5
—Hogar, dulce hogar —dijo mi padre la primera vez que entramos en la casa de su nueva esposa, y separó ampliamente las manos, como queriendo decir: «No está mal, ¿verdad que no?». Si nuestra casa en Chicago tenía los techos bajos y era más bien achaparrada y sólida, una casa que a mí me gustaba visualizar cariñosamente como un luchador de lucha libre, esta casa es la reina del baile: alta, dentadura perfecta y nacida para ganar. Sofás de color blanco. Paredes blancas. Librerías blancas. Por si no fuera suficiente el hecho de que la mujer de mi padre me esté pagando los estudios, ahora me aterroriza tener que añadir los costosos tratamientos antimanchas a mi cuenta de gastos.
Pues no, este hogar no tiene nada de dulce, la verdad. Parece raro quejarse por vivir en un sitio que parece salido de La casa de tus sueños, y, sin embargo, echo de menos nuestra vieja casa, que los Patel compraron a mi padre al poco de ponerla a la venta. Ahora Aisha duerme en mi antigua habitación, de cuyas paredes han arrancado mis pósteres vintage de películas, mis collages de cubiertas de libros y mis fotos con Scarlett poniendo caras. Aquí me tenéis escondida en uno de los numerosos cuartos de invitados, todos decorados como si quisieran que te fueras cuanto antes. Ahora duermo en una especie de diván antiguo, la clase de mueble apto para que una chica de calendario de los cincuenta pueda enseñar sus ligueros y no tanto para que simplemente se pueda, bueno, pues eso, dormir en él. El baño que hay dentro de la habitación está equipado con jabones artesanales con monograma con pinta de ser demasiado caros para tocarlos, conque mucho menos para usarlos. Y las paredes están decoradas con la clase de cuadros abstractos que parecen obra de un crío de ocho años. Mi único añadido personal a la habitación —aparte de Bessie, la vaca de peluche de mi infancia— es una foto minúscula en la que aparecemos mi madre y yo cuando tenía nueve o diez años. Tengo todo el cuerpo enroscado alrededor de su muslo, como si fuera una cría de chimpancé, a pesar de que ya era demasiado mayor para hacer esas cosas. Está mirándome. Hay un brillo divertido y amoroso en sus ojos; adoración y temor en los míos. Aún me acuerdo del momento en que se tomó esa foto. Tenía miedo de una canguro nueva, convencida, no sé por qué razón, de que si mi mamá salía por la puerta de casa no volvería nunca más.
—¿A que es estupenda? —me preguntó mi padre, hablando de la casa, después de haber subido mi vida metida en dos bolsas de lona hasta «mi habitación» por la majestuosa escalera. Estaba tan contento y lleno de entusiasmo, como el niño que se ha portado bien y quiere un premio, que me dio lástima decepcionarlo. Cuando mi madre se puso enferma, él reaccionó con impotencia y desesperación. La capitana de las vidas de ambos, la que lo organizaba absolutamente todo, estaba perfectamente sana, y un buen día, de la noche a la mañana, ya no lo estaba. El diagnóstico: cáncer de ovario, estadio IV. Estaba demasiado débil para atravesar la habitación, y más aún para enfrentarse a las complejidades del día a día: las comidas, los desplazamientos en coche, mantener al día las provisiones de papel higiénico...
Destrozado y exhausto, mi padre perdió pelo y peso, como si fuese él y no ella quien se estuviese sometiendo a las sesiones de quimio y radioterapia. Como si fuese su reflejo exacto. O su hermano siamés. Como si uno fuese incapaz de funcionar normalmente sin el otro. Habían pasado poco más de dos años (747 días, los cuento), y no podía evitar darme cuenta de que hasta hacía poco no había vuelto a recuperar peso y seguridad en sí mismo. Al fin volvía a ser un hombre, el padre y no el hijo. Durante los meses posteriores, mi padre no dejaba de hacerme preguntas que ponían en evidencia que no tenía la más remota idea de cómo funcionaba nuestra vida cotidiana: «¿Dónde guardamos el recogedor?», «¿Cómo se llama el director de tu colegio?», «¿Con qué frecuencia hay que llevarte a las revisiones médicas?».
