11

—¿Allison? —Nathan volvió la vista hacia la puerta.

—No es ella —dijo Miles. Mierda, había descargado la pistola, mala idea. Apagó la lámpara y buscó el cargador en el bolsillo—. Entra en el dormitorio de atrás. Cierra la puerta trasera.

—No deben encontrarme, no pueden saber que Allison me ayudó —murmuró Nathan Ruiz. Se dio la vuelta, corrió hacia el balcón y brincó sobre la baranda. Miles trató de agarrarlo, pero fue imposible. Ruiz trastabilló durante unos cinco metros antes de caer sobre el barro y la gravilla. Se metió entre los pinos y rodó colina abajo hasta Cerro Gordo. Fue una huida ruidosa, dominada por el pánico.

Se abrió la puerta principal. Distinguió una alta figura bajo la luz de la bombilla del techo, era sin duda un hombre imponente. Miles desanduvo lo andado para regresar al balcón, y se dio cuenta de que un arma seguía sus movimientos.

Saltó por el balcón. Oyó el terrible zumbido del silenciador, el calor de la bala rozándole los hombros y la cabeza. Gritó. Aterrizó en la gravilla, hecho un ovillo, y acabó por darse contra el tronco de un pino. Se sentó y se arrastró el resto del trayecto por el camino privado de la casa hasta la vía sin pavimentar de Cerro Gordo.

Oyó el zumbido de otro disparo amortiguado sobre la negrura que reinaba por encima de su cabeza. A su izquierda, unos pies corrían sobre la gravilla. Pertenecían a un Nathan casi sin aliento. Síguelo, y quizás así os cojan a los dos. Así que Miles giró bruscamente a la derecha, emprendiendo una zigzagueante carrera por la oscura carretera, a buen ritmo.

Oyó al perseguidor bajar por la pendiente empedrada, el hombre también había saltado por el balcón. A su izquierda tenía un conjunto de casas y jardines, y unos terrenos sin edificar. Saltó un muro de adobe, de allí cayó a un jardín lateral y pasó junto a la ventana de una cocina con las luces encendidas, donde unos niños rogaban que les diesen un helado de chocolate de postre. Una valla y un tramo de carretera atrás, el sonido del persecutor se acercaba.

Miles salvó otros cuantos muros antes de verse rodeado de oscuridad. Ahora se encontraba en el parque Armijo, lo había visto al subir a Cerro Gordo. Era amplio, con espacio suficiente para que los perros corretearan y los chicos jugaran al béisbol y al fútbol. Corrió por el aparcamiento, tropezó con una cadena que rodeaba el parque y acabó tirado en el suelo. Oyó a su perseguidor y la luz del faro de un coche que se aproximaba barrió el parque.

Corrió con todas sus fuerzas, nunca en línea recta, tratando de evitar la luz que le seguía desde detrás de la valla del parque, entre los toboganes y los columpios. Las nubes cubrían el cielo y el ronroneo del río Santa Fe se percibía en el aire. Generalmente, el río estaba casi seco, pero ahora estaba vivo gracias a las recientes lluvias y la nieve derretida.

Cruza el río, escóndete por aquí cerca, agazápate…

Entonces se le resbalaron los pies en una piedra y recordó que el río estaba al otro lado de la calle, al menos a cinco metros por debajo. Cayó al vacío.

Muerto. Muerto al pegársela de lleno contra las rocas y la maraña de ramas de árboles. Trató de agarrarse a la rama de un álamo que le golpeó la espalda con fuerza. Falló, cayó, se golpeó con otra, rodó por el borde con los brazos agitándose en el aire, volvió a caer. Pensó que si se aplastaba el cerebro contra las rocas se le arreglaría la cabeza.

Pero la siguiente rama aguantó, lo sostuvo unos instantes antes de chasquear, romperse y que deslizara todo su peso por ella al tiempo que crujía. Aguzó el oído. No se oía a nadie siguiéndolo. La luz de unos faros danzaba a su alrededor, un coche estaba atravesando el interior del parque en su busca, a la caza.

Cruzó las piernas en el aire. La rama volvió a crujir. Se soltó.

El terreno era escarpado y Miles cayó desde unos tres metros de altura y se torció los tobillos al aterrizar. Sus piernas se toparon con un cactus cuyas espinas penetraron la tela de los finos pantalones. No tuvo más remedio que gritar. Se puso en pie como pudo, cruzó un laberinto de árboles y vio a un coche pasar pintando la noche con sus luces.

East Alameda. Corrió hacia la carretera, bajó al poco pronunciado banco del río y, al cruzarlo en apenas unos pocos pasos, sintió el alivio del agua en las manos magulladas por las rocas y los árboles. Remontó por la otra orilla, mirando por encima del hombro. No había rastro del pistolero ni de ningún coche de policía. Nada.

