33

Nathan dejó el coche tras el muro de adobe de la casa de Blaine el Plasta. Sus manos se aferraban al volante como si formaran un solo ser.

—Nathan… tranquilo —dijo Miles.

Nathan soltó las manos temblorosas del volante. De repente, agarró el espejo retrovisor y trató de arrancarlo del techo.

Miles se incorporó hacia delante y le agarró los brazos.

—¿Qué demonios? ¡Tranquilo!

—¿Podemos entrar, por favor? —preguntó Celeste. Estaba acurrucada en el asiento trasero, temblando como si estuviera enterrada en un alud de nieve.

Nathan apartó el espejo del ángulo de visión de su cara. Miles ayudó a Celeste a salir del coche, apresurándose a buscar el cobijo del porche. Nathan los siguió. Miles abrió la puerta delantera y contuvo el aliento, pensando la explicación que le daría a Blaine si se lo encontraba de vuelta de Texas.

—¿Señor Blaine? Soy Michael, de la galería —dijo Miles levantando la voz. No hubo respuesta. Blaine seguía fuera de la ciudad.

Miles encendió la luz de la cocina, pero no las demás luces. Si los vecinos sabían que Blaine estaba fuera de la ciudad, no quería generar sospechas.

Celeste se dejó caer en el sofá, con las rodillas pegadas al pecho. Nathan analizó la habitación como si se hubiera internado en territorio enemigo.

Miles cerró la puerta delantera.

—Podemos quedarnos aquí al menos para dormir esta noche.

—¿Es seguro? —Nathan corrió de habitación en habitación, como si esperara que un inexplicable horror le asaltara tras cada esquina oscura.

Miles lo siguió.

—Estamos bien, lo prometo.

—¿Es esta tu casa? ¿Cuántas puertas? ¿Cuántas ventanas?

Nathan entró en el baño del pasillo y unos segundos después, Miles oyó un repentino y agudo crujido.

Entró y apartó a Nathan.

—¿Qué demonios…?

El espejo estaba roto, un enorme cráter adornaba el centro y de él irradiaban varios rayones hacia fuera. Nathan soltó un pesado soporte de jabón en el suelo.

—Odio los espejos. —Nathan se retiró del cristal roto.

—¿Por qué? —Miles lo sujetó por los hombros, manteniendo la calma en la voz—. Puedes decírmelo.

Le tembló la mandíbula, en sus ojos se vislumbraba un acuciante temor.

—Ellos… me miran. Desde los espejos. Mis amigos.

—Tus amigos que murieron en Irak.

—¿Cómo lo sabes? —Nathan se apartó de él, echando a correr por el pasillo—. No quiero que vean que estoy aquí…

Miles lo alcanzó a la entrada del dormitorio, desde donde miraba fijamente a un espejo que había sobre la mesa.

—No pueden verte. No pueden.

—Pero yo les veo a ellos. Estuvieron un tiempo desaparecidos. Ahora están volviendo, viven en el espejo y no es culpa mía, no fue culpa mía…

Miles lo apartó del espejo.

—Los cubriremos todos, ¿de acuerdo? Celeste, ayúdame. —Nathan llevó a Miles a la desordenada cocina. En el fregadero se apilaban varios platos sucios. Nathan se derrumbó en el suelo.

—Busca toallas, mantas… cubre todos los espejos que encuentres, por favor —le dijo Miles a Celeste. Parecía mucho más centrada con cuatro muros rodeándola. Asintió y dejó la habitación.

—Nathan. Recomponte, tío, esta noche has llegado muy lejos, ahora no puedes echarlo todo a perder. Mantén la calma.

—Es parecido a tener el mono. Antes estaba mejor, ahora estoy peor. —Nathan dio un brinco al oír el ruido del motor de un coche en la calle.

Frost. Le habían estado dando Frost, y probablemente recibió su última dosis el martes. Quizás los efectos del fármaco comenzaban a diluirse si no recibía una dosis diaria.

Nathan sacudió los hombros para que Miles le quitara las manos de encima, cerró los ojos y estabilizó su respiración. Celeste volvió corriendo a la cocina.

