La Pulsera

Paul Sartoris

JOE luchó desesperadamente por derribar a su antagonista. Lo veía todo en una niebla lejana, como en un sueño interminable. Pero su cuerpo se contraía dolorosamente, en una realidad palpable y cálida. Notó cómo se arqueaban sus músculos dorsales; los del tórax le dolían hasta estallar.

No obstante, la resistencia no cesaba. Aquello se debatía frenéticamente en sus brazos, sin rendirse a la trampa musculosa que lo atrapaba. En la mente nebulosa de Joe —nebulosa como si el sudor de su frente corriera también por dentro— sólo pervivía una idea clara y segura. Había que luchar, había qué seguir apretando hasta que se derribase el muro. ¿Era quizás, en verdad, un muro, en vez de algo vivo? Bajo el acero de sus nervios tensos —duros y sensibles como un cable de alta tensión—, bajo su abrazo implacable, Joe creía percibir a veces la firmeza fría y seca de una pared y temía, casi sin darse cuenta, que de repente sus músculos se quebrasen ante la imposible rendición de un muro pétreo.

Pero no; luego se encendía en la neblina de la mente una lucecita y Joe percibía entonces un fatigoso jadear, semejante al de un animal herido. La fatigosa respiración acompañaba por un momento, desacompasadamente, el acompasado torniquete de los brazos de Joe. Luego la lucecita parpadeaba y Joe, asido frenéticamente a su antagonista, dejaba de oír el jadeo y volvía a sentir, bajo sus tendones doloridos por el esfuerzo, aquella resistencia casi pétrea, interminable.

En medio de su fatiga tensa, el pensamiento de Joe flotaba en el vacío, como un pájaro libre aletea en el espacio. Su aleteo golpeaba al recuerdo y trataba de conocer, se esforzaba en volver a conocer, el motivo de todo aquello. Sólo sabía oscuramente que, si abandonaba su presa, ésta se volvería contra él ferozmente. La sensación de peligro inminente le hizo redoblar su fuerza y, mientras el corazón le golpeaba rítmicamente en la boca, Joe recordó.

Dicen que, en uno o dos segundos, la mente de un hombre al borde de la muerte puede rememorar hechos que han durado horas o acaso años. Como si el pensamiento contemplase una sola fotografía en la que estuvieran superpuestas todas las imágenes del pasado, sin por ello perder cada una su inteligibilidad. La fotografía compuesta que durante un segundo —¿o fueron quizá varios?— se fijó ante los ojos de Joe contenía una mujer hermosa en diversas y contradictorias actitudes, un hombre alto siempre elegante y obsequioso, un salón confortable pero modesto donde la televisión atronaba el aire, un lujoso dormitorio presidido por una cama suntuosa y absurda… y él mismo, Joe, en otras tantas diversas y contradictorias actitudes. Durante un momento las imágenes superpuestas danzaron una sobre otra, embrolladamente, como cuando un proyector cinematográfico se desenfoca y se descentra. Luego se fueron ordenando y durante un segundo —¿o quizá fueron varios?— Joe las vio desfilar vertiginosamente.

La mujer era Gladys, su esposa, sentada o de pie, siempre lánguida, en medio del salón modesto y confortable. Sus actitudes iban variando de la ternura a la indiferencia, de la indiferencia al hastío, para pasar después al reproche nervioso e inesperado. Las actitudes de Joe también variaban, casi armónicamente, como si a cada gesto de la mujer, elemento dominante en la composición, hubiese de corresponder una expresión correlativa del hombre. Una actitud invariablemente refleja de la otra, siempre sumisa: primero de ternura atenta, luego de inquietud, de preocupación solícita, después de angustia y torpe rendición. Y siempre, en el trasfondo, como un coro de tragedia antigua carente de armonía y de sentido, el estruendo de la televisión sonando sin cesar en un salón que había dejado de ser confortable.

Hubo un momento en el que sobresalió nítidamente una estampa fugaz donde Joe besaba violentamente a Gladys; no se oía la televisión. Pero la imagen quedó inmediatamente borrada por la del hombre obsequioso y elegante, cuyos dedos sujetaban un regalo de contornos imprecisos. Aquel hombre tan pronto aparecía ayudando a Joe en sus negocios —¡sin él, Joe hubiese estado completamente hundido!— como trayendo al salón que fue confortable una caja de bombones o una lata de caviar o hasta unos pendientes.

