UNA VEZ EN UN TREN…

STUART PALMER Y CRAIG RICE

EN realidad, no tuvo importancia —dijo John J. Malone con falsa modestia—. Después de todo, aún no he perdido un solo cliente.

La reunión en el famoso Pump Room de Chicago tenía por objeto festejar la milagrosa absolución de Stephen Larsen, político acusado de haber sustraído unos treinta mil dólares de la gaveta municipal. Malone había demostrado al jurado y se había demostrado a sí mismo que su cliente era inocente…, al menos de aquella acusación específica.

Estaba resultando una reunión muy agradable, se decía sí mismo el pequeño abogado. A juzgar por lo que empinaban el codo los llamados amigos de Larsen, la cuenta iba a ser colosal. Malone deseó fervientemente que su minuta por los servicios prestados le fuera abonada hoy mismo, antes de que los huéspedes de Larsen le arruinaran. Daba la casualidad de que existía un pequeño atraso de dos meses en el pago del alquiler de la oficina…

—Gracias, yo lo llevaré —dijo Malone, cuando el camarero trató de recoger su vaso vacío. Se preguntó cómo podría trabar conocimiento con la pelirroja de la mesa contigua, que parecía estar muy aburrida en medio de una insípida reunión familiar. En cuanto tuviera el dinero de Larsen, iniciaría una operación de rescate. El modo más rápido de hacer amigos, decía siempre Malone, consistía en romper un billete de cien dólares en un bar, y el sistema era también aplicable a las curvilíneas pelirrojas que llevaban modelos de Fath.

Pero ¿dónde estaba Steve Larsen? Lolly estaba aquí, luciendo su expresión más angelical y un vestido que acentuaba todo lo que su figura tenía de acentuable. Estaba dando a entender que la reunión festejaba también una reconciliación entre ella y Steve; que el divorcio había quedado descartado. Había vuelto a empeñar su brazalete, y Malone recordaba haber oído decir que su último espectáculo había quebrado después de seis representaciones. Si Lolly conseguía volver a meter la mano en el bolsillo de Steve, reflexionó Malone, podía despedirse de los tres mil dólares a que ascendía su minuta.

Malone había elaborado minuciosos planes para aquel dinero. No sólo incluían el viaje a las Bermudas que se había estado prometiendo a sí mismo durante veinte años, sino también la pelirroja que se había estado prometiendo a sí mismo durante veinte minutos.

En la mesa, otros empezaban también a preocuparse.

—Steve se está retrasando mucho, incluso tratándose de él —declaró repentinamente Alien Roth.

Malone miró de reojo al porcino contratista de pavimentaciones que se rumoreaba era socio secreto de Larsen, y murmuró:

—Tal vez ha confundido las fechas.

—Será mejor que aparezca —dijo Roth, con una voz tan fría como la pala de una excavadora.

El pequeño abogado se estremeció, y se dio cuenta de que no era el único que había venido aquí a cobrar una cuenta. Pero él tenía que percibir aquel dinero, sencillamente. 3.000 dólares - 30.000 dólares. Se preguntó, casi murmurando, si no hubiese sido preferible fijar un porcentaje menos "redondo", 2.995 dólares, por ejemplo. De este modo, parecía como si…

—¿Qué decía usted acerca del diez por ciento, consejero? —preguntó ávidamente Bert Glick.

Malone recobró inmediatamente el dominio de sí mismo.

—Ha entendido usted mal. Decía, simplemente: "Si no quieres complicarte la vida, no molestes al buey cuando está rumiando su maíz". Me refería a su cebada, claro.

Se volvió, tratando de localizar al camarero, y no solamente porque tuviera sed. El pequeño abogado se había alegrado muy a menudo de poder corresponder a los servicios de Bert Glick.

Realmente, el parásito de City Hall había sido muy útil durante el juicio. En realidad, había sido su testimonio como testigo del fiscal el que había provocado la absolución, ya que había debilitado de un modo sorprendente los puntos más peligrosos de la acusación. Glick era un detective privado convertido en depositario de fianzas, muy hábil para urdir intrigas políticas y amigo de hundir su cuchara en cualquier salsa que se sirviera.

Glick palmeó la espalda de Malone y dijo:

—Si supiera usted lo que yo sé, no estaría consultando continuamente su reloj. Porque ésta no es una reunión de bienvenida, es una reunión sorpresa. Y la sorpresa consiste en que el anfitrión no va a presentarse.

Malone se quedó frío…, tan frío como los ojos grises de Alien Roth al otro lado de la mesa.

—¡Cierre el pico! —dijo.

Y añadió en voz baja unos cuantos hechos que Glick no se atrevería a someter a la atención del fiscal del distrito.

—No necesita mostrarse tan desagradable —dijo Glick. Súbitamente, se puso en pie, alzando su vaso—. ¡Un brindis! Un brindis por el bueno de Stevie, nuestro compañero, que a estas horas estará tomando el Super-Century para Nueva York, en ruta hacia París o hacia Río de Janeiro. Y en su equipaje, mis queridos amigos, se lleva lo que nos debe a la mayoría de nosotros, y algo más. ¡Buen viaje!

El hombre se bebió el contenido de su vaso y se derrumbó lentamente sobre su silla.

Alrededor de la mesa se produjo una repentina algarabía. Malone cerró los ojos por espacio de cinco segundos, consolándose a sí mismo del hecho de que sus peores sospechas fueran ciertas. Cuando volvió a abrir los ojos, la pelirroja había desaparecido. Consultó su reloj. Todavía existía una posibilidad de tomar aquel tren para Nueva York, con una previa parada en el bar de Joe el Ángel, para pedir prestado el importe de un billete. Malone salió a toda prisa del Pump Room, sin perder tiempo en despedidas. Por otra parte, todo el mundo había empezado a marcharse, hasta que finalmente Glick se quedó solo con el camarero y con la encargada del guardarropa.

Tal como Malone había esperado, Joe el Ángel acogió el proyecto con evidente pesimismo, declarando que aquello era tirar dinero bueno, después de haberlo perdido malo. Pero finalmente aportó la suma exacta para un billete de ida y vuelta, más coche-cama. Cuando el taxi le dejó en la I. C., Malone había decidido ya el camino a seguir. Necesitaba gastar dinero durante el viaje. Y en los trenes se formaban partidas de póquer…

¡De pronto, vio a la pelirroja! Estaba pasando serios apuros en uno de los accesos a la estación, aplastada entre ancianas, ruidosos marineros y un barbudo patriarca que vestía la túnica de la Iglesia Ortodoxa Griega. La pelirroja luchaba con un abrigo de visón, un maullante gato metido en una cesta de viaje y un enjaulado loro.

Malone acudió galantemente en su ayuda, y durante un breve instante le fue permitido hacerse cargo de la colección de fieras, antes de que un mozo de estación se hiciera cargo de ella. El instante duró lo suficiente para que el abogado recibiera un arañazo en la mano, propinado por el furioso gato, y para que entre él y el loro se estableciera una antipatía destinada a durar toda la vida. Pero oyó que la muchacha le decía al mozo: "Vagón número diez, compartimiento B, por favor". Y su cálida sonrisa de gratitud le envió como en volandas en busca del encargado del coche-cama.