—He cubierto todos los espejos. —Se arrodilló junto a ellos—. Estás sangrando. Las piernas. —Y Miles vio manchas de sangre, seca y fresca, empapando la bata de hospital que llevaba puesta.

Nathan la ignoró. Extendió un dedo apuntando a su rostro y Celeste dio un respingo hacia atrás.

—Tú estuviste en Supervivientes. Dios mío de mi vida. —Ella asintió—. Así que mataste a Hurley. Era un mal tipo, un mal médico con mal aliento y malos pelos. —Nathan se echó a reír, una carcajada rota—. Hiciste una buena obra. Si alguien matara ahora a Groote sería… si es que no lo hago yo mismo.

—Nadie va a matar a nadie —dijo Miles.

Celeste alargó una mano en dirección al rostro de Nathan.

—No. —Nathan se echó hacia atrás—. No me toques.

—Solo déjame ver —dijo Celeste con una voz dulce, calmada y tranquilizadora.

Nathan dejó de batirse en retirada por toda la cocina. Se puso tenso cuando Celeste le tocó la mandíbula y le examinó la cara. Un labio hinchado, un leve corte en la mejilla con un feo cardenal encima.

—Te dieron un puñetazo.

—Solo una o dos veces. —Le tembló la voz—. Luego me azotó en la espalda con una manguera.

—Déjame ver. —Celeste le levantó la parte trasera de la camisa. Una serie de heridas le cubrían la espalda.

—Groote me clavó un destornillador en los huesos. Fue muy doloroso. —Las lágrimas le sobrevinieron al rostro y se estremeció. Se subió las mangas, se quitó los vendajes de los brazos y le enseñó la constelación de profundas y sanguinolentas perforaciones—. Lo introdujo completamente, apretó el destornillador contra el hueso. Luego… lo giró. Me lo hizo también en las piernas. Me curó y me lo volvió a hacer horas después. —Apretó los dientes.

—Oh, Dios mío —dijo Celeste—. Voy a ver si hay un maletín de primeros auxilios. —Volvió a salir corriendo de la cocina.

—No puedo volverme loco otra vez —dijo Nathan en un áspero susurro—. No puedo.

—No dejaré que eso ocurra —dijo Miles, y Nathan se rio, otra corta risotada rota.

—¿Tienes algo de cordura de sobra en el bolsillo? —preguntó Nathan.

—Sé a lo que sobreviviste, Nathan —dijo Miles en voz baja.

—No sabes nada, tío, no sabes nada sobre mí… no quieras saberlo.

Celeste volvió corriendo, portando gasas, vendas y un gel antiséptico.

—Quítate la bata.

Miles ayudó a Nathan a levantarse. Nathan se bajó la bata hasta las rodillas entre expresivas muecas de dolor. El púrpura era el color dominante en la parte trasera de las piernas, donde Groote le había golpeado con las mangueras. Cuatro brutales moratones le adornaban la pierna. Celeste trató y vendó las heridas.

—Son heridas profundas. Necesitas un médico.

—No —dijo Nathan.

—Corres riesgo de infección —dijo Celeste.

—No —repitió Nathan—. Médicos no. No podemos dejar que Groote nos encuentre.

Miles rebuscó en las estanterías, encontró aspirinas, le puso un puñado a Nathan en las manos y le dio un vaso de agua. Nathan se tragó varias de golpe, como si fueran caramelos. Se limpió el polvo blancuzco sobrante en la camisa y apuró el agua.

—Gracias. —Los ojos se le pusieron acuosos por el cansancio.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste? —le preguntó Miles.

—El martes.

Miles buscó algo en el frigorífico casi vacío de Blaine. Solo encontró mermelada y un pan bellamente horneado. Abrió un bote nuevo de mantequilla de cacahuete e hizo sándwiches para todos. Nathan devoró la cena en segundos, temblando por el hambre acumulada.

Miles se sentó en el suelo enfrente de Nathan.

—Sabes lo que es el Frost.

—Sí. Allison me contó que es una medicina para curar el trauma. Me lo dijo cuando me dio la tarjeta electrónica, me dijo que tenía que huir. —Nathan se pasó una mano por la boca—. Al principio creí que el Frost era el nombre en clave de los tratamientos de realidad virtual que nos administraban. —Explicó cómo funcionaban los tratamientos de realidad virtual, confirmando lo que Miles ya había visto en la sala del técnico.