Al otro lado de la calle, más allá del río, sobre la colina, las luces se apagaron, como si el ojo de un gigante se cerrara.

Vagó por las casas anexas al río y echó a correr por el entramado de calles. A su derecha, un tenue fulgor anaranjado brillaba contra la parte inferior de las nubes. La consulta de Allison, todo el edificio, seguía ardiendo.

—¿Sigues teniendo la pistola? —le preguntó Andy, que caminaba impoluto a su lado.

Echó mano al cinturón. No. La Beretta había desaparecido, debió de perderla tras todos los tumbos que había dado. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, donde encontró la arrugada confesión que había escrito para Allison.

—Perder el arma te va a venir bien al fin y al cabo —admitió Andy—. Matarte me hubiera resultado más fácil. ¿Ahora qué?

Miles no respondió. Caminó en dirección opuesta a la avenida Palace, donde estaban los camiones de bomberos. El olor a humo impregnaba el aire. Llegó al Plaza, un lugar desierto (Santa Fe se quedaba así la mayoría de las noches, temprano), y merodeó por las calles paralelas hasta llegar a su casa. Se lavó la cara y se extendió una loción antibacteriana en las palmas de las manos y en las mejillas. La hemorragia de la cabeza había parado, la sangre se había secado formando una especie de casco. Tiró la ropa sucia a un montón y extrajo tres espinas de cactus de una pierna. Se sentó en el borde de la cama para sondear las muchas preguntas que le rondaban por la cabeza: ¿qué significaba eso de Sangriaville?, ¿quién era Nathan Ruiz?, ¿quién había tratado de matarle?, ¿por qué había ido Sorenson a casa de Allison? De paso, intentó no imaginarse a Allison desintegrándose en una bola de fuego.

El teléfono móvil rojo que había sobre la mesa en casa de Allison era el suyo, en ocasiones se lo había visto en las manos. Un inoportuno olvido. Llamó a su número. Tras dos tonos alguien descolgó. Silencio.

—¿Hola? —susurró Miles—. ¿Allison? —preguntó esperanzado.

—Ambos sabemos que ella no está aquí —respondió una voz masculina. Baja, grave.

—¿Dónde está Allison?

—Todo se ha quemado. Creo que eso ya lo sabe, señor, porque creo que tanto usted como Ruiz formaban parte de su plan.

—No sé qué demonios quiere decir.

—Oí su voz —dijo el hombre—, desde el otro lado de la puerta de Allison. Así que no finja no ser el gilipollas que huyó con Ruiz.

Miles se sentó en la cama.

—De acuerdo, no fingiré nada. ¿Quién es usted?

—No me gustan los nombres.

—¿La ha matado? ¿Trabaja para Sorenson?

—No sé quién demonios es ese.

—Miente —dijo Miles, pero el hombre le interrumpió en mitad de la palabra.

—Allison se llevó algo mío y dudo que casualmente explotara con ello. Le pagaré por la investigación. Podemos alcanzar un acuerdo. Va a devolvérmelo; si no lo hace, solo le queda otra opción: morir.

Miles contó hasta diez, pensando, tratando de buscar un modo de jugar sus cartas.

—No puedo darle lo que ella tenía si no sé lo que es exactamente…

Un largo silencio.

—Escuche, estúpido bastardo. No creo que esta noche en casa de Allison fuera un inocente viandante. Usted y Ruiz trabajaban para ella, o devuelven el Frost o acabo con ustedes. Así de simple.

Frost. La misma palabra que en la pulsera de Ruiz.

—El hombre de la bañera se llama Sorenson. Creo que esta tarde escondió un artefacto explosivo en la consulta. No sé nada más.

Una pausa, durante la cual Miles escuchó fuertes pisadas al otro lado del aparato.

—¿Qué hombre de la bañera?

—Hay un tipo inconsciente en la bañera.

Otra pausa.

—Hay un montón de sábanas revueltas en el suelo, solo eso.

Sorenson debió de escapar en el tiempo transcurrido entre el tiroteo y el regreso del pistolero a la casa, en teoría, para registrarla en busca de Frost, fuera lo que fuera.

—Está muerta, ya no puede vender esa investigación. Le he dicho que voy a pagarle. Es su última oportunidad —dijo el pistolero.

Quieres respuestas, dile a este tipo que tienes lo que quiere. Hazlo salir, cógelo. No puedes salvar a Allison, pero puedes averiguar qué demonios le ha pasado. El problema es que si hacía eso estaba colocándose él solito en el ojo del huracán y podrían atacarle por todas direcciones.

