Capítulo IX

DERROTA DEL COMANDANTE

LA recién llegada era una muchacha bastante graciosa, a pesar de que tenía los cabellos color de paja, el rostro harto maquillado y el vestido quizá vistoso con exceso. Tras de mirarme con el mayor asombro, dirigió unas palabras de excusa al comandante por haber entrado. Sin duda, creía que yo era la última conquista del anciano caballero, y no ocultó los celos que sentía. El comandante arregló la situación con el mayor tacto. Besó la mano de la muchacha y le dijo que la encontraba más guapa que de costumbre. Luego la condujo con el mayor respeto y admiración a la puerta por donde había entrado, que daba a la antesala.

—No tengo necesidad de presentarte mis excusas, querida —le indicó—. Esta señora ha venido a hablarme de asuntos importantes. Tu maestro de canto está en el piso superior, y te espera. Comienza, pues, tu lección, e iré dentro de unos minutos. Hasta la vista, mi querida alumna, hasta la vista.

Ella respondió algo que no pude oír, y siguió mirándome por la rendija de la puerta hasta que se hubo cerrado. El comandante volvió a su sillón.

—Esa muchacha constituye uno de mis descubrimientos más felices —explicó, complacido—. Posee la más hermosa voz de soprano que se pueda imaginar. La encontré en una situación muy humilde, detrás de un mostrador lavando platos y sirviendo bebidas. La oí cantar mientras se dedicaba a su humilde trabajo, e impresionado por su voz, me dije: "He aquí a una «prima donna» en embrión. La sacaré del lugar en que se encuentra". Esta es la tercera joven a quien he protegido. La llevaré a Italia cuando llegue el momento oportuno, y perfeccionará su arte en Milán. Ya verá usted cómo llega a ser una celebridad. Ahora empieza a cantar… ¡Qué voz!

En efecto; hasta nosotros llegaban las notas altas de la futura celebridad. Y no se podía negar que tenía una voz maravillosa.

Después de algunas palabras de cortés aprobación, traté de volver al asunto que me interesaba, aunque el comandante parecía reacio a tratar otra vez de aquello. Sin embargo, yo estaba decidida a no desviarme del camino emprendido. Así, pues, con firme acento repuse:

—Dispense, comandante. Pero conviene volver al punto a que habíamos llegado.

Él titubeó un momento, y al cabo, pareció tomar una decisión.

—Ya veo que es menester hablarle con el corazón abierto. Conocí a su esposo durante su infancia. En determinado período de su vida le sobrevino una terrible desgracia, cuyo secreto conocen sus amigos y respetan religiosamente. Mientras viva, no se lo dirá nunca. Me hizo jurar por mi honor que no se lo revelaría a nadie. Tal es, querida señora Woodville, mi situación con respecto a Eustaquio.

—¿Continúa usted dándome este nombre?

—Eso es lo que desea su marido. Adoptó tal nombre, porque no se atrevió darle el suyo propio la primera vez que se presentó al tío de usted. Y estoy seguro de que no querrá que le llamen de otro modo. Acerca del particular sería inútil insistir. Confieso que hizo mal casándose con usted bajo un nombre falso. Puesto que, al tomarla por esposa, le ha confiado su honor y su felicidad, ¿por qué no le ha confiado también la historia de sus desgracias? Su madre está de acuerdo conmigo acerca de esta opinión. Antes de la boda, ella hizo cuanto le fue posible para que su hijo se mostrara sincero con usted, y al darse cuenta de que Eustaquio no quería seguir sus consejos, negó su consentimiento al matrimonio. Por mi parte, hice lo posible para apoyar a la señora Macallan. Ahí tiene usted explicada la concisión de mi carta a su tío Starkweather.

Me miró fijamente, y me callé.

—¿Quiere usted que le diga otra cosa? Pues bien: Eustaquio ha venido a verme hoy mismo, advirtiéndome que acaso viniera usted a visitarme para averiguar la verdad. Me avisó también que por azar había conocido usted a su madre, y que pudo enterarse de cuál era el apellido de la familia. Añadió que ha venido a Londres para hablarme de esta grave complicación y para rogarme que le renovara la promesa de guardar el secreto. Ya ve, pues, que estoy obligado a no decirle nada. Tiene usted toda mi simpatía, y me gustaría poder satisfacer su natural curiosidad.

Debía de ser muy terrible aquella historia que todos persistían en ocultarme. En aquel instante se oyó otra llamada a la puerta, y apareció el viejo criado, llevando un ramo de rosas.

