17
Alguien: |
tres cosas: (1) siempre echo un vistazo a la última página de un libro antes de empezarlo. lo mismo con la última escena de una película. (2) mi madre tiene una farmacia entera en el armario del lavabo. Xanax. Vicodin. Percoset. todo material de primera. y se las toma todas. a diario. eso es un problema. (3) tienes unas manos muy bonitas. |
Yo: |
No en el mismo orden, pero... (1) tengo las manos de mi madre. Tocaba el piano. Yo lo dejé después de las dos primeras clases, pero debería haber seguido. A veces escucho sus piezas favoritas y me imagino que es ella quien está tocando. Oh, guau... No me puedo creer que te haya contado eso. (2) Cuando empiezo un libro, tengo que terminarlo, pero nunca, nunca miro el final. Odio saber cómo acaban las cosas. (3) A ver qué te parece esta ironía: resulta que mi padre es farmacéutico. Te lo juro. Así que conozco todos esos medicamentos. Siento lo de tu madre. |
—Hola, Tubérculo Seco —me saluda Ethan cuando nos encontramos en la biblioteca. La misma camiseta todos los días, el mismo sillón en el CuquiCoffee y, ahora, la misma mesa en la que quedamos la última vez. Este chico es fiel a sus rutinas.
—¿En serio? ¿Así es como va a ser esto? —digo, aunque sonrío. Me gusta el tono de familiaridad, que se atreva a llamarme con ese mote—. Creía que habías dicho que era un buen insulto.
—He decidido que deberíamos rescatar esa palabra —anuncia mientras recoge sus libros. Por lo que parece vamos a dar un paseo otra vez. Eso me pone de buen humor. Es mucho más fácil hablar cuando no tengo que verle los ojos. Hoy, Ethan está distinto, casi, casi me atrevería a decir que roza el entusiasmo—. ¿Qué te parece Tubi? ¿Tuberoni? ¿No?
—¿Es que has conseguido dormir por fin? — le pregunto.
Me mira extrañado.
—¿Cómo?
Se pasa las manos por el pelo, alborotando los mechones con los dedos y quedando con un desgreñamiento perfecto. Me dan ganas de tocarle el pelo, de revolvérselo como hizo Gem. Lo tiene tan oscuro que casi parece que le sangre.
—No sé, es que... siempre pareces muy cansado. Hoy estás más despierto.
—¿Tanto se me nota? —Me da un golpecito con el hombro.
—¿La verdad? Es como el doctor Jekyll y míster Hyde.
Le sonrío para que vea que no va con mala leche.
—Seis horas. Seguidas —lo dice con orgullo, como si acabara de ganar un premio—. Tengo lo que suele decirse problemas de insomnio. «Leo, buena parte de la noche, / y en invierno voy al sur.»
—¿Qué?
—Perdona. Estaba recitando un verso de La tierra baldía. La verdad es que sí leo mucho por las noches, pero no voy a ninguna parte en invierno, salvo a Tahoe a veces, a practicar snowboard. Oye, ¿y te lo has leído?
—¿La tierra baldía? —Pero ¿por qué no puedo seguirle el ritmo? Soy una chica lista. Duermo al menos siete horas y media todas las noches. Y... ¿podría tocarme el hombro otra vez, por favor?
—El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde.
—No.
—Pues deberías. Está muy bien. Va de un tío con doble personalidad.
—Estoy segura de que te sientes identificado —digo.
—Ja, ja —contesta.
—¿Y qué te parece Tuberculácea? —pregunto. Todo esto es más fácil de lo que debería ser.
—Que sea Tuberculácea entonces, no se hable más, Jessie... —se calla, y me quedo a la espera— Holmes.
