10

 

 

—Lo siento, pero solo contratamos a camareros con experiencia en Starbucks —me dice el tipo de Starbucks cuando le pregunto por un trabajo por horas para después de clase.

Aparenta veintipocos y se gasta en cera para el pelo casi todo lo que gana calentando la espuma de la leche.

—Este es un trabajo serio. Nos lo tomamos muy en serio.

—Perdón, ¿qué? —pregunto, porque ahora está articulando unas palabras que no consigo entender.

—Lo siento, es que estaba practicando mis frases. —Me enseña un guión que tiene escondido debajo del mostrador—. Tengo una prueba luego. En verdad soy actor.

Guy, el chico del café —se llama así, o al menos eso dice la placa con su nombre—, sonríe, pero es una sonrisa falsa, del tipo «Te estoy haciendo un favor».

—Acabo de salir en un papel muy cortito en ese programa nuevo de Diosas del parquímetro.

—Ah, qué guay —digo, preguntándome si lo más educado sería decirle que su cara me suena. Su cara no me suena—. Entonces ¿cómo te convertiste en un camarero con experiencia en Starbucks si solo contratan a camareros con experiencia en Starbucks? Es como lo del huevo y la gallina, ¿eh?

—¿Qué?

—Quiero decir, ¿cómo conseguiste el trabajo?

—Ah, vale. Mentí.

—¿Mentiste?

—Dije que había trabajado en Starbucks. Varios años.

—¿Y te creyeron? —Se me ocurre irme a casa, editar mi currículum, añadir una línea —«Starbucks Oak Park, 2013-2014»— y volver mañana, pero entonces me imagino mi primer día como empleada de Starbucks con falsa experiencia. Seguro que me tiraría el café por encima o que los clientes nerviosos me chillarían. La gente se pone muy desagradable antes de tomarse su primer café del día.

—Supongo que soy muy buen actor.

Guy vuelve a sonreír y ahora parece como si dijera tres cosas a la vez. Las palabras que dice en voz alta, las que practica por debajo del mostrador y las palabras tácitas, las que su sonrisa no puede evitar decir, que son: «De nada».

Después de Starbucks, me rechazan también en Gap, en la tienda de zumos, en una panadería vegana sin gluten y en la academia de yoga Namasté. Estoy a punto de tirar la toalla cuando me fijo en una librería diminuta que se llama ¡Abrapalabra!, pegada a una tienda de ropa infantil de diseño. No veo ningún cartel en el que ofrezcan empleo, pero vale la pena probar suerte de todos modos.

Inmediatamente, el olor a libro me da la bienvenida y me siento como en casa. Así es como olía mi casa de Chicago: a papel. Cruzo los dedos en los bolsillos y rezo una rápida oración mientras me abro paso por entre las pilas de libros hasta el mostrador del fondo.

Por lo general, me recrearía allí dentro, pasaría la mano por los lomos y vería si hay algo que me llama la atención para poder sacarlo de la biblioteca más tarde. Pero ahora mismo lo que necesito es un trabajo, y no más material de lectura. Tal como va la cosa, aunque no tenga nada ni remotamente parecido a una vida social, todas las noches me quedo despierta hasta tarde intentando acabar los deberes y estudiar para los exámenes preuniversitarios. Y aunque hoy necesitaba cafeína desesperadamente, ni siquiera he podido comprar una Coca-Cola light en la maldita cafetería de Wood Valley. (Alguien tenía razón: las máquinas para las tarjetas de crédito solo funcionan con un mínimo de diez dólares. Yo tengo 8,76 dólares a mi nombre. Iba a pedirle dinero a mi padre esta mañana, pero Rachel estaba delante y no soportaba la idea de verla meter la mano en su cartera y darme un billete de veinte.)

—¿En qué puedo ayudarte, cielo? —me pregunta la librera, y al verle la cara me doy cuenta de que, desde que me mudé aquí, no había visto a una sola persona con arrugas hasta ahora. Todas las mujeres de Los Ángeles tienen la piel tersa, un cutis inyectado con toda clase de productos que las transforman en mujeres ajenas al paso del tiempo; tan creíble es que tienen cuarenta años como setenta. Esta mujer, en cambio, tiene una media melena gris, arrugas alrededor de los labios y lleva el típico blusón de lino que venden en las tiendas hippies más caras. Debe de tener la misma edad que Rachel, aunque podrían pertenecer a especies distintas. Allí donde Rachel es dura, aquella mujer es blanda.

