullo que ha sacado una foto de un libro para comprarlo luego en internet. A última hora de la tarde, cuando empieza a anochecer y yo comienzo a aburrirme y sentirme sola, suena el timbre: un nuevo cliente. Levanto la cabeza de golpe, un puro acto reflejo, y doy un respingo.

Es Caleb.

El chico de la camiseta gris que subió al Kilimanjaro. El que vi escribiendo mensajes en la fiesta. Nadie del instituto, salvo Liam, ha entrado en la tienda mientras yo estaba trabajando, ni siquiera Dri, aunque siempre me está prometiendo que va a venir a verme. Justo esta mañana le he contado a Alguien que trabajo aquí, así que no hace falta tener una capacidad de deducción sobrehumana para llegar a la conclusión de que tiene que ser él, por fin, aquí delante, en carne y hueso. Con el corazón en un puño —así que esta es la persona a la que he estado contando todas mis vergüenzas los últimos dos meses—, me preparo para sentir el golpe de la decepción. Solo que no lo siento.

En vez de eso, estoy un poco desorientada, lo mismo que me pasa cada vez que le pido instrucciones a alguien sobre cómo llegar a un sitio y luego se me olvida escuchar con atención y acabo tan perdida como antes. Cuesta imaginar las palabras de Alguien saliendo de la boca de este chico. Es atractivo, sí —está bueno, incluso—, pero es más bien normalito, del montón. Genérico. Una variante del presunto rey del baile de final de curso que encuentras en todos los institutos del país. Nada especial. ¿Qué le digo? ¿Me presento? ¿Me hago la tonta? ¿Hago como si diera por hecho que es solo una extraña coincidencia?

Lleva la misma camiseta gris de anoche y que el primer día de clase, cuando le aplaudí literalmente por subir una montaña. Debí de darle pena ya aquel día, debió de ver que necesitaba ayuda, porque ni siquiera conseguía encontrar la clase que me tocaba. Por suerte, no se fijó de milagro en la hierba que se me quedó pegada en el culo.

Estoy alucinando. Es increíble.

El chico de la camiseta gris que subió al Kilimanjaro.

—Hola, ¿qué hay? ¿Está Liam? —pregunta, sonriéndome, en plan cómplice de la broma, aunque yo no le veo nada de gracioso, la verdad. Me parece una situación incómoda, simplemente. ¿Por eso no ha querido que nos conociéramos en persona hasta ahora? ¿Porque sabía que iba a ser así de incómodo y tope raro?

—Uy, no, lo siento. Hoy no le toca trabajar.

«Jessie, este es Alguien. Corta el rollo ya.»

—Vaya, es que creo que tiene mi móvil. Lo perdí anoche en la fiesta. Tú también vas al Wood Valley, ¿verdad?

—Sí, me llamo Jessie —digo, y le tiendo la mano para estrecharle la suya, pero lo hago con demasiada formalidad, algo de lo que me doy cuenta cuando ya es demasiado tarde. Tiene los dedos alargados y secos, y el apretón de manos es flojo. No le pega para nada con su voz.

—Caleb. Encantado de conocerte.

—Lo mismo digo. —Le devuelvo la sonrisa e intento decirle con los ojos lo que no tengo valor para decir con la boca: «Sé que eres tú». Es muy raro este juego al que estamos jugando, pero supongo que también es raro mandarse mensajes de forma anónima.

—¿Y qué te parece de momento? El instituto, me refiero.

—Bueno, supongo que se podría decir que todavía estoy adáptándome.

—Ah, pues guay.

Caleb se vuelve para marcharse —¿está tan nervioso como yo?— y de pronto me entran unas ganas desesperadas de obligarlo a quedarse, de restablecer nuestra conexión. Siento como si ya lo hubiese estropeado todo. Solo han hecho falta treinta segundos cara a cara.

¿Debería preguntarle por Tanzania? Ahí es donde está el Kilimanjaro, ¿no?

—Mmm..., ¿te apetecería tomarte un café un día de estos? —«¿Yo he dicho eso? ¿¿En voz alta?? Vale, respira hondo. Tranqui, colega. Tómatelo con calma»—. Estooo, mmm..., es que estoy intentando conocer gente nueva, ya sabes.

Con gesto de sorpresa, ladea la cabeza como para verme mejor. Me está repasando de arriba abajo, y no se molesta para nada en disimular.

Todo esto es un poco insultante. Está claro que deberíamos limitarnos a los mensajes.

—Vale. Sí, ¿por qué no? ¿Qué es lo peor que podría pasar? —pregunta, con una sonrisa misteriosa, una referencia obvia a la misma pregunta que le hice anoche. Estoy a punto de responder, tengo un millón de cosas que decir, pero resulta que la pregunta era retórica, porque ya está saliendo por la puerta.

 

Alguien:

¿qué tal el trabajo?

 

Yo:

Todo un detalle que te pasaras por allí.

 

Alguien:

muy graciosa.

 

Yo:

Yo no lo describiría así.

 

Alguien:

??

 

Yo:

¿?

 

Alguien:

vale, muy bien. pasando. hoy he estado tantas horas jugando con la Xbox que al final hasta me he aburrido. #creíaqueestedíanollegaríanunca

 

Yo:

¿Tienes agujetas en las manos?

 

Alguien:

paso de hacer el chiste obvio. no estás orgullosa de mí?

 

Conque así es como va a ir la cosa... Vamos a fingir que lo de esta tarde no ha pasado. Tal vez sea lo mejor. Tal vez Alguien/Caleb tenía razón desde el principio. Es mejor limitarse a los mensajes escritos.

¿Hablar cara a cara? Totalmente sobrevalorado.