—Te hicieron revivir el bombardeo —dijo Miles.

—¿Bombardeo? —preguntó Celeste.

—Soy un héroe de guerra. —Nathan se sentó más derecho—. Irak. Me presté voluntario tras el once de septiembre. Quería luchar en una guerra justa, defender al país que amo.

—Muy valiente por tu parte —dijo Celeste endulzando el tono.

Él agachó la cabeza, avergonzado.

—Durante la invasión estuve con una compañía de artillería, a cuarenta y cinco kilómetros de Bagdad. Estábamos lanzando nuestros misiles contra un palacio de Sadam, justo después de la medianoche. Entonces un piloto americano se confundió, le dieron una mala información, creyó que éramos de la guardia republicana, disparó un misil térmico… —Hizo una pausa, tragó saliva, sin apartar la vista de sus pies—. Murieron cuatro de mis colegas. Casi nos mata a todos.

—Lo siento, tío —dijo Miles.

—Pedazos de mis amigos volaron por todas partes. Me rompí la nariz porque una pierna me dio en la cara.

Miles y Celeste no dijeron nada, las palabras no tenían ahora ningún poder.

—Resulté herido en la explosión —dijo, al tiempo que se señalaba la maraña de cicatrices en la mejilla y la nariz—, pero donde me hizo daño fue por dentro. No podía… no podía cumplir con mi deber de nuevo.

—Síndrome de estrés postraumático —dijo Celeste—. No es culpa tuya.

—Síndrome del estúpido patético —reformuló Nathan—. Así lo llamo yo. Me volví loco. Me ponía como un energúmeno en dos segundos. Le di una paliza a un camillero de la planta psiquiátrica donde me mandaron, en Alemania. Sin embargo, me licenciaron con honores, me dieron una medalla por estar a cinco metros de mis amigos cuando explotó la batería de misiles.

—Y entonces acabaste en Sangriaville —dijo Miles.

—Al no ponerme mejor. Mis viejos fueron buenos conmigo, pero pasados un par de años empezaron a decirme «Nathan, déjate ya de tristeza. Deja de quejarte. Deja de ver a gente muerta en los espejos. Deja de ser un tarado, vuelve a ser nuestro hijo». Intenté vender muebles en el negocio familiar, en Albuquerque, pasé de controlar sistemas de misiles a vender mecedoras. —Hizo un amago de risa—. No era bueno vendiendo la mercancía. Le di un puñetazo a un tipo que era incapaz de decidirse entre dos sillones. Joder, no es una decisión de vida o muerte, no es para pasarse treinta minutos sentándose y reclinándose. Entonces mis viejos me buscaron un programa de veteranos en Phoenix que me proporcionaba un tratamiento gratuito, luego oyeron hablar del programa de Hurley y me cambiaron a Santa Fe.

—Leí algo sobre esos tratamientos de realidad virtual —intervino Celeste—. Se los considera prometedores, no requieren del uso de fármacos.

—No firmé para probar fármacos, ninguno de nosotros lo hizo, se supone que firmamos para probar los tratamientos de realidad virtual. —Nathan cerró los ojos. Miles le puso una tranquilizadora mano en el hombro. El temblor se detuvo—. No sabía nada de las drogas hasta que Allison me lo dijo.

—Está todo bien. Dinos lo que sabes de la muerte de Allison —dijo Miles—. Desde el principio.

—Sorenson miente. —Nathan le dio otro bocado a su sándwich. Un resto de mermelada de fresa se le quedó junto al labio—. Yo no la maté. Tenéis que creerme. Yo nunca…

—Te creo.

—Gra… gracias. Por sacarme de esa cámara de tortura. —Apretó los puños y los presionó contra su cara—. Pensaba que estaba curado, pero ahora me siento peor que nunca. Allison era la única persona que me ayudaba…

—Juro que te ayudaré, Nathan —dijo Miles—, pero tú tienes que ayudarnos a nosotros.

—¿Ayudaros a qué?

—A hacerle justicia a Allison.

Nathan se echó a reír.

