EPÍLOGO

UN telegrama de mi suegra me llamó con urgencia a París.

Mi esposo, convaleciente de una herida que recibió en un combate, había emprendido el viaje a Inglaterra; pero tuvo que detenerse en París a fin de reponer sus fuerzas. Su madre, para evitarme preocupaciones, me mantuvo ignorante de todo ello.

Hice mis preparativos para salir en el acto, después de dejar muy emocionado a mi amigo Benjamín.

A la noche siguiente estaba junto a mi marido. Era tal su debilidad, que apenas podía levantar la cabeza de la almohada. Me arrodillé a su lado y lo besé. Se reanimaron sus vidriosos ojos, y murmuró:

—Ahora podré comenzar otra vez la vida. Y cualquiera que sea mi suerte, no me separaré ya de ti.

—Con tanta mayor razón —aduje— cuanto que he logrado mi objeto. Hemos conseguido la prueba de tu inocencia, y puedes esperar confiado la decisión del Tribunal y tu rehabilitación. Mientras, viviremos lejos del lugar de tu triste pasado, lo mismo que lo haríamos si yo ignorara el misterio de Gleninch.