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A Miles le despertaron los gritos.

Saltó de la cama, sin estar seguro de si había dormido. No tenía el habitual recuerdo de las pesadillas de Andy muriendo en el suelo, del eco de los gritos de terror en la cueva de su mente, ni siquiera el reciente de la consulta de Allison viniéndose abajo en llamas. Los gritos procedían de otra garganta, y eran gritos de puro terror.

Subió a toda prisa las escaleras. Nathan estaba tendido sobre una maraña de sabanas, amenazando al aire con los puños, lanzando patadas al vacío con el gesto descompuesto.

—Nathan. Despierta. Despier… —Las manos de Nathan se cerraron en torno a la garganta de Miles y unos dedos de acero le presionaron la tráquea.

—¡Yo no, yo no lo rompí! —gritaba Nathan. Su voz se quebró hasta convertirse en un gemido—. ¡Lo arreglé, lo arreglé, lo juro!

—¡Nathan!

Nathan saltó de la cama, lanzó a Miles con fuerza contra la pared y lo miró fijamente a los ojos.

—Soy Miles. Suéltame —logró decir, boqueando ante el poco oxígeno.

—¡Nathan, para! —ordenó Celeste desde la puerta.

Nathan soltó a Miles, dio unos pasos atrás sin decir palabra y se sentó en la cama.

—Un mal sueño —dijo Miles—. Es solo un sueño, tío, estás bien.

Una furia cercana al odio centelleó en los oscuros ojos de Nathan.

—Yo no sueño.

—Sueñas y gritas. A mí me ha pasado.

Nathan fue al baño, donde el espejo estaba cubierto por una toalla, y se echó agua en el rostro. Miles notó el temblor de sus manos.

—Yo no sueño —repitió.

—Como tú digas. —Miles se frotó las marcas de los dedos en la garganta.

—Que te follen. Serví a mi país. Era un soldado. ¿Qué eras tú? Un mafioso, Miles, así que no me hables de esa forma.

—No lo haré, no te preocupes. Siempre y cuando no intentes estrangularme más de una vez al día —dijo Miles.

Nathan comenzó a rebuscar en el armario de la habitación de invitados para ver si había algo de ropa.

—Miles, escucha, gracias por sacarme del hospital, te lo agradezco. Pero tú y yo ya estamos en paz, te he dicho todo lo que sé. Es momento de separar nuestros caminos.

—¿Dónde te crees que vas?

—No lo sé aún.

—Necesito tu ayuda.

—Ayuda.

—Creemos que Allison envió la investigación sobre el Frost a un servidor web llamado Mercury Mountain, probablemente para esconderlo de Sorenson o para entregárselo a otra persona que tuviera acceso a él. Tenemos que averiguar dónde está ese servidor.

Nathan se detuvo en la puerta.

—Groote y Sorenson te quieren muerto. Nos quieren a todos muertos. Nuestra única oportunidad es recuperar el Frost, reunir pruebas de lo que han hecho.

—Si lo sacas todo a la luz arruinas cualquier opción de que Celeste, yo o cualquier persona con el síndrome de estrés postraumático se beneficie del Frost para ponerse mejor. ¿Crees que alguna compañía farmacéutica va a producir un fármaco que todo el mundo sabe que se basa en experimentos ilegales? Demonios, no. Al sacar al Frost a la superficie nos cortas el cuello a todos, tío, nos quedaremos rotos para siempre. —Apretó los puños—. Acepté someterme a los tratamientos de realidad virtual porque quería ayudar a otros soldados. Eso es más importante para mí que una triste venganza sin sentido.

—Si recuperamos el Frost podremos ayudar a los soldados que vuelvan de la guerra. A todos los niños traumatizados por los abusos. A todos los que necesitan Frost —dijo Miles—. Una compañía legítima podría realizar la investigación de manera ética, a partir de lo que propuso Hurley. No hay nada ilegal en la formulación química del Frost. —Nathan asintió—. Pero Groote, Quantrill y Sorenson querrán cazarnos, Nathan. Nos matarán si nos encuentran. No lo podemos recuperar si estamos muertos. Y Allison te pidió a ti, a mí y a Celeste, de diferentes formas, que la ayudáramos. No tengo intención de dejar que la gente que la mató quede libre de culpa.

—¿Estás de broma? Eres un mafioso, los federales te están buscando, no solo Groote. Y ella no quiere salir de casa. —Nathan soltó una risa seca—. Puedo hacerles pagar caro todo esto, pero con vosotros dos estorbándome me será imposible. Os sugiero que os mantengáis bien agazapaditos los próximos días. —Se dio la vuelta para marcharse.

—Quieres ser un héroe. Entonces sé un héroe —dijo Miles con calma—. No deberíamos separarnos. Trabaja con nosotros.

Nathan dio cinco pasos, luego se detuvo. Posó la cabeza sobre la jamba de la puerta.

—No soy bueno con la gente. No os conviene tenerme cerca.

—No puedes pasarte la vida huyendo, Nathan, sin dinero ni perspectivas de futuro ni ayuda de nadie. No sabemos siquiera cuáles son los efectos del Frost a largo plazo. No puedes irte solo. Ayúdanos. Sabes más al respecto de los planes de Allison. Sé que confiabas en ella. Que te importaba.

Nathan soltó su bolsa en el suelo, alzó la cabeza y asintió.

—De acuerdo. Estoy con vosotros. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Encontrar el Frost —dijo Miles— y concentrar la pelea en esos bastardos.

El desayuno consistió en bagels pasados, comestibles gracias al tueste y a una fina capa de mermelada, y otra enorme cafetera de descafeinado. Una rutina mañanera normal. Salvo por el hecho de que sus rutinas normales incluían los antidepresivos, unas preciadas pastillas que ahora no tenían. Miles se preguntó si sin sus medicinas los tres perderían el norte, el poder de pensar con claridad.

