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Miles hacía cola en el autoservicio de Luisa con un Mercedes delante de él, un vagabundo que olía a vino de un dólar a su lado y una camioneta cargada de chicos de instituto forzando el motor a su espalda.

Cuando llegó a Santa Fe, Miles ideó una serie de medidas preventivas para que la gente no se diera cuenta de que tenía problemas, como por ejemplo no responder a Andy en público, resistirse a dar respingos ante cualquier ruido repentino o cerrar los ojos y quedarse quieto cuando le sobrevenía un ataque. No quería llamar la atención, sin embargo, si le veían gritando a fantasmas invisibles por las calles de la ciudad sería inevitable. Si actuabas como un loco, acababas en el manicomio.

Hoy, el éxito de sus medidas cautelares era escaso.

El autoservicio de Luisa era un nombre muy apropiado para el simple establecimiento con tejado de plomo situado en una curva del concurrido paseo Peralta. No tenía mostrador, los clientes disponían únicamente del autoservicio, así que las personas que iban andando a todas partes porque no contaban con vehículo propio hacían cola de igual a igual con los coches. De camino al local, Miles se topó con un sombrío vagabundo al que conocía. Se llamaba Joe, era un hombre de cincuenta y tantos años ajado por el alcohol.

—Le invito a almorzar en Luisa, si quiere —le dijo al pasar junto a él.

Se figuró que Joe no recibía muchas invitaciones a almorzar. Lo siguió sin decir palabra.

Ahora, el testigo federal y el vagabundo borracho aguardaban de pie entre los dos coches. Tras haber hecho el pedido al micrófono esperaban pacientemente en la cola a que se abriera la ventanilla de recogida.

Tras ellos, el motor de la camioneta mostró la hombría de su conductor rugiendo con fuerza. Miles oyó las risas crueles y huecas de los estúpidos críos.

—¡Eh, pringaos! —gritó una chica. Miles miró por encima del hombro. La chica estaba sentada cerca del conductor, un chico de cuello grueso y con la cabeza casi completamente afeitada. Miles supo que la chica era el seso y el chico el músculo. Ella era la típica reina del baile, una belleza desfigurada por la risa maliciosa que le cruzaba el rostro. Otros tres chicos se apelotonaban en la cabina del vehículo.

—¡Eh, pringaos! —repitió la reina del baile, con una altivez y confianza en sí misma producto de lo adorable de su presencia y del profundo conocimiento de cómo usarla.

—Pillaos un coche, ¿no?

La camioneta se acercó un centímetro más a su pierna. La ignoró.

—Le dejarían en paz si no estuviese yo aquí —dijo Joe en voz baja, casi susurrando.

—No, ella no —opinó Miles—. Los imbéciles son así.

La chica se echó a reír, salvaguardada por la presencia de su gorila.

—Es un autoservicio, no un pateoservicio, ¿qué pasa contigo?

Miles pensaba que su aspecto era normal, no parecía un loco. Sin embargo, a veces se preguntaba si las ocasionales miradas de soslayo que recibía se debían a algo que lo caracterizara, a una cruz en la frente que atraía esa clase de miradas, que le señalaba como mercancía deteriorada para cualquiera que buscara una víctima o una marca. Joe se retiró lentamente hacia el otro lado del aparcamiento con la vista clavada en el suelo. La camioneta volvió a acercarse, casi rozando la parte anterior de su rodilla. Miles no se movió.

El Mercedes de delante se apartó de la ventanilla de pedidos para incorporarse al tráfico en la rotonda del paseo de Peralta. Miles no se acercó a recoger su comida.

El claxon de la camioneta retumbó en todo el aparcamiento.

—¡Eh, muévete!

Miles permaneció quieto.

—¿Cuál es tu jodido problema? —dijo Andy a su lado.

—¡Retrasado! ¡Tira para delante! —Otro largo zumbido del claxon. El guardabarros le tocó de nuevo la pierna, esta vez forzándolo a dar un paso. Risas.

