51
—Deberíamos descansar —dijo Celeste.
—Tienes razón. —El cansancio minaba todo el cuerpo de Miles. Víctor se había disculpado antes de entrar en su despacho y prohibió las interrupciones. Groote se sentaba en la tranquilidad del porche trasero, bajo la luz de la luna que se colaba entre las nubes. Miles lo observó durante un minuto. Era la primera vez que lo dejaba solo. Siguió a Celeste al dormitorio de invitados que ella había pedido y vio las dos camas.
—Nathan compartirá cuarto con Freddy. Pueden hablar sobre la guerra. Groote puede dormir arriba, suponiendo que sea humano y duerma. No te importa que yo esté aquí, ¿verdad?
—Por supuesto que no.
Miles se echó en una cama y ella se echó en la otra. Los dos estaban cara a cara, separados por el espacio entre las dos camas y una mesita de noche con una lámpara sobre ella.
—Confiar en Groote es un gran riesgo —dijo ella.
—Confiar es una palabra muy fuerte. Nos está usando, pero nosotros a él también, así que es una situación aceptable.
—Te mira de una forma que no me gusta —dijo Celeste.
—¿Me pone ojos tiernos?
—No bromees. Actúa como si siguiera teniendo cuentas que saldar.
—Es un asesino a sueldo —dijo Miles—, pero ahora ya no está desempeñando ese trabajo. Ahora es personal, como dicen en los tráileres de las películas. Mientras crea que podemos ayudarlo a recuperar a su hija, trabajará con nosotros. Sé cómo mantenerlo bajo control.
—No paro de imaginarme a Víctor que viene a decirnos que ha encontrado a Amanda, y entonces Groote nos mata a todos y se va tan feliz.
—No dejaré que eso pase. —Miles se agitó en la cama, intentando buscar una postura cómoda.
—Recordaste algo.
—No.
—Miles, supongo que no te conozco tan bien, pero lo noté. ¿Qué ocurrió?
Se abrazó a su chaqueta, como si tuviera frío.
—Hace calor aquí. Podrías quitarte la chaqueta.
—No. Estoy bien.
—Me he dado cuenta de que no te gusta mucho quitártela.
—Me entra frío.
—No mientas.
—Tengo algo que iba destinado a Allison guardado en mi chaqueta.
—¿El qué?
Se percató de que no tenía nada que perder, dejaría pronto a Celeste, probablemente nunca volvería a verla. La verdad era un buen regalo de despedida.
—Mi confesión. La de haber asesinado a mi mejor amigo.
La expresión de su rostro no cambió.
—Tu mejor amigo.
—Sí, desde los tres años.
—Defensa propia. No tienes nada que confesar. —Miles cerró los ojos—. No es culpa tuya, Miles.
—Sí, lo es.
—¿En serio? ¿De verdad lo dices, desde tu cabeza, tus tripas, tu corazón? —preguntó.
Andy estaba de pie en la pared de enfrente, con los brazos cruzados, sangre en los hombros, en la garganta. Tres heridas de bala resplandecían bajo la luz de la lámpara.
—No es culpa tuya —repitió ella—. No es culpa tuya.
—Me dijo que lo maté con una palabra. Entonces lo recordé, mientras iba en el coche hablando con Groote sobre el FBI. Recordé cómo lo maté.
—¿Está Andy aquí ahora? —preguntó ella.
—Sí.
—Pregúntale qué quiere —dijo—. ¿Por qué se ha quedado?
—No es un fantasma buscando venganza —dijo Miles—. Es un invento de mi cabeza.
—Entonces tu cabeza está tratando de decirte algo que debes saber.
—¿Qué quieres, Andy? —dijo Miles. No se sintió avergonzado ni estúpido por hablarle con Celeste en la misma habitación.
Andy colocó las manos sobre dos de las heridas.
—Quiero que sepas lo que hiciste, Miles. Quiero que sepas lo que no hiciste.
Miles le repitió las palabras a Celeste. Ella arrugó la cara.
—Enséñame la confesión.
—No.
—¿Por qué?
—Es una carga que debo llevar solo.
—No me estoy ofreciendo a cargar con Andy. Solo déjame ver lo que recuerdas.
—¿Y qué pasará cuando la leas, me respetarás? —A esto siguieron treinta segundos de silencio—. Maté a mi mejor amigo. ¿Qué clase de persona soy?
—Yo no salvé a mi marido. Me encerré en una casa durante un año. ¿Qué clase de persona soy, Miles? —Se incorporó en la cama, estiró la mano—. Dame la confesión. Puedo soportarlo.
Él también se incorporó, sacó el papel de la chaqueta, se lo tendió. Ella lo desdobló y comenzó a leer:
Allison:
Maté a mi mejor amigo. Yo trabajaba con mi padre en Miami. Era dueño de una empresa de investigación. Papá murió de cáncer y mi amigo Andy era contable de lo que yo creía era una compañía de seguros, sin embargo, era una tapadera financiera de la familia Barrada. Mi padre perdió trescientos mil dólares en el juego y le debía ese dinero a un corredor de la familia. Cuando murió, yo heredé la deuda. Los Barrada amenazaron con quedarse con la empresa de mi padre, lo único que me dejó, pero Andy me consiguió un trato. Me dijo que podría pagarla desempeñando un trabajo clandestino para los Barrada. Andy quería información financiera y logística de otros círculos criminales: cuentas, pagos, redes de traficantes, información sobre los envíos que hacían por todo el país.