—Entonces solo hay que buscar esa cosa de Mercury Mountain en un ordenador y llamarlos —preguntó Nathan en mitad de un bocado de bagel.

—No creo que debamos llamarlos. Vamos a visitar a la persona que tenga acceso a la dirección IP donde Allison subió la investigación. —Miró al reloj, eran las seis de la mañana. Necesitaba un ordenador para hacer una compra online e instalar software nuevo, y sabía que no podría hacer eso en el ordenador de una cafetería.

Si no habían cambiado las cerraduras, podía hacerlo en la galería. A menudo Joy llegaba temprano, pero las seis era demasiado pronto incluso para ella. Se preguntó si la vigilancia de la galería que le pidió a DeShawn se mantendría operativa.

—Iremos todos —propuso Celeste.

—No tienes por qué, puedes quedarte aquí.

—No, vamos todos —dijo tranquila—. Estaré bien.

Encontraron un par de vaqueros, que no eran de su talla, y una camisa de franela y unas zapatillas de tenis para Nathan. Celeste se colocó unas gafas oscuras, una gorra de béisbol y una sudadera. Se echó el gorro de la sudadera sobre la cabeza, era demasiado grande para ella, le tapaba la cara.

—¿Vas a estar bien? —le preguntó Miles en la puerta.

—Sí. Hagámoslo.

Los tres condujeron hasta la galería, Miles iba esta vez más confiado al volante. El aparcamiento estaba vacío, no había ningún coche de la policía vigilando. Miles les metió prisa para que llegaran a la puerta de la galería. Advirtió la presencia de un tablero donde antes había una ventana. Probó su llave y tecleó el código en el sistema de alarma. La luz pasó del rojo al verde.

Celeste se bajó la capucha de la sudadera y entró, temblando. Ella y Nathan inspeccionaron el arte colgado en las paredes.

—¡Qué bonitas obras! —opinó Celeste.

—No toquéis nada —dijo Miles, mirando deliberadamente a Nathan. Nathan se encogió de hombros. Ambos lo siguieron arriba, al despacho de Joy.

Miles encendió el ordenador, abrió el explorador y buscó en Google el nombre Mercury Mountain. No existía una página web del servidor, por lo tanto, no era de una empresa que quisiera clientes, era solo un nombre que le habían asignado. Visitó a un vendedor de software que ofertaba un programa de rastreo de direcciones IP. Utilizó la tarjeta VISA que tenía a nombre de su padre para emergencias.

—Usé este programa cuando tuve que rastrear a una banda que poseía ciertas páginas porno —dijo Miles—. Cada vez es más difícil averiguar quién posee algunos dominios web, se pueden comprar con una tarjeta de crédito robada o pagarse en diez años por transferencia. Yo encontraba cuál de los rivales de mis jefes era propietario de las páginas porno y mi jefe contrataba piratas informáticos que las tiraban abajo y les robaban los beneficios.

—Conocías a gente encantadora —apuntó Celeste.

Miles introdujo el número de su VISA para comprar el software, y rezó para que la transacción siguiera adelante. Esperó. Y la confirmación llegó.

—Gracias a Dios —dijo. Instaló el software e introdujo la dirección IP que Celeste encontró en su sistema. Apareció un mapa de los Estados Unidos en el que el programa buscaba la dirección IP, y finalmente se mostró una localización en el norte de California. Miles hizo clic en ella. La dirección IP pertenecía a un servidor de Fish Camp, California, y era propiedad de Edward Wallace.

—Ponlo en Google —dijo Celeste, y Miles lo hizo, consciente de que les quedaban apenas unos minutos. Joy, a petición de la agencia, pudo haber puesto una alerta en la alarma para saber si alguien accedía a la galería fuera de las horas de oficina, en caso de que Miles regresara. Esperaba que no.

La mayoría de los resultados de Google ofrecían enlaces a artículos de varios años de antigüedad escritos por Edward Wallace, en su mayor parte relacionados con el estrés postraumático. La esencia de todos ellos era la lentitud con la que el gobierno se estaba enfrentando a ese problema creciente, sobre todo en el caso de los soldados. Los ojeó. Edward Wallace era un investigador neurobiológico del síndrome, desempeñaba su labor en una universidad de San Diego. Al menos así era hace cuatro años.

—Quizás se lo envió a Edward Wallace para que lo analizara —dijo Celeste.

Miles pinchó en el penúltimo enlace. Apareció un artículo de un periódico local de Fish Camp. Un Edward Wallace resultó herido en un accidente de senderismo. Se le envió a la ciudad y fue recolocado en Fresno. Su mujer, Renee, se encontraba en mitad de un prolongado intercambio de enseñanza psiquiátrica en una facultad de Medicina del Reino Unido, por lo que estaba escalando solo cuando se cayó.

—Es raro que no mencionen el nombre de la facultad —dijo Celeste, que leía por encima de su hombro—. ¿En qué parte de California está Fish Camp?

Miles lo buscó en una página de mapas.

—A unos tres kilómetros del parque nacional de Yosemite.

—Deberíamos llamarle. Decirle que conocemos a Allison y necesitamos saber hasta qué punto está relacionado con esto —dijo Nathan.

Miles pinchó en el último enlace, una noticia de archivo del periódico The Fresno Bee.

Había una foto de boda de Edward, un hombre alto con apariencia de ratón de biblioteca, y su mujer Renee, sonriente, inteligente, repleta de confianza en sí misma, con el cabello rubio recogido en una cola.

Renee Wallace era Allison Vance.