—Qué alta y grandilocuente suena esa palabra. Justicia. —Nathan se limpió la mermelada de la barbilla con el pulgar y se chupó el dedo como haría un niño.

—Ella era nuestra amiga —dijo Celeste—. Nuestra doctora.

—No se puede ayudar a una muerta —dijo Nathan—. Están muertos, fin de la historia.

—No es el fin de la historia. Ella intentó ayudarnos —dijo Miles.

La boca de Nathan se convirtió en una fina línea.

—Quiero saber en lo que me estoy metiendo. Todavía no sé por qué usas dos nombres.

—A mí también me gustaría saber la razón, Miles —dijo Celeste con calma—. ¿Qué nombre prefieres?

Podría desdoblar la confesión que guardaba en el bolsillo, dejársela para que la leyera. Necesitaba que Nathan confiara en él, sin embargo no estaba seguro de que pudiera confiar en el exsoldado. Sabía que su actitud era la equivocada, le estaba intentando dar lecciones de cooperación a un chico asustado y abatido, pero él era incapaz de ayudarse a sí mismo. Les relató su vida en unas pocas palabras:

—Mi padre murió. Le debía trescientos mil dólares a una familia de Miami. Me obligaron a trabajar con ellos para pagar la deuda, me hicieron espiar a sus rivales. Al final acabé cooperando con los federales, testifiqué, y me metieron en el programa de protección de testigos. El gobierno me trasladó a Santa Fe y me dio el nombre de Michael. Pero ya no estoy en el programa.

—Cuéntales la historia completa —protestó Andy desde la mesa de la cocina—. Estoy esperando ansioso a que lo hagas.

Celeste le puso una mano en el brazo a Miles, como si hubiera oído los susurros de Andy.

—¿Ese es tu trauma? —dijo Nathan—. Joder, eso no es nada, tío.

—Para —dijo Celeste—. Esto no es una competición.

—Solo digo que no entiendo cómo puede volverte loco estar en protección de testigos —dijo Nathan.

—Maté a un hombre —dijo Miles de repente—. Intentó matarme, a mí y a dos policías encubiertos que se habían infiltrado en la familia. Yo le disparé.

—¿Por qué intentó matarte? —preguntó Nathan.

—No lo recuerdo —dijo Miles—. Estábamos hablando con él y entonces sacó el arma y trató de matarme.

Nathan miró a Celeste.

—Cuidado con lo que dices. No bromees. Le debes tu vida a este hombre —dijo ella.

Nathan no abrió la boca.

—Esa es mi verdad, Nathan. Es tu turno. Acaba tu historia. Allison iba a sacarte del hospital.

—Sí. Se suponía que tenía que ir a su casa a esperarla. Íbamos a desaparecer, irnos a donde nadie pudiera encontrarnos, me dijo que tenía que ser el martes por la noche, no sé por qué ese martes era tan especial.

—¿Qué sabes de Groote? —preguntó Miles.

—No lo había visto antes del martes, ni a Sorenson tampoco.

—¿Has oído hablar de un hombre llamado Quantrill? —preguntó Miles.

—No.

—Allison debería haberse limitado a llamar al consejo estatal y denunciar a Hurley y Quantrill —dijo Miles—. ¿Por qué esconderse? ¿Por qué huir? Podría haber acudido a la policía. Me pidió ayuda. Parece que estaba preparándose para enfrentarse a ellos. Pero a ti te dijo que iba a huir.

—Quizás quería tu ayuda para esconderse y esconderme a mí, ya que tú lo sabes todo sobre el tema —dijo Nathan.

Miles se encogió de hombros. A la explicación le faltaban visos de realidad, faltaba una parte, algo rechinaba.

Nathan se puso en pie de un salto y se lavó la cara en el fregadero.

—Si tomar Frost te estaba ayudando, ¿por qué querías irte? —preguntó Celeste.

Nathan se pasó un dedo por los labios.

—Allison me dijo que Hurley iba a realizar experimentos adicionales conmigo. Mi trauma era demasiado profundo. Acabaría extirpándome el cerebro para demostrar cómo funcionaba el Frost sobre él.

—Oh, Dios mío. ¿Van a matar a todos los pacientes? —dijo Celeste.

