39

—La liga de los mentalmente defectuosos, ¡formándose! —dijo Nathan—. ¿Cómo se llama la película?

Miles, que llevaba doce horas conduciendo, no quería jugar. Celeste, sentada en el asiento trasero con unas grandes gafas de sol puestas, envuelta en una manta y con una dosis de Xanax encima, tampoco respondió. Era sábado por la noche, tarde, la galaxia de luces de Los Ángeles se desplegaba a ambos lados de la carretera interestatal 5.

Alguien voló sobre el nido del cuco. Después de que Nicholson reciba los zumbidos, el tratamiento de choque. —Tras decir esto se echó hacia atrás en el asiento trasero y tocó la cabeza de Celeste con el dedo—. Buzzz, buzzz, buzzzzz.

—Deberían haberte dado a ti tratamientos de choque —dijo Celeste. De vez en cuando sacaba la cabeza de debajo de la manta, como una tortuga en busca de un poco de aire. No obstante, parece que lo lleva bien, pensaba Miles, estaba claro que mejor que Nathan.

—No necesito electricidad —dijo Nathan—, y menos si tengo el Frost. Os salvé el cuello, no lo olvidéis.

—Paremos por esta noche. Quedan varias horas para llegar a Yosemite.

—Puedo conducir yo —se ofreció Nathan.

—Mala idea —dijo Miles.

—Joder, tío, sé conducir.

—Pareces un poco tocado —dijo Miles.

—Espero que no pongas al volante a tu amigo imaginario.

—Ya basta, Nathan —dijo Celeste desde detrás.

—¿Cómo llamas al señor Invisible? —insistió Nathan—. ¿Culpa? ¿La Sombra?

—Se llama Andy.

—Bueno, no podemos dejar que Andy distraiga tu conducción. —Nathan se puso a enredar con el volante.

Miles tomó el carril derecho. Le tocaron el claxon y el conductor con el que casi choca le enseñó el dedo corazón.

—No voy a dejarte conducir —explicó Miles—, los espejos te resultan molestos. No quiero que pierdas los nervios.

Un largo silencio.

—Yo no pierdo los nervios —dijo Nathan.

—Cenemos y busquemos un sitio donde dormir —propuso Celeste con calma.

—Tenemos que seguir avanzando —dijo Miles, a pesar de que el cansancio le embotaba el cerebro—. Tenemos que seguir…

—Por favor —dijo ella—. Por favor, necesito estar rodeada de cuatro paredes.

La cena fue en un McDonald’s, la estancia en un viejo pero confortable motel al norte de la ciudad, cerca de Santa Clarita. Nathan devoró tres Big Mac, se bebió de un trago su refresco y eructó satisfecho.

—Perdón —dijo.

Celeste estaba de espaldas a ellos, sentada en el borde de la cama pinchando una ensalada.

—¿Estás bien? —le preguntó Miles.

—No puedo creer que abandonara mi hogar —dijo—. Debería sentirme liberada, pero no es así. Espero que Nancy no fuera a mi casa y… encontrara el cuerpo. —Se estremeció—. No debería haberme ido. —Cerró el envase de la ensalada con toda la lechuga casi intacta.

—Los «debería» o «no debería» forman parte del sendero hacia la locura —dijo Nathan—. Será mejor que te comas tu cena, Celeste. Los soldados saben que tienen que comer, dormir y ca… e ir al baño siempre que tengan ocasión, puede que no te surja otra.

Celeste abrió el envase y se forzó a seguir comiendo.

Miles se acabó la hamburguesa.

—Todos necesitamos dormir. Mañana nos levantaremos temprano, vamos.

—Deberíamos quedarnos uno o dos días, dejar que Celeste se recupere —propuso Nathan.

—No, vamos a irnos —dijo Miles.

—No eres nuestro jefe. —Nathan se limpió la boca con la mano.

—Lo soy hasta que consigamos el Frost. Hasta que sepamos que estamos a salvo.

—No somos responsables los unos de los otros. —Nathan se puso en pie.

—Es gracioso que un soldado diga eso —apuntó Miles—. Esperaría que tú, Nathan, te sintieras responsable de tus compañeros soldados.

Las manos de Nathan se convirtieron en puños.

—¿Qué coño se supone que significa eso?

—Solo que tenemos que cuidarnos mutuamente…

—Ah, como hacen en la mafia.

—No soy un mafioso, nunca lo fui…

—Eso es lo que dices. ¿Por qué íbamos a creerte?

—Basta, Nathan —intervino Celeste—. A dormir. Nos iremos por la mañana.

Nathan se sentó en la cama. Celeste se retiró a su habitación y cerró la puerta.