Mi padre trabajaba a jornada completa, y cuando no estaba trabajando, estaba ocupado negociando con las compañías de seguros, enfrentándose a las montañas de facturas médicas que no dejaban de llegar a casa; era muy cruel después de que todo hubiese terminado. En vez de molestarlo, le cogía prestada su tarjeta de crédito. Programaba envíos automáticos para el papel de cocina y el papel higiénico, me encargaba de la lista de la compra, compraba barritas de cereales y harina de avena instantánea a granel. El primer año, como todavía no me había sacado el carnet de conducir, compraba los sujetadores por internet. Y también los tampones. Formulaba en internet todas las preguntas que le habría hecho a mi madre. Una triste sustituta virtual.
Íbamos tirando. Los dos. Y, durante un tiempo, estuvimos tan ocupados intentando salir adelante que casi se me olvidó cómo eran las cosas antes. Cuando los tres estábamos completamente unidos. Cuando era pequeña y me metía en la cama de mis padres para que pudiésemos hacer nuestro bocadillo diario de Jessie. Éramos una familia feliz; el tres nos parecía un buen número, equilibrado. Cada uno de nosotros tenía un papel perfectamente definido: mi padre trabajaba y nos hacía reír; mi madre también trabajaba, pero solo media jornada, así que era la persona de contacto, el bálsamo calmante de la familia y su elemento aglutinante. Mi única tarea consistía en ser su hija, en ser su creación más brillante y en regodearme en su flujo de atención constante.
Han pasado 747 días y aún no he aprendido cómo hablar de nada de esto. Es decir, puedo hablar de que me encargaba de comprar el papel higiénico, de que estábamos destrozados, de que yo estaba destrozada, pero todavía no he encontrado las palabras para hablar de mi madre. De su yo verdadero. Para recordar quién era de una forma que no haga que me derrumbe.
Todavía no sé cómo hacer eso.
De hecho, a veces es como si se me hubiese olvidado cómo hablar.
—Es increíble, papá, de verdad —dije, porque la nueva casa era increíble. Si una madrastra malvada iba a retenerme como prisionera, no estaba mal que fuera entre las páginas de un ejemplar de Architectural Digest; podía haber acabado en sitios mucho peores. No pensaba quejarme de que el ambiente no era acogedor (y no me refiero solo a que no lo era para mí, sino que no lo era en general), ni del hecho de que tenía la sensación de haberme ido a vivir a un museo lleno de desconocidos. Eso sonaría mezquino. Además, los dos sabíamos que ese no era el problema. El problema era que mamá no estaba allí. Que nunca más volvería a estar allí. Cuando pensaba en eso demasiado rato (cosa que no ocurría a menudo, siempre que podía evitarlo), me daba cuenta de que en realidad daba igual dónde durmiese.
Hay hechos que suelen convertir en irrelevante todo lo demás.
Antes éramos una familia de tres miembros, y ahora éramos algo totalmente distinto. Una formación nueva e inidentificable. Un paralelogramo torcido.
—Llámame Rachel —me dijo la nueva mujer de papá cuando la conocí, y me dio la risa. ¿Cómo iba a llamarla, si no? ¿Madre? ¿Señora Scott? (Su apellido de soltera. Bueno, no. No era su apellido de soltera en realidad, sino el apellido de su anterior marido.) O aún más ridículo, su nuevo nombre, que también había sido el de mi madre: ¿señora Holmes? En mi cabeza, sigue siendo la nueva mujer de papá; intentar acostumbrarme a la idea es un ejercicio inútil. La nueva mujer de papá. La nueva mujer de papá. La nueva mujer de papá... Hablando de palabras ridículas y sin sentido.