—No, no podían arriesgarse a que tanta gente muriera sin tener que dar una explicación. Según me dijo Allison, yo iba a sufrir un accidente. —Nathan se puso una mano delante de los ojos—. Necesito dormir.

—Respóndeme a otra pregunta. ¿De verdad crees que el Frost te ha ayudado?

—Antes mi cabeza no funcionaba. Ahora sí. Supongo que estoy mejor. Sin embargo, últimamente no puedo pensar bien, me entra el pánico.

—¿Te pasa igual a ti, Celeste? —preguntó Miles.

Se encogió de hombros como única respuesta.

—Nathan, sientes que…

—¡No quiero hablar más! —dijo casi a gritos. Tiró lo que quedaba del sándwich al fregadero—. Por favor. Solo… necesito dormir. Dejadme dormir.

Miles ayudó a Nathan a subir al cuarto de invitados. Nathan se dejó caer sobre las sábanas y agarró del brazo a Miles.

—Si intentas hacerme algo mientras duermo, te mataré.

—Pisa el freno, tío. Te he salvado. Estamos en el mismo equipo.

—No —le rectificó Nathan—. Nadie está en mi equipo.

Nathan se durmió a los cinco minutos. Miles permaneció de pie en la puerta, observando la rítmica subida y bajada de su pecho.

—Es peligroso —dijo Andy—. No puedes confiar en él.

—Mira quién habla —replicó Miles, y volvió abajo. Celeste había hecho una cafetera de descafeinado y estaba sentada en la mesa de la cocina.

—¿Le crees? —le preguntó nada más verlo.

—Sí y no. Sabemos que Allison robó el Frost y lo mandó a ese servidor de Mercury Mountain. Allison no usó su propio ordenador, ni uno del hospital o de una cafetería o una biblioteca. Usó el tuyo. Además te quitó las pastillas que probó contigo.

—Me dijo que el Frost era un antidepresivo. Me daba ella misma las pastillas para que no tuviera que molestarme con recetas ya que no salgo… salía mucho de casa. No me gusta mucho la idea de haber sido un conejillo de Indias.

—Puede que te diera las pastillas para ayudarte, si estaba segura de que eran útiles —dijo Miles.

—No es ético.

—No voy a llevarte la contraria en eso. Pero has salido de tu casa, estás funcionando.

—Cierto. No dudo de las buenas intenciones de Allison.

—Sin embargo, no entiendo por qué no fue a la policía, y más cuando Hurley planeaba meter mano en el cerebro de Nathan.

—Miente —dijo Celeste.

—¿Eso crees?

—Sí. Pero no sé qué parte de la historia es verdad. Solo me da la sensación de que no es del todo honesto.

—La sensación que me da a mí es que quiere volver a ser un soldado. Fuerte. Capaz. Confiado.

Se bebieron el café en mitad de un incómodo silencio.

—Hoy he matado a un hombre —sentenció Celeste—. Esas palabras no suenan bien en mi boca.

—Matar suena mal. Me salvaste.

—¿Eso hice? Eres un tipo grande y fuerte. Le diste una patada a Hurley y cayó cerca de mí, el arma se disparó. No es que me armara de valor, le apuntara y le matara. Pude haber esperado. Si le hubieras derribado a puñetazos, me hubiera ahorrado el disparo.

—Hiciste lo que tenías que hacer.

—Sí —dijo—. Ese es el problema.

Andy estaba sentado frente a él en la mesa de la cocina. Celeste notó su rápida mirada al vacío.

—¿Está aquí tu amigo invisible?

Le invadió la vergüenza.

—No.

Celeste dio un sorbito de la taza de café.

—Me dijiste que mataste a tu amigo. No dijiste que también intentó matar a dos policías.

Miles se encogió de hombros.

—Eso no cambia el hecho de que lo maté.

—Si salvaste vidas, hiciste lo correcto, no importa lo devastador que resultara.

—No estoy de acuerdo —dijo Andy—. ¿Qué sabrá ella?

Miles se quedó callado, no quería escuchar a ninguno de los dos, estaba muy cansado.

—Debemos trazar un plan, Miles. No podemos escondernos aquí para siempre —dijo Celeste.

