La Casualidad Vengadora
Anthony Berkeley
ROGER Sheringham se sentía inclinado a pensar, mucho después que el Caso de los Bombones Envenenados, como los periódicos lo llamaron, era quizás el crimen más perfectamente planeado con que se había enfrentado en toda su vida. El motivo era evidente, cuando se sabía dónde buscarlo: pero a nadie se le ocurría buscarlo allí; el sistema utilizado era muy significativo, cuando se habían captado sus verdaderos elementos: pero nadie conseguía captarlos; los indicios eran muy aparentes, cuando se había comprobado lo que ocultaban: pero nadie lograba comprobarlo. A no ser por la más simple de las casualidades, que el asesino no podía haber previsto, el crimen hubiese pasado a engrosar la clásica lista de los grandes misterios.
Éste es el resumen del caso, tal como el Inspector Jefe Moresby se lo contó a Roger una noche en las habitaciones de este último en el Albany, cosa de una semana después de que ocurriera:
El quince de noviembre, viernes, a las diez y media de la mañana y de acuerdo con su invariable costumbre, Sir William Anstruther entró en su club de Piccadilly —el muy privado Rainbow Club— y pidió su correo. El portero le entregó tres cartas y un pequeño paquete. Sir William se acercó al encendido hogar del salón, tomó asiento y se dispuso a leer su correspondencia.
Unos minutos después llegó al club otro de sus miembros, un tal Mr. Graham Beresford. Recogió una carta y un par de circulares y se acercó también al fuego, saludando con un gesto a Sir William, pero sin dirigirle la palabra. Los dos hombres sólo se conocían de vista, y probablemente no habían intercambiado más de una docena de palabras en toda su vida.
Después de haber ojeado rápidamente sus cartas, Sir William abrió el paquete y, al cabo de unos instantes, emitió un bufido de indignación. Beresford se lo quedó mirando y, con un gruñido, Sir William le tendió una carta que iba incluida en el paquete. Disimulando una sonrisa (las "cosas" de Sir William eran siempre motivo de diversión para los otros miembros del club), Beresford leyó la carta. Era de una importante firma de fabricantes de bombones, Masón e Hijos, y decía que estaban a punto de lanzar al mercado una nueva marca de bombones de licor, concebidos especialmente para satisfacer el paladar de los caballeros. ¿Quería Sir William hacerles el honor de aceptar la adjunta caja de dos libras y hacer llegar a la firma su sincera opinión acerca de la calidad de los bombones?
—¿Creen que soy una estúpida corista? —exclamó Sir William—. ¡Atreverse a pedirme que les escriba mi opinión sobre sus indecentes bombones! Me quejaré a la junta. Estas estupideces no deberían ser permitidas aquí.
—No creo que lo hayan hecho con mala intención —trató de calmarle Beresford—. Por cierto, que esto me recuerda que le debo una caja de bombones a mi esposa. Anoche estuvimos en el Imperial, y le aposté a mi esposa una caja de bombones contra un centenar de cigarrillos a que no era capaz de adivinar quién era el traidor al final del segundo acto. Ganó ella. Tengo que acordarme de comprar los bombones. ¿Ha visto usted la obra? Se llama La Calavera crujiente, y no está mal…
Sir William no la había visto y lo manifestó con cierta energía.
—¿Y dice usted que necesita una caja de bombones? —añadió, en tono más amable—. Puede llevarse ésta. Yo no la quiero.
Beresford opuso algunas objeciones corteses y luego, por desgracia para él, aceptó. El dinero que se ahorraba de este modo no significaba nada para Beresford, puesto que era un hombre rico; pero siempre le había gustado ahorrar.
Por una casualidad extraordinariamente afortunada, ni el envoltorio exterior de la caja ni la carta de envío fueron arrojados al fuego, a pesar de que los dos hombres habían lanzado los sobres de sus cartas a las llamas. Sir William hizo una pelota con el papel que envolvía la caja, la carta y el cordel, pero se la entregó a Beresford, y éste la dejó caer en el guardafuegos de la chimenea. El portero, que era un hombre de costumbres muy ordenadas, sacó la pelota del guardafuegos y la colocó en el cesto de los papeles, donde fue encontrada más tarde por la policía.
De los tres inconscientes protagonistas de la inminente tragedia, el más notable era, sin duda, Sir William. A punto de cumplir los cincuenta años, su rostro rojizo y su aspecto achaparrado le conferían el típico aspecto de un caballero rural de la vieja escuela, y su lenguaje y sus modales estaban de acuerdo con su aspecto. Sus costumbres, especialmente en lo que respecta a las mujeres, estaban también de acuerdo con la tradición de los más osados baronets.
Comparado con Sir William, Beresford era un hombre más bien vulgar. Alto, moreno, de facciones agradables, poseía un temperamento tranquilo y reservado. Acababa de cumplir los treinta y dos años. Su padre le había dejado una gran fortuna al morir, pero la ociosidad no estaba hecha para Graham Beresford y tenía participación en numerosos negocios.
