Capítulo V
EL DESCUBRIMIENTO DE LA HOTELERA
CAÍ en el lecho, desesperada, y debido al cansancio, acabé por sumirme en un sueño penoso, interrumpido a menudo. Me despertó un golpe dado a la puerta de mi habitación. Temblé al pensar que pudiera ser mi marido, y pregunté quién era.
Me respondió la dueña del hotel, pidiendo permiso para hablarme unos instantes.
Abrí la puerta, y no ocultaré que me alegré de ver que no era mi marido.
La dueña de mi hotel tomó asiento, sin que yo la invitase a ello, dirigiéndome una mirada tierna y protectora.
—Acabo de regresar de Broadstairs —empezó por decir—. Y supongo que creerá usted en mi pesar a causa de lo sucedido.
Me incliné, guardando silencio.
—Yo también pertenezco a una buena familia; pero reveses de fortuna me han obligado a regentar un hotel. Me inspira usted viva simpatía, y pude ver que la conducta de su suegra la lastimó mucho. Yo también me sentí herida en mis sentimientos. Sin embargo, he de cumplir un penoso deber. Soy soltera, no porque me hayan faltado ocasiones de casarme. Dada mi situación, sólo puedo recibir en mi casa personas absolutamente respetables y en cuya vida no haya el menor misterio. No trato de ofenderla; pero ya comprenderá…
La interrumpí diciendo:
—Sí; comprendo muy bien. Desea usted que nos marchemos de su casa. ¿Cuándo?
Ella extendió su flaca mano en son de protesta.
—No lo tome usted así —replicó—. Me explico que esté usted irritada; pero… juzgue usted misma. Pongamos una semana. Es el plazo acostumbrado en estos casos. ¿Por qué no me considera usted como amiga? Lo sé todo. Ese miserable la ha engañado. No está usted más casada que yo.
—¿Se ha vuelto loca? —exclamé.
—Sí —dijo, levantando los ojos al techo—. Quizá por haberme interesado en favor de quien no me lo agradece.
—¿Qué?
—Me ruborizo al pensarlo. Seguí a aquella respetable señora hasta llegar a su casa.
En aquel momento me abandonó el orgullo que hasta entonces me sostenía. Tuve miedo de lo que iba a oír. La dueña de la casa levantó la voz y repuso:
—Cuando la dejé en la playa, le hice a usted una seña. Seguí a su suegra hasta la estación de Broadstairs. Regresó a Ramsgate en tren, y yo la imité. Se encaminó luego a su hotel. Por suerte, el dueño de ese hotel es amigo mío, y cuando se trata de clientes, no tenemos secretos uno para otro. Puedo decirle, señora… cuál es el nombre verdadero de su suegra. No se llama señora Woodville, sino que es la viuda del general Macallan. Por consiguiente, su hijo se llama lo mismo. De eso se deduce que su marido no es su marido, y usted no es soltera ni casada ni viuda. Por tanto, señora, debe marcharse de mi casa.
En esto, se dispuso a salir; pero la detuve.
—Haga el favor de darme las señas de la señora Macallan.
—¿Debo entender que se dispone a ir al encuentro de esa señora? —preguntó, asombrada.
—Nadie más que ella podrá decirme lo que quiero saber. Su descubrimiento no resulta suficiente para mí. ¿Quién le asegura que la señora Macallan no se ha casado dos veces, y que su primer marido no se llamaba Woodville?
—No había pensado en eso —confesó la dueña del hotel, que, en el fondo, era una buena mujer—. Voy a darle las señas; pero me prometerá, a cambio, informarme de lo que haya podido averiguar.
Se lo prometí, y me dio el dato pedido.
Diez minutos después, estaba yo a la puerta del hotel donde se alojaba mi suegra.