Miles soltó la taza.

—Tenemos que encontrar el informe sobre el Frost. Es la única manera para, primero, probar que no estamos locos y, segundo, excusar lo que hemos hecho: yo, huir de la protección de testigos; tú, matar a Hurley.

Celeste se abrazó a sí misma, como si tuviera frío.

—Me gustaría la vida en la cárcel, me gusta estar encerrada.

—La odiarías.

—¿Has estado?

—No. Pero en el programa de protección de testigos te internan en un lugar del que no puedes salir, donde no ves a otra gente. No hay barrotes, pero es una cárcel.

—Yo hice lo mismo que tú —dijo—. Apartarme de mi vida. Aislarme del mundo.

El silencio entre ellos se tornó si cabe más extraño.

—Tengo que decirte lo que vi en el hospital. Sorenson le había dado una paliza de muerte a ese Groote y estaba intentando matar a Nathan. Me dio a entender que Nathan mató a Allison, que sabía sobre explosivos. Quizás solo estaba intentando crearme dudas, pero Nathan estuvo en el ejército y no sabemos los detalles de su hoja de servicio…

—¿Por qué iba a matar a Allison si lo estaba ayudando?

—No lo sé. Digamos que Allison robó el Frost, entonces Sorenson se lo robó a ella o la mató. Entiendo por qué Sorenson se enfrentaría a Groote, pero ¿por qué atacar a Nathan? ¿Qué amenaza le suponía? Finge ser un médico, mata a Allison y luego intenta matar a uno de sus pacientes. No pillo la conexión.

—Mañana haremos hablar a Nathan. Ahora voy a buscar una cama para dormir. —Se puso en pie y cogió un cuchillo de un cajón.

—¿Para qué es eso? —le preguntó Miles—. No hace falta que te cortes…

—No es para mí —dijo—. Es para protegerme. Por si los tipos malos aparecen durante la noche.

—Haré guardia.

—No puedes, Miles. Te han drogado, has vivido un infierno. Esto no es una peli de miedo, no estamos sentados en una hoguera esperando a que el hombre del saco se abalance sobre nosotros. Nuestro hombre del saco lo llevamos dentro. —Puso el pulgar en el filo del cuchillo—. Buenas noches, Miles.

—Buenas noches, Celeste. Siento haberte metido en todos estos problemas.

—No lo has hecho. —Subió las escaleras.

Miles puso las palmas de las manos en la mesa. Dios, solo quería recuperar su vida. Su imperfecta, insulsa, pero maravillosa vida de antaño. Quería recuperar la agencia de investigación privada de su padre, que no hubiera círculos criminales extorsionándole para que pagara las deudas que le dejó como herencia, que Andy no se hubiera convertido en un mafioso, no tener razones para esconderse, olvidarse de las alucinaciones…

Se bebió otra taza de café. Eligió el siguiente paso. En su cabeza resonaban una docena de preguntas que resolvían el complicado rompecabezas que era la batalla por el Frost. Lo que sabía a ciencia cierta es que la única manera de derrotar a Groote y a Sorenson, de hacer que lucharan entre ellos, era localizar la investigación robada sobre el Frost. Los tipos malos no querían hacerla pública, ese miedo era una debilidad que debía explotar. Encontraría el Frost y los destruiría. Entonces el próximo paso era llegar a Mercury Mountain, donde Allison guardó la investigación robada. Si no encontraba nada por ese camino, tendría que ir a por ese Quantrill de California; era el jefe, el dinero tras el Frost. Seguir al dinero, esa era la regla que siempre le guio cuando espiaba para los Barrada, y nunca le falló. Con la salvedad de que nunca tuvo que arrastrar consigo a dos personas inocentes en esa persecución. Su estómago dio un vuelco ante la responsabilidad que sentía por protegerlos, pero no le quedaba elección. Simplemente intentaría mantenerlos a salvo mientras trataba de no pensar en qué les había fallado a Andy y Allison.

—Lo arreglaré —se dijo a sí mismo, al aire de la cocina, a Andy.

Se quedó dormido en la cama deshecha de Blaine, con la Beretta bajo la almohada, del mismo modo que dormía en Miami hace ya una vida.