38
Mediodía del viernes. Groote paró junto a la iglesia, de vuelta de enterrar los cuerpos.
Era un templo en Chimayo, al norte de Santa Fe, que aseguraba que el barro de sus pilares obraba milagros tales como librar la sangre del fuego del sida, limpiar el cáncer de las células o espantar a la muerte. Groote pasó conduciendo lentamente junto a los turistas con las cámaras colgadas al cuello y los coches que se alineaban en la puerta de la vieja iglesia. Le llamó la atención ver a una mujer anciana en una silla de ruedas y a un chico de la edad de Nathan Ruiz, con una quemadura reciente, muletas y una pierna de menos bajo los pantalones de camuflaje, dejándose el aliento para llegar a la iglesia, como si estuvieran haciendo una carrera.
Groote aparcó, miró al chico y se preguntó si un poco del polvo celestial de Cristo podría ayudar a Amanda. Después de todo, la salvación estaba al alcance de la mano, aunque el Frost, la forma que había tomado ese polvo celestial, parecía todavía a miles de kilómetros de distancia.
Decidió que eso iba a cambiar.
Salió del coche y rodeó el edificio hasta la parte trasera.
Quantrill lo estaba esperando.
—Dios mío, tiene un aspecto horrible —le dijo en cuanto vio la venda en la nariz rota y la mandíbula herida.
Quantrill se encendió un cigarrillo.
—¿Qué tal el vuelo?
—Los cacahuetes estaban pasados. —Su voz era gélida—. No estoy contento con los servicios que me está dispensando de momento.
—No me hace feliz que me mientan.
—¿En qué le he mentido, Dennis?
—Dígame la verdad sobre lo que dijo Sorenson, ¿se está preparando una segunda subasta de Frost?
Quantrill soltó un suspiro de frustración.
—Sí, lo he oído de un par de mis contactos. Es una circunstancia muy desafortunada.
—Pudo habérmelo dicho.
—No le quería distraído. Un vendedor anónimo les ha ofrecido la investigación a dos de mis contactos a la mitad del precio de venta que yo pido.
Le importaba una mierda el dinero de Quantrill.
—No creo que Sorenson ande detrás de la subasta. Creo que es Miles Kendrick.
—¿Quién?
Groote le contó lo que sabía del pasado de Miles, saltándose que lo había dejado escapar, a él y a sus compinches, no estaba dispuesto a admitir que había subestimado a Kendrick.
Quantrill se lo pensó.
—Entonces es una desagradable coincidencia. Los mafiosos lo querían muerto, mataron a Allison por accidente, no tiene nada que ver con el Frost.
—Eso es lo que se supone que deben creer los federales. Pero nosotros no, Miles Kendrick tenía que saber que cuando la loquera murió en la explosión de la bomba su pasado podía salir a la luz y que le culparían de asesinato. Eso le proporciona una coartada para robar el Frost, ya que sabía que no acudiríamos a la policía. Casi admiro al tipo, ha montado un plan brillante.
Quantrill asintió.
—Tiene que detener esta segunda subasta.
—¿Tengo? Quiero que mi hija tome la medicina. Si una compañía farmacéutica compra barata la investigación, la producirán rápido. La verdad es que usted está jodido, pero yo no.
Quantrill no movió ni una ceja.
—Eso siempre que Miles Kendrick sea el que lleve esa subasta. ¿Y si es Sorenson?
—No lo capto —dijo Groote.
—Y dice admirar la claridad de pensamiento… —Quantrill tiró el cigarrillo a un centímetro del pie de Groote—. Creo que odia a Miles Kendrick con todas sus fuerzas, por una razón que no me está diciendo.
—Es un maldito mafioso. Solía meter a gente como él en la cárcel.
—Y ahora los mete en tumbas.
—Bueno, unos cuantos acaban en urnas.
Quantrill negó con la cabeza.
—La venganza no va a curar a Amanda. El Frost sí, Dennis. Piense, con la cabeza fría, a lo que nos estamos enfrentando. No creo que su querido mafiosillo tenga cerebro suficiente para montar la complicada venta de una investigación médica.
—Según lo que he oído de ese tipo, no deberíamos subestimarlo —afirmó Groote.