El dinero atrae dinero. Graham Beresford había heredado dinero, había hecho dinero e, inevitablemente, se había casado también con el dinero: la hija de un difunto armador de Liverpool, heredera de medio millón de libras. Pero el dinero era incidental, ya que Beresford la necesitaba a ella y se hubiese casado con ella tan inevitablemente (decían sus amigos), si la muchacha no hubiese poseído un penique. Era una joven alta, seria y muy culta, no tan joven que su carácter no hubiese tenido tiempo de formarse (tenía veinticinco años cuando Beresford se casó con ella, tres años antes). Para él era la esposa ideal. Algo puritana quizás en algunos aspectos, pero Beresford, cansado de sus devaneos juveniles, estaba dispuesto a ser también un puritano si su esposa se lo exigía. En una palabra, los Beresford constituían lo que se llama un matrimonio feliz.
Y en medio de su felicidad vino a caer, como una inesperada tragedia, la caja de bombones.
Beresford se la entregó a su esposa después del almuerzo, mientras tomaban café, con una divertida observación acerca del pago de las deudas de honor, y ella abrió la caja inmediatamente. La capa superior parecía estar compuesta solamente de bombones de kirsch y de marrasquino. A Beresford no le gustaba mezclar sabores extraños al de un buen café, y rechazó la invitación de su esposa para que probase uno de los bombones. Ella se comió uno. Inmediatamente, exclamó con gesto de sorpresa que el relleno era excesivamente fuerte y le había escaldado la boca.
Beresford le explicó que eran muestras de una nueva marca y luego, intrigado por lo que acababa de decirle su esposa, tomó uno de los bombones. En efecto, el líquido era muy ardiente, no hasta un extremo insoportable, pero sí lo bastante fuerte para que no resultara agradable.
—Desde luego —convino Beresford—, son muy fuertes. Deben haberlos rellenado con alcohol puro.
—No lo creo —dijo su esposa, tomando otro bombón—. Pero son muy fuertes. Sin embargo, me parece que acabarán por gustarme.
Beresford comió otro bombón y le desagradó todavía más.
—No puedo con ellos —confesó—. Me han dejado la lengua casi insensible. No deberías comerlos, querida. Me parece que no están en buenas condiciones.
—Supongo que los han fabricado en plan de prueba. Pero queman como demonios. No estoy segura de si me gustan o no.
Poco después, Beresford se marchó a la City, donde tenía una cita de negocios. Dejó a su esposa tratando de comprobar si los bombones le gustaban o no, comiendo uno detrás de otro para decirlo. Beresford recordó más tarde la conversación que había sostenido con su esposa a la hora del café, debido a que fue la última vez que la vio viva.
Beresford había salido de su casa a las dos y media. A las cuatro menos cuarto Beresford llegó a su club desde la City en un taxi, en un estado de colapso. El conductor del taxi y el portero le ayudaron a entrar en el edificio, y ambos le describieron posteriormente diciendo que estaba pálido como un cadáver, con los labios lívidos y la piel húmeda y viscosa. Su mente, sin embargo, seguía funcionando normalmente, y cuando los dos hombres le hubieron acompañado hasta lo alto de la escalera de entrada fue capaz de andar, con la ayuda del portero, hasta el salón.
El portero, profundamente alarmado, habló de enviar inmediatamente en busca de un médico, pero Beresford, que aborrecía como nadie las escenas, no se lo permitió, diciendo que debía tratarse de una simple indigestión y que no tardaría en reponerse. Cuando el portero se hubo marchado, Beresford le dijo a Sir William Anstruther, el cual se hallaba también en el club:
—Ahora que pienso en ello, creo que mi indisposición se debe a los infernales bombones que usted me dio. De momento me pareció divertido, pero ahora creo que será mejor que vaya a ver si mi esposa…
Se interrumpió repentinamente. Su cuerpo, que había permanecido inclinado hacia delante en su butaca, se irguió súbitamente, poniéndose rígido; sus mandíbulas entrechocaron, los lívidos labios se distendieron en una horrible mueca y sus manos se aferraron a los brazos del sillón. Al mismo tiempo, Sir William notó un inconfundible olor a almendras amargas.
Profundamente alarmado, creyendo que el hombre estaba agonizando ante sus ojos, Sir William llamó a grandes voces al portero para que avisara inmediatamente a un médico. Los otros ocupantes del salón acudieron rápidamente y colocaron el convulso cuerpo del inconsciente Beresford en una posición más cómoda. Antes de que llegara el médico se recibió un mensaje telefónico en el club procedente de un excitado mayordomo que preguntaba si Mr. Beresford se encontraba allí, y en caso afirmativo rogándole que acudiera inmediatamente a su casa, ya que Mrs. Beresford se hallaba gravemente enferma. En realidad, Mrs. Beresford estaba ya muerta.
Beresford no murió. Había ingerido menos veneno que su esposa, la cual se había comido por lo menos tres bombones más después de la marcha de su esposo, y el médico llegó a tiempo para salvarle. Como se comprobó más tarde, la dosis ingerida por Beresford no era mortal. Alrededor de las ocho de aquella misma noche había recobrado el conocimiento; y al día siguiente había entrado prácticamente en la convalecencia.
En cuanto a la desdichada Mrs. Beresford, el médico había llegado demasiado tarde para salvarla. Sumida en un profundo coma, el fatal desenlace se produjo con gran rapidez.
La policía se había hecho cargo del asunto en cuanto fue informada de la muerte de Mrs. Beresford y hubo comprobado la existencia del veneno. Poco después comprobaba también que el agente activo del envenenamiento habían sido los bombones.
Sir William fue interrogado, el envoltorio y la carta de envío fueron recuperadas del cesto de los papeles, y antes incluso de que Beresford se hallara fuera de peligro, un inspector solicitaba una entrevista con el director-gerente de Masón e Hijos, fabricantes de bombones. Scotland Yard se mueve rápidamente.
