10
—Las manos sobre la cabeza, las palmas arriba —ordenó la voz—. Venga, gilipollas.
—Entendido —dijo Miles—. No hay problema, calma. —Tensó los brazos y las piernas, pensando que si el hombre acercara el brazo podría tirar de él y arrebatarle la pistola antes de que reaccionara. Sin embargo, si Allison estaba prisionera, la lucha podría ponerla en peligro, no pretendía escapar y dejarla allí.
—¡Allison! —gritó.
—De rodillas, prisionero —ordenó la voz.
¿Prisionero? Miles se tumbó en el suelo. Se puede sobrevivir a algunos disparos en la cabeza, pero no a uno en la sien, y ahí era precisamente donde lo estaban encañonando. Conocía el apabullante dolor que provocaba un disparo.
Unas manos le quitaron la cartera.
—Michael Raymond —dijo la voz.
—Sí.
—Vas a darme respuestas concretas a todas las preguntas que te haga. —Trataba de sonar seguro, pero su tono delataba su inexperiencia. Está tan asustado como yo. Un hombre con los nervios a flor de piel, cuyo dedo acariciaba el gatillo del arma que apuntaba a su cabeza, no era especialmente bueno.
Se forzó a hablar con calma.
—Estoy buscando a Allison Vance. Baja el arma.
—¿Estás con el otro tipo?
—¿Qué otro tipo?
—El primero que vino.
—No sé de qué me hablas…
Tiró de él para ponerlo en pie y lo arrastró al baño. Sorenson estaba dentro de la bañera, con una fea herida que aún sangraba en un lado de la cabeza y los brazos y pies atados con una sábana. Miles advirtió que respiraba débilmente.
—Este hombre ha volado la consulta de Allison —dijo Miles.
—¿Qué?
—Su consulta está ardiendo…
—Eso es mentira.
—No, es verdad. Soy paciente suyo. Tenía cita con ella esta noche. Puedo probarlo. Baja la pistola, por favor.
—No mientes muy bien. Todos sus pacientes están en Sangriaville.
—¿Qué es Sangriaville?
La voz ignoró la pregunta.
—Dijiste que la consulta estaba ardiendo.
—Mírame la cara y las manos. Estaba en el aparcamiento del edificio. Hubo una explosión…
—No. —Seco, tajante, alterado—. No, no, no…
—Estaba metida en problemas. Me pidió ayuda. Este tipo pasó hoy por su consulta, creo que él puso la bomba. ¿Por qué está aquí?
La voz tembló.
—Vino por la puerta trasera… Le golpeé.
—¿Llegó con las manos vacías?
Si había volado la consulta, ¿por qué no volar también su casa?, pensó Miles.
—No llevaba nada.
—Déjame que lo despierte.
—Aléjate de él. —El tipo tiró de Miles, lo sacó del baño y lo empujó con fuerza contra el suelo del estudio—. Déjalo en paz, no quiero que seáis más que yo. ¿Qué has hecho con Allison?
—Nada. —La voz de Miles sonaba tranquila y calmada—. Que su oficina se está quemando no es una mentira que no se puede comprobar. No estoy seguro de que se vea desde esta casa en concreto, pero si caminas un poco por Cerro Gordo verás el resplandor del fuego.
La mano del hombre tembló, al igual que la pistola que encañonaba la cabeza de Miles. Mantenlo calmado, pensó Miles.
—En pie —ordenó la voz, y Miles obedeció. El hombre le hizo avanzar, sin apartar nunca la pistola de entre su cabello.
Miles retiró las cortinas para abrir la ventana del balcón del lado de la colina que bajaba hasta Cerro Gordo.
El viento traía el ruido de las sirenas.
El hombre a su espalda emitió un extraño sonido gutural.
—La han cogido. La han matado.
—¿Quiénes? ¿Sorenson?
Silencio. El cañón de la pistola le apretó más fuerte en el cráneo, como si el hombre hubiese tomado una decisión.
A Miles se le removieron las tripas.
—Prometí ayudarla —dijo—. Tengo una nota suya en la que me pide ayuda.
—Sí, claro…
—Bolsillo derecho, en el bote de pastillas. Léela tú mismo.
—Puedo leerla cuando estés muerto.
—Entonces habrás cometido un terrible error.
El tipo apretó con fuerza el cañón contra el oído de Miles, encontró el frasco, lo abrió y leyó la nota con la poca luz que llegaba desde el dormitorio.
—Es su letra —aseguró Miles.
Los siguientes segundos le parecieron horas. Esperaba recibir el disparo de un momento a otro.
—Allison estaba esta noche en su consulta. Me dijo que la esperara, que llegaría pronto —dijo el tipo al fin.
—De acuerdo, entonces estamos del mismo lado —consiguió decir Miles—. Aparta la pistola, por favor.
—Nadie puede saber que estuve aquí. Volverán a meterme en la planta de arriba.
—No se lo diré a nadie —dijo Miles, sin saber muy bien a qué se refería el hombre—. Lo prometo. Baja la pistola, puedo ayudarte a esconderte.
—Tú no eres nadie. Yo soy un héroe de verdad, ¿me entiendes?
—Claro. Pareces un tipo duro e inteligente, necesitaré tu ayuda si vamos a atrapar al que le ha hecho daño a Allison —dijo Miles—. Ya has cogido a Sorenson, creo que el malo es él. Hagámosle hablar.
