28
Hurley tosió y se limpió la boca con el dorso de la muñeca.
—El nombre del tipo es Dennis Groote. Es de California.
—¿Para quién trabaja? —Miles apretó el arma con más fuerza contra el cráneo de Hurley.
—Para un hombre llamado Quantrill.
—¿Quién es ese Quantrill?
—Es mi jefe.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—En Santa Mónica, California.
—¿Qué conexión tiene con Sorenson?
—No conozco a ningún Sorenson.
—Mentir no es una buena opción, doctor. Le disparé a un hombre una vez. Supongo que a la segunda es más fácil.
—Me parece bien que compartas esa información —dijo Andy apoyado en la pared—. Dispárale, Miles, es un inútil. De todos modos, si matas de nuevo, no vas a empeorar de lo tuyo.
Miles apartó el dedo del gatillo, pero hundió el cañón de la pistola en la nuca de Hurley si cabe con más ímpetu.
La presión aceleró las palabras de Hurley.
—No conozco a ningún Sorenson, lo juro por Dios.
La melodía de una tocata de Bach sonó en el bolsillo de Hurley. Su teléfono móvil.
—Se supone que debo confirmar que todo anda bien. Si no lo hago, Groote vendrá directamente hacia aquí.
Miles le creyó.
—Gane algo de tiempo, hágase el tonto. Responda.
Hurley sacó el móvil del bolsillo con cuidado y lo abrió.
—Sí, hola.
Miles mantuvo la pistola cerca de Hurley, agachándose un poco para escuchar.
—Doctor Hurley, soy Dennis Groote.
—He hablado con Celeste Brent. No sabe nada.
—Entendido. Hay un caballero del gobierno federal en el despacho. Quiere hablar con usted sobre un paciente de la doctora Vance. Un hombre llamado Michael Raymond. Ya sé que está muy ocupado ahora mismo…
Miles le dio un golpe con la pistola a Hurley, y musitó una negativa.
—No puedo ver a nadie —dijo Hurley—. Ahora no. Mañana.
—Le sugiero vehementemente que haga un hueco, doctor. Esto es una prioridad. Podemos serles útiles a las autoridades. Necesitan encontrar a Michael Raymond.
Hurley se quedó quieto. Miles volvió a poner un no en sus labios.
—Mañana —dijo Hurley—. Hoy no. No puedo. Tengo las manos ocupadas.
Una pausa. Miles pudo oír el suspiro de frustración de Groote.
—De acuerdo. Arreglaré un encuentro para mañana.
—Dele las gracias al agente por su paciencia.
—Entendido.
—Ahora debo irme —dijo Hurley—. Adiós.
—Adiós. —Groote colgó.
Miles cerró el teléfono de concha. Celeste reapareció en la sala.
—Sé que no querrás hacerlo, Celeste, pero tienes que irte —dijo Miles.
—¿Acaso no es eso decisión mía? —dijo ella sin perder la calma.
—Esta gente es peligrosa, no puedes quedarte.
—Pero yo no sé nada, no tengo lo que buscan.
—Allison robó archivos de un ordenador y luego usó el tuyo. Ha de haber una razón. Puede que pensara que su sistema estaba pinchado. Sin embargo, no van a dejarte en paz hasta que no comprendan que no tienes el Frost.
Celeste se derrumbó en una silla.
—Esa amiga que mencionaste. ¿Puedes llamarla para que te recoja?
—¿Y ponerla en peligro? No, esto es asunto de la policía…
—Tengo que hacer esto, reparar el daño a Allison… se lo prometí…
Celeste se puso en pie.
—Digamos que cogió la investigación y la escondió en mi ordenador o se la mandó a otra persona o a sí misma por si la atrapaban. O la mataban. Debe de haber un rastro electrónico.
—Arriba —le ordenó Miles a Hurley, colocándole el arma en la espalda.
—Por favor, enséñame el ordenador, Celeste.