—Llámame Jessie —dije yo, porque no sabía qué otra cosa decir. El mero hecho de su existencia ya fue toda una sorpresa en sí misma. Ni siquiera me había dado cuenta de que mi padre estuviese saliendo con alguien. Había estado viajando mucho —a congresos de farmacia, según él— y no se me había ocurrido interrogarlo, a pesar de que nunca en toda su vida había viajado por trabajo. Supuse que estaba utilizando el trabajo igual que yo estaba utilizando las clases: como ayuda para olvidar. Me entusiasmaba quedarme en casa sola esos fines de semana. (¿Aprovechaba la ocasión para organizar fiestorras en las que la gente bebía cerveza en vasos rojos de plástico y dejaba montañas de vómito en nuestro césped? Pues no. Scarlett se venía a dormir a casa. Hacíamos palomitas en el microondas y nos dábamos auténticos atracones mientras veíamos por enésima vez viejas temporadas de nuestras series favoritas.)
Y entonces, un día, mi padre llegó a casa y soltó esa historia de que se había enamorado, y me percaté de que llevaba un nuevo anillo en el dedo. Frío y reluciente. Plata: una amarga medalla. Por lo visto, no sé cómo, pero en vez de ir a Orlando a recabar más información sobre el Cialis, se había fugado a Hawái con una mujer a la que había conocido por internet en uno de sus grupos de apoyo para sobrellevar el duelo. Al principio creía que estaba de broma, pero le temblaban las manos y esbozaba esa media sonrisa que se le pone en la cara cuando está nervioso. Y entonces llegó el largo y horrible discurso; me dijo que sabía que iba a ser difícil para mí ir a vivir a una ciudad nueva, cambiar de escuela y todo eso... Esa parte la dijo muy rápido, tan rápido que lo obligué a repetirla para asegurarme de que había oído bien. Esa fue la parte en la que oí las palabras «Los Ángeles» por primera vez.
«Un paso adelante», dijo. «Una oportunidad.» Una forma de salir de «nuestro estancamiento». Esas fueron otras palabras que se atrevió a utilizar: «nuestro estancamiento».
No me había dado cuenta de que estábamos estancados. «Estancamiento» me parecía una palabra demasiado simple para el dolor y la pena.
Estaba bronceado y tenía las mejillas sonrosadas después de tres días en una playa. Yo aún estaba pálida por el invierno de Chicago. Seguramente, los dedos me olían a mantequilla. No lloré. Una vez que superé la sorpresa inicial, descubrí que me importaba menos de lo que yo misma creía. A veces, cuando Scarlett dice que soy fuerte, creo que en realidad quiere decir que soy insensible.
Rachel es una de esas mujeres menudísimas que utilizan la voz para ocupar mucho espacio. Más que hablar, parece que emite anuncios: «¡Llámame Rachel!», «¡Díselo a Gloria si quieres añadir algo a la lista de la compra! ¡No te cortes! ¡Es una cocinera fabulosa! ¡Yo ni siquiera sé freír un huevo!», «¡Hoy me han destrozado en pilates!».
Es agotador tenerla cerca.
El anuncio de hoy: «¡Cena familiar!». Hasta ahora, básicamente he evitado sentarme con los demás a la mesa del comedor. Rachel ha estado ocupada trabajando hasta tarde en una película nueva —un filme de superhéroes barra ciencia ficción que se titula Terroristas del espacio— que ha prometido que «¡Va a arrasar en taquilla!». Las noches que mi padre no sale para ir a cenas de negocios con Rachel —«¡Los cotilleos son la clave!», le gusta afirmar a mi madrastra— está pegado al ordenador buscando un nuevo trabajo. Theo también sale un montón, sobre todo a casa de Ashby, donde roban la comida gourmet a domicilio que pide su madre.