Hasta aquel momento, la teoría de la policía, basada en los informes facilitados por Sir William y por los dos médicos, era que se había producido un caso de negligencia criminal por parte de uno de los empleados de Masón, el cual había incluido una cantidad excesiva de aceite de almendras amargas en la mezcla destinada al relleno de los bombones, mezcla que, según los médicos, había provocado el envenenamiento. Sin embargo, el director-gerente descartó por completo aquella idea: la casa Masón no había utilizado nunca aceite de almendras amargas.
Añadió algo todavía más interesante. Después de leer con expresión de asombro la carta de envío, declaró que se trataba de una impostura. Ni la carta, ni las muestras de bombones habían salido de la casa Masón; la casa Masón no había pensado siquiera en lanzar al mercado una nueva marca de bombones. Los bombones contenidos en la caja eran de su marca normal.
Desenvolviendo y examinando minuciosamente uno de los bombones, llamó la atención del inspector acerca de una marca existente en la superficie inferior del chocolatín, sugiriendo que podía corresponder a la huella de un agujero practicado en el bombón y a través del cual pudo haber sido extraído el líquido original para sustituirlo por la mezcla letal. El agujero podía haber sido taponado posteriormente con chocolate blando, una operación muy sencilla.
El inspector examinó el bombón con la ayuda de una lupa y se mostró de acuerdo con el director-gerente. Era evidente que alguien había tratado deliberadamente de asesinar a Sir William Anstruther.
Scotland Yard redobló sus actividades. Los bombones fueron enviados al laboratorio de toxicología, se interrogó de nuevo a Sir William y también a Beresford, el cual había recobrado ya el conocimiento. El médico insistió en que no debía dársele a Beresford la noticia de la muerte de su esposa hasta el día siguiente, ya que la impresión podía resultarle fatal en el estado de suma debilidad en que se hallaba. Por lo tanto, la policía no obtuvo de él ninguna información que pudiera servir de ayuda a la investigación.
Tampoco Sir William aportó ningún dato que arrojara la más leve luz sobre el misterio, ni pudo señalar a una sola persona interesada en su muerte. Sir William vivía separado de su esposa, que era la principal beneficiaría de su testamento, pero que en aquella época residía en el sur de Francia, tal como confirmó posteriormente la policía francesa. Su finca de Worcestershire, fuertemente hipotecada, debía pasar a manos de su sobrino; pero como la renta que producía la finca apenas cubría los intereses de la hipoteca y el sobrino gozaba de una situación económica mucho más desahogada que la del propio Sir William, tampoco allí se veía ningún motivo para un asesinato. La policía se encontró ante un callejón sin salida.
El análisis de los bombones puso de relieve un par de hechos muy interesantes. El veneno utilizado no era, como se había creído, aceite de almendras amargas, sino nitrobencina, una sustancia parecida, empleada principalmente en la fabricación de tintes de anilina. Cada uno de los bombones de la capa superior contenía exactamente dos decigramos de nitrobencina, en una mezcla de kirsch y marrasquino. Los bombones de las otras capas eran inofensivos.
Estas pistas parecían tan inútiles como las demás. El papel utilizado para escribir la carta de envío fue identificado por la casa Merton como salido de sus talleres, pero nada permitía establecer cómo había llegado a manos del asesino. El único dato señalado por los Merton era que los bordes del papel estaban algo amarillentos, lo cual significaba que había sido fabricado unos años antes. La máquina de escribir utilizada para mecanografiar la carta no pudo ser localizada. El papel que envolvía la caja de bombones, un trozo de papel corriente de embalar con las señas de Sir William escritas a mano con grandes mayúsculas, sólo permitió averiguar que el paquete fue depositado en la oficina de correos de Southampton Street entre las 8,30 y las 9,30 de la noche anterior. Una sola cosa era evidente: quienquiera que hubiese atentado contra la vida de Sir William, no tenía intención de pagar por ello.
—Ahora sabe usted tanto como nosotros, Mr. Sheringham —concluyó el inspector jefe Moresby—. Y si puede decir quién envió esos bombones a Sir William, sabrá usted mucho más.
Roger asintió pensativamente.
—Es un caso muy difícil, desde luego. Ayer, precisamente, encontré a un amigo mío que había ido a la escuela con Beresford. No le conocía muy bien, ya que Beresford sólo estudiaba asignaturas modernas y mi amigo es una especie de ratón de biblioteca, pero asistían a la misma clase. Dice mi amigo que Beresford ha quedado completamente destrozado por la muerte de su esposa. Me gustaría que encontrase usted a la persona que envió esos bombones, Moresby.
—También a mí me gustaría encontrarla —replicó lúgubremente Moresby.
—Puede haber sido cualquiera en el ancho mundo —murmuró Roger—. ¿Qué me dice usted de una mujer celosa, por ejemplo? La vida privada de Sir William dista mucho de ser un dechado de perfección. He oído decir que es muy amigo de cambiar frecuentemente de pareja.
—Ya lo he tenido en cuenta —replicó el inspector jefe Moresby en tono de reproche—. Fue lo primero que se me ocurrió, ya que este crimen tiene todas las características de un crimen femenino. Nadie que no sea una mujer enviaría bombones envenenados a un hombre. Otro hombre le enviaría una muestra envenenada de whisky, o algo por el estilo.