Una considerable elocuencia, cierta deformación de la verdad y un billete de diez dólares, le convirtieron en dueño del salón contiguo a un determinado compartimiento. Conseguido esto, se detuvo a hacer un rápido trato con un delirante muchacho de la Western Union, y más dinero cambió de manos. Cuando finalmente saltó a bordo del tren en marcha, tenía plena confianza en que el viaje sería agradable y lleno de acontecimientos. Y lucrativo, desde luego. En cuanto le echara la vista encima a Steve Larsen…

Una vez instalado en el salón, Malone se estudió a sí mismo en el espejo, silbando unos compases de The Wabash Cannon-ball. De momento, el objetivo principal podía esperar. Se alegró de llevar su traje Finchley favorito, y su nueva corbata verde y lavanda Sulka.

"Un hombre elegante", pensó. Sí, su pelo estaba ligeramente desordenado, su americana mostraba las huellas de la ceniza de media docena de puros y su corbata necesitaba un planchado con toda urgencia, pero el efecto general era bueno. Inspirado, se sentó a redactar una nota para la Operación Pelirroja, en el compartimiento contiguo. Sabía que era aquel compartimiento porque el loro estaba efectuando ya imitaciones de una caldera de vapor, ayudado por el gato. Escribió:

Encantadora dama:

No luchemos contra el destino. Estábamos destinados a cenar juntos. Contengo la respiración esperando su "sí". Su desconocido admirador,

J. J. M.

Deslizó la nota por debajo de la puerta de comunicación, llamó ligeramente con los nudillos y esperó.

Al cabo de un largo rato la nota regresó, con un añadido redactado por una mano sorprendentemente firme.

Caballero, se ha equivocado usted de puerta. Además, he cenado ya en el Pump Room hace más de una hora, lo mismo que usted.

Impertérrito, Malone silbó unos cuantos compases más de la canción. Obtener una respuesta, aunque fuera negativa, significaba media batalla ganada. ¡De modo que ella se había fijado en él, en el Pump Room! Se sentó y escribió rápidamente:

Por favor, ¿una copita conmigo, entonces?

Esta vez, la respuesta fue:

Mí querido señor: ¡MI QUERIDO SEÑOR!

Pero el pequeño abogado imaginó haber oído sonidos de risa femenina, aunque desde luego podía haber sido el loro. Volvió a sentarse, encendió un puro y esperó. Estaban llegando a Gary, y si el telegrama había alcanzado su destino a tiempo…

Lo había alcanzado, y un mensajero subió al tren con un precioso ramo de rosas Gruss Von Teplitz. Malone lo interceptó el tiempo suficiente para añadir una nota:

A la Rosa de Tralee, que hace que todas las otras mujeres parezcan amargones marchitos. La espero en el bar del vagón. Sinceramente,

John J. Malone.

Éste era el sistema, se dijo a sí mismo alegremente. No concederle una oportunidad para volver a decir No.

Malone se instaló en una butaca en el bar, de cara a la puerta. Desde luego, ella tardaría un poco en arreglar las rosas, prenderse un par de capullos en el vestido y, probablemente, deslizarse en el interior de otro vestido más deslumbrador aún. La espera podía ser un poco larga. Llamó al camarero y dijo:

—Whisky, por favor, con un chorrito de whisky.

—Querrá usted decir whisky con un chorrito de cerveza, Mr. Malone…

—Si conoce usted mi nombre, sabrá lo suficiente como para no confundirme. ¡Quiero decir cerveza con un chorrito de whisky!

Cuando llegó la bebida, Malone la vertió en el lugar donde sus efectos podían ser más beneficiosos, y luego, a falta de otra cosa mejor que hacer, cayó en una fascinada contemplación de la dama que acababa de instalarse al otro lado del pasillo.

Era una mujer alta, angulosa, que recordaba a un espantapájaros bien vestido. Su rostro le pareció vagamente familiar, y Malone se preguntó si se habían encontrado antes. Luego llegó a la conclusión que la dama le recordaba a una tal Miss Hackett, una antigua profesora suya.

Encima de aquel rostro había un increíble sombrero, consistente en una corona de verde césped rodeada por un orillo de flores, festones y hiedra. Aquello reclamaba a gritos una lápida funeraria.

La dama alzó súbitamente los ojos de la revista que estaba hojeando.

—Perdone, ¿decía usted algo acerca de una lápida? Por un incomprensible fenómeno, Malone se encontró incapaz de mentir.

—Señora, ¿lee usted el pensamiento? —El pensamiento no, Mr. Malone. Los labios, a veces… —Sonrió—. ¿Es usted realmente el John J. Malone? El abogado parpadeó.

—¿Cómo dice…? ¡Oh, desde luego! ¡La revista! Siguen publicando mis antiguos casos. ¿Es usted aficionada a las novelas policíacas, señora…?

—Señorita. Señorita Hildegarde Withers, maestra de escuela por profesión, y vieja fisgona y entrometida por vocación, al menos según la policía. Sí, he leído algo acerca de usted. Usted resuelve crímenes y endereza entuertos, pero habitualmente por pura casualidad mientras persigue a alguna joven que podría ser mejor de lo que es. ¿Se está ocupando usted de algún caso actualmente?

—Sí, en el segundo de los aspectos —murmuró Malone, súbitamente desesperado. Si la pelirroja se presentaba y le veía mezclado con este personaje…

—No me refiero a ese tipo de caso —explicó Miss Withers—. Sospecho que, a pesar de no haber perdido nunca un cliente, en estos momentos echa de menos a uno de ellos.

Malone se estremeció. Esta mujer tenía un sexto sentido, por lo menos. Decidió que obraría cuerdamente marchándose en busca de la Rosa de Tralee, la cual estaría ya en camino hacia el bar. Y al mismo tiempo podía empezar a ocuparse de Steve Larsen. Se disculpó atropelladamente, y salió del bar, no sin antes detenerse a conversar con el camarero, sugiriéndole que le hiciera una demostración de su habilidad como mezclador de cerveza y de whisky. Malone le concedió un aprobado. A continuación, emprendió un viaje de más de una milla a lo largo de unos traqueteantes vagones. El whisky no hacía malas migas con el champaña que había tomado antes, y la mezcla producía el resultado de que todas las cosas aparecieran un poco vagas e irreales. Recorrió todos los vagones. Tropezó dos o tres veces con el barbudo sacerdote ortodoxo griego, y otras tantas veces interrumpió una partida de dados de cuatro marineros.

Pero… ni rastro de la pelirroja. Ni de Larsen. Finalmente, el tren se detuvo. ¿Era posible que estuvieran ya en Toledo? Malone se apeó rápidamente y corrió hacia el vestíbulo, para asegurarse de que Steve no desembarcaba. Cuando volvieron a ponerse en marcha, reemprendió su peregrinaje, aunque para entonces ya se había convencido a sí mismo de que la Rosa de Tralee le había dado esquinazo. Al fin, decidió regresar a su solitaria buhardilla, dio media vuelta… ¡y se encontró de nuevo en el bar!

