30
—¿Brian?
Miles estaba hecho un ovillo en el suelo, recuperando poco a poco la visión. El dolor le atravesaba la cabeza como un punzón, la voz le pareció poco más que un susurro. Levantó la cabeza del suelo.
Unas suelas gastadas de cuero casi le rozaban la cara. Parpadeó entre la sal de las lágrimas. Se puso en pie como pudo, a la vez que se forzaba a mantener los ojos abiertos.
Hurley yacía desmadejado en el suelo, con los ojos espantados, una herida abierta en el cuello, gorgoteando. El sonido del disparo le resonaba aún en los huesos, le hacía querer cerrar los ojos, le subía la bilis a la garganta. Pero Celeste era más importante que su miedo. Estaba en el suelo, delante de él, con la pistola aún en la mano.
—Está todo bien, Celeste. Dame la pistola —dijo, y al hablar sintió la lengua pesada y pastosa.
—Brian, no te hará daño, ya no más. Te lo prometo, te lo prometo, te lo prometo —dijo Celeste. Miles se acercó a Hurley para tocarle la muñeca. El pulso empezó a decaer y finalmente se detuvo.
—Brian. Estamos a salvo, ¿de acuerdo? No puede hacernos daño. Nunca debí haberle dejado entrar en la casa… —dijo Celeste con un hilillo de voz.
Miles se apartó de ella y del cadáver. Fue hacia el fregadero y se echó agua fresca en la cara. Sintió el regusto de la sangre en su boca, y pensó que si le hubieran sacado un ojo le dolería más. O quizás la conmoción bloquearía ese dolor. Se palpó la cara con los dedos. Un poco de sangre se le había secado en la piel entre los ojos y el puente de la nariz. Se la frotó para limpiársela. Logró abrir los ojos para ver su reflejo en la estantería de los platos en el rincón. Tenía los ojos inyectados en sangre pero enteros.
—¿Brian? —Se alzó de nuevo la voz de Celeste entre el silencio. Se encogió al verlo salir de la cocina limpiándose la cara con una bayeta y extendiendo la mano hacia ella.
—Celeste, no soy Brian. Soy Miles, ¿me recuerdas? Miles. —Se detuvo y extendió la mano—. Dame la pistola.
Ella se apartó del cadáver.
—Tú no eres Brian.
—No, soy Miles.
—Yo… mi casa… mi marido…
—Está bien, Celeste. Deja que te ayude. Estamos en el momento presente, no entonces.
Celeste dejó de temblar, asintió y se puso el rostro entre las manos.
—Entró en mi casa —dijo—. Él entró en mi casa y mató a Brian. Me obligó a esperarle, a esperar a que Brian viniera a casa para matarle… delante de mí. —Su voz era baja y gutural, como si perteneciera a una sombra, no a una persona.
—Lo siento mucho.
Hizo un gesto hacia el cuerpo inerte de Hurley.
—Cogí la pistola… para que parara. Solo para que parara. Pero lo he matado de verdad.
Miles recogió la jeringa. Hurley debía de tenerla escondida en su bata de laboratorio, un lugar perfecto para esconder una cosa así. Probablemente la trajo para sedar a Celeste y llevarla al hospital Dios sabe con qué intención… Hurley no llegó a inyectarle la dosis completa, pero sí la suficiente para dejarlo entumecido, provocarle náuseas y dejarle la cabeza pesada.
—Celeste, escucha. —Su voz sonaba espesa en el aire—. El hombre que te hizo daño, que mató a tu esposo, no está aquí. Hurley estaba intentando matarme, tú me salvaste, ¿lo entiendes? —Se obligó a sí mismo a hablar con calma y lentitud. Ella asintió—. ¿Me das la pistola?
Celeste abrazó el arma contra su camiseta.
—Nunca más, lo juro. Las cámaras, los cerrojos. Nunca más. Fuerte Celeste. Convertiré este lugar en Fuerte Celeste. —No había escuchado nada de lo que le había dicho.
—No podemos quedarnos. Groote estará de camino. Tenemos que irnos. Ahora.
La voz de Celeste comenzó a romperse:
—Tengo un hombre muerto en mi moqueta. Quiero que… desaparezca. Quiero que tú también te vayas, quiero quedarme en mi casa.
—Lo sé. Pero aquí eres un blanco fijo. Por favor, dame el arma.
Le tendió la pistola. Una serie de cicatrices finas como el papel le recorrían el brazo hasta los codos.