—Muy bien razonado, Moresby —asintió Roger—. Muy bien razonado. Y, ¿no puede ayudarle Sir William?
—No puede —respondió Moresby, en tono algo enojado—, o no quiere. Al principio me sentía inclinado a creer que sospechaba de alguien y que trataba de encubrir a una mujer. Pero ahora ya no lo creo.
—¡Hum! —Roger no parecía estar tan convencido como Moresby—. ¿No le recuerda nada este caso? En cierta ocasión, un lunático le envió bombones envenenados al propio jefe superior de Policía. Y un buen crimen siempre tiene imitadores, como usted ya sabe.
El rostro de Moresby se iluminó.
—Me alegra oírle decir eso, Mr. Sheringham, porque es la misma conclusión a que yo he llegado. He comprobado todas las demás teorías, y, que yo sepa, no existe un alma interesada en la muerte de Sir William que no pueda ser descartada como presunto culpable. En realidad, me inclino a creer que la persona que envió esos bombones fue alguna mujer irresponsable y lunática, que probablemente no había visto nunca a Sir William. Y si es así —suspiró Moresby—, no veo la posibilidad de ponerle nunca las manos encima.
—A menos que la casualidad entre en funciones —dijo Roger en tono animoso—, como hace tan a menudo, y le ayude a usted. Una gran cantidad de casos han sido resueltos gracias a una afortunada casualidad, ¿no es cierto? La Casualidad Vengadora. Bonito título para una película. Pero hay mucho de verdad en él. Si yo fuera supersticioso, cosa que no soy, diría que no se trata de la casualidad, sino de la Providencia vengando a la víctima.
—Bueno, Mr. Sheringham —dijo Moresby, que tampoco era supersticioso—, a decir verdad, no me importa lo que sea, con tal que me permita descubrir al culpable.
Si Moresby había visitado a Roger Sheringham con la esperanza de poner en ebullición el cerebro de aquel caballero, se marchó completamente chasqueado.
En realidad, Roger se sentía inclinado a compartir la opinión del inspector jefe en el sentido de que la tentativa de asesinato de Sir William Anstruther y el asesinato efectivo de la desdichada Mrs. Beresford tenían que ser obra de algún lunático desconocido. Por tal motivo, aunque meditó bastante en el caso durante los días siguientes, no trató de resolverlo en serio. Era la clase de asunto que exigía interminables pesquisas, las cuales no podían ser llevadas a cabo por un particular, privado de tiempo y de autoridad para entregarse a ellas. Sólo la policía oficial podía dedicarse a aquella penosa labor. El interés de Roger era puramente académico.
El azar, una casualidad que salió a su encuentro una semana más tarde, convirtió en personal el académico interés.
Roger se hallaba en Bond Street, a donde había acudido con la idea de comprarse un sombrero. De repente, vio avanzar hacia él a Mrs. Verreker-le-Fleming. Mrs. Verreker-le-Fleming era menuda, exquisita, rica y viuda. Sentía una gran admiración por Roger, y se la manifestaba siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Pero, a los ojos de Roger, Mrs. Verreker-le-Fleming tenía un defecto insoportable: hablaba, y hablaba, y hablaba. Y a Roger le gustaba más hablar consigo mismo. Trató de cruzar la calle, pero no encontró ningún resquicio en la corriente del tránsito. Estaba acorralado.
Mrs. Verreker-le-Fleming se precipitó hacia él con una alegre sonrisa en sus hermosos ojos.
—¡Oh, Mr. Sheringham! Precisamente, la persona a la que deseaba ver. En confianza: ¿se ocupa usted de ese horrible asunto de la muerte de la pobre Mrs. Beresford?
Roger, con una estereotipada sonrisa de cortesía en el rostro, trató de pronunciar una palabra, sin conseguirlo.
—Quedé horrorizada cuando me lo contaron, sencillamente horrorizada. Verá, Joan y yo éramos muy amigas. Amigas íntimas. Y lo peor de todo, lo verdaderamente terrible es que la propia Joan se atrajo la desgracia. ¿No es espantoso?
Roger no deseaba ya escapar.
—¡No me diga! —murmuró, procurando mostrarse lo suficientemente incrédulo.
—Sí, es lo que la gente llama una trágica ironía —continuó Mrs. Verreker-le-Fleming—. Desde luego, ha sido una cosa trágica, y nunca oí nada tan terriblemente irónico. Ya sabe usted, desde luego, que Joan apostó una caja de bombones con su marido. De no ser por eso, Sir William hubiera tenido que comerse los bombones envenenados y la pobre Joan no hubiese muerto. Pues bien, Mr. Sheringham —Mrs. Verreker-le-Fleming bajó la voz hasta convertirla en un susurro y adoptó un cómico aire de conspirador—, no se lo he contado a nadie, pero voy a decírselo a usted porque sé que sabrá apreciarlo. ¡Joan no jugó limpio!
—¿A qué se refiere usted? —preguntó Roger, intrigado.
Mrs. Verreker-le-Fleming respiraba satisfacción por todos sus poros.
.—¡Joan había visto ya la comedia! Fuimos juntas, ella y yo, la primera semana de la representación. Joan sabía quién era el traidor al entrar en el teatro.
—¡Voto a cribas! —Roger estaba tan impresionado como Mrs. Verreker-le-Fleming pudiera haber deseado—.¡ !Ninguno de nosotros es inmune a ella!
