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Recupérate, se dijo Miles. Andy dejó de seguirlo. Iba a la carrera por el paseo de Peralta y dobló la esquina con Canyon Road. Está batallando porque teme que de verdad lo expulse de mi vida.
Miles dejó de correr, se metió una mano en el bolsillo y se aferró a las pastillas que le había dado Allison. No, no se tomaría ninguna todavía, quería tener la mente despierta para trabajar. Tanto como le fuera posible. Si Andy reaparecía… entonces engulliría al menos una. A Andy parecía no agradarle aquella galería, Miles caminaba con paso seguro entre sus muros.
El ejercicio lo había calmado, pero no podía desembarazarse de Sorenson, sus pensamientos no paraban de girar en torno a él. El hombre parecía presto a darle un puñetazo, no tenía aspecto de un psiquiatra que pretendiera ayudar a un paciente ni calmarlo. Miles reprodujo en su cabeza la extraña sesión de aquella mañana. Traer a otro terapeuta había sido un error, un error fatal, no era propio de Allison. Un terapeuta no podía hacer cosas así de inesperadas. La vida ya se encargaba por sí sola de agitar su jaula casi todos los días.
La galería era ahora mismo su mejor refugio.
Miles solo había ido a dos entrevistas de trabajo en su vida. Siempre había trabajado para su padre en la empresa familiar, Servicios de Investigación Kendrick. La oficina se encontraba en un pequeño centro comercial de barrio, en Miami, entre una tienda de empeños y una de ropa usada. Su primera entrevista de trabajo fue unilateral, cuando Andy lo llevó a una reunión con los Barrada dos días después del entierro de su padre.
—Tu padre nos debía trescientos mil dólares en apuestas de carreras de caballos y galgos, Miles. Puso la agencia de investigación como aval. Podríamos quedarnos el negocio ahora mismo, pero gracias a tu colega Andy te vamos a ofrecer un trato. Necesitamos a un hombre que sea nuestro espía personal, Miles. Necesitamos que nos robes información. Consigue pruebas que los incriminen de otros círculos, averigua quiénes son sus proveedores, sus traficantes, dónde guardan y limpian el dinero. Con esos datos podremos acabar con ellos, quedarnos con sus negocios. Puedes nivelarnos con el resto, darnos una ventaja competitiva.
El señor Barrada disfrutaba leyendo los últimos best sellers de negocios y adaptándolos a la vida de la mafia.
—Si haces eso por nosotros cuando te lo pidamos, nuestra deuda quedará saldada en los dos próximos años.
Con el miedo calándole los huesos, no tuvo opción a dar una respuesta afirmativa.
La entrevista con Joy Garrison fue igual de difícil. Mientras su agente de protección de testigos contemplaba las pinturas y las etiquetas con sus altos precios, Miles cruzó la galería para seguir a Joy a su despacho en el piso de arriba. Era una mujer pequeña, de cincuenta y tantos años, atractiva, y al principio, al ver sus pantalones anchos y la bisutería de plata y turquesas, pensó que era la típica jipi chiflada de Santa Fe. Sin embargo, en cuanto se sentó frente a ella reconoció en sus ojos una dureza que rivalizaba con la del propio señor Barrada.
Lo estudió durante un largo, agonizante momento. Se obligó a no agitarse en su silla.
—Quieres este trabajo.
—Sí, señora.
—Pero no sabes una mierda de arte, ¿verdad, cariño?
—No mucho, señora. Pero yo… —se interrumpió porque Andy estaba en un rincón con los brazos cruzados.
—¿Qué pasa? ¿Pero tú qué?
—Quise ir a la escuela de arte a aprender fotografía. No tuve ocasión.
—¿Tus padres no lo aprobaban?
—Exactamente, señora. Decían que no malgastarían en eso el dinero.
—Los míos dijeron lo mismo. Tenían razón, no sabía dibujar ni una línea recta. Ser un artista y vender arte son dos disciplinas completamente distintas. —Se echó a reír—. Ahora esta galería gana el dinero que costea el lujoso asilo de mamá y papá.
—Trabajo duro, señora. Puedo mover las obras, muchas de estas pinturas y esculturas parecen muy pesadas.
—Necesito más sesos que músculo. La agencia de protección de testigos dice que te llevas bien con los ordenadores. Vendo a coleccionistas de todo el país, pero mi página web es una mierda. Necesito una mucho mejor. También necesito ayuda para mejorar el seguimiento de la mercancía.
—Sí, señora, puedo elaborarle una base de datos, crear o gestionar una página web, usar y arreglar sus ordenadores, asegurar los sistemas o lo que necesite. —No quería ver a Andy, así que no levanto la vista de su regazo—. Usted me dice cómo vender arte y yo le venderé arte. Haré lo que necesite.
—Cariño, mírame cuando me hablas.
Levantó la vista.
—Dejaremos lo de las ventas para cuando puedas mirar a la gente a la cara cuando la tengas delante.
Tragó saliva.
—Me parece una buena idea.