—A no ser que tú la mataras y el tipo de la bañera sea el bueno. ¿Cómo puedo saberlo?
—Yo tengo la nota, él no —dijo Miles.
El tipo se paró a pensar.
—Dices que eres un paciente. ¿Qué te pasa?
—Poca cosa. —Era la respuesta estándar que daba sin pensar. El arma seguía cerca de su cráneo.
—Define «poca cosa». Cuéntame hasta qué punto estás loco. —Empujó la sien de Miles con el arma.
—Un tipo muerto me sigue a todas partes —dijo Miles—. Yo lo maté, por accidente, no era mi intención, pero no puedo deshacerme de él.
—Yo no estoy loco —dijo la voz con orgullo—. Ya no, me han arreglado. —El cañón de la pistola se apartó de la cabeza de Miles—. Soy mejor que tú, soy de acero.
Miles lanzó la mano hacia arriba con fuerza, alcanzando al hombre de pleno en el pecho. Dio unos pasos atrás, a punto de caerse, y Miles aprovechó para golpearle dos veces en los huevos. El tipo se dobló en dos y se derrumbó. Le quitó la pistola de las manos, se echó hacia atrás y lo apuntó con la Beretta. Miles buscó con manos torpes una lámpara y la encendió.
El tipo de la pistola resultó ser un chico de apenas veinte años. Llevaba un corte de pelo al estilo militar sobre un rostro anguloso de nariz afilada, pómulos cincelados y mandíbula prominente. Dos ligeras cicatrices le cruzaban las mejillas y tenía el puente de la nariz torcido por una vieja fractura. Luchaba por recuperar el aliento, sin dejar de mirar a Miles con el miedo reflejado en sus ojos oscuros.
Miles apuntó con el arma a las piernas del chico. No había sostenido una desde que le disparó a Andy. Comenzaron a temblarle las manos y tuvo que agarrar la pistola con ambas para que no se moviera. Cuando oyó la risita de Andy detrás de él se esforzó para concentrarse en el peso del acero en su palma.
—Maldita sea —dijo el chico—. ¿Vas a llorar?
Respiró profundamente.
—Ponte de pie. Las manos en la cabeza —dijo Miles. Su voz se quebró como la de un adolescente. No se le podía ir la olla ahora, ahora no.
El chico obedeció, respirando pesadamente.
Paso a paso. Miles le registró los bolsillos. El chico iba vestido con una chaqueta y unos pantalones vaqueros de los que todavía colgaba la etiqueta. Debajo lucía unos calzoncillos color verde militar. No llevaba cartera ni dinero en los bolsillos, ni ninguna otra arma. El único elemento anormal era una pulsera de identificación de las que se usan en los hospitales. Miles dio otro paso atrás sin bajar la pistola.
—Quítate la pulsera. Tíramela.
El chico, con la humillación en los ojos, se arrancó la pulsera y se la tiró a Miles a la cara. Miles la cogió al vuelo. Ruiz, Nathan, un número de nueve dígitos y la inscripción «Frost-c».
—Dispárale si quieres —dijo Andy desde la esquina de la habitación—. Así tendrás uno nuevo para el séquito.
—Cállate —dijo Miles.
—No he dicho nada —dijo Nathan Ruiz, con el aliento ya recuperado—. Tío, será mejor que me dispares ya porque si no, te voy a matar en cuanto tenga ocasión.
—Eres una persona muy rabiosa. —Miles bajó el arma, la alejó del chico y sacó el cargador y la bala de la recámara y se guardó la munición en el bolsillo.
—Eso ha sido una estupidez —dijo el chico. Su voz sonaba calmada—. Deberías haberme matado, no vas a querer verme enfadado. —Una furia inmensa y tensa se asomaba a sus ojos, pero el temblor de su voz traicionaba la bravura de su comentario. No se abalanzó sobre Miles.
—No voy a dispararte, ni tú a mí. Tú también eras paciente suyo, o eso creo.
Dio un paso atrás, tropezando con una mesita de café que tuvo que rodear. Vio un móvil rojo sobre la mesa.
—Le registré los bolsillos —dijo Nathan señalando con la cabeza hacia la bañera—. Tenía el teléfono de Allison.
Aquello no pintaba bien. Miles agitó la pulsera rota.
—¿Qué es el Frost?
—No lo sé. No me he parado a pensar en el significado de lo que pone en mi pulsera. —Miles no se lo creyó. El chico volvió a posar su mirada en el suelo.
—¿Por qué esperabas a Allison en mitad de la oscuridad con una pistola cargada?
No hubo respuesta.
—Puedo entregarte a la policía directamente, Nathan.
—Se la quité a ese tipo, al que dices que se llama Sorenson. Le golpeé en la cabeza cuando entró. —Alargó el brazo hacia Miles—. Dame la pistola y el cargador y nos vamos cada uno por nuestro lado.
—No. Vamos a hablar con Sorenson. Juntos. Averiguaremos lo que le hizo a Allison…
Entonces oyeron un chasquido en la cerradura de la puerta principal. No era una llave. Estaban forzándola con una ganzúa. Miles conocía la sutil diferencia, la marcaba el susurro que el metal hacía a causa del roce.
Alguien estaba intentando entrar en la casa.