Se dio cuenta de que él las estaba mirando.
—Ya no me hago cortes —dijo—. Estoy mejor.
—Eso está muy bien, Celeste, es maravilloso. —Se guardó el arma en la parte trasera de los pantalones y trató de pensar a pesar de los efectos del sedante.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó ella.
—Voy a ponerte a salvo, y luego voy a sacar a Nathan Ruiz del hospital.
—¿Cómo?
Rebuscó entre los bolsillos de Hurley y encontró una llave electrónica y un juego de llaves metálicas.
—Entraré y lo sacaré.
—¿Qué te une a ese tipo?
—Es la clave para averiguar la verdad y siguen teniéndole encerrado.
—Pero ese Groote está en el hospital.
—No tiene por qué. Ha salido a cazarme. Con la llave y el arma puedo entrar a sacar a Nathan de allí.
—Eso es una auténtica locura —dijo ella negando con la cabeza—. Y no puedo irme de mi casa —añadió en un tono similar al que usaría si estuvieran intentando convencerla de que el mundo era plano.
—Tuviste el valor suficiente para ayudarme. Tienes el valor suficiente para cruzar una puerta. Es solo una puerta. Crúzala, demonios.
—No puedo…
—Te cogeré de la mano —se ofreció Miles—. Puedes sentarte en el suelo del coche con los ojos cerrados, sin mirar las ventanas, fingiendo que el mundo no está allí. —Cerró una mano en torno a la suya—. Groote viene hacia aquí, te matará si no nos vamos.
De repente, fue a por su bolso, sacó un frasco de antidepresivos y se tragó uno a palo seco.
—Lo intentaré.
Miles se puso en pie poco a poco, ayudándola a ella a hacer lo mismo. Rodeó el cuerpo de Hurley al tiempo que soltaba un gemido ahogado.
—No confíe en él, señorita —dijo Andy desde un rincón—. No es una buena idea.
Miles le sacó el dedo corazón a Andy a espaldas de Celeste y abrió la puerta. Se asomó primero para inspeccionar la calle. Vacía.
—Todo bien.
Celeste se estremeció ante la idea del mundo que le esperaba detrás de esa puerta abierta.
—Allí está mi coche. —Había ido a casa de Celeste en el coche de Blaine.
—Cuarenta pasos. Los haré contigo, iremos contando.
—Agárrame de la mano —dijo, y cerró los ojos para dar el primer paso.
La brisa primaveral agitaba los álamos. Diez pasos. Gimió. Miles mantenía los ojos fijos en la calle, esperando que en cualquier momento un coche irrumpiera a toda velocidad y derrapara hasta detenerse, con Groote dentro, con la muerte dentro.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo.
—No me hables… como si fuera una niña pequeña… aprendiendo a conducir una maldita bici. —Comenzó a respirar aceleradamente a causa del pánico. Él le rodeó los hombros con el brazo para tranquilizarla.
Veinte pasos. El viento le tocó la cara y se encogió.
—Has hecho esto antes —le dijo bromeando, no sabía qué demonios decir. Celeste mantenía los ojos cerrados con fuerza—. Salir a la calle, me refiero.
—Me encantaba estar fuera. Brian y yo… —Y los pies le fallaron.
—Te tengo.
Dio otro paso. Y luego otro. Celeste emitió un débil gemido y caminó más deprisa, tambaleándose, sin abrir los ojos y guiada por Miles hacia el coche de Blaine. Lo había dejado abierto. Celeste se acomodó en el asiento trasero con las manos delante de los ojos.
Miles apretó los dientes, no quería que ella percibiera el miedo que él sentía. Introdujo la llave de contacto. Si ella había podido salir de la casa, él sería capaz de volver a conducir. Al menos el chute de sedante le ayudaba a controlar el pánico, solo esperaba no guiar el coche hacia una zanja.
Arrancó el motor. No explotó. Salieron a la carretera embarrada.
—¿Dónde vas a llevarme? —le preguntó.
—A casa de un amigo… bueno, él no sabe que me escondo allí. Estará fuera de la ciudad un par de días.
—Vamos al hospital —dijo ella—. Yo espero en el coche. Ahora. Por Allison.
Pisó a fondo el acelerador, probando su reacción. El efecto de la droga parecía estar empezando a remitir, superado por el miedo y la adrenalina. Giró a la izquierda en la primera calle, encarando la elevación que conducía al hospital, rezando para que Groote estuviera buscándole en otro lugar, lejos de Sangriaville.