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Dennis Groote llegaba tarde al día de visita de su hija porque tenía que matar al último de los Duarte.
El lunes por la noche había seguido al tipo (un contable que se las había arreglado para esconderse, tras la caída de la banda de los Duarte, con la ayuda de la policía) hasta una reunión en un hotel de lujo cerca de las playas de San Diego. Groote se había pasado la noche montando guardia cerca de su objetivo, en una habitación desocupada en la que se había colado usando una tarjeta ilegal. Si un huésped rezagado aparecía para reclamar la habitación, lo mandaría de vuelta al mostrador con la excusa de que existía algún tipo de error y se marcharía antes de que volviera. El trabajo podría esperar para otro día. La paciencia equivale al éxito, la paciencia es vida.
El contable llegó poco después de las nueve y media de ese lunes, pero no estaba solo, iba acompañado por una mujer. Hablaban en un tono extraño. El contable se echó a reír con ganas para hacerse el macho. A eso siguió el inconfundible sonido de besos, de ropa cayendo al suelo, de los muelles del colchón.
Groote jugó al solitario con su PDA durante el polvo, esperando entre bostezos a que acabaran. Podría forzar la cerradura de la habitación contigua, entrar, dispararles a los dos y no perderse las horas de visita con Amanda. No obstante, no veía motivos para matar a una mujer cuyo único delito era haber elegido mal a su compañero de cama de aquella noche. Odiaba la idea de matar a una persona inocente sin necesidad. Aguardó, con la esperanza de que la amiguita del objetivo no pasara allí la noche.
No tuvo suerte. Groote escuchó cómo seguían con las intimidades hasta la medianoche, cuando se durmieron al fin. Les dio otra hora, por si la mujer se levantaba tras la cabezadita postcoital. Solo oyó silencio, aparte de los ligeros ronquidos del contable y la mujer. Entonces el propio Groote se quedó dormido. Despertó cuando el martes ya empezaba a clarear.
Escuchó tras la puerta. Un seseante y continuo ronquido. Oyó unos pasos suaves, el agua de la ducha corriendo.
Ahora. Podría acabar e irse antes de que la mujer se duchara sin enterarse de nada. Groote forzó la cerradura de la puerta entre las dos habitaciones, se abrió con facilidad. El contable tenía cuarenta y tantos años, era alto y de barriga prominente. Parecía más un obrero que otra cosa, con su rostro rudo y la mandíbula cuadrada.
—Hola —dijo Groote.
Los ojos del hombre se abrieron, confundidos.
—Oh, hola.
—Ayudaste a destruir a mi familia. Esto es para recordártelo. —Groote le disparó dos voces entre los ojos con una pistola equipada con silenciador.
Oyó un grito a su espalda, sobre el chapoteo del agua. Maldita sea, había puesto el agua a correr, pero no se había metido bajo el chorro aún. Agarró a la mujer, la arrojó con fuerza contra la pared y le cubrió la boca con una mano. Era mayor que el contable, rondaría los cincuenta. Groote la reconoció, igual que hubiera reconocido a cualquiera de los presentes en el vestíbulo del hotel la noche anterior, cuando realizó una inspección del lugar. Era una conserje del hotel. Cuando la vio detrás del mostrador ella levantó la vista del ordenador y le dedicó una sonrisa de bienvenida, a la que él respondió con un movimiento de cabeza.
Ahora Groote presionaba su arma contra la garganta de la mujer.
—Respóndame y la dejaré vivir. —La conserje cerró los ojos, temblando bajo su tacto—. ¿Entiende? —Asintió—. ¿Por qué está aquí? —Groote apartó la mano un centímetro de su boca para dejarla hablar.
—¿Aquí? —farfulló la conserje nerviosa—. Oh, Dios mío, oh, Dios mío…
—Sí, aquí, con él. —En el lugar equivocado en el momento equivocado, pensó Groote, pero odiaba esa expresión. Recordó las últimas palabras de Cathy: «Voy a coger tu coche, tiene mayor capacidad en el maletero».
—Él me invitó. Por favor, no me mate. Por favor. —La conserje trató de apartar la garganta del cañón de la pistola, pero Groote la agarraba del pelo con fuerza.
—¿Se hospeda a menudo en este hotel?
Ella asintió.
—¿Lo conocía antes de esta noche?
—Sí.
Una elección predeterminada, no un polvo arbitrario de una noche.
—¿Sabe qué clase de hombre es?
Tembló de miedo.
—Es… es solo el contable de una compañía de barcos.
