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Día 15: mejor y peor y puede que mejor. El sol sigue brillando con un brío y una tozudez implacables. Mis compañeros de clase siguen siendo igual de guays y las chicas, no sé por qué, me parecen más maduras. Más seguras de sí mismas. Como si dieciséis años cundiesen mucho más aquí, en el oeste del país, que en el lugar de donde vengo.

La humillación empieza pronto, en clase. «Muy bien —me digo—. Adelante. Acabemos con esto cuanto antes.» A lo mejor soy digna hija de mi padre, después de todo. Optimista por naturaleza.

—Gap es tan superplebe, ¿verdad? —le dice Gem a su gemela fantástica, refiriéndose a mis vaqueros, claro, aunque no tengo ni idea de qué quiere decir. ¿«Superplebe»? ¿Quiere decir que solo los lleva la gente corriente como yo? Bueno, pues sí, claro que lo son. Igual que mis bragas del hipermercado, que estoy tentada de bajarme para que puedan besarme el culo.

La ira agudiza mi ingenio y me entran ganas de lanzarme al ataque, en lugar de emprender una retirada. No pienso enfrentarme a estas chicas, no soy lo bastante fuerte. Pero sí voy a hablar con Adrianna, que se sienta a mi lado, porque, ¡qué narices!, no hay tiempo que perder cuando se trata de ganarse aliados. Paso olímpicamente de mi cara roja como un tomate, me niego a volverme a comprobar si Batman ha oído algo y hago como que no me he dado cuenta de que alguien me estaba hablando.

—Me gustan mucho tus gafas —digo, con voz solo un poco más fuerte que un susurro. Adrianna pestañea varias veces, como decidiendo qué hacer conmigo, y luego sonríe.

—Gracias. Las he comprado por internet, así que tenía mis dudas, la verdad. —Hay algo en su tono de voz, callado, como el mío, que resulta atractivo. No es una voz chillona, no tiene la típica voz de adolescente que todas las demás chicas usan para reclamar atención. Tiene el pelo castaño recogido en un moño que parece desgreñado a propósito, ojos grandes y castaños perfilados con la raya y labios pintados de un rojo muy vivo. Guapa en conjunto; la suma mucho más vistosa que cada parte individual por separado—. ¿En serio que te gustan?

—Sí. Son de Warby Parker, ¿verdad? Tienen cosas muy chulas.

Oigo a Gem y Crystal reírse por lo bajo delante de mí, a lo mejor porque he dicho la palabra «chulas». Que les den.

—Sí.

Sonríe y me lanza una mirada que dice «Pasa de ellas».

—Son unas cabronas —murmura sin que la oigan.

Sonrío y le respondo, sin que me oigan a mí tampoco:

—Ya.

 

 

Después de clase, me armo de valor y le digo a Batman que vamos a tener que buscarnos otra pareja, que no estoy dispuesta a violar el código de honor del Wood Valley solo porque él no sepa trabajar en equipo. Hoy me siento valiente, fortalecida por haber tenido el coraje de presentarme a Adrianna y por no acobardarme ante el escuadrón de las Barbies rubias. O quizá es porque, por primera vez desde que vine a vivir a Los Ángeles, he desayunado algo distinto a las tostadas con mantequilla de cacahuete. En cualquier caso, voy a ser inmune a las maniobras de vudú del guapetón de Batman.

«No es mi tipo», me digo justo antes de dirigirme con paso decidido a su sillón habitual en el CuquiCoffee.

«No es mi tipo», me digo cuando lo veo en su glorioso esplendor azul y negro, fresco como un moretón recién hecho.

«No es mi tipo, de verdad», me digo cuando compruebo que tengo que hacer cola detrás de un grupo de chicas que van de cinco en cinco, como leonas; una de ellas, la clara líder de la manada, el resto sus esbirras idénticamente vestidas. Todas capaces de desollarte viva y roer luego tus huesos.

