Capítulo II
PENSAMIENTOS DE RECIÉN CASADA
LLEVÁBAMOS en el tren poco más de una hora, cuando se produjo en nosotros un cambio sensible.
Sentados uno al lado de otro, con mi mano entre las suyas, y apoyada la cabeza en su hombro, poco a poco nos entregamos a un silencio completo.
¿Pensaría él entonces en mí de un modo exclusivo, como pensaba yo en él? Antes de terminar el viaje, tuve mis dudas; más tarde sentí la certeza de que sus ideas estaban muy lejos de su mujer, y de que evocaba su vida pasada.
Por mi parte, recordaba nuestro primer encuentro. Cierto día, un pescador solitario, a la orilla del célebre río que pasa por las cercanías de casa de mi tío, agitaba sobre el agua su caña de pescar, provista de una mosca que sirve de cebo para las truchas. Una muchacha, que era yo, de pie en un lugar algo más alto e invisible para el pescador, esperaba, llena de curiosidad, el momento en que la trucha mordiera el anzuelo.
Así ocurrió al cabo, y entonces el pescador empezó a andar por la orilla, arrastrando el pez que acababa de caer en sus manos.
Me acerqué, para no perder de vista aquella lucha entre el hombre y el pez. Eché a andar al mismo paso que el desconocido y, como no miraba al suelo, pisé un lugar lleno de arena, que cedió a mi peso, y caí al agua.
El accidente no me causó ningún daño. Pronto me levanté y estuve en tierra firme. El pescador oyó mi grito, y tirando la caña acudió a auxiliarme. Se encontraron nuestros ojos, y tengo la impresión de que, al mismo tiempo, se encontraron nuestros corazones. Nos miramos sin pronunciar palabra.
Yo fui la primera en romper el silencio. ¿Qué le dije? Algo insignificante acerca de mi caída.
Me dijo que ya me había observado una o dos veces desde la ventana de su cuarto, y me preguntó luego si yo era hija del pastor.
Le contesté que éste había contraído matrimonio con la hermana de mi madre, y que su esposa y él, después de la muerte de mis padres, los sustituyeron con la mayor bondad. Me consultó si podría permitirse la libertad de presentarse al reverendo Starkweather al día siguiente, y nombró a uno de sus amigos, persuadido de que era conocido del vicario. Le invité a visitarnos, como si la casa de mi tío me perteneciera. Estaba dominada por la fascinación de sus ojos y su voz. Cuando me dejó, sentí la impresión de que todo se oscurecía alrededor mío. Todo por un desconocido cualquiera.
Ahora, después de unas semanas, tenía a mi lado a aquel mismo hombre. Y era ya mío para toda la vida.
Él no se movía de su rincón. Parecía estar profundamente absorto en sus pensamientos. ¿Sería yo el objeto de ellos?
De nuevo apoyé la cabeza en su hombro, y evoqué mentalmente una escena del pasado.
Estábamos en el jardín del presbiterio, por la noche. Nos habíamos dado una cita secreta y andábamos despacio, al abrigo de miradas que pudieran dirigirnos desde la casa, ya bajo las frondas de los boscajes, ya en el prado, que iluminaba una luna magnífica.
Hacía algún tiempo que nos habíamos confesado nuestro amor, jurándonos ser siempre uno de otro. Acudía aquella noche a su encuentro con el corazón agitado, buscando alivio en su presencia y aliento en su voz. Cuando me dio el brazo, noté que suspiraba.
—Me traes una mala noticia, ángel mío —dijo, levantando con ternura mis cabellos hacia la frente—. Aquí veo unas arrugas indicadoras de que tienes un disgusto. Quisiera amarte con menos ahínco.
—¿Por qué?
—Porque entonces tendría valor para devolverte la libertad. Me bastaría alejarme de la comarca; tu tío se daría por satisfecho, y tú te verías libre de tus pesares actuales.
—No hables así, Eustaquio.
Por un momento, olvidamos el motivo de nuestras preocupaciones.
—¿Acaso han hecho nuevas objeciones a nuestro matrimonio? —me preguntó luego.
—No. Ya no se oponen. Por fin han recordado que soy mayor de edad y puedo escoger un marido a mi gusto. Sin embargo, han insistido para inducirme a que renuncie a ti. Mi tía, que no es muy sensible, se ha echado a llorar… por primera vez desde que la conozco. Mi tío, que siempre me demostró mucho afecto y gran bondad, se ha conducido aún con mayor cariño que de costumbre. Me dijo que, si insisto en mi deseo de ser tu mujer, no me abandonará en el día de la boda; que, en cualquier lugar donde queramos casarnos, él estará presente para celebrar el matrimonio, y que mi tía me acompañará a la iglesia. Pero me conjuró también a reflexionar en serio, y luego me aconsejó que te permitiera alejarte momentáneamente, y que, en caso de no parecerme bastante su opinión, consultara a otros amigos.
—¿Ha surgido algún otro incidente que desde ayer pueda haber contribuido a tal aumento de desconfianza?
—Sí. Ya recordarás que, como referencia, indicaste a mi tío el nombre de un amigo tuyo, el comandante Fitz-David. Pues bien; mi tío escribió a ese señor comandante, porque quería saber las señas de tu madre.
Eustaquio no pronunció una sola palabra.
