26
Celeste abrió la puerta. Piensa que estás en la isla jugando a ese juego. Consigue que se abra a ti. Puedes hacerlo. Encuentra su debilidad y úsala contra él, se dijo.
—Hola, señorita Brent —dijo—. Siento haberme presentado sin avisar, pero escuché mis mensajes estando cerca de este barrio y pensé en pasarme.
—Se lo agradezco —asintió ella—. Entre.
El hombre se adentró en el fortín de Celeste, que le hizo un gesto para que se sentara en el sofá. Así el loquero ocuparía el lugar del paciente al menos por una vez. Ella se sentó en una silla forrada de cuero, quería ostentar la posición de poder de la sala. Desplegó una sonrisa vacua. Celeste Brent se hizo la tonta y la desvalida al tiempo que manipulaba a sus compañeros de juego en esa especie de tablero de ajedrez en el que se convirtió la isla. Permitió que los machos alfa sacaran pecho y fueran poco a poco eliminándose del concurso, que mujeres núbiles enfundadas en pequeños bikinis se sacaran las uñas las unas a las otras, aderezó la competición con rumores y sospechas que nada tenían que ver con ella, alzándose entre las guerras ajenas para ganar votos y salir de allí con cinco millones de dólares. Su objetivo era que le brillaran los ojos, mostrar sus agallas, su determinación. Ahora no estaba segura de poder jugar a ese juego, de engañar a este hombre tan capaz. Se forzó a no mirar en dirección al dormitorio, desde donde Miles vigilaba.
—¿Cómo está? —le preguntó él.
—Afectada por su muerte, pero intentando sobrellevarlo.
La expresión neutra del hombre no cambió.
—Estoy seguro de que lo último que hubiese querido Allison es que su tratamiento se viera afectado negativamente por esta tragedia.
—¿Sabe ya la policía lo que ha pasado?
Negó con la cabeza.
—Lleva tiempo. Sospecho que fue una fuga de gas. —Hurley se inclinó hacia delante con un estudiado aire de preocupación que tenía la clara intención de tranquilizarla—. Usted fue una de las últimas personas en ver a la doctora Vance. Vimos su calendario de citas en el ordenador del hospital. ¿Concertó usted la cita o lo hizo ella?
Celeste optó por decir la verdad.
—Fue idea suya pasarse por aquí.
—¿Era eso lo que esperaba de su terapeuta, visitas imprevistas?
—No. Simplemente quería ver cómo estaba. —Decidió ahora poner a prueba la teoría de Miles—. Habíamos estado experimentando con unas cuantas ideas nuevas en mi terapia y parece que ahora llevo mejor el estrés causado por mis recuerdos.
Su rostro cobró una expresión de sorpresa total, entonces parpadeó y volvió a recuperar la compostura.
—Eso es bueno, señorita Brent. ¿Qué terapia estaba probando?
—Odio las pastillas —dijo Celeste—, pero me dio unos antidepresivos nuevos para que los tomara antes de nuestras sesiones de terapia y me ayudaron bastante.
—Maravilloso. ¿Y no se le ocurrió monitorizar el progreso de esa nueva medicina? —Algo de miedo impregnaba su voz.
—Supongo. Me quitó las pastillas.
—¿Le explicó la razón?
—Me comentó que ya no las necesitaba —dijo Celeste—. Entonces hablamos, fue como una sesión abreviada.
—¿Tenían esas pastillas un nombre?
—Las llamaba con una palabra compuesta, pero no recuerdo exactamente.
El doctor respiró profundamente con la intención de recomponer sus pensamientos, o eso pensó Celeste.
—Esto sonará extraño, pero ¿parecía nerviosa o asustada?
—Bueno… no era ella misma.
—Me pregunto si le pidió algún favor.
—¿De qué tipo?
—Le parecerá extraño. Que le guardara algún tipo de información, quizás en un disco de ordenador.
Celeste se forzó a mostrar sorpresa.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Aquel día Allison se llevó unos archivos importantes del hospital.
—¿Qué tipo de archivos?
—Preferiría no decirlo.
Celeste dejó que pasara un momento.
—No creo que Allison pudiera hacer nada poco ético.
—Puede que Allison se mezclara con gente muy poco fiable, ellos pudieron forzarla a llevarse esos archivos.
Le lanzó un órdago.
—Entonces llame a la policía.
Falló.
—Preferiríamos no…
—Por supuesto. Los hospitales odian los escándalos. Odian los trapos sucios.
El modo en el que el hombre frunció el ceño sugería que lamentaba haberla subestimado.
—Sangre de Cristo no tiene nada que esconder, y ya hemos informado del robo. —Se echaba atrás.
—Si ella lo robó, ¿qué motivos tendría para dejarlo aquí? No creo que haya pensado esto muy bien, doctor Hurley.
Se echó hacia atrás con el orgullo claramente herido. No era un buen jugador de póquer.
—¿Puedo llamarte Celeste? Es como si te conociera, después de verte tanto por la tele. —Cubrió su tono de azúcar—. Tengo que saber si dejó algo aquí. No estás traicionando su confianza si me ayudas.
—No. Solo trajo su maletín. —Celeste mantuvo la voz calmada—. Se sentó en esa misma silla donde está usted, hablamos, y se marchó. —Celeste decidió lanzar la baza que le quedaba para desacreditar o no la teoría de Miles—. Espere. Estaba terminando de almorzar cuando llegó y me pidió que le prestara el ordenador. Estaba esperando recibir un correo electrónico importante y quería comprobar su cuenta.
—¿Estuviste a su lado?