—Hola, ¿no necesitan una ayudante, por casualidad? —contesto y oigo la voz de Scar en mi cabeza: «Concéntrate en tu diosa interior. Muéstrate segura, fuerte, rotunda». Su palabra favorita es «rotunda», y eso ya lo dice todo de ella. Mi palabra favorita, en cambio, es «tortita», que además de ser un desayuno delicioso rima con «tontita».

La mujer me mira atentamente, se fija en mis Vans, en mi pañuelo raído, en mi chaqueta de cuero y en mi pelo, que llevo recogido en un moño desgreñado en lo alto de la cabeza. Tal vez debería haberme vestido más en plan profesional, aunque no es que tenga un traje ni nada parecido. Hasta tuve que pedir ropa prestada a Scarlett para el funeral de mi madre. Y por mi culpa ya nunca más quiso ponerse su bléiser favorito.

—Eso depende. ¿Te gustan los libros? —pregunta la mujer. Dejo mi mochila en el mostrador y la abro. Le enseño los seis libros que saqué de la biblioteca la semana pasada. En cuanto nos mudamos, pedí el carnet de la biblioteca. Supuse que sería una de las pocas cosas que seguro que eran gratis.

—Esto es lo que estoy leyendo ahora. La tierra baldía y Crimen y castigo son para clase, pero el resto los estoy leyendo por gusto.

—¿Estás leyendo un libro sobre la Alemania nazi por gusto? —pregunta, señalando Los hundidos, de Daniel Mendelsohn.

—Me apetecía variar un poco. Parecía interesante. Es una historia real sobre un hombre que investiga sobre el pasado de su familia.

—Ah. El tercer libro de una saga juvenil apocalíptica, lo que demuestra que estás dispuesta a seguir una historia hasta el final. ¡Oooh! Y un clásico de Gloria Steinem. Me gusta. Tienes un gusto ecléctico.

—Siempre he sido una gran lectora. Lo llevo en el ADN —digo, y contengo la respiración.

—Bueno, pues verás... —empieza, y ya estoy oyendo el tono de disculpa de un rechazo.

No, tengo que hacer esto a mi manera.

—Por favor. Escuche, no tengo que trabajar muchas horas, a menos que necesite a alguien que trabaje muchas horas, y entonces sí que podré tener que trabajar muchas horas. Lo que quiero decir es que soy flexible. Estoy disponible todos los días después de clase y los fines de semana. Me encantan los libros, me encanta su librería, hasta el juego de palabras de su nombre (aunque el signo de exclamación no me convence), y pienso que podría ser un buen fichaje para usted. He traído mi currículum, si quiere verlo.

Saco mi patético currículum, lleno de referencias como canguro y con una breve temporada en Claire vendiendo pasadores a mocosas repelentes de siete años, además de mis insignes dos años en Smoothie King, por supuesto. Mis actividades extraescolares (anuario, gaceta de la escuela, club de fotografía, club de lengua extranjera, club de poesía), mi nota media de expediente en mi antiguo instituto y una breve sección llamada «Intereses y aficiones»: leer, escribir, estar de luto por mi madre. (Vale, eso no aparece en la lista, pero debería. Se me da fenomenal.)

Tuve que cambiar el tamaño de letra a Courier 16 para que mi currículum ocupara una página entera.

—¿A qué instituto vas?

—¿Al Wood Valley? —contesto preguntando. Maldita manía adolescente de hablar siempre entre signos de interrogación—. Bueno, hago tercero allí, ¿sabe? Es que... ¿me acabo de mudar a California?

—Mi hijo también va al Wood Valley. Él va a último curso. ¿Lo conoces? Se llama Liam Sandler.

—Lo siento, pero es que soy nueva nueva. Todavía no conozco a nadie.

—Me caes bien —dice, y su sonrisa es muy diferente a la de Guy de Starbucks. Es reconfortante y transmite simpatía, no autoafirmación—. Deja que hable con Liam. Últimamente se ha estado quejando y pidiendo más tiempo libre para ensayar con su grupo. Si está dispuesto a ceder sus horas, son todas tuyas.

—Muchas gracias. Mi número de teléfono está ahí, así que llámeme. A la hora que sea.

