Capítulo III
LA PLAYA DE RAMSGATE
EUSTAQUIO logró calmar mi agitación, aunque no tranquilizarme por completo.
Me dijo que reflexionaba acerca del contraste entre su vida anterior y la actual, y que los amargos recuerdos de los años pasados se presentaban de nuevo a su mente, infundiéndole el temor de no poder hacerme feliz. Temía ser ya un hombre fatigado y amargado por las contrariedades de la vida. Tales ideas llenaron de lágrimas sus ojos.
Le excusé, le tranquilicé y procuré reanimarle; pero me turbaba en secreto lo que había visto.
Nos apeamos del tren en Ramsgate, estación balnearia entonces desierta, porque acababa de terminar la temporada. Desde allí, pocos días después, saldríamos de viaje a bordo de un yate que prestó a Eustaquio uno de sus amigos.
Pasamos tres días de deliciosa soledad, de felicidad exquisita, que no podría olvidar en el curso de toda mi vida.
A la mañana del cuarto día, poco antes de amanecer, ocurrió un incidente que por sí mismo estaba desprovisto de importancia, aun cuando me impresionó. Desperté de pronto, sin adivinar la causa, sintiendo un malestar que turbaba todo mi ser. Yo había sido muy dormilona y nunca me despertaba antes de que la criada acudiese a llamar a mi puerta; pero aquella vez lo hice sin motivo aparente y varias horas antes que de costumbre. Me sentía tan agitada que no pude continuar en la cama. Mi marido dormía profundamente a mi lado, y para no despertarle, salté al suelo, me puse una bata y unas zapatillas, y me acerqué a la ventana.
El sol se elevaba sobre un mar apacible y de color gris. Por un momento, el majestuoso espectáculo que se ofrecía a mis ojos tuvo una influencia sedante que calmó la agitación de mis nervios. Sin embargo, a poco, me pareció intolerable encerrarme entre las cuatro paredes de la habitación. Abrí la puerta que conducía al gabinete de aseo de mi marido, y entré, con la esperanza de que aquel cambio de ambiente me agradara.
Lo primero que vi fue su neceser de viaje, abierto sobre la mesa-tocador.
Examiné los frasquitos y estuches, los peines y tenacillas que había en un compartimiento, y luego también el recado de escribir que había en otro. Olfateé los perfumes, limpié cuidadosamente todas las redomas, al mismo tiempo que las sacaba del neceser, y así acabé por vaciarlo del todo. Estaba forrado de terciopelo azul. En un ángulo observé una cinta de igual color, y tirando de ella, vi que el neceser tenía doble fondo, secreto y reservado, para guardar cartas y tarjetas.
Cediendo a un capricho o a la curiosidad, saqué las hojas de papel, como lo hiciera con los demás objetos. Eran facturas de proveedores que carecían para mí de todo interés, o cartas que puse aparte tras de recorrerlas de una ojeada. Luego, debajo de lo demás, vi una fotografía, en la cual estaban trazadas las siguientes palabras:
"A mi querido hijo Eustaquio."
¡Su madre, la mujer que con tanta tenacidad y con tal crueldad se había opuesto a nuestra boda!
Me apresuré a mirar la fotografía, que no había visto aún, figurándome que encontraría un rostro severo o duro; pero, con la mayor sorpresa, aquel semblante mostraba indicios de haber sido muy bello. Tenía una expresión enérgica, saturada, además, de ternura y bondad. Aquella mujer, que casi nos insultó, a mí y a los míos, era, sin duda, una persona que inspiraba simpatía.
Me entregué a hondas reflexiones.
¿A qué se debería la severa resolución de aquella madre dulce y bella, para impedir nuestro matrimonio? ¿Podría hacer sin rodeos esta pregunta a Eustaquio en cuanto despertara?
No me atreví. Habíamos convenido de un modo tácito en que nunca más hablaríamos de su madre, y por otra parte, quizá le disgustara saber que había abierto el fondo secreto de su neceser.
Luego de almorzar tuvimos noticias del yate donde debíamos embarcarnos. Había llegado ya al puerto, y el capitán esperaba, en Broadstairs las órdenes de mi marido.
Eustaquio me rogó que aguardara su regreso, y decidí dar un, paseo por la playa en compañía de la dueña de nuestro hotel, que se había ofrecido a ir conmigo. Eustaquio saldría a nuestro encuentro, una vez terminado su asunto a bordo del yate.