—Antes tenía otro trabajo. Sus acciones ayudaron a precipitar la muerte de mi esposa, dejaron lisiada a mi hija. Pagó el dinero con el que se que compraron las armas que destruyeron a mi familia.
La mujer se estremeció en sus manos.
—Compañía… de barcos…
—Debería tener más cuidado con sus amistades, señorita —le aconsejó amablemente a la conserje.
—Sí, de acuerdo, lo haré, lo prometo…
—Siento mucho las molestias.
Y la disparó una sola vez entre los ojos.
Tomó la carretera I-5 dirección norte, hacia el condado de Orange. Llegaba tarde a su mañana con Amanda por quedarse toda la noche en planta, darle a la conserje una generosa oportunidad de vivir, tomarse su tiempo para registrar el portátil del contable en busca de archivos que contuvieran alguna pista de algún miembro del círculo criminal de los Duarte a quien fuera necesario eliminar, preparar el escenario del crimen de tal modo que pareciera un robo y encima tener que pelearse con el tráfico matutino. Al menos sabía que no había sido injusto.
Amanda y Cathy no tuvieron ninguna oportunidad.
A las diez (casi una hora tarde) se adentró en el corazón del condado de Orange, pasando junto al restaurado Orange Circle, con sus encantadoras tiendas y los nuevos y relucientes edificios de la Universidad de Chapman. Orange era una bonita ciudad, debería mudarse aquí para estar más cerca de Amanda. Un asesino a sueldo en los suburbios… la idea casi le daba risa. Condujo unas cuantas manzanas hasta llegar a un conglomerado de edificios de ladrillo que inspiraban el ambiente tranquilo de una escuela preparatoria moderna. Salvo por las rejas en las ventanas. Le dio su nombre al guardia que vigilaba la puerta del hospital Pleasant Point. Avanzó hasta el edificio principal, aparcó el Mercedes y echó a correr por el aparcamiento. Sabía que necesitaba una ducha y un afeitado, pero no había querido perder más tiempo. Un grupo de niños jugaba fuera bajo el sol de la mañana, otros pocos miraban fijamente al cielo o al suelo o a sus propias manos. No vio a Amanda entre ellos.
Se apresuró a entrar al edificio para informar de su entrada en el mostrador. La enfermera de hoy era Mariana, su favorita.
—Llego tarde —se disculpó Groote—. El tráfico era terrible.
—Amanda está en su habitación —le comunicó Mariana.
—Gracias. —Groote firmó la entrada y bajó por el pasillo a buen paso. Oyó las notas lastimeras antes de llegar a la puerta de la habitación de Amanda. Entró lentamente para no asustarla, meses después de aquel horror seguía saltando a la mínima.
Amanda yacía en la cama en una posición extraña, toda torcida, con las rodillas pegadas al pecho y la mejilla derecha sobre la almohada. Patsy Cline, la cantante favorita de su madre, sonaba suave en los altavoces. Walking after midnight. Una canción muy triste para una mañana tan soleada, una canción muy triste para una chica de dieciséis años. Debería estar escuchando temas de esas bandas de chicos guapos, chasqueando los dedos al ritmo de sus canciones intrascendentes, cantando con un cepillo del pelo a modo de micrófono, bailando delante del espejo del baño. En casa, con él, donde debía estar.
—¿Amanda? —Se acercó al reproductor de cedés para bajar un poco el volumen—. Amanda, soy papá.
Abrió sus ojos marrones y lo miró sin verlo.
—Eh, Amanda Banana. —Arrastró una silla junto a la cama—. ¿Cómo estás? —Su voz era tranquila, balsámica.
Amanda no respondió. La boca torcida y el modo en el que le miraba sin verle, como si escudriñara a través de una neblina, eran síntomas inequívocos de que tenía un mal día. Y por consiguiente, él también.
Cogió su mano.
—¿Quieres levantarte y salir afuera un rato?
Apenas le apretó la mano. Una de las cicatrices de su rostro tembló (la pequeña con forma de estrella, cerca de la comisura de los labios), y pensó que ella iba a darle los buenos días. Se quedó quieta.
—Siento llegar tarde, cielo. Tenía un trabajo que terminar esta mañana.
Sus ojos se centraron en el rostro de su padre.
—Mamá vino a verme —dijo lentamente, con cautela.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Y qué te dijo mamá?
—Quería que me hiciera daño.
—Oh, no, nena, ella no quiere eso. No quiere eso. —Groote trató de cogerle una de las manos para ponerla entre las suyas, pero las tenía torcidas como garras, pegadas al pecho.
—Me dijo que debería cortarme la cara —susurró Amanda.