—¿Justicia poética, quiere usted decir? —gorjeó Mrs. Verreker-le-Fleming, para quien aquella observación había resultado incomprensible—. Sí, pero… ¡haberle ocurrido precisamente a Joan! Nunca hubiese pensado que Joan pudiera hacer una cosa como ésa. Era una muchacha tan encantadora… Un poco avara, desde luego, teniendo en cuenta lo rica que era, pero eso no es nada. Incluso resultaba divertido… De todos modos, siempre creí que Joan era una muchacha seria, Mr. Sheringham. Quiero decir que la gente normal no habla del honor, ni de la verdad, ni de todas esas cosas que se dan por supuestas. Pero Joan lo hacía. Siempre decía que tal acción no era honorable, o que no se jugaba limpio… Y la pobre muchacha tuvo que pagar por no haber jugado limpio, ¿no es cierto? Esto demuestra la verdad del viejo refrán, ¿no le parece?
—¿Qué refrán? —dijo Roger, hipnotizado por aquella verborrea.
—"No te fíes del agua mansa" —recitó Mrs. Verreker-le-Fleming—. Desde luego, Joan me engañó por completo. Quiero decir que no podía ser tan honorable y tan sincera como pretendía, ¿verdad? Y no puedo menos que preguntarme si una muchacha que engaña a su marido en una cosa sin importancia como ésa no es capaz de…, bueno, no quiero decir nada contra la pobre Joan ahora que está muerta, pero creo que no era tan santa, después de todo, ¿no le parece? Quiero decir —continuó Mrs. Verreker-le-Fleming, exprimiendo hasta el máximo sus sugerencias—, que la psicología de una persona es algo muy interesante. ¿No opina usted lo mismo, Mr. Sheringham?
—A veces, sí —convino gravemente Roger—. Pero, antes mencionó usted a Sir William Anstruther. ¿Le conoce usted?
—Le conocí en otros tiempos —respondió Mrs. Verreker-le-Fleming sin dar muestras de interés—. ¡Es un hombre horrible! Siempre está corriendo detrás de alguna mujer. Y cuando está cansado de ella, la manda tranquilamente a paseo. Al menos —añadió Mrs. Verreker-le-Fleming algo precipitadamente—, eso he oído decir.
—¿Y qué sucede si ella se niega a ser despedida de ese modo?
—¡Oh, querido! ¿Cómo podría saberlo yo? Supongo que habrá usted oído hablar de la última…
Roger puso cara de circunstancias.
—Sí, la esposa de un tal Bryce, que tiene negocios de petróleo, o gasolina, o algo por el estilo… La cosa empezó hace unas tres semanas. Cualquiera hubiese pensado que el saberse responsable, hasta cierto punto, de la muerte de la pobre Joan Beresford, podía hacer sentar un poco la cabeza a Sir William, ¿no le parece? Pues bien, ni pensarlo: sigue…
Los pensamientos de Roger iban en otra dirección.
—Fue una lástima que no estuviera usted en el Imperial, con los Beresford, aquella noche. Mrs. Beresford no hubiera hecho la apuesta en su presencia. —La expresión de Roger era de lo más cándida—. Porque usted no estaba allí, ¿verdad?
—¿Yo? —inquirió Mrs. Verreker-le-Fleming, sorprendida—. No, desde luego que no. Estuve en el Pavilion, con Lady Gavelstoke. Me pidió que la acompañara a su palco.
—¿En el Pavilion? ¡Ah, sí, la nueva revista! Muy interesante… Uno de los cuadros, El Eterno Triángulo, me pareció muy ingenioso. ¿Ya usted?
—¿El Eterno Triángulo? —balbució Mrs. Verreker-le-Fleming.
—Sí, en el primer acto.
—¡Oh! Entonces, no pude verlo. Llegué al teatro un poco tarde, ¿sabe? Siempre llego tarde a todas partes —añadió melancólicamente Mrs. Verreker-le-Fleming.
Roger mantuvo resueltamente el resto de la conversación en el plano teatral. Pero antes de despedirse de su interlocutora se había asegurado de que Mrs. Verreker-le-Fleming tenía fotografías de Mrs. Beresford y de Sir William Anstruther, y había obtenido permiso para tomarlas prestadas por algún tiempo. En cuanto Mrs. Verreker-le-Fleming se hubo marchado, Roger subió a un taxi y se hizo conducir a casa de la dama en cuestión. Pensó que lo mejor era aprovechar inmediatamente el permiso obtenido, sin tener que pagar una segunda vez por él.
La doncella acogió amablemente a Roger y no pareció extrañarse del motivo que le había traído a la casa, introduciéndole inmediatamente en el salón. Uno de los ángulos de la estancia estaba dedicado a las fotografías con marcos de plata de los amigos de Mrs. Verreker-le-Fleming, los cuales eran muy numerosos. Roger contempló las fotografías con el mayor interés y terminó por llevarse seis de ellas, en vez de las dos que había solicitado: Sir William, Mrs. Beresford, Beresford, dos extraños varones que parecían pertenecer a la época de Sir William y, finalmente, una instantánea de la propia Mrs. Verreker-le-Fleming. A Roger le gustaba disimular su rastro.
Durante el resto del día estuvo muy ocupado.