—Lady Clarinda recuerda al señor comandante la cita que le ha dado.

¡Otra mujer! Esta vez, con título. El comandante, después de excusarse conmigo, trazó unas líneas de gratitud que hizo entregar al mensajero. Cerrada ya la puerta, escogió la rosa más hermosa, y me la entregó.

—Ahora, señora, ha llegado la vez de que hable usted. ¿Se da cuenta de la delicada posición en que me encuentro?

—Le doy muchas gracias, comandante —respondí—. Me ha convencido y no tengo más remedio que respetar esa promesa.

—Observo que me ha comprendido perfectamente, señora. La graciosa lady Clarinda también posee el don de la comprensión y sabe hacerse cargo. Me halagaría mucho tener ocasión de presentarlas una a otra.

—Con mucho gusto conocería a lady Clarinda —declaré, algo más dueña de mí.

—Podríamos combinar una comida para los tres. Además, invitaríamos a la joven cantante. Dígame cuál es su plato favorito.

—Preferiría, comandante —contesté—, volver a tratar del asunto que me ha traído.

—Pero…

—Sólo por un instante. Tenga en cuenta que la promesa hecha no le obliga a dejar de responder a otras preguntas.

—Deténgase usted, mi querida señora —contestó el comandante—. No puedo seguir por este camino. Aparte de eso, puede contar conmigo en absoluto. Y si la viera a punto de descubrir por sí sola lo que Eustaquio quiere mantener oculto, me consideraría obligado por mi honor a no ayudarla en su descubrimiento, aunque tampoco le quitaría la libertad de acción.

—Pues bien, comandante —dije, asiéndome a aquella esperanza—: me atendré a sus condiciones. No le pediré otra cosa sino la que me ha ofrecido voluntariamente.

—¿Cuál?

—Nada que le haga arrepentirse —aclaré—. ¿Puedo hacerle una pregunta atrevida? Imagínese que esta casa fuese mía y no de usted.

—Considérela como suya —ofreció, galante—. De arriba abajo.

—Gracias. Así me lo imaginaré por un momento. Y ya sabe que la curiosidad es una debilidad femenina. Suponga, pues, que me induce a examinarlo todo en mi nueva propiedad. ¿Estaría en mi derecho?

—No cabe duda.

—Suponga, pues, que voy de una a otra habitación, abriendo armarios, registrando todos los muebles y cajones. ¿Cree que tendría la posibilidad de encontrar algo que me pusiera sobre la pista del secreto de mi marido? Responda sólo sí o no.

—Sí —respondió él después de reflexionar un momento.

—Ese sí indica la existencia de un hilo de Ariadna que conduce al misterio, algo que yo puedo ver y tocar, si lo encuentro.

—En efecto, no se engaña usted.

—¿Y está en la casa?

—En esta habitación —contestó el comandante.

—Ya llevo mucho rato aquí —dije con voz débil—. ¿Le molesto acaso?

—De ninguna manera. ¿Olvida ya que está en su casa?

Al mismo tiempo tiró del cordón de la campanilla, y en cuanto entró el criado, le dio una orden en voz baja. Poco después, el servidor entró con una bandeja, en la cual había bizcochos y una botella de champaña. El comandante me sirvió ambas cosas y previno:

—Como estamos de acuerdo acerca de que en este momento se halla usted en su casa, la dejaré sola e iré a presenciar la lección de canto de mi "prima donna".

—Está en juego la tranquilidad de toda mi vida —le dije—. Una vez sola aquí, ¿podré examinarlo todo?

—Antes procure calmarse y tome un sorbo de champaña.

Obedecí, y él agregó:

—Asumo una responsabilidad enorme accediendo; pero lo hago por creer que, en efecto, de ello depende su felicidad futura.

Sacó de su bolsillo las llaves, y continuó:

—Ahí tiene usted la llave de todos los muebles de la pieza. Esta mayor es de la puerta de salida. No le hago ninguna otra insinuación. Ahora bien: si consigue descubrir algo, no olvide que se sentirá aterrada.

—Afrontaré las consecuencias de mi descubrimiento, cualesquiera que sean.

—No se dé prisa. La casa y todos sus habitantes se encuentran a su disposición. Llame cuando desee ordenar algo al criado. Dos campanillazos servirán para avisar a la camarera. Le haré algunas visitas para darme cuenta de cómo van sus trabajos.