5
—No voy a salir en el programa de Oprah. —Celeste Brent puso la pequeña cuchilla en el lugar donde la guardaba, bajo la alfombrilla del ratón del ordenador. No necesitaba sentir la presión de la hoja sobre la piel en ese momento—. No puedo soportarlo… estar de nuevo en la televisión.
La voz de Víctor Gamby retumbó en el altavoz.
—Entiendo tus dudas. Pero piensa en la gente a la que podríamos ayudar al compartir nuestras historias con millones de personas.
—Pareces un anuncio.
—Vendo una idea, Celeste. Volver a la televisión podría hacerte superar tus miedos.
—No voy a salir de mi casa. Y no voy a dejar entrar un circo mediático en ella.
—Hazme un favor. Abre la puerta y quédate en el umbral. No tienes que traspasarlo. Inténtalo.
—No.
—Podría pedirles que enlazaran con tu casa vía satélite cuando entre en el programa. De esa forma saldríamos juntos. Celeste, podríamos hacer que las amas de casa americanas hablen del estrés postraumático, hacer de ello un tema de salud pública, animar a la gente a discutir sobre ello igual que hacen con la depresión o el cáncer. Por favor.
—Ve tú, Víctor. Tú sí que eres un auténtico héroe.
—Oh, por favor.
—Yo soy solo alguien que tuvo unos horribles quince minutos de fama. —Se acercó a la enorme pantalla de ordenador para leer las palabras que escribió una joven del otro lado del país en una discusión online coordinada por Víctor: «La mayoría de los días estoy triste, más triste de lo que nadie debiera estar y solo quiero acurrucarme y llorar para siempre, y el bocado de la hoja en mi piel es lo único que puedo sentir. ¿Me entiende alguien?».
—Celeste. Reconsidéralo. Millones de personas te vieron en Supervivientes. Te conocen, apostaron por ti —dijo Víctor—. ¡Oprah!, por el amor de Dios, no puedes negarte.
—No. —Celeste releyó las palabras de la chica en la pantalla del ordenador y pensó: Te entiendo, cielo, de verdad. Hizo clic en el siguiente mensaje del foro. Jared T. tenía sueños desoladores sobre la batalla de Fallujah. Deseó poder darle un abrazo a Jared T., ojalá no le costara tanto tocar a la gente. Rodó con su silla lejos de la pantalla—. ¿Te dije que tuve una oferta de otro reality show?
—Celeste, eso es maravilloso.
—Agárrate e imagina las posibilidades: era de Terapia de grupo.
—Por favor, que sea broma.
—No me inventaría tal cosa. Me quieren, y a Denise Michaels, la estrella infantil de Too Cool Kimmy, le dio un ataque nervioso este año. También a ese jugador de baloncesto universitario que se supone que es bipolar y a otro par de celebridades que tuvieron enfermedades mentales. Todos viviríamos juntos en una casa con el doctor Frank, el presentador, y sí, es mejor aún; cada semana uno de los concursantes es expulsado.
—Supervivientes para locos —dijo Víctor.
—Oh, nadie llegó a decir tal cosa —comentó Celeste—. Solo lo piensan.
—Pero eso es por lo que luchamos a diario, por esa percepción de que la gente con traumas no está realmente enferma, que solo necesitan calmarse y superarlo. No harían un programa parecido para gente con cáncer, ¿no crees?
—No.
—Así que deja de actuar como una persona con estrés postraumático y compórtate como una celebridad con estrés postraumático. Haz que algo bueno salga de tu fama. Ayúdame, Celeste.
El sensor que alertaba a Celeste cada vez que alguien se acercaba a la puerta principal silbó y una ventana de vídeo se abrió en el monitor del ordenador. Allison Vance caminaba a toda prisa por el sendero empedrado. Era extraño. No tenía una cita prevista con ella.
—Víctor, debo irme. No puedo hacer ese programa de la tele contigo, pero estoy segura de que harás un gran trabajo.