Los dos hombres siguieron a Celeste por el pasillo. Las paredes estaban cubiertas de fotos de Celeste con un guapo joven: en la playa, en un jardín brindando con margaritas, besándole en la mejilla. Al otro lado había un montaje de fotos que Miles supuso que pertenecían a su corta carrera televisiva; ella y otras nueve personas en una playa, ella con un bikini verde lima, pensativa, constructiva, alegre, cortando una palmera, aupándose sobre un obstáculo de piedra. Sosteniendo un cheque por valor de cinco millones de dólares con una sonrisa tan resplandeciente que desafiaba a un sol de verano.
Los dos la siguieron hasta su estudio. El ordenador, nuevo y de gama alta, estaba en una mesa de madera de arce en un rincón. La habitación olía a desinfectante y al champú de mandarina de Celeste, y Miles se preguntó si se lavaba muy a menudo el pelo, si se frotaba la piel hasta que le dolía. Para limpiarse de la culpa. A él nunca se le había ocurrido eso, la sangre de Andy era tan permanente en sus manos como un tatuaje. El vago aroma del desinfectante embriagaba el aire como un perfume de mujer.
Celeste se sentó junto al ordenador y comenzó a teclear.
—Quiero que sepas que no tengo nada que ver con la muerte de Allison. Ni Groote tampoco —dijo Hurley.
—¿Y qué pasa con Sorenson? Fue él quien puso la bomba.
Celeste palideció.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo explicaré luego. —Volvió a poner el arma en la espalda de Hurley—. Hábleme de Quantrill mientras ella trabaja.
—Existen consultores que no aparecen en las nóminas. Este tipo de gente busca investigaciones prometedoras para que las compañías de fármacos las desarrollen.
—¿Cuánto tiempo ha trabajado en el Frost?
—Un año. Los retoques del Frost son ideas mías, ¿sabe? Han robado mis ideas.
—No creo que usara un programa de correo electrónico —dijo Celeste—. Borró el historial del navegador. Posiblemente subió los archivos en la web usando otro sistema… estoy comprobando la tabla de archivos maestros.
—¿El qué? —preguntó Miles.
—Sacaré una lista de los archivos subidos a otro sistema desde este ordenador.
Se produjo un silencio mientras Celeste tecleaba.
—¿Ves? Aparecen una serie de archivos subidos a un servidor web. Esta es la dirección. —Pulsó una tecla y de la impresora salió una hoja con la lista.
—Tenemos que averiguar quién tiene esta dirección IP.
Celeste siguió tecleando para buscar la URL del servidor en una base de datos de Internet.
—Está registrado a nombre de Mercury Mountain Hosting, pero no aparece información de dónde está localizado el servidor.
—Sé cómo localizar el servidor, pero necesito software adicional —dijo Miles—. ¿Conoce Mercury Mountain, doctor?
—No, nunca he oído hablar de esa compañía, pero haremos un trato. Contactamos con ellos y juntos recuperamos el Frost. Os quitaré el aliento de Groote de la nuca. Una palabra mía y Quantrill os dejará en paz. Guardáis silencio y seréis los primeros en ser tratados con el fármaco. Y vuestra cabeza quedará arreglada. Para siempre.
Miles lo tocó con la pistola.
—No voy a callarme.
Hurley lo miró como si hubiera perdido la paciencia.
—No eres muy inteligente al hacerte el héroe. No os interesa ir por ese camino, sois dos tarados, uno que no puede hablar sin ponerme una pistola en la cara y otra que no se atreve a salir de casa porque el miedo la deja hecha un desastre —escupió mirando a Celeste—. Puedo devolveros vuestras vidas. Libres de pesadillas, del trauma. Lo único que necesitamos es vuestro silencio.
Miles pensó en la extraña promesa de Sorenson, un eco en su cabeza. ¿Y si pudiera olvidar el peor momento de su vida?
Miles se alejó un paso de él.