Yo suelo cenar en mi dormitorio; por lo general, bocadillos de mantequilla de cacahuete con mermelada que me preparo yo misma, o ramen con un huevo. No me siento cómoda añadiendo cosas a la lista de la compra de Gloria. Gloria es la «directora de la casa», sea lo que sea eso. «¡Es como de la familia!», anunció Rachel cuando nos presentó a ambas, aunque, en mi experiencia, los miembros de la familia no suelen llevar uniforme. Al parecer, también hay un equipo de limpieza, un jardinero y otras personas de origen hispano a las que se les paga para que hagan cosas, como cambiar las bombillas o arreglar el váter.
—¡Chicos, bajad de una vez! ¡Hoy cenamos juntos, os guste o no!
Esa última parte de la frase la dice medio en broma, como diciendo: «¡Ja, ja! ¿A que tiene gracia que ninguno de vosotros dos quiera hacer esto? Compartir casa. Cenar juntos. Esta vida es la monda».
A lo mejor la odio. No lo he decidido todavía.
Asomo la cabeza por la puerta de mi dormitorio y veo que Theo se dirige a la planta de abajo. Lleva un par de auriculares gigantescos. No es mala idea. Me llevo el móvil para poder enviar mensajes a Scarlett mientras cenamos.
—De verdad, mamá... —dice Theo, todavía con los oídos tapados por completo, así que habla aún más alto que de costumbre. Esta gente no tiene ningún sentido de lo que significa el control del volumen de voz—. ¿En serio es necesario que juguemos al juego este de la familia feliz? Ya es tormento suficiente soportar que vivan aquí con nosotros.
Miro a mi padre y pongo cara de resignación para demostrarle que no me molesta. Él me contesta con una sonrisa tímida cuando Rachel no lo ve. Si Theo se porta mal, yo haré justo lo contrario. Interpretaré el papel de la hija perfecta y haré que mi madrastra sienta más vergüenza todavía de su niñato malcriado. Fingiré que no estoy enfadada por que mi padre me haya arrastrado a vivir hasta aquí, ni por que aún no se haya molestado siquiera en preguntarme cómo me va. Soy toda una experta jugando a Fingir.
—Tiene una pinta deliciosa. ¿Qué es? —pregunto, porque tiene muy buena pinta. Estoy empezando a cansarme de tanto ramen y bocadillos. Necesito algo de verduras y hortalizas.
—Quinoa y salteado de gambas con bok choy —anuncia Rachel—. Theo, por favor, quítate los cascos y deja ya de ser maleducado. Tenemos una noticia muy importante que daros.
—Vais a tener un niño —suelta mi hermanastro con aire inexpresivo, y luego se ríe de su propio chiste, que no tiene ninguna gracia. Oh, no... ¿Acaso es biológicamente posible? ¿Cuántos años tiene Rachel? Gracias, Theo, por añadir una cosa más a mi lista de mis peores temores en la vida.
—Muy gracioso. No. ¡Bill ha encontrado trabajo!
Rachel sonríe de oreja a oreja, como si mi padre acabase de llevar a cabo una hazaña asombrosa, como si hubiese dado un triple salto mortal delante de nosotros y hubiese aterrizado de pie. Aún lleva la ropa del trabajo, una blusa blanca con una pajarita desenfadada y pantalones negros con una raya satinada a cada lado. No sé por qué, pero es como si siempre llevara cosas colgando: corbatas, borlas, colgantes, pañuelos... Ni un pelo de su media melena recta y castaña se le mueve de su sitio, y su perfección le echa varios años más encima, a pesar del bótox, distribuido con un gusto exquisito por todo su rostro. Demasiadas líneas afiladas. Una cosa hay que reconocerle, a pesar de que no estoy de humor para reconocerle nada: el entusiasmo de Rachel es generoso. Seguramente, el sueldo que va a ganar mi padre solo es un poco más de lo que ella le paga a Gloria. Aun así, me siento aliviada. Al menos ahora podré pedir una paga para aguantar un poco hasta encontrar un trabajo por horas yo también.