No era un pistolero ni un matón. Era su espía particular, y Andy me dijo amablemente que si me negaba a trabajar con ellos, me matarían y él no podría hacer nada para evitarlo. Lloró cuando me lo dijo, yo le creí. Los Barrada me hicieron desempeñar once trabajos encubiertos contra sus rivales, y el resultado fue exitoso en todos los casos. Creí que la deuda ya estaría saldada, pero me dejaron claro que no podía irme.
Hablé con el FBI de Miami. Les dije que testificaría acerca de lo que había averiguado espiando a los demás círculos criminales para los Barrada si me proporcionaban inmunidad… a mí y a Andy. Me salvó el culo, así que yo quería salvar el suyo. Andy no podía saberlo, eso me dijeron, su lealtad hacia los Barrada era muy profunda. Estaba comprometido con una prima de la familia, de los dueños de la compañía de seguros que servía de tapadera. Tenía que conseguir información sobre Andy, hacer que se estuviera quieto y no volviera corriendo junto a los Barrada, no podía darle otra opción que no fuera la de cooperar. Tenía que eliminar la lealtad como opción.
Preparé un encuentro con Andy en un almacén de los Barrada. El FBI me dio datos falsos que yo aseguré haber robado de los Duarte, un grupo de Los Ángeles que quería expandirse y hacer alianzas en el sur de Florida. Ya había destapado algunos detalles menores sobre ellos, pero esta información estaba diseñada para hacer que a Andy se le hiciera la boca agua: los nombres de los traficantes que controlaban, números de cuentas bancarias, gente a sueldo… Sin embargo, tenía que llevar a dos agentes encubiertos del FBI conmigo. Ellos tenían planeado grabar lo que Andy dijera sobre la operación de espionaje para luego, inmediatamente, plantearle la oferta de inmunidad. No podía hacerlo solo, así que le dije al FBI que no me entregaría sin Andy. Puede que él no lo creyera así, pero yo estaba seguro de que los Barrada lo matarían, lo culparían de mi traición al ser él quien me metió en el círculo y los vendió a los federales.
Era el único modo de salvar a Andy.
Del almacén lo único que recuerdo es que les presenté a Andy a los tipos del FBI, hablamos, le mostramos los datos, le dije que podría conseguir más, pero que eso requeriría una operación importante, el golpe que tenía pensado darles, que no podía hacerlo solo, que necesitaba a estos dos tíos. Andy cantó de lo lindo respecto a los datos que necesitaba de los Duarte, y todo se grabó en las cintas que el FBI precisaba para meterle presión. Me preguntó qué más necesitaba y cuándo podía empezar, entonces…
Todo queda oscuro.
Le veo sacar un arma de su camisa. La apunta a la cabeza de uno de los federales y yo saco mi arma, aunque no acostumbro a usarla mucho, y le disparo porque no puedo permitir que le pegue un tiro a un hombre en la cabeza.
Mi bala le da en el hombro, al mismo tiempo que él dispara otra que me alcanza en el pecho, y los dos gritamos y caemos al suelo, y yo vuelvo a apuntar mi pistola.
De nuevo la oscuridad.
El siguiente momento del que tengo constancia es que estoy en una cama de hospital en Jacksonville y me están ofreciendo que entre en el programa de protección de testigos. Mi mejor amigo, un hermano por todo lo que representaba, está muerto y yo no sé qué ha ido mal.
Celeste dobló el papel.
—¿Recordaste algo más?
—Sí, el primer punto negro de mi memoria, cuando Andy me preguntó si podía empezar ya con el trabajo. —Dejó de hablar—. Groote y yo estábamos conversando sobre el FBI, discutíamos cuándo revelarían mi nombre… y entonces lo recordé, claro como una mañana de verano. Pero…
—No te reprimas, dime —lo animó ella.
—Me preguntó cuándo íbamos a ponernos a trabajar en ello los otros tipos y yo, y le dije que en cuanto apagáramos la grabadora.
—Le hiciste saber que se estaba grabando todo.
—Lo hice precisamente por eso, a modo de broma, para suavizar el golpe. Todos nos reímos. Incluso Andy. Pero entonces me miró a los ojos y le entró el pánico, se dio cuenta de que era una trampa y sacó el arma, la apuntó a la cabeza del agente encubierto y… si hubiera tenido la boca cerrada o se lo hubiera dicho de otra manera…
Celeste tomó las manos de Miles entre las suyas.
—No había ninguna buena manera de decírselo, ¿o sí?
Miles negó con la cabeza. Ella se aferró con fuerza a sus manos.