—No hay modo de colgar una manta sobre el espejo. No lo mires y punto —dijo Miles.

—No lo haré —le dijo Nathan al techo.

Miles se lavó la cara, se quitó los pantalones y la camisa, se metió en la cama más cercana a la puerta y escondió el arma bajo la almohada.

—No tienes que dormir con un arma estando yo cerca —dijo Nathan.

—Es por si Groote vuelve a encontrarnos.

—Sí, porque no me quedan cerillas. —Miles no sonrió—. Sé que Celeste y tú estáis enfadados conmigo, pero lo del fuego salió bien, nos abrió una vía de escape.

—No puedes ir por ahí pegando fuego a las casas. Podría haber convencido a Celeste para irnos, procediste de un modo injusto con ella.

—Sin embargo, funcionó.

—Bueno, quizás. Una lobotomía también hubiera servido, Nathan, pero ese no es el camino adecuado para ninguno de nosotros.

—Pones el arma bajo la almohada para alejarla de mí.

—Podrías tener un arma en tu bolsa.

—No. La olvidé en el fuego de Santa Fe. ¿Por qué le dijiste a Groote que tenías la mercancía?

—Para que os dejara marchar.

—Eso fue estúpido.

—No más que tu incendio, Nathan.

Nathan no dijo nada durante un rato.

—¿Qué somos Celeste y yo para ti? —preguntó con calma.

—Yo… no quiero que ninguno de los dos sufráis más.

—¿Pero por qué?

—No lo sé. Joder, agradécelo y ya está.

—Estoy agradecido, Miles. Gracias.

Miles no quería mirarle ni un segundo más. Apagó la lámpara y enterró el rostro en la almohada.

Estaba a punto de dormirse cuando oyó hablar a Nathan.

—¿Miles?

—¿Sí?

—Si conseguimos el Frost… ¿podríamos llevarlo al Departamento de Defensa? No paro de pensar… en todos los soldados que vuelven de la guerra a su casa con la cabeza jodida después de ver tantos horrores. Necesitan el Frost. Quiero estar seguro de que lo toman. Esa fue la razón por la que me presté voluntario para el tratamiento de realidad virtual, para ayudar.

—Y antes dijiste que no éramos responsables los unos de los otros…

—Quise decir… —luchó por buscar las palabras adecuadas— que no nos conocemos. ¿Por qué viniste a por mí?

—No fue para que te sintieras en deuda conmigo —dijo Miles—. Me da la impresión de que no quieres ninguna responsabilidad hacia nadie.

—Cuando esté mejor —dijo Nathan—. Cuando esté curado, cuando esté lo bastante bien para vivir rodeado de gente. Pronto. Eso será pronto.

—Ahora estás bastante bien.

Miles oyó la respiración del joven fluir hacia la regularidad del sueño, saboreó la quietud, la maravillosa oscuridad total, y sumergió su cuerpo dolorido y cansado en el sueño.

—No te pongas muy cómodo —dijo Andy en la oscuridad—. Tenemos que hablar.

Miles cerró los ojos, acalló la voz.

—Piensas que si les ayudas, yo desaparezco, ¿verdad? No pudiste salvar a Allison, así que los salvas a ellos.

Miles vocalizó un «cállate» en la almohada.

—No te preocupaste por salvarme a mí, joder. Te conocía desde que nos meábamos encima y ahora te preocupas de estos completos extraños.

—Lo intenté… salvarte era el objetivo de todo aquello —le dijo a la almohada, temeroso de despertar a Nathan, pero también de no responderle a Andy.

—Me disparaste.

—Me disparaste tú a mí —susurró Miles.

—Pero todo fue por tu culpa —siseó Andy, su voz crepitaba como las llamas de una hoguera—. Deberías haber mantenido la boca cerrada. Me mataste con una sola palabra, cabrón.

Miles se puso las mantas sobre la cabeza, como un niño enterrándose en las blandas sábanas para escapar de un mal sueño. El sudor le resbalaba por las costillas.

—Yo no…

—No salvaste a Allison, no los salvarás a ellos —dijo Andy—. Cometerás otro error y bum, bum… muertos también.

Después de que el eco de la carcajada de Andy desapareciera, el silencio de la habitación se convirtió en un zumbido de presión en sus oídos. Finalmente cerró los ojos, rezó para no soñar y durmió.

Miles oyó que la puerta se cerraba. Oscuridad total.

Al principio pensó que el sonido formaba parte de su imaginación, que el chasquido del pomo había sido el mero epílogo de un sueño.

—Me mataste con una sola palabra.

Buscó el arma bajo la almohada y apretó el cañón entre los dedos.

Silencio.