—¡Hagamos un brindis! —dice, y para mi sorpresa, nos sirve a Theo y a mí una copita de vino. Mi padre no dice nada, ni yo tampoco; nos hacemos los sofisticados y los europeos—. Por los nuevos comienzos.
Entrechoco mi copa, me bebo el vino y luego hundo el tenedor en mi salteado. Trato de no establecer contacto visual con Theo y envío un whatsapp a Scarlett por debajo de la mesa.
—¡Estoy tan contenta...! ¡No has tardado mucho, cariño! —Rachel sonríe a papá y le aprieta la mano. Él le devuelve la sonrisa. Yo miro mi móvil. No me he acostumbrado todavía a verlos juntos, actuando como dos tórtolos recién casados. Tocándose. Dudo mucho que llegue a acostumbrarme algún día.
—¿Dónde vas a trabajar? —pregunto, más que nada con la esperanza de que mis palabras obliguen a Rachel a apartar su mano de la de mi padre. Nada. No funciona.
—En la misma calle de tu instituto, precisamente. Me encargaré de la sección de farmacia de los almacenes Ralph’s —dice mi padre. Me pregunto qué le parecerá que Rachel gane múltiplos de lo que gana él, si le resultará castrante o, por el contrario, atractivo. Cuando protesté quejándome de que fuera ella quien me pagara los estudios, él se limitó a decir: «No digas tonterías. Eso no es negociable».
Lo decía completamente en serio. Nada era negociable: su boda, nuestro traslado, Wood Valley. Antes de la muerte de mi madre, vivía en una democracia; ahora esto es una dictadura.
—Espera, ¿qué? —pregunta Theo, quitándose al fin los cascos—. ¿No irás a trabajar en Ralph’s...?
Mi padre levanta la mirada, desconcertado ante su tono beligerante.
—Sí. El que hay en Ventura —contesta, manteniendo el tono de conversación, animado y alegre. No está acostumbrado a la gente beligerante. Está acostumbrado a mí: pasiva-agresiva. En realidad, pasiva sobre todo, con algún que otro arranque de aspereza. Cuando monto en cólera, lo hago a solas, en mi habitación, a veces al ritmo de la música—. Me han ofrecido muy buenas condiciones. Seguro dental y todo. Trabajaré haciendo prácticas de farmacia un tiempo, porque tengo que aprobar un examen para convalidar el título en California. Así que estudiaré para presentarme a mi examen mientras vosotros estudiáis para vuestros finales preuniversitarios. Pero el caso es que son prácticas pagadas, no son prácticas, prácticas. Haré lo mismo que hacía en Chicago mientras convalido el título para ejercer.
Mi padre deja escapar una risa nerviosa y tartamudeante, sin dejar de exhibir su media sonrisa de costumbre. Está farfullando.
—¡¿Has encontrado trabajo en los almacenes que hay al lado de mi instituto?! —chilla Theo.
—En la sección de farmacia. Soy farmacéutico. Lo sabes, ¿verdad? ¿Lo sabe? —le pregunta mi padre a Rachel, absolutamente perplejo en ese momento—. No voy a encargarme de ayudar a meter las cosas en bolsas.
—No puede ser, mamá. ¿Me estáis tomando el pelo?
—Theo, para el carro —dice Rachel, y levanta la palma de la mano. Pero ¿de dónde ha salido esta gente?, me pregunto (no por primera vez). ¿«Para el carro»?
—Como si no fuese ya humillación suficiente con lo que tengo. ¿Ahora mis amigos lo verán trabajando en el supermercado con una de esas placas de plástico con su nombre tan cutres? —Theo arroja el tenedor al otro lado de la habitación y se levanta de la silla. No puedo evitar reparar en la mancha de salsa de soja que hay en la silla blanca y contengo el impulso de ir a buscar un bote de quitamanchas. ¿O de eso se encarga Gloria?—. No me vengáis con esa mierda. Ya era todo una putada y ahora, encima, esto.