Nada más quise decir por temor de ofenderle. En verdad, cuando por vez primera habló con mi tío de sus proyectos matrimoniales, resultó, al parecer, un poco rara su conducta. Como es natural, mi tío le interrogó acerca de su familia. Él contestó que su padre había muerto y mostró cierto desagrado en anunciar a su madre sus propósitos de casarse. Dos días después, regresó al presbiterio con una noticia que nos dejó atónitos. Su madre, sin que pusiera en duda mi propia moralidad ni la de mi familia, desaprobaba de un modo tan absoluto el matrimonio de su hijo, que, tanto ella como los demás miembros de la familia, se abstendrían de asistir a la ceremonia. Al ser interrogado acerca de este acuerdo, Eustaquio dijo que su madre y su hermana pretendían que se casara con otra mujer, y estaban muy contrariadas al ver que había elegido a una joven desconocida de su familia. Me contenté con semejante respuesta. Pero mi tío dio a entender al señor Woodville que deseaba hablar con su madre, a fin de tener una explicación de tan extraña respuesta. Eustaquio se negó en redondo a dar las señas de la casa donde vivía su madre, asegurando que sería inútil toda intervención del pastor. Mi tío acabó creyendo que aquel misterio ocultaba algo más grave, y, el mismo día, escribió al comandante Fitz-David pidiéndole informes.
—¿Ha recibido tu tío una respuesta del comandante Fitz-David?
—Sí.
—¿Te ha permitido leerla?
Al articular estas palabras, se debilitó su voz, y en su rostro apareció una inquietud que me oprimió el corazón.
—He traído esta respuesta con objeto de mostrártela —respondí.
Casi me arrancó la carta de las manos, y se volvió de espaldas para leerla a la luz de la luna. Era muy breve. Yo habría podido recitarla de memoria, y aún la recuerdo:
"Señor Vicario:
"El señor Eustaquio Woodville le ha comunicado la verdad exacta al afirmar que es un caballero de nacimiento, y que tiene cierta posición acomodada, así como que, en virtud del testamento de su padre, ha heredado una fortuna que le reporta dos mil libras esterlinas de renta. "De usted afectísimo y s. s.,
LORENZO FITZ-DAVID."
—¿Se puede pedir respuesta más clara que ésta? —me interpeló Eustaquio al devolverme la carta del comandante. —Si hubiera escrito para pedir informes de ti, me parecería suficiente; pero mi tío observa que la carta dirigida al comandante era de tres páginas, y me ha hecho notar la circunstancia de que la respuesta sólo contiene una frase. Propuso al comandante una entrevista para tratar de este matrimonio; pero ni siquiera se alude a ello en la respuesta. Le pidió también las señas de tu madre, y de igual modo guarda silencio acerca de eso. Mi tío cree el contenido de esta carta muy raro por parte de un caballero que, además, es amigo suyo y ha hablado de un modo muy severo; pero no debes ofenderte, porque el pobre ya es viejo.
—No me ofenderé. ¿Qué ha dicho?
—Literalmente lo que sigue: "Recuerda mis palabras, Valeria. Aquí hay un secreto que se refiere al señor Woodville o a su familia, y acerca del cual el comandante no tiene libertad suficiente para hablar con franqueza. Bien interpretada, esta carta es una advertencia. Muéstrasela al señor Woodville, y si lo juzgas oportuno, comunícale asimismo lo que te digo". Eustaquio me interrumpió una vez más.
—¿Estás segura de que tu tío ha empleado esos términos? —insistió.
—Segurísima —confirmé—; mas te ruego creas que no opino como él.
Me estrechó en sus brazos, fijó sus ojos en los míos y me asustó su mirada.
—Adiós, Valeria —dijo—. Júzgame y piensa en mí con indulgencia, después de casarte con un hombre más feliz que yo.
Se disponía a alejarse; pero le sujeté, temblando de pies a cabeza.
—¿Qué quieres decir? —exclamé en cuanto pude hablar—. Soy tuya y de nadie más. ¿Qué he podido decir o hacer para que me hables de ese modo?
—Conviene que nos separemos —repuso él con triste acento—. No tienes ninguna culpa. Me persigue el infortunio. ¿Cómo podrías, querida Valeria, casarte con un hombre sospechoso a los ojos de tus parientes y amigos? Mi vida hasta ahora ha sido muy triste; pero jamás he encontrado en ninguna mujer la dulce simpatía y la afinidad de sentimientos que he advertido en ti. No puedes imaginar cuánto me duele separarme de ti para volver a mi vida solitaria; mas debo este sacrificio a tu amor. Perdóname por haberte amado, Valeria, y déjame marchar.
Con la energía de la desesperación, seguí reteniéndole.
—Adonde quiera que vayas iré contigo. Nada me importan amigos ni parientes. No puedo vivir sin ti y quiero ser tu esposa.
Nada más pude decir, porque mi angustia se manifestó con sollozos y lágrimas.
Él acabó jurando que me dedicaría toda su vida. Nuestro noviazgo terminó con la unión de nuestras almas al pie del altar, prestando nuestros juramentos ante el sacerdote. ¡Ah, qué felicidad me esperaba!
Apoyé mi mejilla sobre la suya y murmuré:
—¡Cuánto te amo!
De repente, me estremecí. Cesó de latir mi corazón, y me llevé la mano al rostro, sintiendo algo en la mejilla. Él volvía la cara a otro lado, y le obligué a fijar los ojos en mí. ¡Al mirarle, vi que mi marido, el día de su boda, tenía los ojos llenos de lágrimas!