Miles se acercó lentamente a la ventanilla de recogida. Luisa, la propietaria, lo atendió e introdujo su pedido en una bolsa de plástico. Tacos de ternera y pollo recubiertos por una fina masa, un frasquito de alubias y otro de arroz.

—¿Qué tal? —dijo la mujer—. ¿Cómo están? ¿Qué es todo ese ruido?

—Cosas de chicos —respondió Miles.

—¡Gilipollas! —dijo la reina del baile apoyada contra el claxon. Miles miró a los jóvenes. El jugador de fútbol sonrió.

—Moveos, desgraciados —gritó el chico.

Miles le dio a Luisa el dinero exacto. Advirtió que las servilletas, la sal y los paquetitos de salsa casera y de azúcar estaban en un estante junto a ella.

—Un segundo, Luisa, ahora vuelvo —dijo al tiempo que cogía varios sobres de azúcar y una pajita. Se acercó a la camioneta agitando los sobres de azúcar para que los vieran la reina del baile y el jugador de fútbol.

Abrió el depósito de la gasolina, rompió la parte superior del sobre de azúcar y lo colocó en el borde, dispuesto a verter su contenido dentro. En ese momento, las células cerebrales del conductor se unieron para la causa y abrió la puerta. El chico miró a Miles sorprendido.

—¡Te voy a hacer pedazos!

—Ni un paso más —dijo Miles— o vas a dar un dulce paseo.

El jugador de fútbol se detuvo.

—¡No, tío!

—Entonces pisa a fondo y vete —dijo Miles—. ¿Por qué tienes que ser tan gilipollas?

—¿Qué pasa? —dijo la reina del baile empujando la ancha espalda del chico—. Ve y machácalo.

—Si cae azúcar en el depósito, se carga el coche —le respondió en voz baja y tensa.

Miles sospechaba que no había cantidad suficiente para causar daños, pero el jugador de fútbol no sabía eso.

—Lección de etiqueta de hoy: trata bien a la gente que no tenga coche. Al fin y al cabo, si echo el azúcar, te unirás a mi grupo de personas no motorizadas.

—¡Rómpele el culo, Tyler! —gritó la reina del baile.

—Sí, Tyler, trata de romperme el culo. Quizás ganes, o puede que te enseñe a respetar a tus mayores. Si das un paso te quedas sin camioneta, eso es inevitable.

Tyler estaba paralizado por la indecisión, atrapado entre la entusiasta petición de violencia de la reina del baile y la seguridad de que Miles envenenaría el depósito de gasolina antes de que pudiera llegar hasta él.

—Tyler. ¡Patéale el culo! —repitió la reina del baile.

—Tyler, piensa con la cabeza. —Miles comenzó a tararear Sugar, sugar. Vio entonces el sedán de DeShawn entrando en el aparcamiento a cierta velocidad y ocupar un hueco libre.

Tras una pausa de cinco segundos reinó el sentido común. Tyler regresó a la camioneta y huyó. Miles solo pudo adivinar los gritos y gesticulaciones que tendría que soportar el chico por parte de la reina del baile por hacer tal cosa.

Miles regresó a la ventanilla de Luisa para poner los sobres de azúcar y la pajita sin abrir en el mostrador.

—Le he costado el dinero del almuerzo de los chicos —dijo al tiempo que le daba un billete de veinte adicional—. Por favor, acepte mis disculpas y esto como pago. Deme también tres Coca-Colas, por favor. Gracias, Luisa.

La mujer le dio la comida y las bebidas sin soltar palabra.

Miles le tendió una bolsa de tacos a Joe, que tenía la cabeza gacha y el rostro avergonzado.

—Aquí tiene —dijo Miles.

—Gracias —dijo Joe—. Siento haberle dejado solo. Esos chicos… no puedo soportar esa crueldad.

—No hay de qué preocuparse. Se han ido ya. Vaya a verme a la galería si le molestan.

—Si pongo un pie en Canyon Road, esos pijos idiotas llaman a la poli.