—Celeste, ¿ha quedado una copia de lo que se subió a ese otro servidor en este ordenador?
—Estoy comprobando el disco duro, pero no, de momento no aparece.
—No quiero que el buen doctor vea nada de lo que encontremos.
—De acuerdo. —Su voz no perdía la calma en ningún momento. Apartó las manos del teclado—. Miles, dices que no vas a guardar silencio, entonces ¿vas a matarle?
—No —dijo, y entonces añadió una mentira—: Pero tampoco dejaré que nos haga daño.
—Está cometiendo un grave error, Michael… —dijo Hurley.
La sorpresa nubló el rostro de Celeste.
—Dijiste que tu nombre era Miles.
—Lo es. Él piensa que me llamo Michael. Es una larga historia.
—Te ha mentido, Celeste. Se llama Michael y hay un agente federal preguntando por él en el hospital —dijo Hurley—. No puedes confiar en él. Yo solo he intentado ayudarte, protegerte…
—¿Cómo sabe mi nombre? —inquirió Miles. Desde que Hurley había llegado no lo había pronunciado en ningún momento, ni el verdadero ni el falso, y Celeste tampoco lo había hecho. Cayó en la cuenta de que Hurley había mentido—. Tienen a Nathan.
—Sí.
Los federales querían hablar con Hurley sobre Michael Raymond. ¿Para qué? ¿Qué les había dicho Groote, que podían serles útiles a las autoridades? ¿Qué significaba eso? Solo una cosa. Iban a tenderle una trampa a Miles, una trampa urdida por los federales y ejecutada por Groote. Hurley había pospuesto la cita con Groote sin razón aparente, teniendo en cuenta que Hurley y Groote querían con todas sus ganas atrapar a Miles, Groote sería sospechoso…
—¡Celeste! —aulló—. ¡Tenemos que irnos! Ya. Groote puede estar de camino. —Al igual que los federales, pero no lo dijo, pues eso haría que dudara y no quería dejarla allí sola.
Celeste meneó la cabeza.
—No, no puedo.
—Tenemos que irnos, ¡ahora!
Negó de nuevo, las manos comenzaron a temblarle.
—No, no, no puedo, no puedo irme…
—Te llevaré con mi amigo DeShawn —dijo. Se levantó y pasó junto a Hurley. A la mierda, se entregaría a la agencia, no podía verla así, temblando, rota, dolida. Sabían lo bastante para que la policía expusiera a los asesinos de Allison y la investigación médica por la que había muerto. Había sido un loco al pensar que podría enderezar el mundo para honrar a la ausente Allison, para arreglarse a sí mismo o a cualquiera.
Una aguja penetró en su cuello.
Miles echó la cabeza hacia atrás para alejarse de Hurley. Llegó hasta una silla tambaleándose, se aferró a su propia garganta, colocó los dedos torpemente contra la jeringa y la sacó de la carne.
Se precipitó hacia atrás en la silla. Gritó cuando los pulgares de Hurley le apretaron las cuencas de los ojos con una calmada precisión quirúrgica. Trató de apartarlo de una patada, pero Hurley clavó las yemas de los dedos en la zona blanda de sus ojos con la intención de sacarlos de las órbitas. A pesar del dolor que sentía intentó apuntar el arma. Una de las manos de Hurley se retiró de sus ojos para ir en busca de la pistola. Miles atrapó las muñecas del doctor, las levantó y lo empujó como pudo. El cañón acabó apoyado contra sus labios, como si le diera un frío beso. Oyó gritar a Celeste. El cañón cambió entonces de sentido.
Con sumo esfuerzo, Miles colocó las rodillas entre él y Hurley para liberar su rostro de las garras del hombre. No veía nada, el dolor lo cegaba por completo, tenía la cabeza ligera como un globo suelto en el aire. Entonces detonó un arma, Celeste gritó y seguidamente se produjo un repentino silencio.