No cabe duda de que sus actividades hubieran sido tildadas por Mrs. Verreker-le-Fleming no sólo de desconcertantes, sino también de insustanciales. Entró en una biblioteca pública, por ejemplo, y consultó una guía comercial, después de lo cual tomó un taxi y se hizo conducir a las oficinas de la Anglo-Eastern Perfumery Company, donde preguntó por un tal Mr. Joseph Lea Hardwick, y pareció muy decepcionado al oír que dicho caballero era desconocido en la firma y no estaba empleado en ninguna de sus sucursales. Pero, antes de abandonar la oficina, Roger había hecho numerosas preguntas acerca de la firma y sus sucursales.
A continuación se dirigió a la casa Weall and Wilson, una conocidísima firma que protege los intereses comerciales de sus clientes y les asesora en materia de inversiones. Roger se presentó como presunto cliente, y explicó que deseaba invertir una gran suma de dinero. Le hicieron rellenar un formulario especial con el encabezamiento "Estrictamente confidencial". Luego se dirigió al Rainbow Club, de Piccadilly.
Se presentó a sí mismo al portero diciéndole sin sonrojarse que estaba relacionado con Scotland Yard, y le dirigió un gran número de preguntas, más o menos intrascendentes, acerca de la tragedia.
—Creo que Sir William —dijo finalmente, como al descuido— no había cenado aquí la noche anterior…
Era evidente que los informes de Roger no eran correctos. Sir William había cenado en el club, como lo hacía tres veces por semana.
—Me habían asegurado que no estuvo aquí aquella noche —se lamentó Roger.
El portero fue categórico en sus declaraciones. Se acordaba perfectamente, y llamó a un camarero para que corroborase sus palabras. Sir William había cenado en el club, un poco más tarde que de costumbre, y no había abandonado el comedor hasta las nueve de la noche. Y había pasado la velada allí, ya que el mismo camarero le había servido un whisky en el salón una hora más tarde. Roger se dio por vencido.
Salió del club y tomó otro taxi para ir a la casa Merton. Al parecer, deseaba comprar un tipo especial de papel de cartas, cuyas características explicó detalladamente a la joven que atendía al mostrador. La joven colocó ante Roger varios muestrarios y le rogó que los examinara por si encontraba alguna muestra que correspondiera a lo que deseaba. Roger empezó a examinar los muestrarios, y mientras lo hacía le dijo a la joven que un íntimo amigo suyo le había aconsejado que acudiera a la casa Merton… Precisamente, llevaba en el bolsillo la fotografía de aquel amigo. ¿No era una curiosa coincidencia?
La joven asintió cortésmente.
—Creo que mi amigo estuvo aquí hace unos quince días —dijo Roger, sacando la fotografía—. ¿Le reconoce usted?
La joven cogió la fotografía, sin mostrar el menor interés.
—¡Oh, sí! Le recuerdo perfectamente. Creo que también deseaba un tipo especial de papel de cartas, ¿no es cierto?
De modo que ése es su amigo… El mundo es un pañuelo.
Roger cenó en sus habitaciones del Albany. Más tarde, sintiéndose desvelado, salió del hotel y se dirigió a Picadilly. Andaba lentamente, sumido en profundas reflexiones, y se detuvo a contemplar las fotografías de la nueva revista colgadas en el vestíbulo del Pavilion. Poco después se dio cuenta de que había llegado a Jermyn Street y se hallaba ante la puerta del teatro Imperial. Echó una ojeada a los anuncios de La Calavera Crujiente y vio que la representación empezaba a las ocho y media. Mirando su reloj, comprobó que pasaban veinte minutos de aquella hora. Roger tenía ante sí una noche vacía. Entró en el teatro.
A la mañana siguiente, a una hora muy intempestiva para él, Roger llamó a Moresby en Scotland Yard.
—Moresby —le dijo, sin ningún preámbulo—, necesito que haga usted algo por mí. Búsqueme a un taxista que tomó a un pasajero en Piccadilly Circus o en sus alrededores la noche anterior al asesinato de Mrs. Beresford y lo condujo a Southampton Street, y a otro que efectuó el mismo viaje, pero a la inversa, poco después. No estoy completamente seguro acerca del primer viaje. Y también es posible que se utilizara el mismo taxi para la doble carrera, aunque lo dudo. De todos modos, trate de encontrarlos. ¿Lo hará usted?
—¿Qué se trae usted ahora entre manos, Mr. Sheringham? —preguntó suspicazmente Moresby.
—Estoy tratando de destruir una interesante coartada —respondió tranquilamente Roger—. A propósito, Moresby, sé quién envió aquellos bombones a Sir William. Precisamente estoy reuniendo las pruebas para usted. En cuanto haya encontrado a esos taxistas, venga a verme.
Roger colgó el receptor, dejando boquiabierto a Moresby.
Durante el resto del día, Roger se dedicó a visitar algunas tiendas que vendían máquinas de escribir de segunda mano. Deseaba comprar una, pero insistió en que tenía que ser una Hamilton n.° 4. Cuando el personal de la tienda trataba de mostrarle alguna máquina de otra marca, Roger se negaba a mirarla diciendo que un amigo suyo le había recomendado una Hamilton n.° 4. El amigo en cuestión había comprado una Hamilton n.° 4 hacía unas tres semanas. Tal vez la compró en aquella misma tienda. ¿No? ¿No habían vendido una Hamilton n.° 4 en los últimos tres meses? Qué raro…
Pero en una tienda habían vendido una Hamilton n.° 4 hacía menos de un mes, y aquello era todavía más raro.