Ninguna Rosa pelirroja. Incluso El Sombrero se había marchado, llevándose el ejemplar de Relatos Policíacos de la Vida Real. El bar estaba desierto, a excepción de una partida de bridge que tenía lugar en un rincón, y de un marinero que dormitaba en una cómoda butaca, con el rostro cubierto por un periódico.

Malone le dijo al camarero que le sirviera un poco de queso y un whisky.

—Pensándolo bien, ahórrate el queso y sírveme sólo el whisky, por favor.

Llegó la bebida, y con ella un mensaje, susurrado al oído. Había una dama esperándole en el pasillo.

Malone vació su vaso y siguió al camarero, tratando de que aceptara una propina de cinco dólares. El camarero le devolvió el billete.

—Gracias, Mr. Malone, pero no puedo aceptar propinas de un antiguo compañero de clase. ¿No se acuerda de mí? Hicimos juntos los dos últimos cursos de Derecho en la Universidad de Kent…

Malone se sobresaltó.

—Promoción del 45. Y tú eres Homer… No, Horace Lee Randolph. Pero…

—¿Qué es lo que estoy haciendo aquí? La vieja historia. Al terminar la carrera, me metí en política. Pero no conocía el percal, y me vi envuelto en un lío, y acusado de soborno. Pude haberme sacudido las pulgas dándole uno de los grandes a un tipo de City Hall, pero no tenía el dinero. —Horace se encogió de hombros—. De todos modos, esto rinde más que la abogacía. Ahora mismo, esa dama me ha dado una propina de cinco dólares sólo por abrir la salita privada y decirle a usted que le está esperando allí.

El pequeño abogado parpadeó.

—¿Es… es una solterona extravagante, con un sombrero que parece una huerta?

—¡Oh, no! No lleva sombrero.

Malone respiró con más facilidad.

—Entonces, ¿es joven y encantadora?

—No es exactamente mi tipo, pero yo diría que la descripción es exacta.

Canturreando: "No fue sólo su belleza lo que me conquistó; ¡oh, no! Fue la sinceridad…", Malone se arregló el nudo de la corbata y abrió la puerta.

Lolly Larsen estalló en su rostro con toda la fuerza de un cohete debajo de un pote de hojalata. Agarró sus solapas y aulló:

—Bueno, ¿dónde está el cochino…?

—Sea más concreta. ¿A qué cochino…? —dijo Malone, pugnando por soltarse.

—¡A Steve, desde luego!

—Lo ignoro, aunque tengo la esperanza de que se encuentra en alguna parte de este tren. ¿Va a unirse a mí en la búsqueda? Me alegro de tener a su bonita cara entre nosotros.

Lolly tenía el rostro de un ángel atacado de nostalgia. Su pelo tenía exactamente el color de una raja de limón flotando en una copa de champaña, su boca era una fresa madura, pero sus ojos eran fríos y extraños como los de una sirena.

—¿Está usted metido en esto con Steve? —preguntó.

Malone dijo:

—Le contestaré con un sencillo monosílabo que incluso usted puede entender: ¡No!

Lolly se relajó repentinamente, apoyándose contra Malone de modo que el abogado se sintió envuelto en una nube de olor a coñac, a laca de uñas y a Chanel número 5.

—Lo siento —murmuró Lolly—. Creo que me he mareado un poco. Me siento tan terriblemente indefensa…

Para el dinero de Malone, Lolly era tan indefensa como una serpiente de cascabel.

—Verá —continuó Lolly—, en parte me siento culpable de la fuga de Steve. Debí de estar a su lado en el juicio, pero no tuve el suficiente valor. Incluso después… no le prometí realmente volver con él, sólo le dije que iría a su reunión. Quería prometérselo allí… en el Pump Room. De modo que, por favor, ayúdeme a encontrarle, a fin de que pueda decirle lo mucho que nos necesitamos el uno al otro. Malone dijo:

—Repítalo, y agite un poco más los párpados cuando llegue a lo de "nos necesitamos el uno al otro".

Lolly se separó violentamente de él y le llamó una gran cantidad de cosas, de las cuales "cochino picapleitos" fue la más lisonjera.

—De acuerdo —dijo finalmente, en tono realista—. Steve se ha fugado con un centenar de los grandes, y ya puede usted suponer cómo los consiguió. Da la pequeña casualidad de que yo lo sé: Glick no es el único que ha estado espiándole desde que salió de la cárcel, ayer. No deseo volver con Steve, pero quiero una buena tajada por mantener la boca cerrada. Una palabra mía al D.A. o a los periódicos, y ni siquiera usted podrá salvarle.

—Continúe —dijo Malone—. ¿Cuándo entro yo en escena?

—¡Encuentre a Steve! —dijo Lolly—. Haga un trato, y yo le daré el diez por ciento de lo que consiga. Pero actúe con rapidez, porque no somos los únicos interesados en localizarle. Steve estafó a todos los que estaban en aquella reunión. Se encuentra en alguna parte de este tren, pero lo más probable es que se haya afeitado el bigote, o lleve una careta, o…

Malone bostezó y dijo:

—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted?

—No me ha sido posible obtener ningún compartimiento reservado. —Sus extraños ojos brillaron con una esperanzada expresión—. Pero me he enterado de que dispone usted de un salón…

—No me hable en ese tono de voz —dijo Malone apresuradamente—. Además, ronco. Tal vez encontremos algo más adecuado para usted en la próxima estación.

Malone emprendió una franca huida y se encontró de regreso en el bar antes de que Lolly pudiera envolverle en sus encantos. Después de reponer fuerzas con un whisky doble, reanudó su peregrinación a través del tren, esta vez interrogando desesperadamente a los empleados. Lo malo del asunto era que Larsen no tenía nada de notable en su aspecto, a excepción del pelo rizado, el cual podía haberse estirado y teñido, un bigote que podía haberse afeitado y un maletín lleno de dinero, que probablemente había ocultado. En realidad, el hombre debía de estar riéndose de todo el mundo detrás de unas patillas postizas.

Tales eran los pensamientos de Malone cuando repentinamente se encontró de nuevo frente al sacerdote ortodoxo griego, el cual le contemplaba a través de unas gruesas gafas negras. El pequeño abogado arrojó toda prudencia por la ventana y tiró vigorosamente de la barba. Pero se trataba de una barba ortodoxa, pegada a la piel de un modo ortodoxo. Su propietario soltó un taco que posiblemente era una bendición ortodoxa griega. Malone no esperó a descubrirlo.

Sus orejas ardían aún cuando entró en un vestíbulo y pasó por delante de Miss Hildegarde Withers. La saludó fríamente y se dispuso a continuar su camino,

—¡Ah, remójate la cabezota!

Malone se quedó con la boca abierta por el asombro.

—Ha sido el loro —le explicó Miss Withers, sosteniendo en alto al monstruo enjaulado—. Se está poniendo tan insoportable que temo que tendré que llevarle al vagón de equipajes para que pase allí la noche.