—Si va a visitarme a mí, no lo harán, ¿de acuerdo?

—Gracias. —Joe cogió la bolsa de comida y la Coca-Cola, hizo un educado gesto con la cabeza y se marchó.

Miles se montó en el coche oficial de la marca Ford y le dio a DeShawn la bolsa con el taco. Pitts era un hombre corpulento con la cabeza rapada, un antiguo jugador de fútbol universitario. El sedán le quedaba como un traje demasiado ajustado. Lamentó haber leído la nota de Allison después de haberle llamado, en ese caso no le hubiera pedido que almorzara con él.

Quiere tu ayuda. No la de otro. Mantén la boca cerrada. No metas a DeShawn en esto. Puedes volver a ser el hombre que eras. Ayúdala por tus propios medios.

—Gracias, tío. ¿Alimentando vagabundos y peleándote con chicos? —dijo DeShawn—. Ya sabes, colega, lo ideal es que no llames la atención.

—Yo también me alegro de verte.

DeShawn le ofreció un taco de pollo y cogió uno de ternera para él. Comieron. DeShawn devoró el primer taco y se limpió la boca.

—Lo primero es lo primero, Miles. Hice una comprobación rápida. No hay ningún psiquiatra, médico o psicólogo con licencia en Nuevo México llamado James Sorenson.

Miles bebió un sorbo de su Coca-Cola.

—No lo entiendo.

—Quizás no te enteraste bien del nombre.

—Eso debe de haber sido. Últimamente no duermo bien, debí de oírlo mal —dijo incapaz de inventar otra cosa—. Traté de llamar a Allison esta mañana para averiguar más sobre el programa, pero no me responde al teléfono. —Esa parte era verdad, había tratado de llamarla repetidas veces tras leer la nota. Solo oyó su voz en el contestador automático, así que le pidió que lo llamara. Si Sorenson no era médico, ¿por qué se lo presentó como tal?

¿Por qué le mintió? ¿Por qué dejó que Sorenson le mintiera?

Porque Sorenson la obligó a hacerlo.

«Tengo un problema grave.»

Pitts masticó las alubias y sorbió de la Coca-Cola.

—La terapia no debe de ir muy bien si busca la ayuda de otro loquero.

Miles quería encontrarse con Allison cuanto antes. Guardó su almuerzo inacabado en la bolsa.

—¿Por qué tanta prisa? —preguntó DeShawn.

—No tengo prisa, no tienes nada por lo que preocuparte. Estaré listo para testificar, DeShawn.

—Tío, el primer intento en el juzgado no fue precisamente un éxito, pero eres el as en la manga para el juicio contra el pez gordo de los Barrada. Tengo fe en ti.

—No me digas eso si no es verdad —dijo Miles de repente. Se había derrumbado dos veces en el estrado cuando lo interrogaron sobre el tiroteo y el trato que hicieron con él para que testificara. El defendido (un miembro joven de los Barrada al que los federales eligieron con la esperanza de hacer un trato de cooperación, que el tipo rechazó) consiguió una condena reducida porque Miles no le pareció al jurado un testigo totalmente fiable—. Necesito que la gente tenga fe en mí.

«Necesito tu ayuda… Tengo un problema grave.»

—Miles, tío, tengo fe total en ti. Ya no ves a tipos que no están ahí ni oyes voces, ¿verdad?

—Verdad —mintió Miles—. Solo en sueños, todo el mundo tiene derecho a tener sueños raros, ¿no crees? Te conseguiré el nombre correcto de ese médico.

—De acuerdo. Quiero saber detalles del programa antes de que te prestes a nada, Miles.

—Claro —dijo Miles—. Esta tarde no trabajo. ¿Te importaría dejarme en mi apartamento?

Miles entró a toda prisa en su apartamento, despidiendo antes con la mano a DeShawn. Corrió escaleras arriba para coger una herramienta que creía necesaria y enseguida bajó de nuevo, pensando que si daba este paso ya no había vuelta atrás. Se dirigió entonces a la consulta de Allison.