Media hora más tarde, la dueña del hotel y yo estábamos en la playa. El lugar era maravilloso. Sólo disminuía mi contento la incansable charlatanería de mi compañera, quien tenía la manía de llamarme continuamente señora Woodville.
Llevábamos ya media hora en la playa, cuando observamos a una señora que andaba delante de nosotras. Cuando íbamos a pasar por su lado, sacó un pañolito de bolsillo y cayó a mis pies una carta sin que ella lo notara. La recogí para ofrecérsela, y ella dio media vuelta para agradecérmelo. Su rostro me dejó clavada en aquel sitio. Era el original de la fotografía que encontré aquella mañana en el neceser de mi marido. Tenía a su madre ante mí. Y la anciana señora, naturalmente, tomó mi sorpresa por timidez.
Con mucho tacto y mucha bondad inició una conversación conmigo, andando a mi lado. Confieso que me sentía a disgusto, porque ignoraba si debía dar a conocer a aquella señora quién era yo.
Pero la dueña del hotel, que iba al otro lado de aquella dama, resolvió la cuestión interpelándome con el nombre de señora Woodville.
Asustada, miré a mi suegra. Con la mayor sorpresa vi que no daba señales de haber comprendido.
Pero, sin duda, la expresión de mi rostro dio a entender mi agitación, porque la señora Woodville, al mirarme, se estremeció y me dijo, bondadosa:
—Temo que se haya usted fatigado, señora. Está muy pálida… Venga a sentarse ahí y tome mi frasco de sales.
Apenas tuve fuerzas para seguirla a la escollera, donde las rocas ofrecían lugares apropiados para sentarse. De no haber estado apurada por el recuerdo de mi marido, quizá provocara en aquel momento una explicación; pero no sabía en absoluto si eran amistosas u hostiles las relaciones entre madre e hijo en aquella época.
La anciana señora seguía hablándome con toda simpatía. También ella estaba fatigada, según me dijo. Había pasado muy mala noche, a la cabecera de la cama de una hermana suya que vivía en Ramsgate. La víspera recibió un telegrama anunciándole que se hallaba gravemente enferma, y acudió enseguida. Pero aquella mañana, la paciente parecía mejor, y el médico aseguró que ya había pasado todo peligro. Entonces creyó que un paseo por la playa le sería beneficioso, tras de haber velado la noche entera.
Yo estaba demasiado asustada y turbada para sostener la conversación; pero la dueña del hotel tenía, en cambio, muchos deseos de charlar.
—Ahí viene un señor —dijo, señalando hacia Ramsgate—. ¿Quieren ustedes que le reguemos que nos envíe un coche?
Aquel caballero continuaba avanzando. Mi compañera y yo le reconocimos a un mismo tiempo. Era Eustaquio, que se dirigía a nuestro encuentro, según habíamos convenido. Y mi compañera, incapaz de contener su satisfacción, exclamó:
—¡Oh, señora Woodville, aquí está el señor Woodville en persona! ¡Qué suerte! ¿Verdad?
Miré otra vez a mi suegra, y vi que tampoco experimentaba ninguna emoción al oír de nuevo su nombre. No había reconocido a su hijo. Eustaquio se detuvo un instante como herido por un rayo; luego avanzó, pálido de emoción contenida, y fijó los ojos en su madre.
—¿Tú aquí? —extrañó.
—¿Cómo estás, Eustaquio? —saludó ella tranquilamente—. ¿Acaso te has enterado de la enfermedad de tu tía? ¿Conocías ya mi presencia en Ramsgate?
Él no replicó, y mi compañera nos miró sucesivamente a mi suegra y a mí con tal estupor, que le paralizó la lengua. Yo esperaba, con los ojos fijos en mi marido, para ver qué haría. Pero él no titubeó un instante. Se acercó a mí, me tomó la mano y preguntó a su madre:
—¿Sabes quién es esta señora?
Ella respondió, mirándome e inclinando la cabeza con asentimiento cordial:
—Es una señora a quien he conocido aquí en la playa, Eustaquio. Ha sido tan amable como para entregarme una carta que se me había caído. Me parece recordar que se llama señora Woodville.
La mano de mi marido estrechó sin querer la mía hasta hacerme daño; pero tampoco titubeó.
—Mamá —dijo luego—, esta señora es mi esposa.
La dama, que hasta entonces había permanecido sentada, se puso lentamente de pie, y sin pronunciar palabra, miró a su hijo.
—Compadezco a tu esposa —murmuró. Levantó la mano para indicarle que se alejara, y despacio, reanudó su paseo solitario.