—Eso es precisamente lo que está haciendo. La amenaza no es que vaya a venderle el Frost a nadie, piense en lo que ha hecho y en lo que dijo ese agente federal. Quiere llevar al que mató a Allison ante la justicia. Se deshizo de Hurley y se coló en el hospital. El resultado final, en cada caso, era rescatar a un paciente que estaba siendo tratado con Frost. No quiere venderlo. Desea sacarlo a la luz. ¿Qué cree que pasará si Kendrick y sus amigos psicópatas hacen público lo del Frost? Se trata de experimentos ilegales en gente traumatizada, incluyendo veteranos de guerra. Ninguna compañía farmacéutica se acercaría a nosotros, da igual lo eficaz que fuera el fármaco. Incluso siendo efectivo se quedaría metido en un cajón varios años hasta que las compañías dejaran de preocuparse de los temas legales o de la mala publicidad. —Quantrill se encendió otro cigarrillo—. Hay que echar abajo esa subasta, no importa si es de Kendrick o de Sorenson. Hay muy pocos compradores con voluntad de gastar dinero en una investigación así. Haré unas pocas llamadas a cierta gente, les sugeriré que la investigación robada no está completa, o si la subasta tiene lugar a pesar de todo, amenazaré con dar sus nombres a Sanidad. Eso será suficiente para detener la maldita subasta. Pero si Miles Kendrick quiere exponernos porque quiere vengar a su doctora, entonces estamos muertos.
—No ha expuesto nada aún.
—Tiene que evitar que lo haga.
—De acuerdo.
Quantrill señaló con la cabeza a la multitud de gente que se encaminaba hacia la iglesia.
—¿Ve a esa gente? Van como borregos a recoger un poco de barro que, si uno se cree lo que se dice por ahí, cura todas las enfermedades. La fe y la esperanza son productos que todo el mundo compra. Si silenciamos a Kendrick y a sus amigos, gente como esta comprará el Frost. Viviremos en un mundo donde el trauma no deje huellas.
—Está equivocado respecto a la fe —dijo Groote.
—No lo estoy.
—Todo el mundo necesita algo de fe. En la gente, en Dios.
—Muy profundo, viniendo de un asesino. —Quantrill no escondió su sonrisa burlona.
—Usted no es mejor que yo, Oliver. Simplemente hago lo que usted no quiere, lo que tiene miedo de hacer. Así que hábleme con respeto.
—De acuerdo. —La sonrisa burlona trató de evolucionar a una mirada dura, pero Quantrill se quedó a medio camino.
—Esto es lo que va a hacer —dijo Groote—. Cambie las historias médicas para que aparezca que el doctor Hurley le dio el alta a Nathan Ruiz el día antes de que Allison muriera. Luego vuelva a California y póngale freno a esa nueva subasta.
—Bien —convino Quantrill—. Denunciaré la desaparición de Hurley el lunes, cuando no se presente a trabajar. Con suerte lo dejaré para el martes. Le diremos a la policía que Hurley estaba afectado por la muerte de Allison y dejó la ciudad, al fin y al cabo era el estereotipo de hombre solitario y sensible. ¿Está seguro de que nunca encontrarán su cuerpo?
—No lo encontrarán.
Quantrill se cruzó de brazos.
—Vale. Nuestro otro problema. Kendrick tiene otros dos tarados bajo su ala. Probablemente no pueda llegar muy lejos así. Puede que incluso siga en la ciudad. Hágale salir, use a la familia de Ruiz. Puede que sean los primeros con los que Ruiz contacte.
—Cuando todo esto se solucione —dijo Groote—, mi hija será la primera en tratarse con el Frost.
—Por supuesto, Dennis —le tranquilizó Quantrill—. Pero no puedo hacer eso si Kendrick sigue siendo un problema, ¿verdad?
—No lo será. ¿Hemos terminado?
Quantrill asintió.
Groote regresó a su coche. Condujo camino de Santa Fe, echando de menos muchas horas de sueño que no recuperaría en un tiempo, muerto de hambre, deseoso de tener la cabeza fría. Tenía reservada una habitación de hotel cerca del Plaza.
Le sonó el teléfono móvil. Era el técnico informático del hospital, que estaba encargándose de examinar el ordenador de Celeste.
—He encontrado pruebas de la presencia de archivos de un tamaño que coincidiría con los de la investigación sobre el Frost subidos a un servidor remoto a través del ordenador de Celeste Brent.
—¿Dónde está el servidor?
—Lo he rastreado hasta un lugar llamado Fish Camp, en California. Pertenece a un hombre llamado Edward Wallace.
El nombre no le decía nada.
—Compara si los archivos tienen el mismo nombre y tamaño que los de Hurley.
—Ya lo he hecho. Subió otro más, estaba en la base de datos de Hurley sobre el Frost.
—¿Cuál es el otro?
—Es un archivo simple de texto… se llama Listcomp.
Listcomp. ¿Lista de compradores? Allison consiguió una lista de la gente que quería comprarle el Frost a Quantrill, los consultores encubiertos que podían filtrar el fármaco a un departamento de investigación.
¿Por qué incluir eso entre los archivos de la investigación? Los compradores eran asunto de Quantrill, no de Hurley.