—Ethan, dime que vas a venir el sábado... —le pide la líder, una chica llamada Heather, que no se desmoraliza para nada al ver a Batman encogerse de hombros con desgana sin apartar ni un instante la mirada de su libro. Hoy no lee a Sartre. De hecho, hoy es Drácula, una lectura asombrosa y muy apropiada para la época del año, teniendo en cuenta que se acerca Halloween.

«No es mi tipo, no es mi tipo, no es mi tipo.»

—A lo mejor sí —responde—. Pero ya sabes cómo va esto.

Palabras genéricas diseñadas para no decir absolutamente nada. Impresionantes en su vacuidad. No estoy segura de que pudiera decir menos con esa misma cantidad de palabras si lo intentase.

—Entonces, seguro, ¿eh, Ethan? —dice una de las otras chicas, que se llama Lluvia, o Tormenta. O a lo mejor se llama Celeste. Lo que tengo claro es que es un nombre relacionado con la meteorología—. Entonces, pues eso, vale, nos vemos el sábado, ¿vale?

—Sí —contesta él, y esta vez deja de seguir fingiendo y se pone a leer delante de sus narices. Se ha quedado sin energías.

—¡Ah, pues muy bien! ¡Adiós!

Heather le dedica su mejor sonrisa de dientes perfectos, naturalmente, porque Los Ángeles es la tierra de las carillas de porcelana. Anoche busqué «carillas» en Google y ya lo creo que son carillas: cuestan al menos mil dólares por diente, lo que significa que su boca vale cinco veces más que mi coche.

—¡Adiós! —dicen las otras chicas, y al final se van. Batman parece aliviado al ver que se han ido.

—¿En qué puedo ayudarte? —me pregunta, como si fuera la siguiente clienta en la ventanilla del autoburger. Me acuerdo de nuestro trabajo de literatura y de cómo dio por sentado que me podría mangonear como a todo el mundo.

—Es por lo de La tierra baldía... —respondo, metiéndome las manos en los bolsillos traseros de los pantalones y tratando de aparentar indiferencia—. Si no quieres hacer el trabajo conmigo, no pasa nada, pero tendré que decírselo a la señora Pollack y buscarme otro compañero. Es que no voy a dejar que hagas tú solo el trabajo.

Ya está, ya lo he soltado. No ha sido tan difícil. Lanzo un suspiro de alivio. Estoy un poco mareada y nerviosa, pero por fuera no se me nota..., espero. Todavía llevo mi máscara firmemente en su sitio. Ahora me gustaría que me diese mi Happy Meal y acabar con esto cuanto antes y ya.

—¿Cuál es el problema? Ya te dije que sacaríamos un diez —dice, y se recuesta hacia atrás. Aquel sillón le pertenece aún más que a mí mi banco del almuerzo. Me mira fijamente otra vez. Hoy tiene los ojos azules casi grises: un cielo invernal en Chicago. ¿Por qué parece siempre tan cansado? Hasta el pelo parece cansado, por cómo se le levantan algunas puntas al azar y luego se le doblan otra vez, como rindiéndose, derrotadas.

—Es que no se trata de eso. Soy muy capaz de sacar un diez yo sola. No me hace falta que tú entregues el trabajo por los dos —contesto, y me cruzo de brazos—. Además, lo que propones va en contra del código de honor de este instituto.

Vuelve a mirarme fijamente y detecto un atisbo de sonrisita. Es mejor que una cara de asco, supongo, pero me cabrea de todos modos.

—¿El código de honor?

Que se vaya a la mierda. Seguro que es hijo de algún actor o director famoso y no tiene que preocuparse por su plaza en este instituto. Ni por entrar en la universidad. Seguramente nunca en su vida ha oído la palabra «beca». Tendría que buscarla en el diccionario.