—No, nena —dijo Groote. Ni las drogas ni las jodidas terapias están funcionando, ni siquiera recuerda que Cathy está muerta—. Tu madre no ha estado aquí.
—Estuvo. Viene casi todos los días —replicó Amanda, fría como el acero.
—Nena, está todo en tu cabeza.
—¡Estuvo aquí!
Cejó en su empeño de discutir con ella. Quería que estuviera calmada y dialogante, no aullando y gritando, eso acortaría la visita. Ella era su reducto de belleza ante tanta fealdad innecesaria como había en el mundo. Tocó la cicatriz que tenía en el lado de la boca, luego la otra que le partía una ceja en dos y finalmente la piel arrugada tras la oreja. Eran los regalos que habían dejado las balas que rompieron el cristal, el coche que volcó en el rocoso cañón. Besó todas sus cicatrices.
—Mamá nunca te diría que te hicieras daño —le susurró al oído.
Olió algo crudo, metálico. Le era familiar. Era el olor de la sangre. Se apartó de ella para mirarle la cara al tiempo que palpaba la cama con las manos.
—¡Amanda!
Le quitó la colcha de encima. Llevaba puestos unos pantalones finos y una camiseta. Buscó heridas en su torso y extremidades. Nada. Le levantó la cara de la almohada, su delicada piel estaba intacta. Los dedos se le pusieron pegajosos cuando le tocó la nuca nerviosamente.
Ella comenzó a gritar, a empujarlo, a pedirle que por favor le arrancara la cara.
—No lo entiendo —se lamentó Groote—. ¿Por qué se hace daño?
—Hay muchas razones. —El doctor Warner era un hombre corpulento con el rostro rojizo bajo los cabellos color zanahoria, que ya empezaban a tornarse grises—. Se culpa del accidente.
—No debería hacerlo. No tuvo nada que ver, ni remotamente.
—Aún se culpa.
—Bien, entonces lo culpo a usted de su estado mental —dijo Groote en un tono glacial pero calmado—. Mi hija se está cortando la cabellera, por el amor de Dios. Sus empleados le permitieron quedarse con una horquilla. —Amanda le explicó entre agudos chillidos que era más fácil quitarse la cara desde atrás.
—No volverá a suceder.
—Quiero que la ayude —dijo Groote, manteniendo el control pero hablando con los dientes apretados, siseando como una serpiente.
—Hemos intentado terapia artística, medicación, terapia de grupo… Todos los tratamientos estándar para procesar los recuerdos traumáticos no integrados. Amanda simplemente no mejora. —Warner se puso la mano en el mentón—. Los daños mentales que sufrió al estar atrapada tanto tiempo junto a su madre muerta puede que sean irreparables.
—Si está rota, se la puede arreglar —dijo Groote.
—Amanda no es un plato que se pueda pegar —dijo Warner.
Paciencia, se aconsejó a sí mismo. Respiración profunda.
—Cuando digo arreglar, me refiero a que tenga salud suficiente para recuperar su vida. Para querer vivir de nuevo. —Averiguaré si tiene familia, doctor, porque si no ayuda a mi hija, no va a poder ayudar a la suya. Se va a enterar de lo que de verdad es el dolor.
—Amanda ya tenía problemas antes del accidente. Su padre biológico abusaba de ella.
—Sí. —Groote no necesitaba que le recordara ese triste detalle, era como si Warner le estuviera diciendo «Lo siento, tío, tu hija ya era un juguete roto antes de que la trajeras aquí». No obstante, Groote ya se había ocupado del desgraciado del padre como un favor secreto para su esposa y su hija. Nunca sentía odio cuando mataba, excepto entonces, cuando estaba metiendo diez balas en el cuerpo a esa basura. Y todo porque no sabía que podía querer tanto a Cathy y Amanda. El amor había sido para él como un rumor, un concepto irreal. Hasta que lo encontró.
Y ahora Cathy no estaba, Amanda lo necesitaba. Solo lo tenía a él para protegerla.
—Es obvio que la pérdida de su madre fue algo devastador. Sin embargo, las condiciones en las que se produjo son mucho más dañinas que si la hubiera visto morir de cáncer en una cama de hospital o si hubiera muerto instantáneamente en un accidente. En cierta forma, Amanda experimentó su propia muerte al tiempo que la de su madre. Piense en ello como una fractura compuesta en su salud mental. La llevó directamente a un complejo desorden de estrés postraumático.
—No la está ayudando —dijo Groote en voz baja—. Está intentando arrancarse la cara. Si vuelve a autolesionarse, lo haré a usted completamente responsable y aprenderá un nuevo significado de la palabra consecuencia.