Dudo antes de marcharme, a pesar de que está claro que eso es lo que debería hacer. Ahora mi destino está unido a un estudiante de último año que quiere más tiempo para aporrear su batería. Espero que quiera ensayar todas las tardes y los fines de semana.

Me dan ganas de largarme de la casa de Rachel e irme a vivir allí, dormir bajo las pilas de libros y hacerme una sopa instantánea con la máquina dispensadora de agua de la esquina. Quiero que esa mujer de pelo gris hable de libros conmigo y me ayude con los deberes. Quiero que me diga que los exámenes de preparación preuniversitaria me van a ir de narices, a pesar de que no tengo un profesor particular dos veces a la semana como Theo. Quiero que me diga que todo va a ir bien.

Y si no todo eso, al menos quiero que me haga algún descuento. Recojo mis libros y me dirijo a la puerta, con la cabeza gacha.

Saco el móvil para enviar un whatsapp a Scar.

 

Yo:

Mándame vibraciones positivas. Librería perfecta = trabajo perfecto. Yo querer este curro.

 

Scarlett:

¿Mejor que preparar smoothies con tu mejor amiga?

 

Yo:

Nada que ver. Pero si tengo que hacer esto sola, mejor rodeada de amigos imaginarios.

 

Scarlett:

Te echo de menos, mona.

 

Sus palabras me animan y me sorprendo sonriendo al móvil. No estoy sola. No del todo. Solo geográficamente aislada.

 

 

«Si estás mandando whatsapps, no camines.» Es lo primero que pienso cuando me veo en el suelo de la librería, al lado de la puerta, tocándome la frente palpitante. Veo las estrellas. No las celebridades que me prometió mi padre cuando intentaba que me entusiasmara la idea de mudarnos a Los Ángeles, sino las estrellitas que salen en los dibujos y que indican un golpe en la cabeza. No tengo ni idea de cómo he llegado aquí, de por qué me duele tanto la cabeza cuando la muevo, de cómo me han fallado las rodillas o de por qué me siento peligrosamente al borde de las lágrimas por millonésima vez desde que me vine a vivir aquí.

—¿Estás bien? —pregunta una voz. No levanto la vista, todavía no, porque tengo la sensación de que si muevo la cabeza, empezaré a vomitar, y eso es lo único que podría empeorar aún más las cosas. La humillación no se ha apoderado de mí todavía, y me gustaría retrasar al máximo ese momento, no agravarlo—. No te he visto.

—Evidentemente —digo, y de pronto estoy frente a frente con un chico más o menos de mi edad, que se ha agachado a ver si me he hecho daño en la cara. Tiene el pelo castaño sucio, tirando a largo, los ojos castaño oscuro y un proyecto de hoyuelo en la barbilla. Una versión de Adam Kravitz (el vecino), pero en guapo. Tierno, despistado y seguramente listo y cariñoso con su madre, y cuando sea mayor, inventará algo como Tumblr. La clase de chico al que seguramente querrías besar (sobre todo si te hace reír) y de cuya mano no te importaría ir cogida, decididamente. Pestañeo y vuelvo a fijarme en su melena desgreñada. Lo conozco de algo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunto.

—Eso ha sido Earl.

Señala un objeto voluminoso que lleva a la espalda.

—¿Earl?

—Mi guitarra —dice.

—¿Tu guitarra se llama Earl? —pregunto, seguramente la pregunta más irrelevante del mundo en cuanto al asunto en cuestión. Debería haber pedido hielo o una bolsa de guisantes congelados o, como mínimo, un paracetamol. Noto que me está saliendo un chichón.

—Sí... ¿Seguro que estás bien? Te he dado un golpe muy fuerte.

—Sobreviviré.

Tiende la mano y me ayuda a levantarme, y me siento más estable de lo que creía al ponerme de pie.

—Lo siento mucho, de verdad. Ha sido culpa mía.

Se guarda el móvil —¿él también estaba andando y enviando mensajes?— y deja la guitarra junto a una de las pilas de libros. Lleva una pegatina del instituto en la funda. Ah, ahora sé quién es. Pues claro. Fue testigo de mi primera —y no última— humillación en el Wood Valley. Es el que trabajó de becario en Google y luego viajó por la India. Parece distinto aquí, en la librería.

—Es que se me acababa de ocurrir una letra y quería apuntarla antes de que se me olvidara.