—Celeste…
—Te llamaré pronto, Víctor, cuídate —dijo Celeste, y colgó. La tele otra vez. ¿Salir de casa? ¿Dejar que una panda de extraños le gritara en la cara o alguien quisiera hacerle daño de nuevo? No, nunca. Sonó el timbre de la puerta. Tiró de la gomilla de su muñeca y dejó que le apretara la piel. Una vez, dos veces. La gomilla le provocó un dolor breve y agudo que le calmó los nervios.
Fue a responder a la puerta. Descorrió los cerrojos, abrió el pestillo.
—Está abierto —le dijo a la puerta de madera. Dio cinco pasos atrás, de tal modo que Allison no pudiera tirar de ella hacia el exterior de la casa, al cielo abierto. No es que fuera a hacerlo, pero Celeste nunca se arriesgaba. Allison entró con un maletín pegado a sus caderas.
—Hola, ¿he olvidado alguna cita? —preguntó Celeste.
—No, nada de eso, Celeste, pero tengo que pedirte un favor, si no supone mucha molestia. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Extraordinariamente idiota. Acabo de rechazar una oferta para salir en el programa de Oprah —dijo indignada consigo misma.
—Estoy segura de que hubiera sido algo excitante, pero te hubiera supuesto también estar sometida a una gran presión.
—¿No crees que me lo esté inventando?
—Eres famosa.
Celeste se encogió de hombros.
—Solía serlo.
—Podríamos subir la dosis de los antidepresivos, puede que eso te hiciera más llevadera la idea de salir de casa.
—Estoy bien, dejando aparte lo de salir de casa. No quiero más pastillas. —Celeste jugueteó con la gomilla, tensándola contra su piel.
Allison señaló la muñeca de Celeste.
—¿Cómo te va con la gomilla?
—Sacarina cuando quieres azúcar.
—Pero no te has hecho daño hoy.
—No, hoy no.
—Muy bien, ¿y ayer?
—Una vez. Solo una vez. —Se tocó con el dedo un fino arañazo en el brazo.
—¿Has comido hoy?
—Sí. Un plato de cereales para desayunar y una ensalada para el almuerzo.
—Estupendo.
Como si prepararse dos comidas fáciles y no arrancarse la piel a tiras tuviera mérito. Celeste se apretó más fuerte la gomilla. Un chispazo de dolor, nada más, solo para recordarle que estaba viva y Brian muerto y enterrado, encerrado en su ataúd, incapaz de ver el sol, de respirar aire puro.
—Me gustaría que me prestaras el ordenador —dijo Allison—. Sé que tienes un equipo potente y necesito una máquina que maneje rápidamente unas cifras. Solo tardaré unos minutos.
Celeste casi dijo no, demonios, no. No quería que nadie le tocara el ordenador, su preciado único punto de enganche con el resto del mundo. Pero se trataba de Allison, su rayo de luz dos veces por semana.
—No hay problema —dijo tragando saliva.
—El mío tiene un virus y se estropeó esta mañana. Ha muerto.
—Tráemelo y veré si puedo arreglarlo —se ofreció Celeste.
—Eso es muy amable por tu parte. Tengo dentro material para una investigación sobre la que tengo que hacer un informe. Guardo los programas y los datos necesarios en un disco.
—Mi ordenador está en el estudio. ¿Te apetece un café o un refresco?
—No, gracias. No quiero molestar, de verdad.
—No molestas. Es al final del pasillo, a la derecha. Está encendido.
Allison le dio las gracias y cruzó el pasillo. Unos momentos después, Celeste oyó el aporreo del teclado y el deslizamiento de la bandeja del reproductor de cedés.
De repente quiso tener la cuchilla contra la piel, percibir su amable mordedura. Fue como un incendio, primero una chispa repentina y leve, luego se convirtió en una llamarada. Claro que quieres la cuchilla, porque Allison está aquí y tendrías atención inmediata. Quieres atención, llama a esos productores de televisión y diles que harás ese reality show. Eso sí que sería llamar la atención. Se apretó la gomilla hasta el límite de su tensión, tanto que se partió en dos. Buscó otra en el bolso, entre el frasco de pastillas que le había dado Allison la semana anterior y la pequeña hoja de afeitar que escondía en el doble fondo. Se aferró al envoltorio de la cuchilla.