—¿Dónde…, dónde consiguió usted ese…, ese bicho? —preguntó Malone ávidamente.

—Sinbad es un legado de la tía a cuyo entierro acabo de asistir. Me lo llevo conmigo a Nueva York.

—¡Nueva York! —gimió Malone—. Estaremos allí antes de que encuentre a ese…

—¿Se refiere usted a Mr. Larsen? —Mientras Malone se quedaba sin habla a consecuencia de la impresión, Miss Withers continuó animadamente—: Verá, da la casualidad de que me encontraba en el Pump Room celebrando una pequeña fiesta de despedida con unos familiares en una mesa contigua a la suya, y mi oído es muy agudo. Y lo mismo puedo decir de mi vista. ¿Ha pensado en la posibilidad de que Larsen lleve un disfraz?

—Desde luego —asintió Malone tristemente, pensando en el sacerdote griego.

La maestra de escuela bajó la voz.

—¿Recuerda que cuando sostuvimos aquella agradable conversación en el bar, hace un rato, había allí un marino borracho dormitando detrás de un periódico?

—En todos los trenes hay uno —dijo Malone—. Eso como mínimo.

—Exactamente. Y por eso nadie se fija en ellos. Pero resulta que aquel marino estaba borracho sin haber pedido una sola copa. Además, cuando usted se marchó, asomó la cabeza por detrás del periódico y le miró a usted con una expresión muy rara, como si sospechara que tenía usted la lepra. No pude evitar el darme cuenta…

—Madame, la adoro —dijo el abogado fervientemente—. La adoro porque me recuerda a Miss Hackett, y por su hermoso sombrero, y porque es usted más lista que una ardilla.

Miss Withers resopló, pero fue un resoplido más bien cariñoso.

—Lamento interrumpirle —dijo—, pero aquel mismo marino entró en nuestro vagón cuando yo salía con el loro. Se me ocurrió volver la cabeza, y creo que estaba tratando de abrir la puerta de su salón.

Malone palmeó cariñosamente la mano de Miss Withers. Desgraciadamente, era la mano que sostenía la jaula, y el loro aprovechó malignamente la oportunidad largo tiempo esperada y le mordió ferozmente el dedo pulgar.

—Muchas gracias… Espero que algún día tendré ocasión de retorcerte el pescuezo.

Y Malone era absolutamente sincero en aquel momento.

La maestra de escuela suspiró.

—Vamos, Sinbad, ya está bien. Ahora mismo voy a llevarte al vagón de equipajes. Lo siento, Mr. Malone, pero…

Sin embargo, sus palabras cayeron sobre la espalda del abogado, que se alejaba apresuradamente.

Doce vagones, diez minutos y cuatro copas más tarde, Malone se había perdido. Un empleado estaba diciendo:

—Si al menos recordara usted el número del vagón…

Y otro añadía:

—Si al menos tuviera usted la matriz de su billete, podríamos localizarle a usted.

—No necesitan localizarme a mí —protestó Malone—. ¿Acaso no me ven?

—Tal vez viaja usted sin billete…

—¿Cómo que viajo sin billete? —se indignó Malone—. Vamos, está en el cintillo de mi sombrero. —Con la astucia de un guía indio, les llevó directamente a su salón—. Aquí está el billete… Ahora, ¿dónde estoy?

Uno de los empleados miró por la ventanilla y dijo:

—Estamos llegando a Altoona, caballero.

"Estaban completamente muertos cuando les encontraron…", cantó alegremente Malone. Pero el empleado parpadeó y dijo que tenían que marcharse.

—De acuerdo, amigos, de acuerdo —dijo Malone—. Puesto que ninguno de ustedes puede cantar la parte del barítono…

La puerta se cerró detrás de ellos, y un momento después alguien llamó en voz baja:

—¿Mr. Malone?

El abogado se quedó mirando la puerta de comunicación. La Rosa de Tralee, se dijo a sí mismo alegremente. Se arregló el nudo de la corbata y tiró del pomo. Milagrosamente, la puerta se abrió. Malone vio a Miss Hildegarde Withers, que le estaba mirando con expresión preocupada.

Malone dijo:

—¿Qué ha hecho usted con mi pelirroja?

—Si se refiere usted a mi sobrina Joannie —dijo severamente la maestra de escuela—, sólo subió para ayudarme a instalarme y se apeó en Englewood. Pero eso no importa ahora. Estoy en un apuro.

—Ya sabía yo que no podían haber dos loros como aquél en un tren —gruñó Malone—. Ni siquiera en un mundo.

—Hay cosas peores que loros en este tren —replicó Miss Withers—. Ese hombre, Larsen, al cual buscaba usted con tanta ansiedad…

Los ojos del pequeño abogado se contrajeron.

—¿Qué interés tiene usted en Larsen?

—Ninguno, excepto que está aquí, en mi compartimiento. Es una situación muy embarazosa, porque no sólo está muerto, sino que además está desnudo.

—¡Santo cielo! —exclamó Malone—. Calma, calma… Cierre la puerta de su compartimiento y no hable.

—La puerta está cerrada, y ¿quién está hablando?

La maestra de escuela se hizo a un lado y Malone pudo ver el compartimiento. La rapidez con que estaba recobrando la sobriedad probablemente establecía una nueva marca. Era Larsen, desde luego. Estaba caído en el suelo, boca abajo, y no llevaba puestos más que unos zapatos negros, calcetines azules y un juego de prendas interiores. Junto a él había un charco de sangre.

—¡Un trabajo sucio! —exclamó Malone, finalmente.

—Le atacaron con un cuchillo —dijo Miss Withers con frialdad profesional—. Por la espalda, a través del latissimus dorsi. Durante los últimos veinte minutos, diría yo. Si no hubiera tropezado con algunas dificultades para convencer al encargado de los equipajes de que Sinbad tenía que pasar allí la noche, podía haberme encontrado con el asesino en pleno trabajo. —Miró a Malone con expresión suspicaz—. ¿No habrá sido usted, por casualidad?

—¿Cree que asesinaría a un hombre que me debía tres mil dólares? —preguntó Malone en tono indignado—. Claro que hay mucha gente que llegaría a la misma conclusión… Ha sido muy amable al no tirar del timbre de alarma.

Miss Withers resopló.

—¿Cree usted que me tiene sin cuidado el hecho de que haya un hombre —aunque esté muerto— en mi compartimiento, con tan poca ropa encima? Evidentemente, no lleva su dinero. De modo que…, ¿qué es lo que vamos a hacer con él?

—La defenderé a usted sin cobrarle ni un céntimo —prometió John J. Malone—. Homicidio justificado. Además, la atacó a traición. Saltó sobre usted, y usted le mató en defensa de su honor…

—¡Un momento! El muerto era cliente suyo. Usted ha estado preguntando públicamente por él a través de todo el tren. Yo no soy más que una inocente espectadora. —Hizo una pausa—. En mi opinión, Larsen fue atraído a su salón a propósito por alguien que le había reconocido a pesar de su disfraz. Le asesinaron y le metieron aquí. Una medida muy prudente, ya que si hubieran dejado el cadáver en su salón usted podía haberse deshecho de él, o haber afirmado que alguien trataba de cargarle con el crimen. De este modo, y desde el punto de vista de la policía, sería evidente que usted hizo el trabajo y luego trató de endosárselo a su vecino más próximo.