—Andy sacó el arma, eligió luchar. Salvaste una vida, dos, la tuya también. Tanto tú como yo hemos salvado vidas, ¡vaya, estamos en un club especial! —Se le quebró la voz y comenzaron a brotar lágrimas de sus ojos—. Si Dios tiene una balanza, ¿no crees que la nuestra está equilibrada?
—Le disparé para… para herirlo, no para matarlo. Todavía no recuerdo los detalles.
—Él te disparó en el pecho, ¿acaso te mostró la misma consideración?
Miles abrió la boca para hablar, pero la volvió a cerrar.
—Lo hice mal. Le entró el pánico.
—¿Esperaba que trabajaras para siempre en la mafia después de haber sido chantajeado para entrar a su servicio? No me importa si lo conocías desde que ambos andabais en pañales, era un amigo horrible.
Miles se liberó las manos y se lavó la cara en el lavabo.
—¿Entonces qué quiere decirme Andy, que lo siente? Nunca se disculpa. Lo que hice, lo que no hice, ¿qué demonios significa eso?
—¿Escuchaste alguna vez la cinta que el FBI grabó de ese encuentro?
—Me dijeron que la cinta falló. Andy murió para nada. —Volvió a sentarse—. Dios, debes de pensar que soy una persona horrible.
Celeste dobló las piernas bajo el cuerpo.
—Como te dije, mi marido salió a buscar huevos y café. Dejé entrar en mi casa a un hombre que creía que era un buen amigo, pero en realidad me estaba acosando. Me ató y esperó a que Brian llegara a casa. Me puso un cuchillo en la garganta. No una mordaza. Dijo que iba a hacerme daño porque no lo quería, porque no lo apreciaba lo suficiente y toda esa mierda de los acosadores, pero que no iba a hacerle daño a Brian. Yo me lo creí. Estaba petrificada por el miedo, no podía pensar dos segundos más allá de aquel momento. —Se tocó con el dedo la sien—. El mismo cerebro que le ganó cinco millones de dólares a otras nueve personas inteligentes se me quedó helado. Oí a Brian llamarme cuando entró por la puerta, si le hubiera gritado que corriera hubiera tenido una oportunidad. Pudo haber huido, salvarse. En lugar de eso, por culpa del cuchillo en mi garganta, yo no le advertí y mi marido entró y el fan perturbado lo torturó hasta la muerte. Delante de mí. Para que presenciara cada aullido de dolor, cada mueca, cada ápice de agonía. Un vecino oyó los gritos de mi Brian, llamó a la policía y cuando irrumpieron en la casa lo mataron a tiros, tres minutos después de que Brian muriera. El fan estaba fumándose un cigarrillo antes de empezar conmigo, y yo estaba allí quieta, mirando los ojos extintos de mi marido, esperando la muerte, preguntándome por qué no grité y le advertí. ¿Por qué?
—Porque estabas asustada. Porque querías creer que no le haría daño a Brian.
—Bueno, pues fui una estúpida.
—Yo quería creer que a Andy le haría feliz que ambos saliéramos de la mafia. Tú quisiste creer que lo seguro era seguir sus órdenes. ¿Crees que Brian te culpó por ello ni siquiera un segundo?
Ella no respondió.
—Si hubieras gritado, ¿crees que Brian hubiera salido huyendo? Claro que no. Hubiera corrido hacia ti. Hubiera luchado para salvarte.
La verdad de lo que acababa de decir la afectó.
—Y todo porque me empeñé en entrar en un estúpido programa de la tele. —Enterró el rostro entre sus manos—. ¿Por qué no podemos superar toda esta pena?
—Porque queríamos a esa gente. No se puede desprender uno de ellos como de un trapo viejo.
—¿Crees que si sigo tomando el Frost olvidaré lo que le pasó a Brian? —Se le quebró la voz—. Si olvido el terror por el que pasamos, ¿no sería una persona horrible?
—Seguro que Brian no querría que cargases con esa pena para siempre ni que te hicieras cortes toda tu vida.
Se secó los ojos.
—Gracias por enseñarme la confesión.
—Gracias a ti por decirme lo que te pasó.
El silencio entre ellos se tornó extraño, casi como si hubieran intimado físicamente y no supieran qué decir, cómo separarse, cómo dar un paso adelante.
Ella fue a su cama y se acurrucó entre sus brazos. Se echaron, tensos, sin tocarse apenas, y ella lo cogió de la mano y comenzó a relajarse. Roce con roce. Se había duchado después de comer, Víctor le había dado ropa cómoda para que se la pusiera. Su pelo olía a mandarina y Miles se dio cuenta de que había olvidado la perfección de sostener a una mujer, la tersura de su piel, el ciclo de la respiración.
Mañana mismo podría acabar muerto o en prisión si seguía en busca del Frost. Este podría ser su último pedazo de felicidad, la traca final de su vida.
Cerró los ojos y se durmió.
Una mano lo tocó en el hombro. Miles se despertó. La silla de Víctor estaba junto a la cama.
—Malas noticias —le dijo sin emitir ni un sonido—. Hablemos.