—Espera, eres Liam ¿verdad? —pregunto.

—Eso depende de si tienes pensado denunciarme o no —dice. Ahora que he sumado dos y dos, veo los rasgos de su madre en su cara. La misma sonrisa generosa. Me pregunto qué clase de música tocará con su grupo. Seguro que es algo folk, y que no se les da mal. Seguro que le conviene ensayar más horas.

—No.

Sonrío.

—Entonces ¿qué puedo hacer por ti? Está claro que te debo una.

Oigo la voz alta y clara de Scar en mi cabeza: «Sé rotunda». Y eso es lo que hago.

 

 

—¡Tengo un trabajo! —anuncio al llegar a casa de Rachel. Estoy tan contenta que tengo que decírselo a alguien, aunque ese alguien sea mi hermanastro, que no muestra el más mínimo interés y que jamás se rebajaría a hacer algo tan banal como trabajar. Lo encuentro en su cama, jugando con su portátil—. Y antes de que montes otro numerito, no, no es en el Ralph’s. Es un sitio al que ni tú ni ninguno de tus amigos iréis nunca en la vida, así que no te preocupes.

—Nunca te había visto tan animada. Es conmovedor —comenta Theo—. Conque un sitio al que nunca iré, ¿eh? Espera, a ver si lo adivino.

Deja el portátil y se lleva las manos a la cabeza, como concentrándose mucho para pensar.

—¿En el KFC?

—No.

—¿En una tienda de deportes?

—No, pero me gusta este juego.

—En ese sitio de los pretzels increíblemente buenos.

—Frío, frío.

Rachel asoma la cabeza por la puerta y siento ese nudo en el estómago que siempre acompaña cualquier interacción con ella. Soy lo bastante inteligente como para saber que en realidad no es culpa suya, que mis sentimientos hacia ella seguramente tienen muy poco que ver con la realidad de cómo es, pero, aun así, no puedo evitarlo. No quiero conocerla, ni quiero que esta persona cualquiera con la que mi padre ha elegido casarse forme parte integral de mi vida.

—¿Qué ha pasado? ¡He oído grititos de alegría! —grita. No puede remediarlo: mira a Theo y luego me mira a mí, antes de volver a mirar a Theo, y su sonrisa es tan empática que le veo los empastes de las muelas. Es casi como si estuviera pensando en voz alta: «Puede que esto funcione después de todo».

—Nada —contesto, y cuando le cambia la cara, me siento culpable. No es mi intención pegarle un corte, pero es que no quiero regalarle a ella lo único bueno que me ha pasado desde que llegué aquí.

—Lo siento. ¡Os dejo a vuestro aire! —dice, hablando como siempre demasiado alto, y sigue andando pasillo abajo. No sé si esto me va a valer una bronca de mi padre más tarde; si ella le cuenta que he sido muy brusca, quizá él me pida que procure ser más agradable.

Debería ser más agradable.

—Está bien, me rindo. Díselo a tu hermano mayor —me pide Theo, que no parece haberse fijado en cómo le he hablado a su madre, o tal vez no le importe demasiado.

—¡Puaj! ¡Qué mal suena eso!

—¿A que sí? Vale, ¿dónde vas a trabajar?

—En ¡Abrapalabra! Sí, la librería, ¿sabes?

—Ah, muy apropiado. Pero, para que lo sepas, sí he estado allí. Soy un chico muy leído.

—Estoy segura de que sí —digo, y es la verdad. Hace poco Theo sacó mejor nota que yo en una prueba de física, a pesar de que sé de buena tinta que no estudió la noche anterior. El chaval es listo. Por lo que parece, con la posible excepción de Tweedledee y Tweedledumber, todos los alumnos del Wood Valley son muy listos, o al menos están muy motivados. Aquí lo guay es intentar superarse, lo cual no deja de ser curioso, porque intentar superarme es justo por lo que yo no era especialmente guay en Chicago. Y según el concepto de la relación transitiva, lo lógico sería que aquí fuese de las guays, pero no. Aunque, claro, tengo que reconocer que soy de las que van por ahí hablando de cosas como las relaciones transitivas, así que a lo mejor hay otras razones más válidas para mi falta de popularidad.

—Y oye, ¿se puede saber qué demonios te ha pasado en la cara? —pregunta Theo.