—No eres el primer testigo protegido que contrato. Me trajeron a un malversador hace dos años. Lo hizo bien hasta que a los dos meses le robó cinco mil dólares a mi exmarido. —Joy se encogió de hombros—. Mejor a él que a mí.
—Yo no robaré nada.
—Comprendes que soy la única aquí que sabe que eres un testigo. Protección de testigos no me revela tu verdadero nombre o de dónde vienes. Solo tu nuevo nombre y tus antecedentes.
—No tengo antecedentes, señora.
—Por eso te doy el trabajo, cariño.
Respiró por fin.
—Gracias. No se arrepentirá.
La mujer se incorporó hacia delante.
—Imagino que has pasado por un mal trago al tener que renunciar a tu vida. Quiero que sepas, Michael, que puedes confiar en mí. Nadie de esta galería sabrá que estás en el programa de protección de testigos. Nunca traicionaré tu confianza, jamás.
—Gracias. Espero ganarme la suya, señora Garrison.
—Llámame Joy. Empiezas mañana.
Se puso en pie cuando ella lo hizo y estrechó su mano. Los dos meses siguientes disfrutó mucho de su trabajo.
La puerta de la Galería Joy Garrison tintineó cuando la abrió y la cerró. La galería representaba a catorce artistas de reputación creciente entre los coleccionistas. La mayoría de las pinturas y esculturas costaban dos mil dólares o más; Miles deseó haberse podido ganar la vida reflejando calma y belleza en un lienzo. Miles saludó con la cabeza a Joy y a su hijo Cinco al entrar en el despacho trasero donde trabajaban él y el resto de empleados. Su jefa estaba sentada en un mostrador de representante comercial escribiendo algo en un papel adhesivo. Alzó una ceja. Cinco estaba al teléfono con un coleccionista de Nueva York, al que le hablaba de las bondades de una nueva pintura que consideraba que era imprescindible.
—Hoy no te toca trabajar, cariño —dijo Joy.
—No, señora, no me toca. He querido pasarme un par de horas para adelantar trabajo. No tiene que pagarme. —Consiguió mantener una cierta calma en la voz, no le temblaron las manos.
—¿Estás bien, cariño?
—Quiero estar ocupado.
—Bueno, si tienes tantas ganas de ser útil, llama y pregunta cuándo llegará el nuevo ordenador. Ya ves cómo estoy sustituyendo hoy los correos electrónicos. —Le mostró una libreta de papeles adhesivos—. Necesito también un puñado de fotos de las nuevas esculturas de Krause para colgarlas en la web. Luego tendrás que actualizar la página con los nuevos precios.
—No hay problema.
—Me haces parecer vago, Michael —intervino Cinco al colgar el teléfono—. ¿No necesitas días de descanso?
—Me aburro con facilidad.
Dos mujeres amigas de Joy aguardaban en la puerta, cargadas de cafés y cotilleos. Joy se echó a reír y las llamó para que entraran y subieran a su despacho en la parte trasera de la galería. Miles les llevó un cuadro pequeño que Joy quería enseñarles.
Luego bajó al piso inferior, donde dos turistas hojeaban el catálogo. Cinco respondió a sus preguntas sobre una escultura de un carnero saltando. Miles se sirvió más café y decidió llamar a su agente de protección de testigos para pedir que investigaran a Sorenson antes de unirse al programa de tratamiento que le ofrecía. Al entrar en el despacho trasero se encontró a Blaine el Plasta sentado junto a la mesa, aporreándola con los dedos. Desde la puerta del despacho, Miles miró a Cinco con una patente desesperación reflejada en su rostro. Cinco respondió con una sonrisa que venía a decirle que él estaba con otro cliente, así que hoy le tocaba fastidiarse.
—Hola, señor Blaine.
—No me vengas con holas, Michael. ¿Estáis rotando hoy las pinturas?
—Mañana, señor.
—¿Vais a poner Emilia de pie al sol en una esquina perdida? —Su trabajo más reciente, un precioso retrato sombreado de una joven latina, rodeada de altas hierbas, llevaba cuatro meses de un lado a otro de la galería, sin que nadie lo hubiera comprado.
—No, señor, no lo creo.
—Porque si Emilia no consigue un puesto de honor en la pared, bueno… —Preparó entonces su amenaza favorita—. Tendré que mostrarlo en otra galería. Tengo ofertas constantemente.
—Si lo hace, nos romperá el corazón, señor Blaine. Le prometo que estamos haciendo todo lo posible para encontrarle el comprador adecuado.
—Solo quiero que se venda, Emilia necesita un buen hogar. —Se adivinaba un rastro de desesperación en el tono de su voz.
—No permitiremos que sea una huérfana.
—Bien. Hoy tengo que ir a Marfa. —Marfa era una ciudad en mitad del desierto, en la zona occidental de Texas, renacida gracias a haber sido el lugar donde se rodó la película Gigante. Era una especie de hermana pequeña de Santa Fe, una pujante colonia de artistas donde el coste de la vida era menor—. Puede que me mude allí, voy a probar un par de días. Quería asegurarme de que no escondíais a Emilia en la parte trasera. ¿Me llamarás si se vende? —Garabateó un número en una nota y se la tendió a Michael.