A las cuatro y media, Roger regresó a su habitación para esperar el mensaje telefónico de Moresby. Llegó a las cinco y media.
—Tengo en mi oficina a catorce taxistas —dijo Moresby agresivamente—. ¿Qué quiere usted que haga con ellos?
—¡Guárdelos ahí hasta que yo llegue, inspector! —replicó alegremente Roger.
La entrevista con los catorce taxistas fue bastante breve. Roger mostró a cada uno de ellos una fotografía, procurando que Moresby no la viera, y les preguntó si reconocían a su pasajero de aquella noche. El noveno de los taxistas la reconoció sin vacilar.
A una seña de Roger, Moresby despidió a los taxistas y luego se sentó ante su escritorio, tratando de adoptar un aire oficial. Roger, por su parte, se sentó en el borde del escritorio, dejando que sus piernas se balancearan en el aire, con el menos oficial de los aspectos. Una fotografía cayó de su bolsillo, sin que Roger se diera cuenta, y revoloteó hasta quedar debajo de la mesa, boca abajo. Moresby la miró, pero no se inclinó a recogerla.
—Y ahora, Mr. Sheringham —dijo—, espero que me contará usted lo que ha estado haciendo.
—Desde luego, Moresby —respondió Roger amablemente—. He estado trabajando para usted. En realidad, he solucionado el caso. He aquí la prueba que le hacía falta. —Sacó una carta de su bolsillo y se la entregó al inspector jefe—. Compruebe usted si esta carta ha sido mecanografiada con la misma máquina que utilizaron para escribir la carta de envío que acompañaba a los bombones envenenados.
Moresby la estudió unos instantes. Luego sacó de uno de los cajones de su escritorio la carta de envío y la comparó atentamente con la que acababa de entregarle Roger.
—Mrs. Sheringham —inquirió solemnemente—, ¿dónde ha obtenido usted esa muestra de escritura?
—En una tienda dedicada a la venta de máquinas de escribir de segunda mano, en St. Martin's Lane. La máquina fue vendida a un cliente desconocido hace cosa de un mes. Identificaron al cliente en una fotografía, la misma que ha servido para que el taxista identificara a su pasajero. Como tienen por costumbre, utilizaron una temporada esta máquina en su oficina, después de repararla, para comprobar su funcionamiento. Me fue fácil obtener esa muestra de su escritura.
—¿Y dónde está ahora la máquina?
—Supongo que en el fondo del Támesis —sonrió Roger—. Nuestro asesino no es amigo de correr riesgos innecesarios. Pero, no importa. Tiene usted una prueba, ¿no?
—¡Hum! Así parece —concedió Moresby a regañadientes—. Pero, ¿qué me dice usted del papel de la carta de envío? No olvide que llevaba el membrete de la casa Masón.
—No hay problema —respondió tranquilamente Roger—. La casa Merton imprime también los membretes del papel de cartas a los clientes que lo solicitan. Los bordes amarillentos de la carta de envío me hicieron sospechar algo que he comprobado en el curso de una visita a la papelería: el papel de la carta de envío fue sacado de uno de los muestrarios de aquel establecimiento. Puedo probar que el asesino tuvo en sus manos el muestrario, y que ese papel estuvo allí.
—Eso ya está mejor —dijo Moresby, en tono satisfecho.
—En cuanto al taxista, el asesino tenía una coartada. Ya le dije que trataba de destruirla. Creo que lo he conseguido. Entre nueve y diez y nueve veinticinco, o sea, a la misma hora en que tuvo que ser depositado el paquete en la oficina de correos, el criminal estuvo en Southampton Street. El viaje de ida lo efectuó en autobús o en el Metro, pero el regreso, tal como yo suponía, tuvo que hacerlo en taxi, a fin de ganar tiempo.
—Y, ¿quién es el asesino, Mr. Sheringham?
—La persona cuya fotografía está en mi bolsillo —respondió secamente Roger—. A propósito, ¿recuerda usted lo que le decía el otro día, acerca de un título excelente para una película? Pues bien, todo se lo debo a la casualidad. Gracias a un encuentro casual con una mujer estúpida en Bond Street me enteré, sin proponérmelo, de algo que me hizo comprender inmediatamente quién había enviado los bombones envenenados a Sir William. Existían otras posibilidades, desde luego, y las he comprobado, pero fue allí, en la acera de Bond Street, donde vi clara la situación, del principio al fin.
—Entonces, ¿quién es el asesino, Mr. Sheringham? —repitió Moresby.
—Fue un crimen maravillosamente planeado —continuó Roger, sin responder a la pregunta del inspector jefe—. Ni por un instante se nos ocurrió que estábamos incurriendo en el error a que el asesino trataba de inducirnos.
—¿A qué se refiere usted? —preguntó Moresby.
—Desde el primer momento pensamos que el plan había fracasado. Que la víctima había muerto a causa de una circunstancia que el asesino no había podido prever. Esto era precisamente lo mejor del plan. El plan no había fracasado. Había sido un éxito rotundo.
Moresby parpadeó, asombrado.
—No lo entiendo, francamente —murmuró.
—La víctima escogida era Mrs. Beresford. Por eso digo que el plan era maravilloso. Todo estaba previsto. Estaba previsto que Sir William entregaría los bombones a Beresford. Estaba previsto que buscaríamos al asesino entre los allegados a Sir William, y no entre los de Mrs. Beresford. Probablemente, incluso estaba previsto que el crimen sería considerado como la obra de una mujer…
Moresby, incapaz de continuar refrenando su impaciencia, se inclinó a recoger la fotografía caída debajo de la mesa.