Se sentó derecho en mitad de la oscuridad. El miedo le aprisionaba el pecho. Alzó la pistola.

—Dispárale a la oscuridad —dijo Andy—. Una idea de puta madre.

Cerró los ojos. No se oía la respiración de Nathan. Miles encendió la luz.

No estaba en su cama.

Según el reloj eran las cuatro y tres minutos. Miles se puso los pantalones y oyó agradecido el tintineo de las llaves del coche en el bolsillo. Al menos Nathan no se lo había llevado. Miles se puso la camisa y se metió la pistola en la parte trasera de los pantalones, con la camisa por encima para ocultar su presencia. Abrió poco a poco la puerta de la habitación de Celeste. Había dejado encendida una luz en el baño; dormía el sueño de los justos. Volvió a cerrar la puerta con cuidado.

Cogió la llave de la habitación y salió al pasillo. Vacío y tranquilo. A la derecha estaba el vestíbulo, a la izquierda el aparcamiento. Fue en esa última dirección. Nathan andaría por allí, seguramente pensando en hacer autoestop.

Pero el aparcamiento estaba vacío. Solo se oía el distante bramido de algún coche aislado surcando la interestatal 5. Volvió al vestíbulo por el pasillo desierto.

Nathan estaba junto a una cabina telefónica. Colgó en cuanto lo vio. Su expresión era desafiante.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Miles.

—Llamar a mis viejos… tenía que decirles que estaba bien.

—No deberías haber hecho eso.

—Escucha, mis viejos no tienen identificador de llamadas ni nada parecido, tío, no saben dónde estoy y yo no se lo he dicho. Tenía que decirles que estaba bien. Siempre he sido puntual con ellos, sabían de mí cada semana, tío, si no llamaba se volverían locos.

La madre de Nathan le había dicho a Miles cuando la llamó por teléfono que no tenía contacto con él desde hacía seis meses. Miles dejó la mentira revolotear en el aire entre él y Nathan, preguntándose si ahora vendría otra.

—De acuerdo —dijo Miles—. ¿Cómo están tus padres?

—Bien. Mi madre me entiende. Siempre lo ha hecho. Siempre me ha apoyado mucho.

—Tienes suerte de contar con ella.

—Claro —dijo Nathan. Se apartó del teléfono—. Siento haberte asustado, no puedo dormir. Despertemos a Celeste y pongámonos en marcha.

—Dijiste que nos quedáramos y le diéramos a Celeste tiempo bajo techo.

—Estaba equivocado. Tú tenías razón.

—Vaya, yo teniendo razón. —No era eso lo que quería decir. Deja de mentir. Dime a quién estabas llamando en realidad, por qué has colgado con tanta prisa que ni siquiera te has despedido.

—La cafetería de la carretera de servicio abrirá en una hora o así —dijo Nathan—. En algunas hay espejos en las paredes, si en esta no tienen, podríamos desayunar allí.

—Claro, claro. —Quizás estaba llamando de verdad a sus padres—. Pero será mejor que nos levantemos y nos metamos en carretera. —O ha llamado a la policía y en cinco minutos oiremos las sirenas.

No obstante, solo se oía la quietud de la noche. Volvieron a la habitación. Nathan esquivó el reflejo del espejo que colgaba sobre el lavabo. Se estiró en la cama. No, no se arriesgaría a llamar a la policía desde el vestíbulo, donde yo podría pillarlo, pensó Miles. Huiría y desaparecería, era lo fácil.

Dejó a Celeste dormir otra hora. El motel se mantuvo en silencio hasta que los chorros de las duchas bajando por las tuberías, las toses en el pasillo y el distante rugido de un camión saliendo del aparcamiento anunciaron la llegada del nuevo día.

Caminaron hacia la cafetería sintiendo el frescor de la mañana. Celeste iba pegada a su lado. Al llegar a las puertas de cristal, Miles descubrió la cara de ella en la portada del USA Today, una vieja foto publicitaria de cuando ganó los cinco millones le sonreía al mundo desde la máquina expendedora.

—Oh-oh… —dijo Miles.

—¿Qué? —Entonces Celeste se vio en la foto y le puso la cabeza en el hombro a Miles.

Una pareja salió de la cafetería charlando y les sonrió dándoles los buenos días. Entonces la mujer siguió sus miradas y se demoró en el dispensador de periódicos.

Miles arrastró a Nathan y Celeste de vuelta al hotel. Sacaron el coche del aparcamiento. Esta pareja no puede haber visto su cara y luego la del periódico, no les ha dado tiempo. Sin embargo, cuando pasaron junto a la cafetería la pareja seguía delante del dispensador, estudiando la primera página del ejemplar que habían sacado de la máquina.