—Sí, señor.
Blaine el Plasta se marchó. Miles cerró la puerta del despacho y marcó el número del busca de DeShawn Pitts. Introdujo su código de identificación y colgó. Menos de un minuto después sonó el teléfono.
—Galería Joy Garrison —contestó Miles—, Michael Raymond al habla.
—Soy Pitts, ¿qué pasa? —La voz era joven, pero profunda, ligeramente distraída. Miles oyó el reconocible ruido de muchos papeles colocándose sobre un escritorio.
—Por teléfono no, mejor un almuerzo. ¿Puedes conducir hasta aquí? —DeShawn vivía en Alburquerque, era el agente encargado de los testigos protegidos que vivían en el norte de Nuevo México. Su responsabilidad era ayudar a Miles a proteger su propia identidad, encontrarle un trabajo y asentarlo en su nueva vida sin que dejara de estar a salvo.
—Dame una pista, hombre.
—Mi loquera quiere que otro médico trabaje en mi caso. Tengo mis dudas sobre él.
—Estoy seguro de que la doctora Vance no recomendaría a un matasanos. ¿Cómo se llama?
—James Sorenson.
—¿Por qué necesita la ayuda de otro médico?
—Sorenson lleva un nuevo proyecto para pacientes con estrés postraumático.
—¿Le has contado alguna vez a la doctora Vance que eres un testigo?
En el programa de protección de testigos le dijeron que estaba permitido contarle a su psiquiatra que era tal. De hecho se consideraba crucial para una terapia exitosa, dado el enorme caos mental que causaba en un testigo su recolocación. No obstante, nunca se lo había dicho. Ella solo sabía que se había visto envuelto en un tiroteo y que las autoridades le exculparon de cualquier cargo. Le dijeron también que no revelara su verdadero nombre o su procedencia a no ser que fuera vital para el desarrollo de su terapia. Todos esos detalles se encontraban en la confesión que no se atrevió a darle.
—No, no le he dicho nunca que soy un testigo protegido.
—La terapia de grupo no te conviene, tío, tienes que ser circunspecto. Podemos hablar de ello en el almuerzo. Nos vemos en Luisa a las doce y media —dijo DeShawn antes de colgar.
Joy volvió a entrar a toda prisa para coger un archivo del escritorio de Cinco, dejando un rico aroma a expreso procedente de la taza que tenía en la mano. Regresó enseguida a la sala de ventas con sus visitas. El aroma del café sacudió todo su fuero interno. Café cubano, rico, denso. La aguda risa de una de las amigas de Joy. El olor y la risa penetraron en su cerebro. La galería se convirtió en un almacén vacío, focos de luz aislados sesgaban la oscuridad, los cuatro hombres bebían de ese café. Miles trató de esconder el temblor de sus manos. Los dos agentes encubiertos del FBI junto a Miles y Andy, hablando en una mesa. Andy a punto de recibir la mejor noticia de su vida. Miles dijo algo, solo unas pocas palabras, y justo después trató de soltar una carcajada.
No recordaba lo que dijo.
Andy se lo quedó mirando, de pie detrás de los dos agentes sentados en la mesa, que en ese momento llenaban de nuevo sus tazas de café. Y entonces todo se torció cuando Andy echó mano a su pistola, Miles hizo lo propio, horrorizado, diciéndole a Andy que no hiciera eso.
Oyó el triple eco de los disparos. Abrió los ojos. De vuelta a la galería, el suelo sanguinolento del almacén había desaparecido. Se desmoronó cerca de la fotocopiadora. Utilizó la máquina para incorporarse, tenía el dedo encogido de imitar el gesto de apretar un gatillo invisible.
Se sumió en un terrible silencio, en la oscuridad, como si el mundo lo hubiera engullido de un bocado.
—No hay alternativa —le dijo Andy, arrodillado a su lado—. Así es ahora tu vida. Tú y yo no vamos a separarnos nunca. Deja de intentar cambiar eso. —Miles negó con la cabeza—. Morirás intentándolo —susurró Andy.
Entonces Miles oyó risas. La carcajada cálida y franca de Joy. Se dejó envolver por la maravillosa quietud de la galería. Se obligó a regresar a la silla de su escritorio. Respiró profundamente para tratar de espantar el dolor y el miedo.
No podía vivir así.
—Pues no lo hagas. Acaba con esto. Yo te ayudo —se ofreció Andy.
Miles fue consciente de la presencia de las pastillas en su bolsillo. Las pastillas de Allison. Le había dicho que eran un sedante muy suave para ayudarle si tenía un recuerdo.
Sacó el frasco del bolsillo. Era de plástico, no tenía etiqueta. Lo abrió. Las pastillas eran blancas, en forma de cápsulas.
Había una nota doblada entre ellas.
La sacó y la alisó sobre el escritorio.
«Querido Michael: Necesito tu ayuda. Necesito de tus servicios como investigador privado. Tengo un problema grave. Ven a mi consulta esta noche a las siete y te lo explicaré en detalle. No se lo digas a nadie. Confío en ti, te veo a las siete. Allison.»