Sale enfurecido del comedor, hecho un energúmeno, lanzando ridículos resoplidos como un crío de cuatro años. Toda la escena es tan exagerada que me dan ganas de reír. ¿Aprendió a montar rabietas así en la clase de teatro? Entonces veo la cara de mi padre. Tiene la mirada triste y vacía. Se siente humillado.
—¡Cuidado con esas palabrotas! —exclama Rachel, a pesar de que Theo ya se ha ido hace rato y que tiene dieciséis años.
Cuando era pequeña, me encantaba jugar a farmacéuticos. Me ponía uno de los delantales de mi madre y utilizaba los botes vacíos que mi padre traía a casa para darles Cheerios a mis muñecos de peluche. Hasta la muerte de mi madre, nunca se me había pasado por la cabeza sentir otra cosa que no fuera orgullo por mi padre, y aun entonces, mis dudas siempre estaban relacionadas con su capacidad de supervivencia y no con su capacidad profesional. De hecho, cuanto más lo pienso, más me gusta la idea de verlo tras el mostrador de la farmacia en Ralph’s, justo al cabo de la calle del instituto. Lo echo de menos. En esta casa hay demasiadas habitaciones donde esconderse.
Que se jodan Theo y los ricachones de sus amigos; no teníamos seguro dental en Chicago.
Mi padre es un optimista. Dudo que imaginase que esto iba a ser tan difícil, o tal vez, cuando estábamos solo nosotros dos hechos polvo en nuestra sufrida casa, pensó: «Es imposible que California pueda ser peor que esto».
—¿Acaso no puedo aceptar el trabajo porque él se avergüenza de mí? —dice mi padre, como si le hiciese una pregunta a Rachel, y una vez más, no tengo más remedio que apartar la mirada. Pero en esta ocasión no es por mí, sino por él—. Necesito trabajar.
Más tarde, estoy sentada fuera, en uno de los muchos porches de la casa de Rachel, contemplando las colinas que rodean el edificio con sus luces de colores. Me imagino a las otras familias vecinas, terminando de cenar o enjuagando los platos. Si se están peleando, es muy probable que las suyas sean peleas familiares, en las que se acostumbra a meter el dedo en la llaga y a volver a echar sal en las mismas heridas. En esta casa, somos todos extraños. No nos parecemos en nada a una familia.
También me resulta raro pensar en cómo serían las cosas aquí antes, antes de que llegáramos mi padre y yo, antes de que muriera el padre de Theo. ¿Se sentaban a cenar todos juntos, como hacíamos en mi casa?
Tengo el móvil a mi lado, pero estoy demasiado cansada para escribir un whatsapp a Scarlett. Demasiado cansada incluso para ver si ha llegado otro correo de Alguien. ¿Qué importa? Lo más seguro es que solo sea otro niñato mimado de mierda, como todos los demás alumnos de Wood Valley. Incluso lo ha admitido él mismo.
La puerta de mosquitera se abre y se cierra a mi espalda, pero no me vuelvo a ver quién es. Theo se desploma en la tumbona que hay junto a la mía y saca un paquete de papel de liar y una bolsa de marihuana.
—No soy un capullo, ¿sabes? —dice, y empieza a liarse un porro con delicada precisión. Grueso y perfecto. Un trabajo elegante.
—¿De verdad? Pues no me has dado ninguna prueba de lo contrario —contesto, y me arrepiento inmediatamente. ¿No podía haberle dicho: «Sí, sí que lo eres»? ¿O: «Déjame en paz»? ¿Por qué a veces hablo como si tuviera sesenta años?—. ¿Y si te ve tu madre?
—Autorizado al cien por cien, legal y medicinal. Tengo una receta de mi psicólogo.
—¿En serio? —exclamo.
—En serio. Es para la ansiedad. —Detecto la sonrisa en su voz y me sorprendo sonriendo yo también. «Esto solo pasa en California», pienso. Me ofrece el porro, pero niego con la cabeza. Mi padre ya ha tenido trauma suficiente por un día; no le hace ninguna falta ver a la santa de su niña fumando maría con su nuevo hijastro. Para ser farmacéutico, es asombrosamente conservador cuando se trata de fármacos—. Además, creo que mi madre soltaría un suspiro de alivio al ver que solo es un porro. Un chaval del instituto murió el año pasado. Sobredosis de heroína.