Miles cerró los ojos.

—No tengo… Frost, pero es posible que sepa dónde conseguirlo.

—¿Dónde?

—Ahora no. Hablaremos más adelante.

—Eso no es posible. Ahora es el momento. Me dice lo que sabe y yo lo dejo vivir.

—Ni siquiera sabe quién soy.

—Sé cómo eres. Avaricioso, estúpido, estás metido hasta las cejas en algo que no puedes controlar. Escucha, imbécil, me dedico a la caza. Te encontraré, lo prometo.

Miles mantuvo la calma en su voz.

—Deme un número al que llamar y lo haré en cuanto tenga Frost.

—Inaceptable. Te he hecho una oferta única. La has declinado, ahora sufrirás las consecuencias, gilipollas.

Una agria cólera le subió a Miles por el pecho, el estómago y la garganta.

—Te haré pasarlo muy mal, vas a sufrir de lo lindo.

La voz del pistolero fue un mero susurro cuando habló.

—Cuando acabe contigo, pensarás que la sensación de que alguien te arranque la cara es tan agradable como pasear por el parque. —Y colgó.

Miles cerró los ojos, lo veía todo perdido, había llegado tarde a la cita más importante de su vida. Allison estaba muerta, se había ido.

Te pidió ayuda y le fallaste. Había fallado, igual que con Andy. Se suponía que iba a salvarte. Había malgastado el tiempo con ella, pasando de su terapia, jugando a ser un tipo listo al no dejarla acercarse a la verdad, ella solo quería ayudar… sintió su ausencia en el mundo igual que un agujero en el pecho.

No era momento de hacerse una bola. Podría hacer pagar a sus asesinos. Se levantó de la cama, pensó en sus opciones.

Ruiz. ¿Lo habría atrapado el pistolero o el coche que lo persiguió por el parque? Nathan Ruiz sabía que su nombre era Michael Raymond. O peor aún, quizás su número de teléfono aparecía en el móvil de Allison. Eso le proporcionaba al pistolero pistas para encontrarlo. El alquiler del apartamento estaba a nombre de Michael Raymond y el pistolero podría rastrear la dirección de la factura del número de teléfono. No podía quedarse allí.

No podía volver a correr, no podía volver a fallarle a Allison. El hombre pensaba que Miles tenía algo que Allison había robado. ¿Por qué? ¿Qué era el Frost?

Esto tenía que ver con Sorenson, estaba muy claro. Se presentó en casa de Allison tras la explosión, seguramente para buscar Frost. Lo importante en estos momentos era irse de ahí y esconderse antes de que el pistolero llamara a su puerta.

Miles llenó de ropa una mochila y llamó a DeShawn sin obtener respuesta. Trató de calmar su torrente de pensamientos, de decidir lo que iba a decirle. Debía esconderse del pistolero, pero al mismo tiempo no podía provocar que la agencia de protección de testigos lo trasladara a otra ciudad. Si eso sucedía, no podría llegar jamás al pistolero, a Sorenson, a Ruiz o a quienquiera que hubiese matado a Allison.

—¿Esa es la idea? —dijo Andy sentado en la cama—. Venganza. Un concepto encantador, y así te curarás y yo desapareceré. Estás engañándote a ti mismo, Miles. Tú y yo somos un equipo. Para siempre jamás.

Miles agarró su mochila y caminó solo hasta llegar a un modesto motel en Cerrillos que frecuentaban artistas arruinados y mochileros. El recepcionista no le pidió el carné de identidad cuando le tendió un billete extra de veinte, aparte de la tarifa normal por una noche de estancia.

La habitación era sencilla pero limpia. Se echó en la cama a ver la tele. Las noticias locales no paraban de hablar sobre la terrible explosión en Santa Fe. El fuego se había extinguido ya. Los bomberos habían encontrado restos humanos calcinados entre las ruinas. El cadáver no había sido identificado, pero los investigadores creían que se trataba de una mujer que tenía alquilada una de las oficinas, una psiquiatra. El reportero, de pie ante los coches de bomberos y el esqueleto del edificio, admitió que los investigadores no estaban listos aún para comentar las causas de la explosión.

El cadáver. Allison estaba muerta, y bajo la noche ajada por el humo, tras la sombría ventana de su habitación, andaban sueltos el mentiroso de Sorenson, el pistolero que quería matarlo y un chico ido de la cabeza llamado Nathan Ruiz. Ellos tenían las respuestas que necesitaba.

Lo que tenía que hacer ahora era encontrarlos sin dejarse matar.

—Va a ser divertido verte perderlo todo de nuevo —dijo Andy.