Malone se apoyó en la litera, con expresión preocupada. Pasó distraídamente la mano por el respaldo de cuero… y notó un súbito arañazo.

—¡Creí que se había librado usted del loro! —gritó.

—Y lo hice —le aseguró Miss Withers—. Ése es Precioso, un gato siamés que pesa veinte libras y que también forma parte del legado de mi tía. No se acerque demasiado a él; detesta viajar en tren y tiene muy mal genio.

Malone miró fijamente a través de la ventanilla de alambre y dijo:

—Su padre debió de ser un lince o una sierra circular.

—Mi tía me legó un abrigo de visón, con la condición de que tenía que hacerme cargo de esos dos animales —explicó Miss Withers—. Pero estoy empezando a creer que hubiera sido preferible helarse de frío en invierno. Y, hablando de frío…, soy una mujer paciente, pero no demasiado. ¡Dispone usted de un minuto, Mr. Malone, para sacar a su amigo muerto de aquí!

—Ese hombre no es amigo mío, ni muerto ni vivo —protestó Malone—. Sugiero…

Sonó una imperiosa llamada en la puerta del compartimiento:

—¡Abran!

—¡Diga algo! —susurró Malone—. ¡Diga que está desvestida!

—Está desvestida…, quiero decir, estoy desvestida —dijo Miss Withers obedientemente.

—Lo siento, señora —dijo una voz masculina al otro lado de la puerta—. Pero estamos registrando el tren en busca de un fugitivo de la justicia. Dése prisa, por favor.

—Es sólo un momento —murmuró la maestra de escuela, haciendo frenéticos gestos en dirección a Malone.

El pequeño abogado se estremeció, y luego agarró al difunto Steve Larsen y le arrastró a través de la puerta de comunicación hasta su salón. Entretanto, Miss Withers sr hizo pudorosamente a un lado y se arrancó los pasadores del pelo y el vestido de los hombros. Envolviéndose en una bata, abrió la puerta y anunció:

—¡Esto es un ultraje!

El revisor del tren, un empleado y dos detectives de Altoona penetraron en el compartimiento, ignorando su protesta. Miraron en todas partes, especialmente en el ropero.

Miss Withers permaneció literalmente clavada al suelo. Sobre la alfombra había una mancha de color rojizo, y la maestra de escuela la tapaba con el pie. Finalmente, el grupo se retiró, disculpándose. Inmediatamente, Miss Withers oyó unos leves y suplicantes golpes en la puerta de comunicación, y la voz de John J. Malone que susurraba:

—¡Auxilio!

Miss Withers se apresuró a asomarse al pasillo, donde el grupo de investigadores aguardaba ya a que Malone abriera la puerta del salón.

—¡Oh, oficial! —murmuró, con voz temblorosa—. ¿Existe algún peligro?

—No, señora.

—¿Acaso el hombre que buscan es un individuo robusto, moreno, que lleva gafas oscuras y cojea visiblemente de la pierna izquierda?

—No, señora. Métase dentro, por favor.

—Es que cuando volvía de cenar vi a un hombre de esas características que me miró fijamente y luego me siguió a través de tres vagones.

—El hombre que buscamos es un estafador, no un enfermo mental.

Llamaron de nuevo a la puerta de Malone.

—¡Abra!

—Pero, oficial —improvisó desesperadamente Miss Withers—. Estoy convencida de que aquel individuo era un delincuente de la peor…

Oyó el tranquilizador susurró de un "¡Okay!" detrás de ella, y el ruido de una puerta que se cerraba silenciosamente. La maestra de escuela volvió a meterse en su compartimiento, cerró la puerta de comunicación y se dejó caer pesadamente sobre el borde de su litera, tratando de evitar la obsesionante fijeza de los ojos del muerto.

En el salón contiguo resonaron unos murmullos, y súbitamente la chillona voz de tenor de Malone inició el estribillo de la canción "¿Es irlandesa tu madre?" Miss Withers cerró los ojos, horrorizada. Cuando volvió a abrirlos vio a Malone delante de ella, empuñando una daga, y estuvo a punto de desmayarse.

—Tenía usted razón —le dijo el pequeño abogado, en tono de admiración—. Alguien me ha preparado una trampa. Esto estaba tirado sobre una butaca de mi salón. Me senté encima mientras esos hombres investigaban, y tuve que ponerme a cantar para disimular mi ansiedad.

—¡Oh, querido! —dijo Miss Withers.

Malone se sentó a su lado, palmeó cariñosamente su hombro y dijo:

—Tal vez pueda arrojar el cadáver por la ventanilla.

—Estamos aún en la estación —le recordó Miss Withers—. Y, por la experiencia que tengo de las ventanillas de los trenes, creo que sería más fácil resolver el asesinato que abrir una. ¿Por qué no empezamos a buscar alguna pista?

Malone se puso en pie con tanta rapidez, que su cabeza chocó contra la litera superior.

—Las pistas no importan. ¡Tenemos que encontrar al asesino!

—¿Cree que es tan fácil?

—Mire —dijo Malone—. Este tren ha sido registrado a petición de la policía de Chicago porque alguien —probablemente Bert Glick— les ha soplado que Larsen y un montón de dinero robado viajaban en él. La noticia se ha extendido. Por lo menos, sabemos que alguien más la conocía: alguien que tomó el tren y cometió el asesinato. Es razonable suponer que quienquiera que tenga el dinero es el asesino.

—Un brillo de interés asomó a los ojos gris-azulados de Miss Withers.

—Continúe.

—A bordo de este tren viaja también la ex esposa —o la ex viuda— de Larsen. Yo la vi. Es una muchacha encantadora, y sus numerosos amigos están de acuerdo en que sería capaz de comerse a sus hijos o de vender como esclava a su anciana madre por un fajo de billetes. —Sacó un puro de su bolsillo—. Voy a pasar al salón a fumar un poco mientras usted se viste, y luego iremos en busca de Lolly Larsen.

—Estoy prácticamente vestida —dijo la maestra de escuela—. Pero ¡llévese eso!

Malone vaciló, y luego, con un profundo suspiro, se inclinó y agarró fuertemente los restos mortales de su último cliente.

—¡Vamos! —murmuró.

Unos minutos después, Miss Hildegarde Withers seguía a Malone a través del tren, ahora oscurecido. Ni por un instante se le había ocurrido la idea de que éste era un problema que correspondía a otros resolver. El asesinato, de acuerdo con sus principios, era asunto de todo el mundo.

Cuando finalmente llegaron ante la puerta del vagón restaurante, Malone la agarró del brazo.

