Capítulo VIII

UN VIEJO DON JUAN

ACUDIÓ a abrir la puerta un criado sin librea y con tipo de viejo soldado. Me dirigió primero una mirada atenta que se transformó en otra de aprobación. Le pregunté si estaba en casa el comandante Fitz-David, y me contestó que no lo sabía.

Le entregué una tarjeta de visita con el nombre de Valeria Woodville. El criado me llevó a una sala de la planta baja y desapareció.

Al mirar en torno mío, vi frente a la ventana una puerta que comunicaba con el interior. Era una puerta de escape y estaba entornada, por lo cual me permitía oír lo que se decía al otro lado.

—¿Y qué le has respondido, Oliverio, cuando te preguntó si estaba en casa? —se informó una voz masculina.

—Que no sabía si había salido o no el señor —explicó el criado.

—Pues dile que he salido y que ignoras cuándo volveré. Añade que puede comunicarme por escrito lo que desea.

El criado se disponía a alejarse; pero su amo le contuvo y le preguntó:

—¿Es joven, Oliverio?

—Sí, señor.

—¿Y hermosa?

—Mucho, señor.

—Bien. Pensándolo mejor… hazla entrar.

El criado reapareció para llevarme al despacho del comandante Fitz-David, quien acudió respetuosamente a mi encuentro.

Era un anciano bien conservado, de unos sesenta años, pequeño, flaco y de enorme nariz. Llevaba una peluca de color castaño, y del mismo color eran las patillas. El rostro se animaba gracias a unos ojos brillantes y el tono de la tez aparecía sonrosado. Tenía los dientes blancos y una sonrisa agradable; en el ojal del traje azul llevaba una camelia, y en el dedo meñique una sortija con un rubí centelleante.

—Mi querida señora Woodville, le agradezco muchísimo su visita, porque tenía verdadero deseo de conocerla. Eustaquio es un antiguo amigo, y al enterarme de su boda, le felicité. Ahora, al conocer a su esposa, le envidió.

Me tomó la mano y la llevó a sus labios. Luego la soltó y agregó:

—Permita usted esa libertad a un viejo que sigue adorando a las mujeres. Su presencia ilumina mi antigua vivienda.

—Gracias, comandante, por su buena acogida, puesto que vengo a pedirle un favor.

—Concedido de antemano —me respondió—. Y ante todo, ¿cómo está nuestro querido Eustaquio?

—Inquieto y desalentado.

—¿Cómo es posible? —exclamó—. ¿Un hombre tan digno de envidia inquieto y desalentado? Es monstruoso. Y como no estoy contento de esa conducta, le borraré de la lista de mis amigos.

—Tache también mi nombre, comandante, porque me hallo en igual estado de ánimo. Es usted un antiguo amigo de mi marido y, por tanto, puedo confesarle que nuestra vida en común no es feliz actualmente.

—¿Acaso Eustaquio —insinuó el viejo, escandalizado— será incapaz de apreciar la belleza y la gracia? ¿Será el más insensible de los hombres?

—Es el mejor y el más afectuoso de todos —contesté—; pero en su pasado hay algún terrible misterio.

—Mi querida señora —dijo él, interrumpiéndome—, me ha parecido observar que tiene usted una vivísima imaginación.

—Llámeme con mi nombre verdadero —repliqué—, porque he descubierto ya que el nombre que me pertenece es Macallan.

El comandante dio un salto sobre su asiento y empezó a hablar, ya muy serio:

—¿Ha comunicado usted a su marido tal descubrimiento?

—Sí, señor. Y creo que me debe una explicación acerca de eso. Ahora, querido comandante Fitz-David, no tengo ningún amigo que quiera encargarse de mi defensa o se ofrezca a apoyarme. Sólo puedo confiar en usted. Hágame, pues, un servicio muy grande diciéndome por qué su amigo Eustaquio se casó conmigo bajo un nombre falso.

—A mi vez permítame que le pida un favor muy grande. No me dirija una sola palabra más acerca del particular.

A pesar de eso parecía haberse compadecido de mí; de modo que resolví hacer uso de toda mi elocuencia para alcanzar mi objetivo.

—No puedo dejar de interrogarle acerca del particular. Hágase cargo de mi posición. ¿Cómo podré vivir sabiendo lo que sé nada más? Le ruego, pues, le suplico que no me deje sumida en estas profundas tinieblas.

El anciano caballero no podía ocultar su emoción.

—¿Qué podré decirle o qué podrá hacer, querida señora? Le ruego que se tranquilice. Aquí hay un pomo de sales a disposición de las señoras. Permítame que se lo ofrezca.

Así lo hizo, rogándome que recobrara la serenidad.

—¡Tonto, más que tonto! —rezongó entre dientes, alejándose uno o dos pasos—. Yo, en su lugar, le habría dicho la verdad a pesar de todo.

Sin duda se refería a Eustaquio. ¿Estaba dispuesto a hacer lo que debiera haber llevado a cabo mi marido? ¿Me diría la verdad?

Apenas me había dirigido estas preguntas, cuando resonó una llamada a la puerta de la calle. El comandante prestó oído. Se abrió la puerta y se oyó el roce de un traje femenino. Él se precipitó hacia la antesala; pero ya era tarde. Se abrió la puerta con violencia, y penetró en la estancia una mujer.