—Qué horror —digo. En mi antigua escuela circulaban toneladas de droga. Dudo mucho que la mierda que se meten aquí sea más dura, probablemente solo más cara—. A saber qué clase de receta tenía él.
Theo me mira desconcertado. Tarda unos segundos en darse cuenta de que lo he dicho de broma. Suelo hacer bromas en los momentos más inoportunos. Humor negro. Seguramente, me pongo más siniestra de lo que debería. Más vale que sepa eso de mí cuanto antes.
—¿Sabes una cosa? En otras circunstancias, me imagino que podríamos llegar a ser amigos. No estás tan mal. Bueno, Ashby se pondría las botas contigo rehaciéndote de arriba abajo, pero al menos tienes la materia prima necesaria. Y salta a la vista que eres enrollada, a tu manera. Divertida. —Theo tiene la mirada fija delante, dedica sus cumplidos de doble sentido a las colinas—. Pero tu padre es un coñazo.
—Y tú eres bastante capullo —replico—. De verdad.
Se ríe y se estremece ante una ráfaga invisible de viento. Por la noche refresca, pero hace demasiado calor para el pañuelo que lleva anudado alrededor del cuello. Da una calada, larga y profunda. Nunca me he fumado un porro, pero entiendo la atracción. Noto a Theo relajarse a mi lado, hundiéndose cada vez más en la tumbona. La copa de vino también me ha relajado a mí. Ojalá Rachel me hubiese ofrecido otra. Ese ofrecimiento no lo habría rechazado.
—Sí, ya lo sé, pero ¿tienes idea de la mierda que voy a tener que tragar por su culpa en el insti? Joder...
—No siento ninguna lástima por ti.
—No, seguramente no deberías sentirla.
—Esto también es una auténtica mierda para mí. Todo. Cada minuto de cada puto día —digo, y en cuanto suelto esas palabras, me doy cuenta de cuánta verdad hay en ellas. «Papá, estabas equivocado: podía ser peor.» Es muchísimo peor—. Yo tenía una vida en Chicago. Amigos. Gente que incluso me decía hola por los pasillos.
—Mi padre murió de cáncer de pulmón —dice Theo, sin venir a cuento, y vuelve a dar una larga calada—. Por eso fumo. Pienso que si corres veinte kilómetros al día y enfermas de cáncer igualmente, más vale divertirse y vivir a tope.
—Es la cosa más estúpida que he oído en mi vida.
—¿A que sí? —Apaga el porro y se guarda con cuidado lo que queda para más tarde. Se levanta y me mira directamente a los ojos. Ni rastro de su rabieta anterior—. Y oye, para que lo sepas, siento mucho lo de tu madre.
—Gracias —respondo—. Siento lo de tu padre.
—Gracias..., supongo. A propósito, ¿podrías empezar a comer en la cocina? Gloria siempre está dándome la vara contigo. Dice que tanto ramen va a hacer que te pongas como un chancho.
— ¿El ramen va a hacer que me ponga como un... chancho?
—Gorda. Creo que quiere decir gorda. Yo qué sé, Gloria habla muy raro. Que te vas a poner como una vaca, vaya. Bueno, yo ya he cumplido con mi buena obra del día.
—Vaya, sigues siendo un capullo —comento, pero esta vez dejo que una sonrisa se cuele en mi voz. En el fondo, Theo no es tan malo. No es ningún solete, pero no está tan mal.
—O sea que seguramente seguiré sin hablarte cuando estemos en el insti —me informa, y durante una fracción de segundo me pregunto si podría ser Alguien.
—Eso me imaginaba —digo, y se despide de mí con un gesto típicamente de tío antes de darme la espalda y volver adentro.