—Oye, soy nueva aquí, ¿vale? Y no quiero que me echen ni tampoco quiero meterme en líos, ¿de acuerdo? Y estamos en tercero de secundaria, así que todo cuenta para el expediente. Y me importa un bledo que eso te parezca repelente o una gilipollez, o lo que sea.

—O lo que sea —repite Batman. Otra sonrisita indescifrable. Lo odio. Con toda mi alma. Al menos, cuando Gem y Crystal se burlan de mí, lo hacen por cosas que puedo decirme a mí misma que no importan. Se ríen de mi ropa, no de mis palabras. Oigo la voz de mi madre en mi cabeza, solo un segundo, porque su voz prácticamente se ha evaporado —de agua al aire, o puede que se haya desintegrado, de la tierra al polvo—, pero durante un feliz segundo está ahí a mi lado: «Los demás no te pueden hacer sentir estúpida. Solo tú puedes».

—O lo que sea —digo otra vez, como si estuviera encantada con la bromita. Como si no pudiera hacerme daño. Contengo las lágrimas, que me pillan desprevenida. ¿De dónde han salido? No, ahora no. Que no. Inspiro aire y se me pasa—. En serio, me buscaré otro compañero. No pasa nada.

Me obligo a mirarlo a los ojos. Me encojo de hombros como si me importara una mierda, como si tuviera a un montón de gente haciendo cola para hablar conmigo, como le ocurre a él con las leonas que suelen rodearlo. Batman me sostiene la mirada y sacude un poco la cabeza, como intentando despertar de un sueño. Y entonces me sonríe. No es una sonrisita burlona ni de suficiencia. No tiene ni una sola pizca de maldad o crueldad. Es una sonrisa normal, de las de toda la vida.

No lleva carillas de porcelana en los dientes. Pero sí tiene las paletas separadas. Tiene los dos dientes delanteros ligeramente torcidos, se inclinan un poco a la derecha, como si hubiesen decidido que la perfección está sobrevalorada. Ahora me parece que no lleva lápiz de ojos. Creo que, simplemente, nació así: con las facciones muy subrayadas.

—Muy bien, hagámoslo —dice.

—¿Cómo dices?

Estoy distraída porque su sonrisa le transforma la cara. Pasa de ser un adolescente guapo y gruñón a otro tontorrón y un poco vergonzoso en un instante. Casi me lo imagino a los trece años, vulnerable, tímido; una persona distinta del chico que recibe en audiencia a su corte en el CuquiCoffee. Apuesto cualquier cosa a que me habría caído mejor entonces, cuando leía cómics de Marvel en vez de a Sartre, y no libraba una batalla con preguntas trascendentales de la que salía triste, enfadado o cansado, o comoquiera que esté ahora.

Definitivamente, me gusta mucho más cuando sonríe.

—Vamos a hacer el trabajo sobre La tierra baldía los dos juntos. «Abril es el mes más cruel», y todo eso. No es mi poema favorito, pero es fundamental —dice, y deja su punto de libro en las páginas de Drácula, como diciendo «No se hable más». Ya ha tomado la decisión. Ten, aquí tienes tus McNuggets de pollo con extra de mostaza a la miel. Porfavorgraciasdenada.

—Muy bien —contesto, porque interpretarlo a él me hace ser lenta. Ahora soy yo la que estoy cansada. Su sonrisa es como resolver un acertijo. ¿Cómo consigue una imperfección hacer que parezca aún más perfecto? Y... ¿acaba de usar la palabra «fundamental»? ¿Estás triste o enfadado o solo es que tienes dieciséis años?

—¿De verdad tenemos un código de honor en esta escuela? —pregunta.

—Sí. Tiene diez páginas.

—Nunca te acostarás sin saber una cosa más. No nos hemos presentado oficialmente todavía, ¿no? Soy Ethan, Ethan Marks.