—Aquí es donde vi a Lolly por última vez —susurró—. Subió en el último momento, y no tenía reservado ningún compartimiento. —Señaló hacia el pasillo—. ¿Ve aquella puerta, a este lado de la despensa? Es una salita privada, utilizada únicamente por funcionarios de ferrocarriles o personajes importantes, tales como gobernadores o senadores. Lolly sobornó al camarero para que le permitiera usarla cuando quería hablar en privado conmigo. Acaba de ocurrírseme que pudo haberle sobornado también para que le permitiera pasar ahí el resto de la noche. Si está todavía en la salita…

—No diga más —le interrumpió Miss Withers—. Soy una pasajera que no tiene dónde pasar la noche, y ando en busca de un rincón donde dejar caer mi fatigado cuerpo. Después de todo, tengo tanto derecho a la salita como ella. Pero estará usted al alcance de mi voz, ¿verdad?

—Si necesita ayuda, no tiene más que gritar —prometió Malone.

El abogado contempló cómo la maestra de escuela avanzaba por el pasillo, hacía girar suavemente el pomo de la puerta, y luego llamaba con los nudillos. La puerta se abrió, y Miss Withers desapareció en el interior de la salita.

Malone sostuvo una discusión con su conciencia. No se trataba únicamente de que Miss Withers le recordara a Miss Hackett, se trataba de que se había convertido en una especie de socio. Además, estaba empezando a encariñarse con aquel rostro caballuno.

Bueno, estaría al alcance de su voz. Y si había algo de cierto en lo que acababa de ocurrírsele, Miss Withers no correría ningún peligro. Se dirigió al bar. Estaba casi oscuro y vacío, a excepción de un pequeño grupo de marinos que estaban durmiendo en un rincón, pegados unos a otros como una camada de cachorrillos.

—Lo siento, Mr. Malone, pero el bar está cerrado —murmuró una voz detrás de él. Era Horace Lee Randolph, con aspecto de cansancio. Captó la mirada que Malone dirigía a los dormidos marinos y añadió—: Va contra el reglamento, pero el revisor dijo que no les molestara.

Malone asintió, y luego dijo:

—Horace, somos viejos amigos y compañeros de estudios. Me conoces perfectamente, y sabes que puedes confiar en mí. ¿Dónde lo has escondido?

—¿Dónde he escondido el qué?

—¡Lo sabes perfectamente! —Malone miró al camarero con la expresión fría y amenazadora que utilizaba con los testigos de la acusación—. Entrégamelo antes de que sea demasiado tarde, y haré todo lo que esté en mi mano por ti.

El camarero se derrumbó.

—¡Oh, Dios mío! ¡Sé que no debí hacerlo, Mr. Malone! ¡Voy a buscarlo!

Pasó al otro lado del mostrador, y abrió una caja de cartón con la etiqueta Escamas de jabón. Rebuscó en su interior y sacó una bolsa de papel. Era una bolsa muy pequeña para contener cien mil dólares, pensó Malone, aunque fuera en billetes grandes. Horace abrió la bolsa.

—¿Qué es eso? —preguntó Malone.

—La botella de ginebra que hurté del bar… ¿Echamos un traguito?

John J. Malone expulsó el aliento del mismo modo que un globo deshinchado expulsa el aire. Se agarró al pomo de la puerta en busca de un apoyo, temblando como un álamo al viento. Y en aquel preciso instante oyeron los gritos.

 

La confianza en sí misma que experimentaba Miss Hildegarde Withers al entrar en la salita se tambaleó bastante cuando se encontró enfrente de Lolly Larsen. Y su intuición no la engañó. La sugerencia de que un pasajero en desgracia tiene derecho a la simpatía de otro pasajero que ha superado aquella misma desgracia cayó en el vacío. Lolly no estaba dispuesta a compartir la salita con nadie. En consecuencia, la maestra de escuela jugó su última carta y declaró que estaba dispuesta a quedarse, pasara lo que pasara, y que si se armaba algún jaleo se presentaría el revisor, sin duda alguna, y las dos saldrían perdiendo.

—¡Oh, de acuerdo!—concedió Lolly a regañadientes—. ¡Cierre el pico de una vez y duerma!

Durante los breves instantes que transcurrieron antes de que la salita volviera a quedar a oscuras, Miss Withers tomó una instantánea mental de todo lo que contenía. Ni tocador, ni armario, ni lavabo. Un maletín, un abrigo y un bolso de mano sobre la única silla. El dinero tenía que estar en alguna parte de esta habitación, pensó la maestra de escuela. Y existía un medio de averiguarlo.

Mientras el tren se deslizaba a través de la noche iluminada por la luna, Miss Withers se dedicó a convertir en tiras los bajos de sus enaguas. A continuación extrajo de su bolso el primer papel que encontró —rogando mentalmente que no fuera un billete de diez dólares— e hizo lo que tenía que hacer. Unos instantes después se precipitó hacia el pasillo, tapándose la boca con un pañuelo.

Casi tropezó con uno de los marinos, que avanzaba hacia ella tambaleándose a lo largo del angosto pasillo. Balbució:

—¿Qué es lo que busca?

El marino la fulminó con la mirada.

—No creo que sea asunto suyo, pero si tanto le interesa saberlo le diré que estoy buscando la letrina —dijo secamente.

Cuando el marino hubo desaparecido, Miss Withers dio media vuelta y se asomó a la salita. Una acre vaharada de humo chocó contra su rostro. Había llegado el momento. —¡Fuego! —aulló.

A través de la puerta medio abierta surgían espesas nubes de humo. En el interior, unas pequeñas lenguas rojas lamían el borde del asiento donde Miss Withers había amontonado los jirones de tela.

Por un lado del pasillo aparecieron Malone y Horace Lee Randolph; por el otro, un par de asombrados empleados. Alguien arrancó un extintor de la pared. Miss Withers agarró el brazo de Malone. —¡No la pierda de vista! ¡Saldrá con el dinero! El extintor envió un chorro de espuma química al interior de la salita en el preciso instante en que Lolly Larsen cruzaba el umbral de la puerta. La espuma salpicó su rostro ennegrecido por el humo, pero no por ello soltó el pequeño maletín de cuero que llevaba en la mano.

Lo soltó, en cambio, cuando tropezó con la pierna extendida de Miss Withers. El maletín voló a través del pasillo y se aplastó contra la pared, abriéndose de par en par y dejando al descubierto una multitud de tarros y tarritos: se trataba de un salón de belleza portátil.

—Debió de acostarse fumando un cigarrillo —sugirió Miss Withers en voz alta—. Menos mal que pasaba por aquí, noté el olor a humo y pude dar la alarma…

Pero John J. Malone la agarró firmemente por el brazo y se la llevó de allí.

Una vez en su compartimiento, Malone le dijo:

—Ha sido un buen truco, pero no ha servido para nada. Lolly no tiene el dinero.

Luego le confesó lo que le había sucedido con Horace. —Tuve una idea estupenda —dijo—, pero no resultó acertada. A Horace le destrozó su carrera de abogado alguien del City Hall. Pensé que podía haber sido Larsen. En tal caso, Horace podía haberle visto en el tren y haberle ajustado las cuentas.

—Bueno, todo el mundo puede equivocarse —dijo Miss Withers, con cierto sarcasmo.