Warner sonrió. Eres un hombre inteligente, pero sabes muy poco, pensó Groote.
—Amenazarme no ayudará a su hija, señor Groote.
—Lo siento. Necesito que la cure. Por favor. Por favor.
Entonces llegó la salvación en forma de tono de llamada de móvil. Solo el hospital y sus clientes tenían su número. Destapó el teléfono, no usaba el contestador, era demasiado arriesgado.
—Le llamaré luego —dijo a modo de saludo.
—Por favor, hágalo —respondió una voz mansa—. Soy Quantrill. Tengo el trabajo perfecto para usted. Podría incluso ayudar a su hija.
Groote condujo hasta Santa Mónica sobrepasando por mucho el límite de velocidad. La casa de Oliver Quantrill era una construcción de acero y cristal situada en un barrio opulento. Quantrill estaba sentado en su enorme terraza bebiendo agua mineral y aporreando su portátil. Era un hombre alto de unos cuarenta y tantos años y complexión fuerte, conseguida a base de una dieta alta en proteínas y varias horas diarias de gimnasio.
—¿Cómo ha averiguado lo de mi hija? —Groote trató de apaciguar la rabia que sentía para disminuirla hasta niveles normales. Siendo honestos, se dijo, no era rabia, era miedo.
—Tranquilo, Dennis. Hice que lo investigaran la primera vez que lo contraté. Hubiera sido estúpido no hacerlo, teniendo en cuenta su pasado. No quiero hacerle daño a Amanda.
—Hable. ¿Qué trabajo puedo hacer que ayude a mi hija?
—¿Sabe a qué me dedico exactamente, Dennis?
—Vende información. No conozco los detalles.
—Aquí tiene un detalle. Estoy supervisando una investigación médica pensada para ayudar a personas que sufren de estrés postraumático. A personas como Amanda.
A Groote se le aflojaron las piernas. Se sentó.
—Investigación.
—Una investigación anteriormente descartada. No funcionó la primera vez. Mi equipo la ha mejorado. Ahora sí funciona.
—¿Cómo funciona?
—Es un fármaco que convierte el desorden en una dolencia controlable. Posiblemente curable. —Quantrill le dio un sorbo al zumo de naranja—. ¿Le gustaría recuperar a su hija, Dennis? ¿Cuánto valdría eso para usted? —Groote abrió la boca, luego la volvió a cerrar—. Todo, ¿verdad?
—Claro —dijo Groote—. Quiero ese fármaco para mi hija.
—Usted y mucha, mucha gente. Los expertos estiman que más del diez por ciento de la población americana y el diez por ciento de la población europea sufren de algún tipo de estrés postraumático. Y además tenemos a todos los soldados que regresan de la guerra en Oriente Medio, el cuarenta por ciento afectados por este desorden. Cuente además a la población civil en las zonas de guerra. Añádale a eso los horrores vitales que pueden afectarnos: huracanes, asaltos, violaciones, accidentes de coche, ataques terroristas… bueno, verá que la lucha contra esos traumas es un mercado en alza. —Quantrill dio otro sorbo al zumo, llenó un vaso y se lo tendió a Groote.
—No he oído hablar de ninguna investigación farmacológica en ese campo, a pesar de que estoy pendiente de todo lo que pueda ayudar a mi hija.
—La investigación y las pruebas se han hecho, digamos, bajo cuerda. De este modo, me será posible venderle los resultados a una empresa farmacéutica para que puedan decir que es un producto desarrollado por sus propios laboratorios. Yo me llevo un porcentaje. Mientras antes se haga la operación, antes recibirá ayuda Amanda y todos los que necesiten la medicina.
A Groote se le secó la boca.
—¿Por qué tiene que ser la investigación secreta?
—Eso no le incumbe. Necesito que se encargue de una mujer de Santa Fe, la doctora Allison Vance. Ha estado trabajando con los pacientes que han probado el fármaco en un hospital psiquiátrico que tengo allí. El director de mi investigación teme que pueda delatarme a Sanidad. Si lo hace, no habrá fármaco milagroso para nadie. Incluyendo a Amanda.
—Acaba de conseguir que odie con todas mis fuerzas a la doctora Vance —dijo Groote—. Estoy seguro de que es un ser humano horrible.
Quantrill sonrió.
—Sabía que era la persona adecuada para este trabajo. Coja el próximo vuelo a Nuevo México. Tráigame los materiales de la investigación. Sé que estarán a salvo con usted. Y si la doctora Vance se convierte en un problema, se hará indispensable que sufra un accidente muy grave.