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Miles cerró la puerta de la oficina de arriba de Joy para que nadie lo sorprendiera. Desembaló y encendió el ordenador nuevo, lo conectó a la red inalámbrica de la galería y se descargó un navegador web libre que borraría cuando terminara. No quería dejar rastros que Joy pudiera encontrar.

Buscó en Google la página web del hospital mental Sangre de Cristo en Santa Fe. No la encontró. Extraño, un hospital moderno sin página web. ¿Acaso no tenían que suministrar información a la comunidad médica o a los pacientes potenciales? Sí lo encontró en las páginas amarillas, aparecía de manera simple, sin publicitar sus servicios.

Encontró una lista de los hospitales de Nuevo México, en el que aparecía Sangre de Cristo con su respectiva licencia. Era propiedad de la compañía Hope-Well. La buscó en Google; tampoco aparecía.

Alguien no quería que lo encontraran. Era momento de sacar algo de la vieja chistera.

Llamó al hospital, usando su propio móvil.

—Hola, mi nombre es Steve Smith. Estoy elaborando una historia para Associated Press sobre la doctora que falleció anoche y necesitó algo de información del hospital.

—¿Qué doctora?

—¿No lee el periódico? Allison Vance.

—Me temo que se equivoca —dijo la recepcionista—. No tenemos a ningún facultativo con ese nombre.

—¿Puedo hablar con su oficina de relaciones públicas?

—No tenemos nada que comentar. —Y colgó.

Buscó ahora a Nathan Ruiz, añadiendo Santa Fe en los criterios de búsqueda. Había dos Nathan Ruiz en la ciudad, uno de ellos poseía un restaurante en el sur, otro se encargaba de un centro cívico. Pinchó en sus páginas. El restaurador tenía cincuenta y tantos años, no era el chico joven que le puso una pistola en la cabeza la noche anterior. Telefoneó al otro Nathan Ruiz.

—Centro Cívico Corazón, Nathan Ruiz al habla.

—Señor Ruiz, hola, soy Fred George, de la Agencia Estatal de Seguros. Siento molestarlo, pero estamos haciendo una investigación sobre fraudes de seguros y espero que pueda ayudarme.

—Eh, claro.

—Estamos siguiendo patrones de reclamaciones fraudulentas. Se han producido una serie de reclamaciones a su nombre en beneficio del hospital Sangre de Cristo de Santa Fe, lo llamo para comprobar si son legítimas.

—No he pisado ese hospital en mi vida —dijo Ruiz—. ¿Van a cobrarme esas reclamaciones? Mi compañía aseguradora no me ha dicho ni una palabra.

—No, señor, no se preocupe. Puede que haya allí un paciente con un nombre similar, pero estamos viendo que esas discrepancias en el archivo de protocolos causan reclamaciones cuando se aplican erróneamente a otras personas con el mismo nombre —relató Miles en un tono rápido y oficioso.

—No soy yo y no conozco a otro Nathan Ruiz —dijo el hombre—. ¿Tengo que llamar a mi compañía de seguros?

No tenía ningún pariente que se llamase igual que él.

—No, señor, ha sido de gran ayuda. Gracias por su tiempo —dijo Miles, y colgó. Volvió al buscador web y amplió la búsqueda de Santa Fe a Nuevo México.

Encontró a un Nathan Ruiz en Albuquerque que había logrado el honor de ser Eagle Scout, un Nathan Ruiz que murió en Clovis el mes pasado a los treinta y siete años, y a un Nathan Ruiz que fue herido en la guerra de Irak y volvió a casa, a Albuquerque.

Pinchó en esa última noticia. Ese último Nathan Ruiz era técnico en un escuadrón del ejército que se encargó de disparar misiles en los primeros compases de la invasión. Fueron bombardeados accidentalmente durante el caos del avance hacia Bagdad, confundidos por un avión estadounidense que creyó que eran una unidad de misiles del ejército republicano iraquí. Cuatro de los miembros de la unidad murieron, los otros quedaron malheridos. A Nathan Ruiz lo enviaron a casa.

Si estaba en Sangre de Cristo, el regreso no había ido bien.

Su padre, Cipriano, hacía declaraciones en la noticia.

—Estamos muy orgullosos de su valentía y de sus méritos, solo deseamos que vuelva a casa.

Cipriano Ruiz. Miles buscó en un motor de búsqueda de números de teléfono de Albuquerque y encontró el número.

Marcó. Una mujer respondió tras el cuarto tono. Su voz sonaba abatida, como si cada día fuese una serie de decepciones.

—Hola, residencia Ruiz.

—¿Señora Ruiz?

—Sí.

—Me llamo Mike Raymond. Conocí a su hijo Nathan en Irak.

Silencio.

—No he hablado con él desde que volvió a casa. Quería saber si se ha reinsertado bien.

Silencio.

—Señora Ruiz, ¿puedo hablar con Nathan?

No dijo nada durante cinco segundos y se preguntó si habría colgado.

—No. No vive con nosotros —dijo finalmente.

—¿Hay algún número donde pueda localizarlo?

—Está… está en un hospital.