Malone encendió un puro y dijo:

—Si alguien encuentra ese dinero, tengo que ser yo. Porque parte de él es mío, y si no consigo encontrarlo ni siquiera podré regresar a Chicago.

—Tal vez Manhattan no le desagrade del todo —dijo burlonamente Miss Withers.

Malone frunció el ceño.

—Si no hacemos algo, y pronto, voy a ver Nueva York a través de unos fríos barrotes.

—Estamos embarcados en el mismo buque. Excepto —añadió noblemente Miss Withers— que no creo que el inspector llegue hasta el punto de encerrarme a mí. Aunque no creo que mire con buenos ojos a alguien que encuentra un cadáver y no informa a la policía. —Suspiró—. ¿De veras cree usted que podríamos abrir una de esas ventanillas?

Malone ahogó un bostezo y dijo:

—En mi estado actual de agotamiento, desde luego que no.

—Vamos a empezar por el principio —dijo la maestra de escuela—. Larsen invitó a cierto número de personas a una reunión a la cual no pensaba asistir. Montó en este tren, probablemente disfrazado con un uniforme de la Marina. Cómo pudo obtenerlo es cosa que…

—Larsen sirvió en la Marina —dijo Malone.

—El asesino citó a su víctima en el salón, con el propósito de inculparle a usted. Le clavó un cuchillo en la espalda y luego le desnudó, buscando el dinero.

—Para registrar a un hombre no hace falta desnudarle —murmuró Malone.

—¿De veras? No lo sabía —resopló Miss Withers—. Bien, a continuación el asesino dejó el cuchillo en el salón, pero el cadáver fue trasladado aquí. El dinero… —Se interrumpió y miró al pequeño abogado con una expresión interrogadora—. Mr. Malone, ¿está seguro de que no…?

—Solicitamos un veredicto de no culpabilidad, teniendo en cuenta la demencia de la acusada —murmuró Malone.

Cerró los ojos: necesitaba descansar cinco segundos…, sólo cinco segundos. Cuando volvió a abrirlos, el paisaje que se divisaba a través de la ventanilla aparecía bañado en las primeras claridades del alba.

—Buenos días —le saludó Miss Withers alegremente, demasiado alegremente—. ¿Se le ha ocurrido alguna idea mientras estaba en el país de los sueños? —Soltó su cepillo de dientes y añadió—: Verá, a veces sucede que un problema que parece insoluble se resuelve durmiendo. No sería la primera vez que me ha sucedido…

—¿De veras? —Malone se puso en pie de un salto—. Entonces, trate de echar un sueñecito, ¿quiere? Tal vez durante el sueño acuda a su subconsciente una respuesta a nuestro problema. Pero duerma deprisa, Miss Withers, porque sólo nos quedan dos horas.

Pero cuando Miss Withers se hubo instalado cómodamente en su litera, descubrió que sus párpados se negaban obstinadamente a permanecer cerrados.

—Inténtelo de nuevo —dijo John J. Malone.

Miss Withers cerró los ojos obedientemente y, de pronto, la voz de tenor del abogado llenó el pequeño compartimiento, entonando una antigua y bonita canción. Probablemente, era la primera vez en la historia que alguien trataba de utilizar el Dale fuerte, McCluskey, como canción de cuna, pensó la maestra de escuela, pero súbitamente sus párpados parecieron llenarse de plomo…

Malone pasó el tiempo tratando de imaginar lo que hubiera hecho con los cien mil dólares en el puesto del asesino. Éste tuvo que actuar rápidamente: en cualquier momento podía presentarse alguien en el salón. El dinero tenía que haber sido ocultado en algún lugar que reuniera dos condiciones fundamentales: que estuviera a la vista, de modo que a nadie se le ocurriera buscar allí, y que permitiera recuperar fácil y rápidamente el dinero, cuando llegara el momento.

Desde el interior de su cesta, Precioso dejó oír un furioso bufido.

—¡Si pudieras decir algo además de "Miau" y "Fssst"! murmuró Malone pensativamente—. Porque tú eres el único testigo. Si hubiese sido el loro…

A continuación, tocó suavemente en el hombro a Miss Withers.

—Despierte, madame, estamos llegando a Nueva York. De prisa, ¿qué ha soñado usted?

Miss Withers parpadeó, resopló y se despertó del todo.

—¿Qué he soñado? Bueno…, estaba comprando una gorra, una bonita gorra de marino, sólo que tuve que cambiarla porque la cinta era amarilla. Pero antes había ido a cenar con el inspector Piper, el cual me llevó a un restaurante griego, y el dueño se alegró tanto al vernos que dijo que la cena corría a cuenta de la casa. Pero, naturalmente, no comimos nada, porque hay que desconfiar de los griegos cuando le regalan algo a uno. Se llamaba Mr. Roberts. Es lo único que ahora recuerdo.

—¡Oh, hermano! —exclamó John. J. Malone.

—¿No hay nadie llamado Roberts mezclado en este caso, ni nadie de ascendencia griega? —Miss Withers suspiró—. No tiene sentido. Supongo que, cuando se sabe observado, el subconsciente no actúa.

El tren se arrastraba trabajosamente por una elevada plataforma.

—Un hombre que se ahoga se agarra a un clavo ardiendo —dijo repentinamente Malone—. He tenido una especie de idea. Griegos haciendo regalos: eso significa que hay que buscar a alguien que quiere dar algo a cambio de nada. Y ese algo puede incluir información gratuita.

Miss Withers asintió.

—Tal vez alguien planeó asesinar a Larsen a bordo de este tren, y quería que usted también estuviera aquí para atribuirle el asesinato.

El tren se detuvo con una sacudida. Malone se puso en pie de un salto, pero la maestra de escuela le informó de que era únicamente la estación de la calle Ciento Veinticinco.

—Tal vez debiéramos apearnos y comprobar si baja algún conocido nuestro.

Miss Withers miró a través de la ventanilla y dijo:

—Creo que será mejor que nos quedemos aquí. La plataforma está llena de policías.

Fueron interrumpidos por el mozo, el cual cepilló a Miss Withers, aceptó un dólar del galante abogado y luego alineó las maletas y la cesta del gato en el pasillo, junto a la puerta.

—Ahora irá a meterse en su salón —susurró, Miss Withers al oído de Malone—. ¿Qué vamos a hacer?

—Pensemos rápidamente —dijo Malone—. ¡El resto de su sueño! ¡La gorra de marino con la cinta equivocada! Y Mr. Roberts…

La puerta se abrió de golpe y súbitamente se vieron rodeados de detectives, al mando de un sargento de rostro avinagrado. Les acompañaba Lolly Larsen. Había reparado los estragos causados por el incendio, su rostro era tan angelical como siempre y sus cabellos brillaban, pero su estado de ánimo era el de una cobra con dolor de estómago. Levantó un brazo con actitud teatral, señalando a Miss Withers y acusándola de haber intentado quemarla viva. A continuación volvió el brazo hacia Malone, haciéndole culpable de haber tramado la de Steve Larsen.