Solo un ligero corte. Lo suficiente.
Cerró los ojos y el mundo se plegó sobre sí mismo. Estaba atrapada en una casa castigada por el sol, la casa soñada por Brian y ella, comprada con el dinero del premio de Supervivientes. Estaba atada, llorando y suplicándole a su enloquecido fan que no le hiciera daño a Brian, que lo dejara en paz, que le hiciera daño a ella y no a él; y el hombre le lanzó un beso y se agachó junto a Brian, con el cuchillo centelleante entre sus manos.
Celeste se derrumbó en una silla. El recuerdo penetró en ella más profundamente que cualquier cuchilla y cuando le sobrevinieron las ráfagas de memoria, no pudo cortarse la piel con la rapidez que le hubiera gustado. Se contuvo, recuperó el aliento, el único dolor que sentía era el calor de la pena en el fondo de los ojos.
—¿Celeste? —La mano de Allison le tocó el hombro.
—No me toques. —Su voz no parecía suya, era más baja, agotada.
Allison retiró la mano.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —Al ponerse de pie se le cayó el bolso y su contenido se esparció ruidosamente por el suelo.
—Celeste, has tenido un recuerdo.
—Ya ha pasado.
—Estás a salvo.
—Sí, gracias, lo sé. —Quería que Allison se fuera, estaba avergonzada.
—¿Qué crees que lo ha propiciado?
—Creo que… el sonido del teclado. Nunca lo he oído salvo cuando lo uso yo misma, y entonces no le presto atención. Aquel admirador loco, tras entrar en mi casa, tras atarme, se hizo con mi ordenador y lo usó para piratear mi página web. —Parecía que le estaban frotando la garganta con un papel de lija—. Era el primer paso para no tener que compartirme con el mundo. —Se estremeció.
—Lo siento mucho.
—Estoy bien. —La necesidad de cortarse se fue desvaneciendo, el fuego se tornó humo.
—Me quedaré contigo para que no te hagas daño.
—No hace falta. Puede que llore, pero no me cortaré.
Allison asintió.
—Estás progresando mucho.
—Eso espero. —Eso esperaba. Progreso. Paso a paso, como una niña pequeña. Todavía le costaba imaginarse abriendo la puerta principal para salir al enorme mundo que aguardaba fuera. Era demasiado.
—Ya he acabado con el ordenador. Gracias de nuevo.
—No pasa nada.
—No quiero parecer una entrometida, pero lo vi en la pantalla. Estabas conectada a uno de esos blogs de apoyo a personas con estrés postraumático.
—Sí, el de Víctor Gamby. Creo que te lo he mencionado alguna vez. Es un amigo mío de Los Ángeles, es incansable a la hora de darle publicidad a la existencia de los desórdenes causados por el estrés postraumático. Él fue quien me propuso que apareciera en el programa de Oprah.
—Espero que tengas la valentía de aceptar la oferta.
—Dios mío, ¿estás de broma? De ninguna manera, ni en sueños.
—Algún día, Celeste, dejarás esta casa. Querrás hacerlo. —Celeste era incapaz de hablar. Allison se aclaró la garganta, parpadeó como si buscara las palabras adecuadas—. Esos grupos de discusión están bien, es bueno que busques a otras personas.
—No hablo de mí misma. Solo leo lo que los otros dicen.
—Ayuda saber que no estás sola.
—He convertido la soledad en un arte.
Para su sorpresa, Allison se arrodilló entre los objetos caídos del bolso, buscó una gomilla nueva, se puso de pie torpemente y se la colocó a Celeste en la muñeca.
—Llegará un día en el que no querrás estar sola.
Celeste se encogió de hombros.
—¿Quién iba a querer a un desastre como yo?
—Oh, Celeste. —Allison negó con la cabeza—. Tengo un segundo favor que pedirte.
