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Las ventanas de Edward Wallace necesitaban una buena limpieza. Los laterales del bungaló clamaban por una mano de pintura. Sin embargo, el reluciente Mercedes aparcado en el camino contrastaba con la humildad de la casa. No era un hogar, era simplemente un lugar donde alguien vivía.
Miles recordó la escrupulosa pulcritud de Allison; le costaba imaginársela en esta casucha. Por otro lado, ella estaba viviendo una mentira, Miles no llegó a conocer nunca a la verdadera Allison.
Llegó al porche y llamó a la puerta con los nudillos. Oyó pasos al otro lado. Vio la mitad del rostro de un hombre, un ojo azul, pelo rubio, una mejilla sin afeitar.
—¿Señor Wallace?
—Doctor.
—Disculpe, doctor Wallace. Tenemos que hablar.
—No creo en Dios ni en los recaudadores de fondos. —Cerró la puerta.
Miles se incorporó hacia delante y habló en voz baja contra la puerta.
—Allison me envía. O supongo que usted la llama Renee.
Cuatro segundos de silencio. La puerta se abrió de nuevo.
Edward Wallace coincidía con el aspecto del hombre de la foto, era un hombre alto con el rostro delgado, aire intelectual y la complexión esbelta propia de un corredor de maratón. Portaba un arma automática que apuntaba directamente al estómago de Miles. La mano que la agarraba temblaba ligeramente.
—¿Quién es usted?
—Miles Kendrick. Conocía a su esposa. O al menos eso creía.
Edward Wallace se mordió el labio.
—Usted es el testigo federal.
Miles trató de no mostrar sorpresa.
—¿Se lo dijo Allison?
—Sí.
—¿Le importaría que su amigo apuntase hacia otro lado, doctor Wallace?
Wallace bajó el arma.
—Hubiera fallado. No sé nada de armas. Deberíamos ayudarnos el uno al otro.
—Tengo alrededor de mil preguntas que hacerle —dijo Miles.
—Bien, yo solo tengo una respuesta. Usted y yo somos hombres muertos —sentenció Wallace—. A no ser que nos ayudemos el uno al otro.