—¡Santo cielo! Mr. Sheringham, no irá usted a decirme que… el propio Sir William…
—Deseaba obtener el dinero de Mrs. Beresford —continuó diciendo Roger, pensativamente—. No cabe duda de que al principio le gustaba como mujer, aunque siempre pensó más en su dinero.
'Pero lo malo del caso es que ella estaba muy apegada a su dinero. Llegó un momento en que el asesino necesitaba aquel dinero con urgencia, y ella no estaba dispuesta a soltarlo. No existe la menor duda acerca del motivo. He confeccionado una lista de las firmas en las cuales estaba interesado el asesino, y me he informado acerca de ellas. Todas están al borde de la quiebra, o poco menos. El asesino había invertido todo su dinero en ellas, y necesitaba más.
"En cuanto al veneno empleado, que tanto nos intrigó, la cosa no pudo ser más sencilla. He podido comprobar que la nitrobencina, además del uso que usted me citó, se emplea en gran escala en perfumería. Y el asesino tenía intereses en un negocio de perfumería. La Anglo-Eastern Perfumery Company. Así pudo enterarse de las propiedades venenosas de la nitrobencina, desde luego. Pero no creo que la sacara de allí. Es demasiado listo para dejar una pista como ésa. Lo más probable es que la preparara por sí mismo. Cualquier estudiante sabe que mezclando benzol y ácido nítrico se obtiene nitrobencina.
—Pero… —tartamudeó Moresby—pero, Sir William… es… estuvo en Eton…
—¿Sir William? —inquirió secamente Roger—. ¿Quién habla de Sir William? Ya le dije a usted que la fotografía del asesino estaba en mi bolsillo. —Sacó la fotografía en cuestión y la colocó ante los atónitos ojos del inspector jefe—. ¡Me refiero a Beresford! Beresford es el asesino de su propia esposa.
Moresby se quedó con la boca abierta.
—A Beresford, que había llevado siempre una vida muy alegre —continuó Roger, en tono más amable—, no le interesaba su esposa, sino su dinero. Para librarse de ella, fraguó un plan perfecto, desde todos los puntos de vista. Se preparó una coartada, por si alguien entraba en sospechas, llevando a su esposa al teatro Imperial y saliendo de él durante el primer entreacto. Anoche estuve en ese teatro para comprobar cuánto duraba el entreacto. Beresford se dirigió al Strand, depositó el paquete en la oficina de correos y regresó en un taxi. Disponía de diez minutos para hacerlo, pero a nadie le llamaría la atención que entrara en la sala un minuto después de haber empezado el segundo acto.
"El resto es de lo más sencillo. Beresford sabía que Sir William llegaba al club cada mañana a las diez y media, le conocía" lo suficientemente bien como para intuir su reacción ante el envío de los bombones; no le fue difícil prever que Sir William se libraría a gusto de la caja, si el propio Beresford mostraba interés por ella; y sabía que la policía se lanzaría detrás de toda clase de falsas pistas partiendo de Sir William. Y en cuanto al papel que envolvía la caja de bombones y la carta de envío, procuró cuidadosamente que no fuesen destruidos, puesto que su desaparición hubiese podido resultar sospechosa.
—Un buen trabajo, Mr. Sheringham —dijo Moresby, con un leve suspiro, pero en tono completamente sincero—. Un trabajo excelente el suyo. Pero, dígame, ¿qué fue lo que le dijo aquella dama que le hizo ver claro en el asunto?
—Bueno, en realidad no fue lo que ella me dijo, sino lo que dio a entender con sus palabras. Lo que me dijo fue que Mrs. Beresford hizo aquella apuesta conociendo de antemano la respuesta; de lo cual deduje que, siendo Mrs. Beresford la clase de persona que era, resultaba increíble que hiciera una apuesta en aquellas condiciones. Ergo, Mrs. Beresford no hizo la apuesta. Ergo, nunca existió tal apuesta. Ergo, Beresford estaba mintiendo. Ergo, Beresford deseaba obtener aquellos bombones por un motivo distinto al que había dado. Después de todo, la única prueba que tenemos de la existencia de la apuesta es la palabra de Beresford, ¿no es cierto?
Moresby se puso en pie.
—Bien, Mr. Sheringham. Le estoy muy reconocido. Ahora mismo voy a ocuparme del asunto. —Se rascó la cabeza—. La Casualidad Vengadora, ¿eh? A fin de cuentas, creo que Beresford dejó más de una oportunidad a La Casualidad Vengadora. Supongamos que Sir William no le hubiera ofrecido la caja de bombones… Supongamos que los hubiese guardado para regalárselos a alguna de sus amigas…
Roger sonrió irónicamente.
—¡Vamos, Moresby! ¿No se ha dado usted cuenta aún de que Beresford es un asesino excepcional? En el supuesto que usted me plantea, no hubiese ocurrido absolutamente nada. ¿O cree acaso que Beresford envió a Sir William los bombones envenenados? No, amigo mío. Le envió unos bombones inofensivos, y los cambió por los otros en su propia casa. No, Beresford no dejó ninguna oportunidad a la Casualidad.
Y, tras una breve pausa, añadió:
—Si es que podemos darle el nombre de Casualidad.