—No me pongo detrás del hombro de la gente cuando leen sus correos. Se quedó sola mientras yo terminaba de comer, cinco o diez minutos.
Su rostro palideció, los labios se le tensaron, parecía estar preparándose para afrontar una tarea poco deseable.
—Aprecio tu honestidad, Celeste. Sin embargo, me temo que tengo malas noticias. Esas pastillas que les quitó, ¿eran blancas?
—Sí.
—Me temo que tendrá que acompañarme al hospital.
—No, soy agorafóbica, no salgo de mi casa.
—Se te dio medicación que ha podido interactuar mal con los otros tratamientos —dijo—. Tenemos que hacerte unas pruebas.
—No.
—Si lo prefieres puedo sedarte. Debo insistir. Es por tu propio bien.
—No.
Algo cambió en sus ojos, había algo en ellos que empezó a darle miedo. Era la mirada típica de un niño que no estaba acostumbrado a que le negaran nada. Se puso en pie, le tendió las manos.
—Celeste. Esta es una emergencia médica, puedo obligarte a venir conmigo…
—He dicho que no.
—No puedes tratarte aquí sola en casa. No estás mejor, estás peor. —Dio un paso al frente—. Imagina que empiezas a cortarte de nuevo, que te encuentro sangrando…
El chasquido del seguro de una pistola. Hurley se quedó congelado. Miles estaba detrás de él, con el arma de Celeste apuntándole a la cabeza.
—Imaginemos que te sientas y comienzas a hablar.
Hurley se estremeció.
Miles lo empujo de vuelta al sofá.
—Se supone que en vuestro juramento se dice que no haréis daño. Estoy seguro de que en el mío no.
—Está cometiendo un error —dijo Hurley.
—No pienso lo mismo —le contradijo Miles—. ¿Estás bien?
Celeste asintió.
—Si está interesado en las pastillas blancas —dijo Miles—, puedo ayudarlo.
—Espero que podamos hacer un trato —dijo Hurley.
—El trato es que usted responde a mis preguntas y yo no le vuelo la cabeza —dijo Miles. Celeste se levanto de la silla y se retiró a la cocina—. Ese es el trato, doctor Dolittle.
—Ya tiene el Frost en su poder, si es que usted es el compañero de Allison Vance —dijo Hurley—. No estoy seguro de qué quiere negociar exactamente.
—Quiero la verdad sobre el Frost. —Acercó su cabeza a la de Hurley.
—Medicina para tranquilizar a aquellos que sufren del síndrome de estrés postraumático. Hace el trauma soportable, de tal modo que la terapia puede ser más efectiva.
Miles miró a Celeste.
—¿Esas pastillas blancas dan sueño?
Ella negó con la cabeza.
—No dan sueño, calman.
—Allison te hacía tomar una antes de cada terapia, ¿verdad? —preguntó Hurley.
Celeste asintió.
—Así es. Atonta el recuerdo traumático para que la persona pueda hablar fácilmente de él. Bótox para los malos pensamientos —dijo Hurley.
—Pero Celeste y Nathan Ruiz no sabían que estaban en esas pruebas.
Hurley no contestó, Miles le incitó a hacerlo agitando la pistola.
—Nadie lo sabe. No sabía que se las estaba dando a Celeste.
—¿Dónde está Nathan Ruiz?
—Escapó… no tenemos noticias suyas. Supongo que está escondido. O muerto. —Alzó una ceja—. Es peligroso, usted lo sabe, para sí mismo, para usted si le da una oportunidad.
—¿La medicina no lo está ayudando?
Hurley se encogió de hombros.
—¿Quién es el tipo que quiere cazarme?
—Se lo diré si me da el Frost —dijo Hurley—. Escuche, si quiere acabar con ese tipo le daré una recompensa adicional. Está loco. Sin ánimo de ofender.
—No ofende —dijo Miles—. ¿Trata de decirme que no está de su parte?
Hurley asintió.
—Puedo ayudarlo a deshacerse de él, lo haré posible. Pero tiene que entregarme el material sobre el Frost. —Hurley hizo un intento de sonrisa que resultó en una horrible mueca, reflejo de su miedo—. No va a permitir que se marche. Lo matará.
—No tengo nada sobre el Frost.
La esperanza iluminó los ojos de Hurley.
—¿Se quemaron entonces los archivos de Allison?
—No lo sé. ¿Qué hay en esos archivos?
—Todas las notas de la investigación, las fórmulas químicas, vídeos de los pacientes durante las pruebas, todo lo que prueba que el Frost es un fármaco efectivo. —Hurley negó con la cabeza—. Si de verdad no tiene el Frost, se ha marcado un mal farol. Él está seguro de lo contrario.
—¿Quién es ese tipo?
—Ahora no tengo ninguna razón para decírselo.
Miles arrugó la frente.
—Celeste, vete a tu habitación, por favor. Cierra la puerta. Usaré el silenciador. No va a ser para tanto. —Le lanzó una breve sonrisa.
Los ojos de ella se abrieron como platos, negó con la cabeza.
—No lo mates. Por favor, no lo hagas.
—Tengo que hacerlo. No quiere decirme lo que necesito saber.
Meneó la cabeza, sin entender el farol. Entonces Miles le sonrió otro par de veces y Celeste se tranquilizó.
—Si tienes que hacerlo… —Se apresuró a entrar en la cocina.
—No estamos sentados en una mesa de negociaciones, doctor —dijo Miles—. Tengo un arma apuntando a su cabeza. Conteste a mis preguntas. ¿Quién quiere cazarme?