Acabamos en Starbucks, aunque no en el que trabaja el camarero raro. Ethan me pide un Vainilla Latte y me aparta la mano cuando le ofrezco dinero para pagarlo. ¿Convierte eso lo nuestro en una cita? ¿O es que sabe todo el mundo que tengo problemillas económicos, al menos para los estándares de Wood Valley? Aunque pensándolo bien, solo es un Vainilla Latte, y el chico tiene pinta de ser todo un caballero: recita poesía de memoria, me aguanta la puerta al pasar y no ha sacado el móvil ni una vez en todo este tiempo, ni siquiera para enviar un mensaje. Aunque toca ser realista: lo más probable es que Ethan tenga novia, alguna chica con un historial en materia sexual digno de una parisina auténtica: amplio, liberal y muy variado. Debería preguntárselo a Dri, pero me da vergüenza. Que me guste Ethan es el tópico más típico del mundo.
—Supongo que no vas a ir a la fiesta de Gem el sábado por la noche —comenta, soplando para que se le enfríe el café. No estoy segura si debería sentirme ofendida porque haya dado por sentado que no puedo ni acercarme a los chicos y chicas más populares de las clases de tercero y cuarto un sábado por la noche. ¿Y por qué siempre tiene que sacar el tema de las fabulosas gemelas? Es muy vergonzoso.
—Pues creo que sí voy a ir, mira tú por dónde.
Me encojo de hombros y me esfuerzo por poner cara de «que les den». ¿Que no les gusta mi portátil ni mis vaqueros ni nada de lo que tiene que ver conmigo? Me da igual. No me pienso quedar en casa por eso.
—¿En serio? —exclama—. Bien hecho.
—Un amigo mío va a tocar allí con su grupo, así que...
Me he pasado un poco con eso de llamar amigo mío a Liam, pero quiero que Ethan deje de verme como la víctima de Gem. Como una pringada total, vaya.
—¿Te refieres a Omático?
—Sí.
—¿Y a quién conoces? —Me lo pregunta en un tono casi beligerante, como si fuese imposible que alguien como yo conozca a alguien de ese grupo. Pero ¿se puede saber qué mosca le ha picado?
—A un chico que se llama Liam. ¿Por qué lo preguntas?
—Yo también toco en Omático.
Pues claro. Cómo no. Mierda. Seguro que él y Liam son uña y carne y ahora Liam se enterará de que voy por ahí hablando de él, como si fuera un famoso o como si fuésemos superamigos o algo así. Menos mal que no he llamado Omático al grupo. Esto es una pesadilla.
—¿En serio? Siempre se me olvida lo pequeño que es el instituto. Todo el mundo se conoce y lo sabe todo de todos; menos yo, claro.
—Conocer a todo el mundo aquí está sobrevalorado.
—¿Qué tocas? —le pregunto.
—La guitarra eléctrica, y también canto un poco, aunque el vocalista es Liam.
—Es bueno. Seguro que el grupo también.
—¿Es que lo has oído cantar?
Otra vez el mismo tono de antes. ¿De verdad cuesta tanto creer que soy amiga de Liam?
—Mmm... Pues sí. Mientras ensayaba...
—Liam no lo hace mal —admite Ethan, toma un sorbo de café y luego otro. Reflexiona. Se ablanda—. No, tienes razón. Es bueno.
—¿Y tú? —le pregunto, tratando de distender un poco el ambiente, que parece cargado. Con este chico siempre es igual: dos pasos delante y uno atrás.
—A mí tampoco se me da del todo mal —contesta, y ahí está otra vez, su súbita sonrisa tontorrona. Tan bonita y luminosa que es como mirar directamente al sol.
En casa, bajo la campana de cristal: bacalao con miso, una elaborada ensalada con edamame y nueces caramelizadas, y arroz con coco. ¿Gloria sabe cocinar comida japonesa? Lástima que pase totalmente del rollo alta cocina y sus jugosas presentaciones en fotos, porque esta comida es digna de Instagram. La casa vuelve a estar a oscuras, aunque Theo está sentado en la encimera de la cocina con una copa de vino tinto en la mano, como si tuviera cuarenta años y hubiese pasado un día horrible en la oficina. Hace solo tres años llevaba aparatos en los dientes. He visto las fotos.