—¡Vaya! —exclamó Malone—. ¿Telegrafió usted desde Albany, serpiente de cascabel?

—Tal vez lo hizo —dijo el sargento—. Pero ya habíamos recibido un comunicado de la policía de Chicago, interesando la detención de Steve Larsen… Alguien le había denunciado.

—¿Glick, quizá?

—Un tal Mr. Alien Roth, según el teletipo. Ahora…

Pero Malone estaba tratando de imaginar que Lolly, el sargento y el departamento de policía en peso no existían. Se encaró con Miss Withers y dijo:

—¡Hablemos del sueño! ¡Tiene que significar un marinero falso! Sabemos ya que Larsen iba disfrazado con un uniforme de la Marina…

—¡Un momento! —dijo el sargento—. Tal vez ignore usted, caballero, que el ayudar a escapar a un estafador le convierte a usted en complicado del hecho.

—En cómplice —rectificó Miss Withers en tono firme. —Si quiere usted ver a Larsen —dijo Malone—, le encontrará en el salón contiguo, envuelto en las mantas.

—Desde luego, desde luego —dijo el sargento, con una mueca—. Se cree muy listo, ¿eh?

—Alguien ayudó a Larsen a escapar…, a escapar de este mundo, con una cuchillada a través del…, a través del… Malone miró a Miss Withers en demanda de ayuda.

—Del latissimus dorsi —se apresuró a decir la maestra de escuela.

El sargento ladró:

—Nada de camelos, ¿eh? ¿Dónde está ese Larsen?

En aquel momento, Lolly, que había abierto la puerta de comunicación, profirió un ahogado grito.

—¡Es Steve! —exclamó—. ¡Es Steve, y está muerto!

Inmediatamente, la atención de la ley se concentró en otra parte.

—Ahora o nunca —dijo Miss Withers fríamente—. Hay algo relacionado con Mr. Roberts que no consigo recordar claramente. Algo acerca de los marinos durante la última guerra… Lo vi, y quedé asombrada ante ciertas escenas. Su lenguaje… ¡Claro! Después de encender aquel fuego, tropecé con un marino, y me dijo que estaba buscando la letrina. ¡Y los marinos no utilizan el lenguaje del Ejército de Tierra! ¡Un marino hubiese dicho que buscaba el beque!

Súbitamente, la ley volvió a hacer acto de presencia, una presencia torva. En menos de lo que canta un gallo, y pese a sus indignadas protestas, Miss Withers se encontró esposada a John J. Malone. Pero las paredes de piedra no constituyen una prisión, como Miss Withers le indicó a su "cómplice".

—¿Se da usted cuenta? Significa…

—La sigo perfectamente. Significa que a bordo de este tren viajaba un falso marino, después de la muerte de Larsen. El asesino debió de tomar un avión en Chicago y subir a este tren en Toledo. Yo dediqué mi atención a los que bajaban, no a los que subían. El hombre en cuestión reconoció a Larsen bajo su disfraz, y después de asesinarle le despojó del uniforme y se lo puso él mismo, deshaciéndose de sus ropas. Se había dado cuenta de lo inadvertido que pasa un marino en un tren… ¡Miss Withers, saludo a su subconsciente! —Malone agitó su mano, magnífico incluso encadenado—. ¡La defensa ha terminado! ¡Oficial, llame a un agente!

El tren estaba arrastrándose por debajo de uno de los túneles de la Grana Central Station.

—Ya ha oído usted a Mr. Malone —le dijo Miss Withers al aturdido sargento—. Siga sus instrucciones, o le sugeriré a mi viejo amigo, el inspector Oscar Piper, que haría usted una hermosa figura dirigiendo el tráfico en algún cruce de Brooklyn.

—¡Oh, no! —gimió el desdichado sargento—. ¡Eso no, Miss Withers!

—Lo único que le pedimos es que encuentre al verdadero asesino, que está aún a bordo de este tren. Lleva un uniforme de la Marina…

—Señora —dijo el sargento—, pide usted lo imposible. El tren está lleno de marinos. Grana Central está llena de marinos.

—Pero el marino en cuestión —intervino Malone—, lleva el uniforme del hombre al que asesinó. ¡Un uniforme rasgado por una cuchillada en la espalda… debajo de la paletilla izquierda!

—¡Dése prisa, sargento! ¡El tren se está deteniendo!

A pesar de todo, hubiera sido una causa perdida, si Lolly no hubiera aportado su granito de arena.

—¡No haga caso a esa vieja bruja! —gritó—. ¡Sargento, cumpla con su obligación!

Al sargento no le gustaba que le gritaran, ni siquiera las rubias.

—¡Reténganles a todos… a ella también! —ordenó, y salió corriendo del compartimiento. Saltó a la plataforma y se dirigió a un agente de uniforme, el cual escuchó lo que le decía el sargento y agarró un teléfono colgado de un poste. Inmediatamente, empezó a sonar un timbre de alarma, y una voz inexpresiva recitó una letanía de instrucciones.

En menos de dos minutos, el vasto laberinto de la Grana Central quedó alertado, y los hombres que llevaban uniformes de la Marina fueron repentinamente abordados por corteses pero firmes detectives surgidos de no se sabía dónde. Sólo uno de los marinos, que llevaba en la mano una cesta que no era suya, se encontró con ciertas dificultades. En la parte trasera de su marinera había un corte producido por un cuchillo…

Bert Glick soltó la cesta y trató de echar a correr, inútilmente, pues allí no había lugar adonde dirigirse. La cesta se abrió, y Precioso emprendió una rápida huida. Sólo un estúpido gato siamés, como Malone comentó más tarde, era capaz de abandonar un hogar que contenía cien mil dólares, ocultos debajo de una alfombra de periódicos viejos.

—¡Y pensar que he pasado la noche con ese dinero al alcance de mi mano, y voy a quedarme sin cobrar mi minuta! —suspiró Malone.

Pero sucedió que existía una jugosa recompensa por la captura de Steve Larsen, vivo o muerto. Antes de emprender el regreso a Chicago, John J. Malone aceptó una invitación para cenar en el modesto apartamiento de Miss Withers, en la calle Setenta y Cuatro Oeste. Se presentó con cuatro docenas de rosas. Fue una cena excelente, y pasó por alto los insultos de Sinbad y las cariñosas atenciones de Talley, el perro de lanas.

—¡Menos mal que el gato no ha aparecido! —dijo.

—Sí, no me extraña que nadie le haya visto el pelo a Precioso —admitió noblemente Miss Withers—. Supongo que estará engordando en las cuevas que hay debajo de la Grand Central, a costa de las numerosas ratas que pululan por allí, según dicen… ¿Un poco más de pastel, Mr. Malone?

—Lo único que realmente deseo —dijo el pequeño abogado con un brillo de esperanza en los ojos—, es que me presente a su pelirroja sobrina.

—¡Oh, sí, Joannie! Su marido fue campeón de boxeo del peso medio —explicó diplomáticamente Miss Withers.

—Pensándolo bien, creo que tomaré un poco más de pastel —dijo John J. Malone.

Miss Hildegarde Withers sonrió comprensivamente.