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Nathan disponía de un dólar cincuenta en monedas de veinticinco centavos que había robado de la habitación del soldado ciego. Echó unas cuantas en la cabina telefónica de la gasolinera. Robarle a un ciego, Dios santo, sí que tenía clase. Se limpió las lágrimas y los mocos de la cara con la manga. Le dolían las piernas y la espalda de las palizas que le había dado Groote en Santa Fe. No quería estar solo, pero tendría que estarlo hasta que terminara su labor.

Su madre respondió al tercer tono.

—¿Mamá? He salido del hospital. Me han arreglado.

—¿Cielo? Oh, gracias a Dios —dijo antes de soltar un aluvión de palabras en su español natal. Esperó a que acabara e intentó echarse a reír para que ella pensara que era feliz.

—Necesito un favor, mamá. No estoy en Santa Fe. Me han cambiado a otro hospital cerca de Los Ángeles para finalizar el tratamiento.

—No entiendo… —Y comenzó a hacer preguntas como una ametralladora, ratatá, y él cerró los ojos.

—Mamá —la interrumpió—. Necesito dinero para comer y llegar a casa. —Pero no iba a casa. Antes tenía que convertirse en un héroe.