21
El jueves por la mañana, Miles observó desde detrás de las pesadas cortinas cómo los vecinos de Blaine iban a trabajar. Entonces condujo hasta el aparcamiento de un supermercado y abandonó el coche, abierto y con las llaves colgando junto al volante. Regresó andando a la casa de Blaine.
Había dormido sobre la colcha, su mente estaba destrozada por el cansancio. Al despertar, cayó en la cuenta de que encontrar a Nathan Ruiz era el siguiente paso.
Pronto buscaría a Celeste Brent, la mujer que dejó ese extraño mensaje referente a un secreto en el contestador de Allison.
Blaine el Plasta se había llevado su portátil a Texas. Miles encontró, sin embargo, un listín telefónico de Santa Fe. Buscó con el dedo entre los nombres sin encontrar a ninguna Celeste Brent o C. Brent.
De acuerdo. Era una estrella de la tele. La fama era algo poco común en Santa Fe, Miles apenas había visto a algunas celebridades que se detuvieron en la galería de Joy, de paso por la ciudad.
Eso le dio una idea. Buscó en su mochila los pantalones que llevaba el martes, donde seguía teniendo el móvil de Blaine el Plasta escrito en un pedazo de papel. Descolgó el teléfono y lo volvió a colgar. El móvil de Blaine mostraría en la pantalla que llamaba desde su propia casa. Usar el suyo era un riesgo, los federales podrían rastrear su localización si estaba encendido, o eso había oído. Pero aun así, no podía utilizar el de Blaine, así que se arriesgó.
Marcó el número.
—¿Sí? —respondió Blaine con su habitual malhumor.
—Hola, señor Blaine. Soy Michael Raymond, de la galería. Puede que haya encontrado un comprador para Emilia.
—Oh, tío, Mike, eso es maravilloso. —Blaine sonaba más alegre de lo que nunca lo había oído, y el pecho de Miles se retorció de culpa.
—Bueno, señor, no se ha fijado nada. Tengo una mujer que mostró un serio interés, pero no dejó su número de teléfono. Supongo que lo olvidó. Es de la ciudad, es famosa, así que pensé que quizás podría conocerla. Su nombre es Celeste Brent.
—Sí. No la conozco, nadie la conoce, pero sé quién es.
—Supongo que yo no.
—Bueno, yo tampoco llegué a ver Supervivientes. Prefiero la PBS.
—¿Qué es Supervivientes?
—Un reality en el que tiran a doce personas en una isla a tomar por culo y compiten entre sí por ser el último que sobreviva a cambio de un premio de cinco millones de dólares. —Chasqueó la lengua—. Un concurso de popularidad basado en curvas y esteroides.
Miles reconocía ahora el título del programa. La mayoría del trabajo que hacía para los Barrada era de noche, por lo que no veía mucho la tele. Su nombre le era familiar, el incesante goteo de información que producía este tipo de programas debió de calarle en el cerebro.
—¿Estuvo en ese programa?
—Ganó los cinco millones hace un par de años. Tuvo sus quince minutos de fama al pasearse por la isla con un biquini verde lima. Era un juego de vicios y puñaladas por la espalda, y ella fue la abeja reina de la isla. Me sorprendería que hubiera visto Emilia. Está totalmente recluida, hace que un ermitaño parezca una mariposa social.
—¿Por qué?
—Asesinaron a su marido y, ¿cómo decirlo amablemente? Se volvió loca.
—Eso es terrible —dijo Miles—. ¿Cómo de loca?
—Agorafóbica, ¿se dice así? No sale de casa, ni siquiera para ir al jardín. Debe de estar recuperándose si va por ahí en busca de arte.
—No está en la guía, ahora entiendo por qué —improvisó Miles—. ¿Sabe de alguien que sepa dónde vive? Me pidió en un mensaje de voz que enviara allí a Emilia para verla en privado.
—¿Y no dejó dirección o número? Es raro.
—Señor —replicó Miles—. Si ha sido una reclusa tanto tiempo, puede que no sea muy hábil tratando con la gente.
—Cierto. Déjame hacer un par de llamadas y te llamaré a la galería.
—En realidad es mejor que me llame al móvil. —Le dio el número—. Ahora no estoy en la galería, pero puedo pasarme por allí en su momento, en cuanto sepa dónde vive la señorita Brent.
—De acuerdo. Te llamaré en unos minutos. Gracias, Michael.
—Sí, señor. —Miles colgó.
Loca. Quizás era estrés postraumático, igual que él. Dos minutos después sonó su móvil y Miles respondió.
—He llamado a la mayor agente inmobiliaria de Santa Fe —dijo Blaine—. Sabe todo lo que hay que saber. Celeste vive en el Camino del Monte Sol. —Le dio la calle y el número—. Ella le vendió la casa a Celeste. Dice que nunca la abandona. Nunca jamás. Tiene a una mujer que hace la compra y los recados. No recibe a ningún visitante, a no ser que sean sus médicos o la limpiadora. ¿No es la cosa más excéntrica que hayas oído?
—Sí. Está loca de remate. Supongo que vio el cuadro en la página web.
—El dinero de una loca sigue siendo dinero.
—De acuerdo. —Sintió verdaderos remordimientos por la necesaria treta que estaba llevando a cabo—. De todas maneras no tenga demasiadas esperanzas, señor Blaine.
—Hazme saber lo que pase. Hablaremos pronto.
—Gracias, señor. —Miles colgó y empezó a pensar en cómo arreglárselas para entrar en la casa de una reclusa voluntaria.