Aquí el corazón de Joe latió tan fuertemente que no sólo percibió su ritmo en la boca, sino también una punzada en el costado. Y la presión de sus brazos y sus manos sobre aquello se hizo tan intensa que esta vez sí que Joe oyó claramente el jadeo, un jadeo que parecía ahora un poco ronco, como el de un lejano estertor agónico.

Sí, el hombre elegante y obsequioso dejó de ser agradable a los ojos de Joe en las siguientes fotografías que se superpusieron en su cerebro; sólo podía agradecerle que había disminuido, e incluso en ocasiones desaparecido, el estruendo de la televisión; quizá también pudiera agradecerle aquellas nuevas imágenes de Gladys que Joe contemplaba —en estos segundos eternos— con los ojos del pensamiento: una Gladys otra vez sonriente. Pero no era ternura lo que había en la mirada de la mujer ni en sus movimientos: era como una trampa felina cautelosamente tendida para alguien, como los suaves contoneos que acompañan a los gatos antes de sus zarpadas.

Lo que no podía perdonarle Joe al hombre obsequioso era aquella pulsera de oro con las iniciales J. P. que llevaba siempre en la muñeca izquierda. Era una pulsera sin cierre: "Sólo podrán quitármela cortándome el brazo", decía. No podía perdonársela porque Gladys había adoptado la costumbre de juguetear con ella, bromeando: "Es como la mitad de las esposas de un delincuente; sólo te falta la otra mitad". Y cuando colocaba su muñeca delgada y blanca junto a la pulsera era como si Joe la viese a ella con otra pulsera idéntica, unida a la de J. P. como las dos anillas de las esposas de los criminales, inseparablemente.

Aguzado por su espíritu herido, Joe volvió en este momento a apretar con toda su fuerza y, por primera vez, aquello cedió algo hacia adelante. Joe no oyó ahora ninguna clase de respiración jadeante, pero comprendió claramente que no estaba luchando contra una pared de piedra, sino contra un hombre o contra un animal —lo que a veces viene a resultar lo mismo—.

Durante un segundo más —¿quizá varios?— el film interrumpido volvió a desfilar por el pensamiento de Joe, que planeaba allá arriba, como un halcón, muy por encima de su sudoroso cuerpo. Vio claramente el salón confortable, sin ruido alguno de televisión, sin Gladys, sin bombones, sin el hombre obsequioso. Y se vio a él mismo, Joe, en el salón vacío, girando dentro de sí mismo como una peonza sin dueño: fumando, bebiendo y leyendo, sin fumar, sin beber y sin leer; moviéndose solamente en una sucesión de actos mecánicos y sin contenido. Luego vio llegar a Gladys, cansada, lejana, otra vez desprovista de sonrisa, y oyó de nuevo el estruendo de la televisión.

Aquello que se debatía en los brazos de Joe se inclinó por fin hacia adelante y Joe, con un rápido movimiento, cambió su presa y atenazó fieramente un largo tubo de carne, músculos y venas, que empezó a emitir sonidos entrecortados y guturales. La sucesión de fotografías se puso en marcha y, como en un relámpago cegador, como si el estropeado proyector cinematográfico se hubiese recompuesto bruscamente, vio ante sí el dormitorio principesco, ridículamente lujoso, ricamente iluminado, en cuyo centro, como un navio, se asentaba orgullosamente una cama suntuaria. Y Gladys estaba en ella, cubierta de collares y pulseras, en el cuello, en los brazos, en los tobillos, como la antigua esclava romana de un rico patricio. Él, Joe, también estaba en la habitación, aunque no sabía cómo había entrado. Y la expresión de Gladys en este nuevo decorado era también nueva. Una expresión de terror azul, azul claro como el de sus ojos. Él, Joe, la arrojó de la cama de un solo golpe, arrastrándola vigorosamente por la muñeca enjoyada. Aquí las imágenes volvieron a embrollarse. Estaba ahora también en la habitación el hombre obsequioso, que no era obsequioso ya, y Joe se daba cuenta por primera vez de que era más alto que él y tenía poderosas espaldas. Y luego estaban ambos, el hombre que ya no era obsequioso y él, luchando cuerpo a cuerpo en un jardín, como animales encelados y fieros, o como hombres, que a veces es lo mismo.