—Claro.
—Si alguien llama del hospital, especialmente el doctor Hurley, tú no me has visto hoy.
—¿Quién es el doctor Hurley?
Allison sacó la lengua y puso los ojos en blanco.
—El jefe de mi trabajo a tiempo parcial.
—Estás haciendo novillos, mal hecho…
—A todos nos hace falta un día para despejar la mente.
—O una semana, un mes o un año.
—Te llamaré mañana para ver cómo andas —dijo Allison.
—Gracias.
Allison se marchó y Celeste cerró la pesada puerta tras ella. Descorrió la cortina y se asomó a mirar. El jardín estaba rodeado por un muro de adobe. Allison entró en su BMW y se marchó. Celeste permaneció junto a la ventana con la mano sobre el cristal reforzado. Veinte segundos después pasó otro coche y entonces la carretera embarrada se quedó en silencio. Celeste oyó al viento agitar los álamos.
Volvió al ordenador, que Allison se había preocupado de dejar tal como lo había encontrado, con el mensaje del joven soldado recién llegado de Bagdad en el centro de la pantalla. Hizo clic en el botón de «responder mensaje» y escribió: «La cosa mejora, cariño, asegúrate de encontrar a un médico que entienda de verdad el estrés postraumático y que escuche lo que le cuentes. No dejes que nadie te diga que está solo en tu cabeza o que es una depresión, no dejes que te atonten con pastillas y no hagan nada más. No pierdas la fe. Si estuvieras aquí, te daría un gran abrazo, si me lo permitieras».
A la chica que se hacía cortes le escribió: «Hoy tenía ganas de cortarme y no lo hice. Últimamente soy más capaz de resistir la necesidad, quizás es el cambio de estación o quizás estoy menos “loca” hoy. Pero no estamos locos, estamos rotos y somos nuestro propio pegamento, guapa, que sepas que a los de la página les importas». Firmó las dos respuestas con sus iniciales, no se atrevía a poner su nombre auténtico. Eso atraería a los buitres carroñeros de los medios.
Le dio a enviar. No quería que nadie más sufriera el mismo infierno por el que estaba pasando ella. Celeste tenía veintiocho años, pero estos chicos eran incluso más jóvenes y ya tenían las almas hechas jirones. Eso le partía el corazón, el poco que le quedaba. Necesitaba un subidón tras decirle que no a Víctor, padecer el recuerdo y leer las miserias de otras personas. Buscó en el caótico bolso los antidepresivos que Allison le prescribió. Encontró la cuchilla, las gomillas y la cartera. Los frascos de pastillas no estaban. Ni el de las blancas ni el de las azules. Se tomaba las azules si estaba con el ánimo decaído, como ahora, y necesitaba del alivio que le aportaba el antidepresivo. Las blancas las tomaba justo antes de una sesión de terapia con Allison, para calmarse, para que fuera más fácil hablar de Brian y del fan enloquecido. El frasco estaba en el suelo cuando Allison le dio la gomilla nueva, ¿verdad? Se arrodilló para mirar debajo de una silla y de la mesita de café, sin éxito. Fue al baño y encontró otro frasco que contenía sus queridas pastillitas azules. Pero no las blancas. ¿Dónde demonios las había puesto? Debería haberle pedido a Allison que le renovara la receta, pero no importaba, la próxima sesión no era hasta dentro de dos días.
Se tragó una azul, una para el mal humor, como ella solía decir, y fue a sentarse delante de la ventana. Desde su jaula, observó la luz, que cambiaba por momentos. Un pensamiento la corroía. Esas pastillas estaban en su bolso esta tarde, estaba segura.
Quizás Allison se quedó las pastillas, pudo escondérselas en la palma cuando recogió las cosas del bolso de Celeste. Pero ¿por qué lo hizo sin decirle nada? Aquello de pedirle que le guardara el secreto como si fueran un par de adolescentes era también muy extraño. Mantener un secreto suponía una responsabilidad, y no quería ninguna.
Se levantó y se dirigió al teléfono.