—Consígueme la dirección de Edward Wallace. —Colgó. Llamó a Quantrill.
—¿Le enseñó a Hurley la lista de contactos para la venta antes de volver a California? —le preguntó Groote.
—No, por supuesto que no. ¿Por qué?
Quantrill podía estar mintiendo. O Hurley consiguió la lista sin que él lo supiera. O bien, la peor posibilidad de todas, Allison obtuvo la lista de otro modo. ¿Cómo?
—¿Groote? —preguntó Quantrill.
—Nada. Solo era curiosidad. —Colgó.
Entonces Allison subió a la red los datos robados. ¿Por qué? Si Kendrick era su compinche, ¿por qué no se los dio directamente?
Porque Allison le escondía la información a Kendrick. Era su seguro. Tenía una buena razón para hacerlo.
La segunda subasta. Allison averiguó de alguna forma los nombres de los compradores implicados en la segunda subasta de Quantrill. ¿Cómo y por qué?
Y esta confusión le dio más sentido a la pregunta que llevaba rondándole toda la noche en la cabeza. ¿Por qué Sorenson mencionó esa segunda subasta? ¿Por qué se arriesgó a avisarle?
Porque quería ganarse tu confianza, atraerte a su terreno, llegar hasta Nathan Ruiz, matar a Ruiz, matarte a ti. Si sabe que en diez minutos vas a estar muerto, puede decirte cualquier cosa.
No sabía el motivo por el que Sorenson quería a Ruiz muerto, pero, vaya, no importaba, los hechos eran los hechos.
Llegó al aparcamiento del hotel. Salió del coche con la cabeza dándole vueltas a causa del cansancio y la nariz palpitando de dolor. Necesitaba un analgésico y unas horas de sueño, pero primero debía llamar a la familia de Nathan para apoyar la historia de Quantrill sobre el alta en el hospital y averiguar de paso si tenían idea de dónde estaba el soldadito de plomo.
El móvil vibró, era el informático.
—He encontrado la dirección del servidor. —Se la dio y Groote colgó. Se mordió la parte interior de la mejilla y se paró a considerar la nueva información. Creía que Kendrick había accedido al ordenador de Celeste Brent expresamente para conseguir esta información. Ahora podía estar de camino a California para conseguir el Frost.
Groote no podía arriesgarse a que fuera así. Dormiría en el avión.
Se dirigió al hotel a recoger sus cosas. Entonces vio a los agentes federales. Conocía esas situaciones. Uno rubio hablaba por teléfono cerca del vestíbulo de la entrada, otro calvo le daba la espalda a Groote.
Pitts debió informar de sus intenciones, mencionaría que estaba tras la pista de Hurley siguiendo a Groote desde el hospital. Pitts llevaba horas sin dar señales de vida. No era muy difícil llamar a los hoteles locales para encontrar una habitación alquilada a nombre de Dennis Groote.
No podía dejar que los oficiales lo pararan para interrogarlo. Si tenía que declarar perdería unas horas preciosas, sobre todo si Pitts mencionó alguna sospecha sobre la honestidad de Groote con respecto a sus compañeros. Volvió a su coche caminando a paso normal, rezando con cada pisada para que los hombres no lo vieran. Si conducía hasta el aeropuerto de Albuquerque y tomaba un vuelo a California, el FBI sabría rápidamente adónde iba. Si se escondía parecería, es más, sería evidente, que se estaba escondiendo. Ninguna de las dos era una posibilidad agradable. Debía actuar con cautela. Encontraría el Frost, resurgiría en Los Ángeles (donde diría que su contrato en el hospital había expirado y había vuelto a casa), alegaría que no tenía ni idea de que nadie quisiera hablar con él. Santa Fe, una maravillosa ciudad que le hubiera encantado compartir con Amanda, no había salido bien.
Recuperar el Frost antes que nada, eso es lo que importa, se dijo al ponerse al volante. Vas a conseguírselo a Amanda, da igual si te cogen.
Encendió el motor y unos dedos tocaron su ventanilla.
—¿Señor Groote?
El hombre tenía el rostro afeitado y honesto de un meticuloso agente del FBI. Era el rubio del teléfono.
—¿Sí? —Groote bajó la ventanilla y le miró con una expresión educada e interrogante. Empieza a mentir, se dijo, y hazlo bien, olvida los restos de ADN que los dos muertos dejaron en el maletero, no sudes ni una gota. Este bastardo no te va a retrasar más de lo necesario.
—Hola —dijo Groote con la educación con la que se trataban los colegas.
El hombre era igualmente educado, casi parecía pedir disculpas por la intromisión.
—Hola, señor. FBI. Necesitamos hablar con usted unos minutos.