En aquel momento, sin más, como si el viento de locura hubiese arrastrado todas las nubes que empañaban su cerebro, comprendió súbitamente que "aquello" que se debatía en sus brazos era J. P., que el tubo largo y musculoso era el cuello del hombre y que los sonidos entrecortados y roncos que de cuando en cuando exhalaba aquella garganta eran los de la agonía. Cuando lo hubo comprendido, Joe apretó más y más, pareciéndole que todo él iba a estallar de un momento a otro. Hasta que "aquello" se dobló flaccidamente en sus dedos, como un muñeco de guiñol cuando otro títere le asesta un golpe. Y sin más vida que el propio muñeco. Joe se daba cuenta de ello sin necesidad de consultar a ningún médico. Se daba cuenta también de que sólo su desesperación había podido derrumbar aquella pared de músculos más alta que él. Entonces, Joe se inclinó y con un tirón indescriptible de sus dedos agarrotados arrancó la pulsera de oro con las iniciales J. P. "No hacía falta cortar el brazo", pensó mecánicamente. La pulsera ya no parecía de oro; había hecho un corte profundo en los dedos de Joe y estaba teñida en parte de la vida que acababa de desaparecer y en parte de la vida de Joe, de la sangre que abundantemente manaba de sus dedos heridos.

El jardín estaba sin duda en alguna parte. Dónde, no lo sabía Joe, porque todo daba vueltas. Tenía la pulsera rota incrustada en la mano derecha, como un trofeo bárbaro y cruel. Tenía…, ¡no tenía a Gladys! ¿Había existido Gladys alguna vez? Joe empezó a andar, a andar como una bestia malherida que, por mero instinto, busca el camino de su guarida.

Flotaba ahora en una nube que cambiaba de color: tan pronto rosada como negra. Caminaba en el aire, sobre la nube, y no sabía a ciencia cierta adonde se dirigía. Es decir, Joe no lo sabía, pero su instinto de animal herido sí. Y de repente se hundió en un pozo negro, profundo, y sus pies danzaron en el vacío una danza angustiosa, lenta y ridícula.

Fue en ese preciso instante cuando se despertó. Tenía el cuerpo bañado en sudor y temblaba. Su propia angustia le hizo volver rápidamente a la conciencia, le hizo subir a la superficie desde el fondo de su profunda pesadilla. Suspiró hondamente y, poco a poco, su espíritu se fue tranquilizando, Estaba solo en su dormitorio. Hacía días que Gladys descansaba en otra habitación. Mucho antes de que Joe descubrirse que, de vez en cuando, iba a descansar también, absurda y pretenciosamente cubierta de joyas, en aquella cama suntuosa… En realidad, lo había descubierto el día anterior. La pesadilla real había precedido de poco a la del sueño. Lo mejor, pensó Joe, era alejarse rápidamente de Gladys. Retirarse cuanto antes. Y devolver a aquel hombre obsequioso todo lo que le había prestado. Sí, decididamente, Joe tenía que terminar con aquella vida de pesadilla real de los últimos tiempos, con aquel espeso tejido de humillaciones y sospechas que le oprimía el alma. Se alegraba de que hubiera ocurrido así, bruscamente; de poder jugar ahora a cartas vistas y de que se acabase todo. Especialmente esto: que se acabase todo antes de que hiciera nada irreparable. Joe se sintió por fin liberado, otra vez dueño de sí mismo, y saltó vivamente fuera de la cama.

Al hacerlo, un objeto metálico rebotó tintineando sobre el suelo. Joe lo contempló y se inmovilizó, con la mano algo levantada, como una estatua. Era una pequeña pulsera de oro macizo, marcada con las iniciales J. P. y manchada de un líquido oscuro. Se había caído al abrir Joe su puño derecho, donde estaba incrustada como un trofeo bárbaro y cruel.