—¿Se encuentra bien?

—No, no se encuentra bien. Está en una clínica especial para los que tienen problemas después de la guerra, ya sabe. Él…

—No pretendo entrometerme, señora Ruiz. Solo quería saber cómo estaba. —Hizo una pausa—. Si está en una clínica, ¿es en Sangre de Cristo, allá en Santa Fe?

—Oh, sí —respondió aliviada—. ¿Ha oído hablar de ella?

—Sí, señora, he oído que es muy buena.

—Oh, sí, espero que lo cuiden bien. Porque… —Se detuvo—. No lo entiendo. —Volvió a parar, luchando por encontrar las palabras—. No sé cómo no se recupera, no deja atrás… esa tristeza.

El estómago de Miles se tensó.

—¿A qué se refiere?

—Él sobrevivió. Los otros chicos murieron. Debería estar agradecido por no haber muerto. ¿Por qué no es feliz? Está vivo.

—El estrés postraumático, señora, es… no es una falta de fuerza de voluntad. Afecta… afecta al modo en el que funciona la mente, al modo en el que se reacciona ante todo. Es un incendio que no se puede apagar. Cuando crees que se ha extinguido, vuelve a prender —dijo, esforzándose por buscar una manera de describirlo.

—Entonces que coja un extintor. —Sonaba abatida—. ¿Quiere pasarse toda su vida llorando y saltando cuando ve una sombra? Señor, vi morir a mi bebé, al hermano mayor de Nathan, solo tenía tres semanas de edad y murió mientras dormía. Me rompió el corazón. Pero si no me hubiera recuperado, no hubiera tenido a Nathan. No hubiera tenido una vida. ¿Dónde está su fuerza? —La voz era trémula.

—La sigue teniendo, señora, estoy seguro de ello.

—La última vez que lo vi, cuando lo dejé en el hospital, le dije: «Cariño, ten esperanza», y él me dijo: «Mamá, mi esperanza ha muerto porque nunca voy a olvidar». Le dije: «No olvides, simplemente asume lo que ha pasado», y se puso a menear la cabeza como si yo estuviera loca.

—¿Cuánto hace que no lo ve?

—Desde que se internó en el hospital, hace seis meses. Le echo mucho de menos. Le trajimos a casa, fuera del peligro y… —La voz se quebró—. No le va bien, me duele el corazón de pensarlo.

—Lo siento mucho, señora Ruiz. ¿Cree que será posible que pueda verle?

—No se permiten visitas, ni siquiera de la familia. El médico dice que es parte de la terapia.

—Eso parece poco usual. ¿Quién es el médico?

—El doctor Leland Hurley.

—Bueno. Entonces me gustaría escribirle a Nathan una carta.

—Ningún contacto de ningún tipo. Es el único modo de limpiar todo el dolor de su mente, según me dijo.

Decidió meterse en un terreno peligroso.

—Eso debe de ser caro, no creo que el gobierno cubra una clínica privada.

—Se supone que no debo hablar sobre el programa —dijo de repente—. ¿Cuál era su apellido?

—Michael Raymond. Me gustaría hablar con Nathan cuando vuelva a casa.

—Si me deja su número, yo se lo daré.

Eso hizo.

—Gracias, señora Ruiz. Espero que Nathan mejore pronto.

—Yo también lo espero. Antes de que se haga daño a sí mismo o a otros. Adiós. —Colgó.

Nada de hablar del programa ni de tener contacto con el paciente, según el médico. Extraño. No sabía qué era lo último en tratamientos contra el síndrome de estrés postraumático, pero estaba seguro de que aislar al paciente de sus seres queridos no era lo habitual.

Ahora sabía dónde estaba Nathan. O había estado, si es que estaba huyendo.

Allison dijo que Sorenson se encargaba de un programa especial. Sangre de Cristo ofrecía un programa especial. ¿Se trataba del mismo? ¿Tenía el pistolero relación con ese programa?

El siguiente nombre en la lista era Celeste Brent, la mujer que había dejado el mensaje en el contestador de Allison. Puso su nombre en Google en combinación con Santa Fe y obtuvo una avalancha de resultados. El primero era un titular: «Estrella de reality se muda a Santa Fe tras la tragedia».

¿Una estrella de la tele?

Llamaron a la puerta con los nudillos. Miles cerró el explorador.

—¿Funciona ya el ordenador, cariño? —preguntó Joy asomando la cabeza.

—Me está dando problemas para configurar el correo electrónico —mintió descaradamente—, pero lo arreglaré.

—Tenemos que rotar unas cuantas obras, ¿me ayudas, por favor?

—Claro —convino. Podría seguir leyendo la historia de Celeste Brent más tarde. Sintió un escalofrío al darse cuenta de que si quería saber la verdad, tendría que entrar en el hospital Sangre de Cristo para averiguar lo que sucedía entre sus muros.

Un hospital psiquiátrico. Su peor pesadilla.

—Un loco colándose en un manicomio —dijo Andy desde el otro lado de la sala donde Miles colgaba un cuadro siguiendo las indicaciones de Joy—. Eso no me lo pierdo.