—¿Resultado? No se hablan. Siguen casados —dice, y me sirve una copa a mí sin que se lo pida. Tomo un sorbo, inhalando el aroma por la nariz, tal como me enseñó Scarlett. No está nada mal.
—¿Dónde están? —pregunto.
—Vete a saber. ¿En terapia de pareja? ¿En una cena de trabajo? Mi madre antes nunca salía tanto.
—Mi padre tampoco.
—Los dos son idiotas.
—Déjalo.
—Lo son. Creían que podían rellenar el hueco con un sustituto y olvidar que una persona a la que querían está muerta de verdad. Hasta yo soy emocionalmente más maduro que ellos.
Me bebo el vino. Tiene razón.
—¿Y ahora qué? —pregunto. Dos sorbos y ya siento un hormigueo en los brazos, la señal de que el alcohol está circulando por mi organismo.
—Ni idea. Pero es que no necesitaba para nada toda esta mierda, ¿sabes? Como si tercero no fuese ya bastante estresante de por sí.
—¿Se puede saber qué te preocupa? Sacas buenas notas en todas las asignaturas, tienes profesores particulares para ayudarte a preparar los finales preuniversitarios, y quiero recalcar el uso del plural en «profesores particulares», ¿entiendes? Además, estoy segura de que tu madre conoce a un amigo de un amigo en todos los consejos de admisión. Tu vida es un camino de rosas.
—Básicamente estás describiendo a todos los alumnos de la escuela. ¿A cuántos alumnos de Wood Valley crees tú que aceptan en Harvard? A cinco.
—¿Harvard? ¿En serio?
—¿Qué pasa?
—Nada. Es que no me había planteado nunca la posibilidad de entrar en Harvard. No creo que nadie de mi antigua escuela haya estudiado allí, ni siquiera los mejores.
No menciono que, con mis notas, en Chicago iba a graduarme la primera o la segunda de mi clase, y ahora la media me ha bajado simplemente por el traslado a Wood Valley. Por lo visto, las clases en mi antiguo instituto no tienen tanto peso. Otra putada más por culpa de la mudanza.
—Bueno, gracias por esa pequeña lección de vida —dice Theo, y por un momento, parece enfadado, como si estuviera a punto de darle otro de sus berrinches y cabrearse como un mono, pero se le pasa enseguida y lanza un suspiro.
—Solo quiero decir que Harvard no es el alfa y el omega del mundo —digo, como si yo supiera algo de esa clase de cosas—. Vas a entrar en una universidad estupenda, pase lo que pase, seguro.
Decido que me gusta el vino. Hace que se me suelte la lengua, que me afloje, permite que las palabras me salgan sin más. Hace que resulte menos duro ser yo.
—Mi padre fue a Harvard.
Juega la carta del padre muerto, como si eso fuese a conseguirle algo más de comprensión por mi parte. En vez de eso, me echo a reír. No puedo evitarlo. Tiene gracia.
—¿Qué? ¿De qué te ríes?
—De que tu padre fue a Harvard —digo.
—¿Y por qué te hace tanta gracia?
—¡Eres una tradición andante!
Theo me mira y se empieza a reír también.
—Tienes razón. Y su padre también fue a Harvard. Mi vida es un camino de rosas, sí. Bueno, menos lo de ser gay y no tener padre. Pero sí, por lo demás, guay. Tú ganas.
—Tengo una idea: tienes que abrir un canal de YouTube para poder lloriquear a tus anchas delante de la cámara: «¡Buaaa! Soy gay... Buaaa, mi padre se ha muerto...» —bromeo. Theo sonríe.
—Ya tengo uno. Te enviaré el enlace. —Choca su copa con la mía—. Oye, que puedes sentarte conmigo en las clases con los profes particulares para preparar los finales preuniversitarios, ¿sabes?
—¿De verdad? —pregunto.
—No te emociones tanto. Solo los lunes. Los jueves, no. Los jueves es cuando sucede la magia.