—Jessie —digo, y nos estrechamos las manos como adultos de verdad; no entrechocamos los puños ni nos damos dos besos al aire en las mejillas ni nos saludamos en plan machito. Tiene los dedos largos, esbeltos y sólidos. Me gustan tanto como su sonrisa. Y tocarlos me gusta mucho más aún—. Holmes.

—Encantado de conocerte al fin, Jessie... —hace una pausa— Holmes.

Día 15; decididamente, mejor.

 

 

Más tarde, en educación física, camino por la pista de atletismo con Dri (dice que sus amigos la llaman así, porque Adrianna tiene «demasiadas connotaciones de reality-show») y vamos riéndonos mientras contamos las veces que el señor Shackleman intenta disimuladamente rascarse los huevos. Dri ha sido quien se ha inventado el juego. Alguien tiene razón: es divertida.

—Todavía no sé si es que le pican o si está intentando disimular lo empalmado que va de tanto mirar cómo corren las del Eje del Mal —dice. Gemma y Crystal ya nos llevan tres vueltas de ventaja, sin sudar un poquito, sin jadear siquiera. Son tan perfectas que yo tampoco puedo evitar mirarlas.

El señor Shackleman no parece mucho mayor que los chicos del instituto, solo que él ya tiene una barriga cervecera y una calva incipiente. Lleva pantalones deportivos y sopla un estridente silbato de plástico más veces de lo necesario.

—¿Son gemelas? —le pregunto, refiriéndome a Gem y Crystal.

—No —se ríe Dri—, pero son amiguitas del alma desde..., yo qué sé, desde siempre.

—¿Y siempre han sido tan... ya sabes, tan hijas de puta? —Odio las palabras «hija de puta». De verdad. Llamar «hija de puta» a una mujer me hace sentir muy mala feminista, pero a veces no hay otra palabra.

—Pues no, no siempre. Ya sabes cómo va esto. Las chicas malas se vuelven malas en primero de secundaria y siguen siendo malas hasta la cena de diez años después del instituto, cuando quieren volver a ser tus mejores amigas. Al menos eso es lo que dice mi madre.

—Tiene gracia que el instituto sea igual en todos los sitios —comento, y sonrío a Dri. Intento no sentirme incómoda por la mención a las madres, como si no prendiera fuego a una llama invisible en mi pecho—. A ver, Wood Valley es completamente distinto del lugar de donde vengo, pero en algunos aspectos, es exactamente igual. Imposible escapar.

—La universidad. Tan cerca y tan lejos a la vez. —Dri no se parece en nada a Scarlett, que es atrevida y no tiene miedo a nada ni a nadie (contrariamente a lo que repite una y otra vez, ella es la valiente de las dos), y pese a eso, tengo la sensación de que harían buenas migas. Scar le haría de guía a Dri, tal como lo ha hecho conmigo todos estos años.

—Un amigo me dijo hace poco que el grado de felicidad que sientes en el instituto es indirectamente proporcional al éxito que alcanzarás en la vida —digo, poniendo a prueba la teoría de que tal vez Alguien sea Adrianna, cosa que preferiría mil veces a la alternativa de que Alguien sea Theo. A lo mejor simplemente era muy tímida para hacerse amiga mía directamente. Estudio su rostro con atención, pero no detecto el más mínimo signo de que haya reconocido las palabras.

Pues no, no es ella.

—No sé. Eso espero. —Rebusca en su bolsillo y saca un inhalador—. Lo siento, soy alérgica a los espacios abiertos. Y a los espacios cerrados. Y a un montón de cosas. Ya sé que parezco idiota, pero si no respiro, mi pinta es mucho peor aún.

Cuando seamos más amigas, tengo que decirle que no tiene por qué disculparse. Que no hace falta que se refiera a sí misma con ningún calificativo peyorativo. Y entonces me río para mis adentros, porque aunque está a miles de kilómetros de distancia, Scar está ahí mismo, a mi lado. Porque esa es exactamente la típica frase que me diría ella.